PERCY HARRISON FAWCETT EN CACHUELA ESPERANZA (parte XIII)

 


Cuatro horas después de pasar por Fortaleza, llegamos a la confluencia con el río Madeira, tan extenso que parece un océano, después del estrecho río Abuna. Aquí encontramos una oficina de aduana boliviana, en condiciones tan insalubres como apenas es posible concebir. Todos estaban enfermos con fiebre o ebrios; ¡y si en alguna parte puede justificarse el alcohol, es en este sitio! Había caído la noche y, al acercarnos a tierra, escuchamos el rasgueo de las guitarras y el canto desabrido de voces de borrachos, como si nos estuvieran previniendo de la degeneración que encontraríamos aquí. El caucho exportado por Bolivia paga menos derechos que el que se exporta por Brasil, de manera que era costumbre que todo el caucho de Abuna, ya fuese que viniera del lado brasileño o boliviano, pasase y saliera por esta aduana. En todo caso, el río no había sido fijado aun definitivamente como frontera. Se almacenaban mercaderías en el lado brasileño, las que se transportaban al otro lado del río durante la noche; una forma moderada de contrabando qué la aduana más bien favorecía que impedía. Cuántos de los derechos pagados llegaban a poder del gobierno es una pregunta a la que no puedo dar contestación. Sólo un funcionario manejaba el dinero; los otros nueve no tenían nada que hacer, fuera de endeudarse.

Había seis soldados bajo el mando de un intendente, a quien habían trasladado del Mapiri, mientras buscaba caucho, y lo enviaron a este sitio miserable con todas sus pertenencias, que se componían de una lata de sal, dos espadas, un reloj despertador y un orinal saltado. Había que llenar esa vacante. Su predecesor tenía el desgraciado hábito de tirar tajos a los soldados con la espada, así es que por último se rebelaron contra él, le dispararon y cruzaron la frontera hacia Brasil. El oficial, borracho y herido, se escapó a la selva y siguió, bordeando el río, hasta Villa Bella. Puede dar una idea del estado de cosas que reinaba en estos lugares remotos el hecho de que, cuando las aduanas bolivianas fueron entregadas a Brasil, había siete mil bultos de carga en San Antonio, puerto que queda más abajo de los rápidos del Madeira, esperando transporte para el Beni. ¡Cinco mil de estos bultos contenían licor!

En la desembocadura del Abuna, los únicos alimentos eran el charque y el arroz. Nadie se molestaba en pescar o cazar, ni siquiera en vestirse y, sudando bajo sus andrajos sucios, según el caso, cantaban canciones de borracho o gemían de dolor en sus enfermedades. No existían medicinas, y si hubiesen tenido alguna, nadie habría podido administrarlas porque no existía una mente suficientemente despejada para hacer de enfermero. La única persona sana era un joven alemán, que había llegado en su viaje río arriba, un muchacho alegre e íntegro que no confiaba en las relaciones anglo-alemanas. El ardiente deseo de Alemania —decía— era la guerra, para dañar la prosperidad comercial de sus rivales y asegurarse colonias.

Después de ocho días en este vil sitio pudimos conseguir pasaje en algunos batelones que llevaban flete a Villa Bella, puerto en la desembocadura del Mamoré y a medio camino de Riberalta. Cuando nos adentrábamos en el río llegó a nosotros, como una despedida, el rasgueo de guitarras y el rumor de voces.

El ferrocarril Madeira-Mamoré aún no existía; ese sistema de regiones apartadas, corriendo de “ninguna parte” a “ninguna parte”, cuyos funcionarios blancos recibían salarios tan elevados, que podían retirarse a los diez años, ¡si alcanzaban a vivir tanto! En lugar de eso tuvimos veinte días de labor matadora para transportar las embarcaciones cargadas pesadamente, por los muchos rápidos entre San Antonio y Villa Bella. Un batelón que cargaba doce toneladas de flete sólo tenía tres pulgadas de obra muerta y era necesario pasar casi rozando las riberas del río. En extensiones suaves remaba la tripulación de veinte indios, pero donde el agua estaba agitada, la embarcación debía ser tirada con el extremo de una larga cuerda para esquivar las rocas. Se necesitaba gran pericia para evitar los constantes peligros, por lo que al anochecer la tripulación estaba agotada. En el momento mismo en que los hombres se dejaban caer sobre las rocas calientes a la orilla del río se quedaban profundamente dormidos y, en consecuencia, la neumonía era corriente entre ellos, tanto que en cierta ocasión una tripulación entera pereció a consecuencias de esta enfermedad. La embarcación se vio obligada a esperar la llegada de nuevos remeros antes de poder continuar viaje.

Cuatro de los hombres de nuestro barco murieron durante la primera mitad del viaje. El que cayera enfermo se transformaba en el hazmerreír de los demás, y cuando moría había una hilaridad enorme. El cadáver se ataba a un palo, se cubría someramente con tierra en una fosa de poca profundidad cavada con los remos; su monumento consistía en un par de ramas cruzadas y atadas con pasto. Durante el funeral se bebía una ronda de kachasa y ¡a esperar la próxima víctima!

El río aquí tenía una amplitud de casi media milla, pero estaba lleno de rocas y la rápida corriente hacía difícil la navegación. Pasamos sin dificultad los peligrosos rápidos de Araras y Periquitos, pero nos demoramos tres días en vencer el más formidable de ellos, llamado Chocolatal. La vida aquí distaba mucho de ser monótona. El piloto salió a inspeccionar el rastro por donde los batelones tendrían que ser transportados para evitar el rápido y fue asesinado por los indios apenas a media milla de distancia del bote. Lo encontramos con cuarenta y dos flechas en el cuerpo. En esos instantes, yo también había salido a buscar un pavo para echar a la olla, pero afortunadamente no encontré salvajes. Mi impresión fue que esta tribu, aunque no gustaba de los contactos con la civilización, tampoco tenía una animosidad particular contra los hombres blancos.

En el Mamoré, cerca de Villa Bella, los indios habían entrado a veces a las pescarías —reductos reconocidos— para dedicarse al comercio de trueque, pero las expediciones esclavizadoras los habían dispersado desde entonces. Mientras comerciaba río arriba, en el Mamoré, un boliviano muy conocido fue visitado por un grupo de indios araras que pretendieron estar sumamente interesados en su rifle y le rogaron que disparara incesantemente, aplaudiendo con placer cada vez que escuchaban las detonaciones. Cuando la cámara estuvo vacía, el jefe mostró su flecha y su arco, como demostrando lo que era capaz de hacer con ellos, y, extendiendo la cuerda al máximo, se volvió repentinamente, disparando su flecha directamente contra el boliviano. Los indios huyeron durante el tumulto que vino a continuación.

Un hermano de la víctima se vengó, dejando, como por casualidad, un poco de alcohol envenenado en la pescaría. Como consecuencia de ello, se encontraron después ochenta cadáveres. Estos indios aún son numerosos y pendencieros, pero la construcción del ferrocarril los ha ahuyentado del Madeira.

Un mestizo me contó que cerca del rápido Chocolatal, él y algunos otros compañeros capturaron una canoa con dos indios sólo poco tiempo antes.

—Uno de ellos rehusó todo alimento y murió —dijo—. El otro comenzó también una huelga de hambre, pero lo colgamos de los pies en un árbol, y practicamos tiro al blanco en su cuerpo. Murió al octavo disparo. ¡Nos divertimos mucho!

El flete en los batelones era aquí un buen negocio. Construirlos costaba 1.800 bolivianos (144 libras) y se alquilaban en cuatrocientos bolivianos el viaje, por cuatro viajes anuales; el arrendatario asumía responsabilidad en caso de pérdida.

La tripulación del batelón casi se desternilló de risa cuando uno de mis indios tumupasas se enfermó de beriberi en este viaje-y quedó con las piernas paralizadas. Murió en Villa Bella.

No es posible imaginar una experiencia más espeluznante que la llegada al rápido Riberón. Durante una milla nos aferramos a las rocas o a la ribera donde pudieran depararnos una especie de freno y después nos dejamos llevar bogando locamente por un canal de aguas borrascosas capaces de echar a pique la embarcación que iba cargada en exceso. Uno de los cuatro batelones se dió vuelta y zozobró, sin que su tripulación, que estaba demasiado débil, pudiera remar efectivamente. Se perdió la carga, pero no hubo muertes, pues todos los indios nadan como nutrias.

Acampamos en Riberón, donde los botes tenían que ser descargados para el acarreo al margen-del rápido. Apenas nos habíamos instalado, totalmente exhaustos, cuando nos vimos invadidos por un ejército de hormigas negras — incontables millones— que arrasaban a su paso con todo, emitiendo un sonido penetrante como silbido, fantasmagórico y temible. Nada las detenía, y desgraciado del durmiente que no despertara a tiempo para escapar, prevenido por el suave rumor de su llegada. Las hormigas no dañaron el campamento, sino sólo aniquilaron a todos los otros insectos, continuando en su avance. A menudo visitan las chozas de la selva y las limpian de sabandijas.

En Misericordia, el próximo rápido, había un gran remolino, junto al cual vivía un anciano que se había hecho una cómoda fortuna recogiendo restos de naufragio, caucho y todo lo que era barrido hasta la playa. Era un lugar muy peligroso, y ninguna embarcación escapaba del desastre cuando caía en la garra del remolino. El paso rio abajo resultaba aún más peligroso porque la velocidad era mayor a causa del laberinto de rocas, y por hábiles que fuesen los pilotos y la tripulación, generalmente estaban ebrios al salir de Villa Bella. Los naufragios eran comunes antes de que se restringiesen los seguros, pues a menudo les convenía a los consignadores perder la carga deliberadamente.

Quienquiera que sea el responsable de los nombres de lugares en Bolivia, es culpable de amarga ironía por haber bautizado al puerto en la confluencia de los ríos Mamoré y Beni con el nombre de “Villa Bella”. Una marisma negra y sucia ocupaba el centro del lugar y la mortalidad a veces era enorme. El índice de defunciones, entre las tripulaciones de los batelones que iban y regresaban de San Antonio, alcanzaba al cincuenta por ciento anual, cifra terrible, a la que ya me estaba acostumbrando. Ese era el tributo que se pagaba al caucho boliviano en este período, y no creo que sea una exageración decir que cada tonelada embarcada costaba una vida humana.

Ennegrecida por la franca suciedad, con sus habitantes saturados de bebida, Villa Bella era, sin embargo, uno de los más importantes puestos aduaneros de Bolivia. El temor al Beni parecía haber ahuyentado a los funcionarios de tipo honrado. A mí me trataron como a un embaucador del gobierno. Ningún representante oficial tuvo la gentileza ni el sentido del deber de ayudarnos en nuestra labor e incluso uno de los habitantes llegó al extremo de dispararme con su Winchester, afortunadamente con mala puntería, a consecuencias del alcohol.

Incapacitado para obtener lo que necesitaba, le dije lisa y llanamente al administrador de la aduana que si no se me facilitaban transportes en el acto, me quejaría formalmente contra él al Ministerio de Colonización. La treta surtió efecto y ¡resulté ser realmente un embaucador del gobierno! Sin embargo, no pudimos abandonar el lugar ese mismo día.

Al día siguiente fuimos a Esperanza, cuartel general de los Hermanos Suárez, la principal firma cauchera. Aquí encontramos a algunos mecánicos británicos muy bien remunerados al servicio de la firma para cuidar de las lanchas. Los oficinistas, todos alemanes, eran francamente hostiles con ellos.

Existía aquí un rápido por el cual los indios tenían gran veneración, creyendo escuchar en su fragor la danza de los muertos. Pocos días antes, una lancha había sido arrastrada por este rápido, debido a una falla de la máquina al partir, cuando dejó la playa coa una carga completa de pasajeros. Su escapada fue casi milagrosa, pues, por extraño que parezca, no naufragó. Todos los hombres de a bordo, excepto Smith, el ingeniero inglés, saltaron antes de que fuese arrastrada por las aguas. Las mujeres gritaban desesperadamente, viendo que de un momento a otro naufragarían y se ahogarían en el remolino. Cuando llegó al rápido, Smith, que tranquilamente había estado reparando la máquina atascada, la hizo funcionar y la lancha alcanzó la ribera. Desde esta ocasión se convirtió en un héroe.

Los mecánicos británicos gustaban de su trabajo y lo hacían bien; sus salarios eran generosos y recibían buen trato, y fuera de sus deberes habituales recibían otros encargos, tales como reparar máquinas de coser, rifles, etc., lo que aumentaba considerablemente sus ingresos. Uno de ellos mereció el imperecedero respeto de la población al caer, botella en mano, por la borda de un batelón en el Mamoré, siendo arrastrado por una cascada y emergiendo un poco más allá, donde pudo salir para sentarse tranquilamente en la ribera a finalizar el contenido de la botella.

Otro sufrió una enfermedad desconocida que le dejó la piel casi negra y pestilente. Un día no apareció en su trabajo y el mayordomo, seguro de que había muerto, prometió una botella de alcohol por cabeza, a una pareja de indios, si recogían el cadáver y lo enterraban. Se cubrieron la nariz y la boca, pusieron el cuerpo ennegrecido en una hamaca y lo transportaron al cementerio. En el camino, la hamaca golpeó contra un árbol y una voz sepulcral, desde su interior, les dijo: “Cuidado, niños, cuidado”. Los indios arrojaron su carga y huyeron, pero envalentonados por un trago y acompañados de algunos otros, regresaron y cogieron la hamaca una vez más. Mientras depositaban el cuerpo al borde de la tumba, se oyó nuevamente la voz sepulcral, pidiendo un poco de agua. Todos arrancaron, pero tras nuevas libaciones, regresaron los peones y echaron el babeante cuerpo en la tumba abierta, esparciendo rápidamente tierra sobre él, hasta que se perdió toda esperanza de resurrección.

Poco después de mi llegada aparecieron súbitamente dieciséis indios pacaguaras en una canoa, pintados como en pie de guerra. Mientras estos guerreros bogaban río arriba, se llenó de excitación la orilla más lejana del río Esperanza. Los peones gritaban; los hombres corrían de un lado a otro, lanzando órdenes a un mismo tiempo y comenzó una descarga irregular de disparos de rifle. Los salvajes no se inmutaron. El río, en este punto, tiene seiscientas yardas de ancho, o sea, casi el límite del alcance de un Winchester cuarenta y cuatro. Con serena dignidad, los indígenas pasaron de largo, hasta perderse en algún pequeño afluente. Hubo rostros malhumorados después de la orden de “¡Cese el fuego!”, cuando se hizo un balance del gasto de municiones de precio exorbitante.

Los indios a menudo salían a la ribera opuesta y con toda calma observaban los trajines de la barraca, seguros de que había escaso peligro de que los alcanzaran los rifles. Su aparición invariablemente causaba frenesí en Esperanza y gran derroche de cartuchos. Parecía la ruidosa bravata de los perros cuando ven a un gato sobre una muralla.

Acompañamos a una lancha que iba a Riberalta el 18 de mayo. La noche anterior a nuestra salida se hizo notable, porque cuatro mujeres y cuatro peones indios protagonizaron una danza de ebrios después de consumir cuatro cajas de cerveza a 10 libras la caja, obtenidas a crédito. Al día siguiente, las mujeres recibieron un castigo de veinticinco latigazos cada una por meter bulla y fueron enviadas a trabajar en las plantaciones al otro lado del río; pena muy temida a causa de los paca- guaras. Los hombres quedaron libres de toda culpa, posiblemente porque sirvieron bien a la firma, al quedar aún más endeudados con ella.


Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

Imagen: Cachuela Esperanza (Circa 1920)


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