P. FAWCETT Y SU VIAJE DE REGRESO; RIBERALTA A RURRENABAQUE (parte XVII)

 


En la barraca Concepción pude procurarme más alimentos con la esposa del administrador y —rareza en estas regiones— obtuve conservas inglesas. Resultaban extraordinarias, porque los fabricantes británicos rehusaban colocarles etiquetas en español, y, consecuentemente, nadie compraba sus productos, pues no sabían qué contenían.

Al tercer día de nuestra salida de Concepción nos cogió un viento surazo, que retardó nuestro avance. La atmósfera se puso terriblemente fría y el río fué golpeado por el viento, formándose menudos remolinos, semejantes a los que forman las turbonadas del océano. La vida de la selva parecía decaída y nos oprimía un sentimiento de triste desolación. Al llegar a Santo Domingo brillaba el sol, y nuestro ánimo se levantó cuando el administrador, el señor Arautz, cargó el batelón con plátanos, naranjas y otros alimentos frescos.

—Lamento que tenga a bordo al coronel —me dijo, sin preocuparse de que el objeto de su conversación también estaba escuchando—. Conozco a ese tal por cual, y no envidio su suerte.

Muy pronto el batelón nos causó ansiedad, porque sus maderos estaban podridos. Los temores de la tripulación resultaron fundados cuando al decimosexto día un obstáculo sumergido rompió el fondo, golpeando a la mujer, que casi se ahogó con un bocado de moscas. Nos hubiésemos podido hundir, pero de algún modo el obstáculo fue cortado con un hacha; se clavó un trozo de tabla sobre el agujero y se designaron dos vaciadores para mantener a raya el agua que entraba. Hora y media después otro tronco de árbol más grande que el anterior atravesó el parche, demostrando que si los rayos no caen nunca dos veces en el mismo sitio, los obstáculos sí. Otra vez fue cortado a hacha, y se colocó en el hoyo toda la ropa disponible que tenía la tripulación. Se ordenó a un hombre que se sentara encima, hasta que, gracias exclusivamente a la buena suerte, pudimos llegar a la pequeña barraca de Los Ángeles. Como nadie parecía capaz de arreglar el daño, busqué un tablón, levantamos el batelón para mantenerlo seco y elevado, fijé tablas en su interior y exterior, remachándolas con largos clavos de hierro y calafateando las junturas con estopa. Este parche nos sirvió para el resto del viaje, pero hubo muchas alarmas por los roces y rechinamientos del fondo, que aterrorizaban al coronel. Me quedó muy agradecido por los arreglos, tan agradecido, que al día siguiente escamoteó una pierna de pavo silvestre de la olla de la tripulación, y, después de roer el mejor trozo de carne, me ofreció el resto con una reverencia.

Cuando llegamos a Cavinas, en la desembocadura del Madidi, yo estaba desesperadamente ansioso por escapar de mis dos compañeros de cabina, pues me enfermaban sus hábitos sucios y sus desagradables personas. La ineficiente tripulación y el negligente capitán hacían el viaje tan intolerable, que traté de conseguirme muías con los sacerdotes de la misión para llegar por tierra a Rurrenabaque. ¡Ay! Todas sus bestias estaban ocupadas en otra parte. No había nada que hacer, sino continuar en el batelón, que ahora estaba peor que nunca, porque el cuero crudo que cubría el suelo de la cabina se había podrido completamente y el sol abrasador lo hacía exhalar un olor tan fuerte, que eclipsaba aún al del coronel.

La estación seca estaba en su apogeo y el río bajó tanto, que los bosques de troncos sumergidos hacían que el avance fuera extraordinariamente difícil. En una de las barracas por las que pasamos, le dieron al coronel un mono regalón. El bicho compartió su bacinica y agregó algo a la suciedad de la cabina, pues ni por nada quiso dejarlo afuera. Descubrí en seguida que mi tetera era usada por el coronel y el aduanero, no para hervir agua, sino para beber por su pico. Esto me enfureció; si hubiesen solicitado mi permiso, no lo habría negado —pese a las pústulas del coronel—; pero ni siquiera tuvieron la cortesía de pedirme autorización.

Con el buen tiempo volvieron las nubes de mariguis. Una ventaja del viento surazo era librarnos temporalmente de la plaga de insectos; pero éstos, al regresar, recuperaban el tiempo perdido y casi nos volvían locos, a excepción de la dama pasajera, que encontraba que era un aditamento bien venido a su dieta. Todo empeoró. Durante una violenta tormenta, el mono cayó por la borda, mientras su amo se lamentaba desesperadamente. Antes que el animalito pudiese ser salvado, ya estábamos una milla más abajo, golpeando tronco tras tronco en forma despiadada. Justo cuando estaba pasando la tempestad, se escuchó un ruido como de descarga de artillería y un rayo cayó en el río a cien yardas de nosotros, con un maravilloso despliegue de fuegos rojos, amarillos y azules. La tripulación casi murió de susto y se les tuvo que dar alcohol para que se recuperaran y pudiéramos seguir navegando.

Ninguna tripulación trabaja sin alcohol. Los impulsa como la gasolina al automóvil, y cuando se termina la provisión, dejan de trabajar y rehúsan moverse. Nuestro “combustible” estaba guardado en la cabina en una lata de cuatro galones; el olor de mi tetera me sugirió que el coronel estaba sirviéndose de él. Encontré que sólo teníamos lo suficiente para terminar el viaje, siempre que el recorrido diario mejorara del paso de tortuga a una velocidad normal. Se lo dije al capitán y sugerí que hiciera trabajar más a sus hombres. Inmediatamente echó la culpa al piloto por el atraso.

—Es una mentira —replicó éste—. Si usted no estuviese siempre borracho, podría atender mejor su trabajo.

El resultado de esto debió ser una pelea pero no llegaron a los golpes. En cambio, tuvieron una salvaje batalla de denuestos, en que el insulto más amargo era el epíteto ―indio‖, y finalizó cuando uno le dijo al otro: “¡Anda, pégame!”, respondiendo el contrincante: “¡No, atrévete tú!” La tripulación parecía dispuesta a tomar parte en la riña; el batelón se deslizaba río abajo sin control, de manera que la discusión tuvo que ser silenciada por autoridad superior. Poco después nos pasó un batelón de Riberalta, como si nosotros estuviésemos parados, y las burlescas observaciones del piloto casi iniciaron de nuevo la camorra.

El próximo contratiempo fue el quedar lisiado uno de los tripulantes. Al saltar a la playa para recoger huevos de tortuga, pisó una-raya, que hirió gravemente su pie. Quizás previnieron las complicaciones al hacer explotar pólvora sobre la herida —una cura drástica—; pero hasta el término del viaje la víctima gimió en el suelo de la embarcación. Otro hombre perdió dos de sus dedos, a causa de las pirañas, mientras se lavaba las manos en el río después de desollar un mono.

Los huevos de tortuga abundaban tanto, que el fondo del batelón estaba repleto de ellos para venderlos en Rurrenabaque; pero mucho antes de que llegásemos, pies descuidados los transformaron en una masa, y un olor más se agregó al hedor general. Para añadir otro todavía, el coronel trajo a bordo un poco de chalona o carnero seco. Su dueño lo apreciaba mucho, aun cuando estaba en avanzado estado de descomposición y lleno de gusanos. Por último, se me hizo la cabina insoportable y colgué afuera mi hamaca, a pesar de los mosquitos.

A bordo se desarrollaron fiebre e influenza, dejando fuera de cuenta a nueve tripulantes. Escasos de tripulación, seguimos hasta Santa Teresa, cuatro días más abajo de Rurrenabaque, esperando allí hasta que se recuperasen los hombres. ¡Qué gran placer fue estar en tierra, para escapar de la pestilencia de esa embarcación, respirando otra vez aire puro en la barraca de mi anfitrión!

El me dió más detalles de la expedición suizo-germana contra los guarayos en el Madidi, corroborando la historia de las atrocidades que ya me habían relatado. Una niña se escapó hasta la orilla del río y allí fue herida por una bala. Se arrodilló para lavarse la cara y cabeza, y en esa posición fue degollada despiadadamente. Con la valentía que da la desesperación, uno de los guarayos atacó a la expedición con arco y flechas, pero muy pronto lo mataron. Conocí más tarde a estos indios, y la forma abominable en que fueron tratados por estos brutos cobardes me llenó de ardiente indignación, como les ocurrió a todo boliviano y extranjero decente del país. Siento decir que los autores de este ultraje jamás fueron castigados.

Nada me induciría a repetir este viaje de cuarenta y cinco días. A mí me pareció interminable. El “mal de ojo” de Riberalta no podía ser aventado ni con la distancia. Casi podía escuchar las palabras de despedida del delegado, vagamente inquietantes: “Lamento que usted nos deje, mayor. Su trabajo ha sido muy valioso para Riberalta. ¡Lástima que usted no sea un prisionero permanente!” . . .

(Continuara…)

Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

Descripción de la foto: “Salvajes”, imagen tomada alrededor de 1913-14, Bolivia, 1913. (Percy Harrison Fawcett. / Foto de la Royal Geographical Society //Getty Images)

 

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