El Gral. español Vicente Rojo Lluch |
Por: Ricardo Serrano / Periódico El Deber de Santa Cruz, 21
de enero de 2022.
Siempre he pensado que la estadía en Bolivia del Gral.
Vicente Rojo nos dio prestigio y renovó el estancado aire de un país donde no
venía mucha gente. Diciendo esto quiero sumarme al recuerdo que el pasado
diciembre hizo Rafael Archondo, en su columna de Página Siete: “Rojo en
Bolivia”.
Es que no era cualquier inmigrante. Si bien venía de
comandar un ejército que fue derrotado, la mayoría de los autores le reconocen
como estratega brillante; con la desventaja de haber estado en el lado con
menores recursos, en el bando que no tenía mando único y debilitado por
rencillas y luchas intestinas entre comunistas, socialistas, anarquistas y
sindicatos. Aún con eso retardó el triunfo de Franco.
Tampoco se puede olvidar la aureola romántica que generó la
Guerra Civil Española con las brigadas internacionales a favor del lado
republicano por un lado y por otro, los escritos de Hemingway, Octavio Paz,
Neruda, Orwell y otros. Y parte de ello le tocaba al General Rojo. Aunque en
verdad no era la ideología lo que seguía Rojo, sino la legalidad de la
República. Los otros eran los alzados. Él estaba lejos de esas rencillas
regionales e ideológicas que conflictuaban al bando republicano. Ese mismo ambiente
se trasladó al exilio de Buenos Aires y él no vivió tranquilo ni conforme con
ese ambiente.
Hasta que para fortuna de él y nuestra, el Gobierno de
Peñaranda lo contrató para ser profesor de la Escuela de Guerra, que ahora se
llama Escuela de Comando y Estado Mayor en Cochabamba. Y vivió en Bolivia desde
1943 hasta 1957. Ahora gracias al libro escrito por su nieto Andrés Rojo (La
Paz, 1958) Vicente Rojo. Retrato de un general republicano (Tusquets,
2006) sabemos muchas cosas. Entre ellas que él valoraba y agradecía que su
contrato le reconocía como general del ejército español.
Andrés Rojo cita la “Autobiografía” de su abuelo para
relatar la relación con Bolivia: “He trabajado tan intensamente y tan a gusto,
he forjado tan buenas amistades, me he compenetrado tan entrañablemente con el
alma de Bolivia y los afanes de sus hombres”. Se dice que fueron muy afamadas
sus clases teóricas y también célebres sus expediciones táctico-logísticas en
las fronteras. Sus años en Bolivia fueron “el mejor oasis que pude hallar para
restablecer el equilibrio de mi vida”. Cómo sería la imbricación con Bolivia
que casó aquí a seis de sus siete hijos (con el tiempo y después del retorno de
su padre cinco volvieron a España. Es que Bolivia no daba muchas
oportunidades).
Se puede decir que Vicente Rojo en Bolivia tenía muchas
satisfacciones, pero no dejaba de ser un exiliado. Y todos ellos llevan heridas
a cuestas y una bolsa de ausencias y cosas no resueltas. Por eso Rojo quería
volver a España.
Pero no solo era eso. Nada es simple. Los generales no solo
mueven tropas en el frente u ordenan avances de tanques. También tienen mujer y
todos sabemos que ella y la familia es otro frente. Y es que Doña Teresa
Fernández tenía particularidades que podrían ser material de literatura. Así me
parece el hecho de que “a pesar de que su marido llevara luchando desde el
mismo día del golpe contra los militares rebeldes, ella siguió considerando que
la razón estaba del otro lado”. Yo me imagino a ella, tan católica, de misa
diaria y rosario, orando para que su marido no muera en el frente y al mismo
tiempo pidiendo el triunfo de los “nacionalistas”. Y, aun así, lo acompañó en
todo momento. Lindo, ¿no? La guerra podía ser contradictoria pero no su marido.
Ella le siguió, cruzó el Atlántico y llegó a Cochabamba.
Los hijos mayores entraron a la universidad y uno de ellos
al colegio militar, pero Doña Teresa nunca se adaptó a Cochabamba, “ya fuera
por la radical extrañeza que le producían los cholos (…) ya fuera por el polvo
de las calles o por la simple nostalgia”. Pero fue en la cocina donde se
mantuvo incólume en sus convicciones y no siguió al marido. Doña Teresa fue
radical y se negó a incluir a su menú comida boliviana. “Al parecer fue tan
obstinada y terca que no solo no preparó, sino que ni siquiera probó bocado
alguno de los platos tradicionales”, sigo a Andrés Rojo. O sea que no probó el
chuño que acompaña al ají de lengua y tampoco sopa de maní. Pobrecita, era su
protesta.
Por eso el General en una nota autógrafa de 1956 apuntó:
“Voy a intentar, cediendo en todo cuanto haya que ceder, para que me abran las
puertas, evitando a mi mujer morir en América, lo cual sería el mayor disgusto
de mi vida”.
Después de muchas gestiones, su regreso fue autorizado. Al
poco tiempo de su llegada se le inició un proceso por rebelión, que acabó
condenándolo a prisión perpetua. A las semanas se le comunicó que se le
indultaba de cadena perpetua, salvo la interdicción civil.
Después de eso siguió escribiendo y publicó libros sobre la
guerra. Se reunía con pocos amigos y aunque el libro del nieto no lo dice, se
sabe que acudía a la embajada boliviana a leer periódicos atrasados y de
repente encontrar algún conocido. Murió el 15 de junio de 1966.
Me parece de novela que el cortejo fúnebre haya recorrido
calles de Madrid. Esa ciudad que había defendido de las tropas franquistas.
También es literatura, además que mi inconsciente me delata en mis simpatías,
el hecho que hayan asistido al sepelio tres destacados falangistas. Uno de
ellos, Rafael García Serrano declaró a la prensa que se había rendido su último
tributo “a un hombre que se equivocó, pero que lo hizo a la española”.
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