LA HISTORIA DEL SARGENTO ALBERTO SAAVEDRA PELÁEZ, UNO DE LOS DEFENSORES DEL FORTÍN BOQUERÓN

Por: Raúl Rivero Adriázola - Escritor / artículo publicado el 21 de Noviembre de 2016 en el diario Los Tiempos de Cochabamba.


Para muchos combatientes, la Guerra del Chaco no solamente repercutió en sus vidas durante el tiempo que duró el conflicto bélico. Algunos volvieron con nuevas ideas políticas, otros con planes diametralmente opuestos a los que imaginaban antes de ser movilizados; empero, los más trajeron huellas indelebles, físicas y mentales, de realización o de frustración, que habrían de tener consecuencias en los circunstancias vitales que enfrentarían a futuro. Y en la inmediata posguerra, algunos fueron víctimas de la mezquindad y la mala conciencia de quienes tuvieron responsabilidad de mando en esa contienda, injusto pago a su sacrificio por la patria.
Entre los valientes que soportaron el violento asedio paraguayo a Fortín Boquerón, que tuvo como perversos aliados a la ineficiencia de los altos mandos militares bolivianos y a la inclemente sed, se encontraba el sargento Alberto Saavedra Peláez, quien fue tomado prisionero con otros 465 sobrevivientes de esa increíble gesta. Saavedra, no pudo resistir el cautiverio en Asunción del Paraguay, por lo que poco antes del fin de la guerra se fugó a nado por el río Pilcomayo con otros compañeros hasta la Argentina, de donde pudo pasar luego a Bolivia. Saavedra es autor del libro “Memorias de un Soldado”, que relata sus vivencias en Boquerón, y de un breve relato sobre los avatares que a continuación se resumen.
En julio de 1936, en su tierra natal de Oruro y con otros compañeros de armas, fundó la “Asociación de Ex Prisioneros”, con el fin de prestarse mutua colaboración, sobre todo a aquellos que no tenían recursos, durmiendo incluso en plazas y zaguanes. Como los socorros devengados a los excombatientes demoraban en llegar desde La Paz, la directiva de la asociación visitó al prefecto coronel Ovidio Quiroga, para pedirle interceda por ellos ante las autoridades, teniendo en cuenta su estrecha amistad con el presidente David Toro. El prefecto, que fue auxiliar de Toro en la malhadada batalla de Picuiba, los recibió de mala manera y, cuando los delegados abandonaban cabizbajos el palacio prefectural, Quiroga salió a uno de los balcones y se puso a gritar: “¡Prisioneros cobardes!”.
Al oír semejante improperio, los sorprendidos excombatientes murmuraron entre sí: “Miren quien dice ‘cobardes’, si es de los que se entregaron sin combatir” y, luego de una sonora silbatina, se alejaron gritándole: “¡Picuiba! ¡Picuiba!”, lo que enfureció de gran manera al aludido, llegando a hacer disparos al aire con una ametralladora.
El sábado posterior a ese incidente y luego de un disputado “match” de fútbol, Saavedra y cinco compañeros fueron a una quinta a servirse un picante. Al entrar al local público, vieron que en una mesa Quiroga departía con un par de amigos; sin prestarle atención, se acomodaron en otra mesa y llamaron a doña Angélica, la dueña, para que les sirviera. Grande fue su sorpresa al decirles la propietaria que por orden del prefecto no podía atenderles, a lo que inmediatamente respondió a gritos uno de los jóvenes: “dígale al señor prefecto que ésta no es la prefectura, sino una quinta pública”.
Rememora Saavedra: “Enardecido, el prefecto se paró con un fuete en la mano y vino hacia nosotros. Iba a darle un fuetazo en la cara al de más cerca y éste le puso el brazo y le tiró un empujón. Caliente por nuestra actitud llamó a sus amigos y se retiraron del local. Nosotros, como festejando el triunfo, pedimos que nos sirvan cerveza y el plato que habíamos pedido. No imaginábamos lo que posteriormente nos iba a pasar”.
No acabaron de dar la orden, cuando a las carreras se presentó ante los jóvenes doña Angélica, gritando: “niñitos, ¡váyanse, que el prefecto salió amenazándoles!”. Dicho y hecho; pocos minutos después la quinta fue rodeada por un destacamento de soldados. Al tratar de escapar, fueron reducidos a culatazos y conducidos al regimiento Camacho, donde pasaron la noche temblando de frío. Al mediodía siguiente, se les comunicó que serían confinados por “peligrosos comunistas”, junto a dos periodistas. El destino era el poblado de Santo Corazón, en la frontera con Brasil.
Fueron innúmeras las aventuras que corrieron los deportados, varias de ellas de riesgo y originadas en la necesidad de hacerse con alimentos en el hostil entorno selvático, donde tuvieron que recurrir a las experiencias adquiridas en el Chaco para sobrevivir. Con una frontera desguarnecida y extensos territorios deshabitados, Saavedra y sus amigos se desplazan casi libremente, seguidos en complicidad por el cabo que debe custodiarlos. En esas correrías se topan con contrabandistas y cuatreros. Entre los últimos, visita Santo Corazón un cruceño de apellido Cronembold, a quien lo acompaña un jinete brasilero, que se mantiene callado. En una siguiente pasada por el pueblo, Cronembold les hace creer que el brasilero era Luis Carlos Prestes, el famoso dirigente comunista que años atrás encabezó una frustrada sublevación contra el Gobierno brasilero, refugiándose pocos meses en Bolivia. Sin embargo, en la época de esta anécdota, Prestes estaba preso en Río de Janeiro, por orden del presidente Getulio Vargas.
Cansados de esa vida y de las consecuentes privaciones, sumadas a la lógica molestia de estar desterrados por un enojo del caprichoso coronel Quiroga, Saavedra y dos de sus compañeros de destierro escapan de Santo Corazón y cruzan la frontera. Obligados a ganarse el pan, trabajan en labores manuales para hacendados brasileros, hasta reunir el dinero suficiente para acercarse a Corumbá. Allá tienen la sorpresa de encontrarse con un grupo de militares bolivianos que departían en un restaurante. Ellos les informan que como Toro ha sido derrocado —nada menos que por uno de los máximos héroes de la guerra del Chaco, el mayor Germán Busch—, podían volver sin temor a Bolivia, cosa que hacen de inmediato.

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