Por: Hugo A. Brown - Revista Panorama - Junio 1967 / Este artículo
fue extraído de: http://www.magicasruinas.com.ar/revistero/aquello/revaquello117.htm
Un enviado especial de Panorama sigue en plena selva la
huella de los guerrilleros. Con la presencia fantasmal del Che Guevara y la
lengua suelta de un desertor se descubre, en el terreno mismo, la estrategia de
la sublevación: un foco es la base de operaciones y tiene importancia táctica
para abrir el abanico de emboscadas, la trama del ataque y los secretos de la
subversión que vive nuestra América.
Partirnos en jeep; íbamos con un pequeño grupo de soldados y
oficiales. Mientras nos probábamos uniformes camuflados, las charlas de los
hombres adelantaban algo del clima que reinaba allá, a 90 kilómetros al norte
de Camirí, entre la selva impenetrable que encubre pumas, jaguares, serpientes,
mil y una pestilencias. . . Y guerrilleros. El lugar era Lagunillas (según se
dice, con unos mil habitantes): un pueblecito perdido en la selva del
departamento de Santa Cruz, Bolivia. Los soldados, en su mayoría, provenían del
Altiplano y sufrían bajo el sol implacable. Sin embargo, una sorda rabia
parecía impulsarlos contra los guerrilleros, que en la emboscada del Jueves
Santo mataron siete camaradas; contra ese pueblo incrédulo que dudaba de la
rebelión, que acusaba al ejército de montar una gran farsa para que los Estados
Unidos mandaran más ayuda, que decía a viva voz que era una excusa del
presidente Barrientos para proscribir a los partidos de izquierda.
En el pequeño jeep los comentarios se sucedían, mientras el polvo se pegaba y
estampaba absurdas máscaras en los rostros fatigados. . .
Después de una hora de marcha llegamos a El Pincal, la estancia que el
agricultor Algañaraz y su familia abandonaron después de haber sido amenazados
por los guerrilleros y que se transformó en cuartel general del ejército
boliviano. Junto a los portones hay trincheras cavadas, alambradas reforzadas
con troncos, una fila de vetustos cañones apuntando hacia la verde cortina de
la selva.
En el casco de la estancia, un movimiento inusitado. Todos conversan en voz
baja, de vez en cuando señalan la fila de morteros apoyados contra la pared.
Alguien me informa:
—Están esperando la llegada de una patrulla que salió a rescatar los cadáveres
del teniente Amézaga y los 6 soldados muertos en la emboscada.
El día anterior el mayor Reyes bombardeó la región y penetró al mando de una
fuerte columna por el cañón del río Ñancahuazu, como parte de la
"Operación Limpieza" imprescindible para poder recuperar los
cadáveres.
Tratando de adelantar tiempo, trepamos a nuestro jeep y avanzamos por el camino
a Ñancahuazu, el puesto más adelantado del ejército. Allí la tensión era más
electrizante. Reunidos alrededor de la casita de chapas que había pertenecido
al guerrillero Coco Peredo, esperaban más de 100 hombres, todos mirando
nerviosamente hacia la selva agazapada más allá de la pequeña plantación de
maíz que rodea la construcción. En las chapas podían verse los agujeros de la
metralla de los aviones AT6 que habían atacado el lugar.
De pronto un oficial alerta con su grito:
—¡Ahí vienen ...!
Notamos un movimiento entre el maizal: un grupo de hombres se acerca
penosamente trayendo una camilla improvisada. Todos tienen el rostro cubierto
con un trapo empapado. Un olor nauseabundo inunda el ambiente.
El doctor Manuel Sauma, con su máscara de cirujano, trata de evitar que los
soldados se amontonen alrededor de la camilla. Se inclina a examinar el
cadáver, casi un esqueleto. Dice algo, los soldados se persignan
apresuradamente. Uno se aparta con el rostro congestionado. Alguien murmura:
—Amézaga...
Con el dedo en el gatillo
El coronel Juan Fernández, comandante de Lagunillas, no soporta el espectáculo.
Se nos acerca con un grupito de hombres, nos pregunta enérgicamente si estamos
listos para partir. Hugo Delgadillo, del diario "Presencia" de La
Paz, y yo estamos listos. La selva nos devora. Ñancahuazu, el último bastión
del ejército, queda atrás. De ahora en adelante pisamos terreno disputado, donde
las patrullas no sueltan las armas de la mano, donde las patrullas no sueltan
las armas de la mano, donde el guerrillero, conocedor del lugar, apela a su
consabida táctica de confundir, golpear y escapar, desaparecer literalmente
entre la maraña y no dar señales de vida hasta que la vigilancia del ejército
se haya relajado, y después golpear de nuevo.
Nadie sabe a ciencia cierta cuál es la fuerza de los guerrilleros.
Cuando los doctores Sauma y Flores hablaron con los rebeldes, en la primera
misión fracasada para rescatar los cadáveres, el jefe del grupo, Martínez, dijo
a Flores que había unos 300 en total; pero este cálculo fue de tal manera
aumentado por la prensa que el pueblo boliviano se creyó enfrentado por una
verdadera legión de barbudos de uniforme verde oliva, y hasta autoridades
militares responsables llegaron a declarar que había más de 1.000.
Técnica del miedo
Avanzamos por la selva y me llama la atención un hombre: es el único del grupo
que no lleva arma y va delante de todos a manera de guía. El coronel Fernández
me explica:
—Es un desertor. Hasta hace poco estuvo con ellos.
Nadie sabe su nombre completo. Lo conocemos por Vicente. Hasta fines de febrero
integró la guerrilla; ahora trata, desesperadamente, de borrar el pasado y
empezar de nuevo. Uno de los oficiales lo mira con desprecio:
—Está frito. Podrá ayudarnos todo lo que quiera y dejarnos conformes a
nosotros, pero nunca podrá escaparse de ellos —señaló la selva—. Ellos lo
encontrarán donde esté ...
Salimos de la selva al río. Frente a nosotros, la mole impresionante del cañón:
ese lugar donde el Ñancahuazu se encajona entre altos barrancos cubiertos de
vegetación y donde descifraron la muerte Amézaga y sus compañeros.
Las historias fantásticas del cañón del Ñancahuazu empezaron con la emboscada
del Jueves Santo. No toda la columna de Amézaga había sido exterminada. Pero
tanto los comandantes como la tropa apresada por los guerrilleros fueron
sometidos a un original lavado de cerebro.
Era tal el terror, que imaginaron haber caído en manos de una fuerza
omnipotente y creyeron al pie de la letra todo los que se les decía.
—Llama al cardiólogo. —Este necesita una transfusión. Consulta al Banco de
sangre.
—Está Guevara al teléfono... —¡Apronten los cañones antiaéreos!
—Comandante, tu avión está listo para despegar.
Frases como éstas, jugadas pertinazmente por los sublevados, convencieron a
prisioneros y heridos de que allí, en medio de la selva, había una organización
de guerrilleros con todos los adelantos de un ejército regular. Además —afirma
el doctor Flores—, los heridos fueron curados y casi todos recibieron una
tentadora oferta en efectivo para quedarse en la selva y seguir la lucha con la
guerrilla.
Nos internábamos en el cañón y podíamos advertir la fácil impunidad con que
habían actuado los rebeldes. Altas barrancas donde un hombre puede hacerse
invisible con solo quedar inmóvil. Por momentos podíamos marchar por las
márgenes del río, pero la mayor parte del trayecto tuvimos que hacerla por el
lecho, con el agua hasta la cintura, luchando contra una fuerte correntada,
siempre con los ojos puestos en el fondo del río para evitar resbalar o quedar
con el pie en la trampa de las rocas.
Se me ocurrió preguntarme: "¿Y qué podría hacer yo para defenderme si me
agarraran aquí?"
Muchos se hacían la misma pregunta sin respuesta. Nuestra única esperanza de
seguridad eran los aviones que sobrevolaban la zona y ametrallaban los sectores
sospechosos. Cuando encontrábamos el cráter de un mortero o de una bomba nos
sentíamos más protegidos, como si esos oasis de destrucción fueran los símbolos
de las fuerzas que apoyaban nuestro avance. Sin embargo, uno de los oficiales
del grupo no pudo reprimir un comentario inquietante:
—Pero éstos no son tipos normales. Cuando deben retirarse no se retiran, y
cuando uno menos los espera, ¡zas! ahí están. ¡Guachos!. . .
Ver sin ser vistos
Me voy enterando de nuestra misión: ocupar el campamento central de la
guerrilla, el principal centro de abastecimiento descubierto el día anterior
por la columna del mayor Reyes después de un demoledor bombardeo aéreo y de
morteros. Consultamos nuestros relojes: las 5 y 30. Faltaba por lo menos una
hora y media de marcha. No teníamos más remedio que pasar la noche allí. Nos
miramos. La patrulla estaba compuesta por 2 oficiales, 8 soldados, un guía
desarmado y 2 periodistas.
Nuestra suerte estaba echada: podían atacarnos en cualquier momento.
—No es posible, están en retirada ...
—¡Pero éstos no pelean como hombres normales!
Con un encogimiento de hombros seguimos adelante.
Pasamos por el sitio donde emboscaron a Amézaga. Por un instante, el grupo se
detiene a contemplar las barrancas que se empinan, densamente vegetadas. El
capitán, Mario Oxa, comenta con resignación.
—Ellos podían dominar el cañadón sin que nadie los viera. En cambio, nuestros
muchachos tuvieron que disparar a ciegas...
Vicente, nuestro guía, indicó las alturas:
—Allá arriba tienen una choza, posiblemente la usaron como base de operaciones
para la emboscada.
Después de una hora y media de marcha, y ya con la noche encima, nos
encontramos ante una brusca curva del río. Vicente se detiene y le susurra algo
al capitán. Frente a nosotros un gran precipicio, y a nuestra derecha (hacia el
norte) una angosta saliente de selva que llega al río. Quedamos helados. El
teniente Hernán León apronta su ametralladora:
—Ahora ¡mucho ojo!
Vicente señala con el dedo:
—¿Ven? Ahí está el puesto de vigía de ellos.
Miro el precipicio. Ni la menor irregularidad parece quebrar la superficie
roja, pero Vicente insiste:
—¿Ves esa veta negra que cruza el precipicio en diagonal? ¿Ves cómo se termina
en una especie de nariz? ¡Fíjate bien en la punta de la nariz!
Ahora la veo. Una minúscula cueva a unos 30 metros del suelo y a poco más de veinte
del borde del precipicio. Solo con soga uno podría bajar hasta allí, pero con
la ametralladora y el teléfono de campaña es casi inexpugnable y domina la
única entrada posible del campamento.
Nadie habla. Los dedos juguetean nerviosamente sobre el cañón de las armas.
Vicente encabeza la columna por una senda secreta, imperceptible desde afuera.
Al principio no vemos nada anormal. De pronto, unas matas me llaman la
atención. Las aparto con precaución
y aparece la boca de una trinchera.
Más adelante hay más: algunos simples agujeros en el suelo, otros, reforzados
con troncos, según las instrucciones del Che para las defensas antimortero.
El Che Guevara
El fantasma del Che está omnipresente. Vicente asegura que anduvo por Bolivia
en noviembre pasado, en ese mismo campamento, y en Sucre, y en Santa Cruz y en
La Paz. Dice que se hospedó en el hotel La Paz, disfrazado de viejo, con
reluciente calva, dientes salidos y una ligera joroba. De regreso a la capital
investigué en ese hotel, nadie se acordaba de un hombre así.
Muchos insisten en que el Che está muerto. (El gerente de la empresa All
America Cables, de La Paz, Morales Ary, sostiene que Guevara murió en Santo
Domingo, luchando con las fuerzas del coronel Francisco Caamaño Deno, en 1965.
En cambio, un veterano guerrillero peruano, sobreviviente de las huestes de
Hugo Blanco, jura que habló con Guevara en persona en ese mismo año de 1965,
que está vivo y que —tal cual declaró reiteradamente Fidel Castro— organiza la
subversión en América.
Lo cierto es que la mano del Che aparece en todos lados. Antes de entrar en la
selva leí su libro La guerra de guerrillas, un volumen editado por el INRA
(Instituto Nacional de la Reforma Agraria) cubano, unas 100 páginas de texto y
algunos dibujos. Mi primera ojeada al campamento boliviano no me dejó dudas
sobre quién había sido el ingeniero del emplazamiento del doctor Martínez y
Coco Paredo
Quiero quedarme a examinar todo más de cerca pero me llaman para seguir
avanzando. Junto a mí aparecen un horno de pan, una choza de ramas y barro,
esqueletos de carpas, mesas y bancos de palos, algunas latas de comida...
El campamento central es grande. Vicente me informa que albergaba a 46
personas. Hay lugares para colgar hamacas, bancos y hasta toscos sillones.
Recuerdo las palabras del Che acerca de esos bancos y su doble utilidad: no
sólo sirven para sentarse; con unas cuantas grandes piedras amontonadas encima
se transforman en eficaces defensas antimortero.
Las hamacas son de tela liviana con techo de plástico sostenido desde la rama
de un árbol, y unas cortinitas laterales del mismo material que resguardan al
durmiente de los mosquitos y las lluvias; entran en un paquete que pesa menos
de un kilo.
Las leyes de la noche
Tenemos apenas 20 minutos de luz y sólo logramos una impresión vaga de los
alrededores. Tenemos apenas 20 minutos. Sabemos que un hilo de agua corre a
unos cincuenta metros y circunvala al campamento por debajo; existe la
impresión de un conjunto de pequeños campamentos un poco más arriba; pero nada
más. La noche nos envuelve completamente. Tenemos nada más que 20 minutos.
Queremos encender fuego, pero los ruidos de la selva, las fieras, el viento, y
otros ruidos, ramas que se quiebran como si alguien las hubiera pisado, matas
que se sacuden, nos detienen. Nos tiramos al suelo con la mano sobre el arma.
La oscuridad parece moverse. Vicente se acerca arrastrándose:
—Las horas de sus ataques son entre las 10 y las 11 o antes de amanecer —musita
nerviosamente en el oído del capitán Oxa.
Yo recordaba la guerra de nervios de los guerrilleros contra el ejército en
Ñancahuazu y El Pincal, las ráfagas de metralla que no dejaban dormir, las
noches interminables, los hombres que apenas podían hacer guardia al día
siguiente porque se caían de sueño.
Nos disponemos en círculo, en puestos de centinela. Cada uno de nosotros tiene
un número que debe cantar cada 10 minutos para mantenerse despierto y para
cerciorarse de que no falta nadie. La oscuridad es completa; el compañero
Delgadillo está a tres metros de mi, pero no puedo verlo.
Hay movimientos en dirección al río y Oxa dispara su ametralladora. El tableteo
es ensordecedor, los ecos entre las montañas repercuten largo rato. Me siento
sacudido.
Pasa una hora que parece un mes. Oigo un ruido nítido. Las centinelas lo
perciben; dos Mauser disparan al mismo tiempo. Un hombre se aleja corriendo.
Recuerdo el comentario de Vicente: "Atacan entre las 10 y las 11". Me
arrastro hasta el capitán Oxa para mirar su reloj luminoso. Faltan instantes
para las 11.
Siento la desesperación del hombre poco experimentado. La selva que los
guerrilleros usan con tantas ventajas nos muestra ahora toda su hostilidad. No
sabemos si delante tenemos una pendiente en subida o en bajada, si hay rocas o
árboles... No sabemos nada. A nuestras espaldas están las trincheras y las
fortificaciones; si ellos llegan a ocuparlas, estamos perdidos. Columnas como
la nuestra, pequeñas, relativamente mal armadas (2 ametralladoras, 8 Mauser y
algún revólver) son los blancos predilectos para las guerrillas. El ablande
previo de las noches insomnes rinde sus frutos, y varios de nuestros centinelas
no contestan a las numeraciones. Un disparo de Mauser los despierta fugazmente,
pero a poco vuelven a dormirse. El sueño fatal.
El alba es una tregua
Vicente dice que es el otro momento clave para el ataque.
Tiesos, con nuestros uniformes aún mojados por la caminata a lo largo del río
seguimos tendidos bajo las defensas antimorteros de los barbudos. Los minutos
se estiran interminablemente; por último nos animamos a levantarnos y nos repartimos
unas pocas latas de comida para el desayuno. La espera sigue, aliviada por unos
pocos cigarrillos que no se habían podido fumar durante la noche por temor a
que el fósforo fijara la posición.
No soy fumador pero tenía otra desesperación: por la misma razón no podía sacar
fotos. Un solo lamparazo de mi flash hubiera iluminado todo el campamento: era
delatarnos.
A la creciente luz del alba miro el campamento: veo el corral de las gallinas,
los almácigos con las pequeñas plantaciones de verduras. A cincuenta metros del
cuerpo central encontramos un rudimentario baño, pero con uno de los
refinamientos de la civilización: un cartelito que dice Ocupado-Desocupado. Más
allá hay un breve túnel que sirvió de depósito. Unas pocas granadas de modelo
antiguo.
Por todos lados empezamos a encontrar despojos de los guerrilleros: botas
gastadas, uniformes verde oliva, la mayoría de ellos confeccionados por la casa
Martínez, de La Paz (el jefe rebelde encargó cien en total, por los que pagó
3.200 pesos bolivianos, unos 100.000 argentinos), pero también hay una camisa
similar
confeccionada en México. Encuentro fundas de cigarros cubanos, libretas de
cheques de viajero con el contenido arrancado, un Manual de Primeros Auxilios
(con el sello de la Comisión de Minería de Bolivia en la tapa), unas páginas de
La cartuja de Parma de Stendahl...
Se prohíbe lo sentimental
Un hallazgo sensacional: potes de cremas y cosméticos. Así como las fundas de
cigarros hacen sospechar a los más suspicaces la presencia de Guevara en el campamento,
los productos de belleza confirman la presencia de Tania, la guerrillera. Dicen
que es argentina, esposa de Martínez, pero Vicente sostiene que es oriunda de
Tarija y que no es ni esposa, ni amante, ni amiga de nadie, por una ley férrea
del campamento que prohíbe las relaciones sentimentales. Ni siquiera el
periodista francés Debray, que acompaña al grupo y que parece tener un status
especial, podría acercarse a Tania.
El capitán Oxa y yo nos dedicamos a seguir una picada que asoma por la parte
posterior del campamento. Al llegar al arroyo nos detenemos desconcertados. La
senda termina inexplicablemente ante una verdadera maraña vegetal. Vicente ya
tiene la explicación:
—Esta es la ruta de fuga en caso de un ataque por fuerzas superiores. Hay que
caminar por el arroyo para despistar.
Más adelante se retoma la senda.
Nuevamente el ingenio del Che: un campamento que tiene una sola entrada, pero
muchas salidas, únicamente accesibles desde el campamento mismo.
Frente al río hay una barranca casi insalvable, Pero Vicente y el teniente León
quieren escalarla. Arriba hay un depósito de armas y víveres. Trepamos colgados
de las raíces de los árboles hasta alcanzarlo. Allí nos detenemos desalentados:
una bomba de la aviación boliviana redujo el arsenal a un montón de barro y
rocas. Solo encontramos dos cajas de madera pertenecientes al ejército
boliviano. Una con espoletas y fulminantes; en la otra una simple capa
impermeable de oficial: era de Amézaga.
Pero todo no va bien para ellos. Lo presentíamos al entrar en el campamento y
enterarnos de que habían tenido que carnear un burro para comer. Lo confirmamos
ahora al hallar dos esqueletos de monitos, evidentemente asados y con unos
pocos restos de carne aún adheridos.
El fin de la aventura
Horas después, en Ñancahuazu, nos recibieron como si volviéramos de la muerte.
Las celebraciones para nosotros no fueron nada comparadas con las que vinieron
después, cuando súbitamente salieron de la selva unos treinta hombres exhaustos,
con los rostros ennegrecidos por el sol y los labios partidos por la sed. Era
la patrulla del capitán López, que había salido de Ñancahuazu cuatro días antes
para cortar la retirada a los guerrilleros. Se habían perdido y durante tres
días dieron vueltas en el paraje más árido de la zona, bebiéndose su propio
orín y sin poder encontrar la salida hasta que un avión de la Fuerza Aérea les
arrojó un papel con instrucciones.
Otra victoria guerrillera en la que no habían participado directamente los
barbudos: una simple mala pasada de la naturaleza, que había llevado al borde
de la muerte a toda una patrulla, y que, efectivamente, había enloquecido a un
soldado que, presa del pánico, se negó a acatar órdenes y fue por su cuenta en
busca del ansiado río. Después nadie pudo encontrarlo.
El plan guerrillero
Muchas veces me pregunté por qué los guerrilleros habrían elegido ese paraje
para empezar a operar. Allí no hay terratenientes; la Reforma Agraria dio a
cada habitante su parcela de tierra y teme a los guerrilleros porque éstos
pueden sacársela, como hicieron con Algañaraz, el dueño de El Pincal.
Un desconocido, un hombre que dice pertenecer a la Comisión de Guerrillas,
organismo que procura fondos para los grupos armados, me confió que el factor
táctico importante era el mantenimiento del brote, para distraer al ejército
boliviano, en previsión de futuros estallidos en centros importantes como
Oruro, por ejemplo.
Bolivia permite este tipo de estrategias. Su ejército mal equipado para luchar
contra las guerrillas, su clima político potencialmente explosivo, su masa
minera que recientemente sufrió reducción de sueldos a manos del presidente
Barrientos, el cierre de la mina San José, son elementos que pueden agrandar a
ese grupo de 40 fantasmas que, con una sola acción llegaron a polarizar la
atención de toda América.
Apenas había pasado mi aventura en la selva cuando un nuevo episodio sacudió a
Lagunillas. Otra patrulla que recorría terreno "seguro" en Iripití
cayó víctima de una emboscada feroz y murieron 11 personas. Ya nadie acusó a
Barrientos de organizar farsas con el propósito de perseguir a las izquierdas y
recibir más ayuda de los norteamericanos. En Monteagudo se trató de organizar
un cuerpo de defensa civil con las pocas armas que había en la población (fue
ofrecido un trabuco). Se sabe que hay focos explosivos en la geografía política
boliviana. Al norte, el departamento de Pando con sus trabajadores del caucho;
el Beni donde los ricos productores de ganado han logrado crear casi un país
diferente. El presidente Barrientos distribuye culpas: acusa al MNR (el
gobierno anterior) de financiar las guerrillas, a Cuba de mandar expertos, a
Chile de haber permitido el paso de armas, a nuestra provincia de Salta de ser
el asiento de una radio clandestina de los guerrilleros.
En Sucre se ensaya una censura militar que no prospera. La ineficaz Dirección
de Investigaciones Criminales (DIC) arresta a media humanidad: a un turista
francés porque tenía barba, a un loco que no había sido admitido en el
manicomio por un simple error burocrático, a mí porque el jefe Arteaga de Sucre
dice que la censura sigue vigente para la prensa extranjera.
La radio clandestina (15.259 kilociclos en la banda de 60 metros) anuncia otro
choque en el que habrían muerto unos 13 soldados; el presidente Barrientos me
lo desmiente en una entrevista realizada en el Palacio de Gobierno, pero al día
siguiente reconoce que un grupo insurrecto ha atacado el cuartel del batallón
"Pando" de Vallegrande, no lejos del llamado "triángulo rojo".
La escasa diferencia de tiempo entre el ataque a Vallegrande y la masacre de
Iripití abre un serio interrogante: la distancia a recorrer entre ambos lugares
es considerable, y el terreno difícil, aun para guerrilleros. ¿Serán los
atacantes del regimiento "Pando" una fracción tempranamente separada
de los grupos de Ñancahuazu, o habrá aparecido ese anhelo de todo grupo
guerrillero que se llama el "segundo foco"? Si bien el pueblo teme a
las guerrillas, éstas pueden captarse las simpatías de grupos disconformes.
Intentaron hacerlo, tratando como reyes a sus prisioneros, les formularon
suculentas ofertas y manifestaron a todo aquel que quisiera escucharlos (los
médicos Sauma y Flores) que no desean matar soldados, que son parte del pueblo;
que solo quieren luchar contra los mercenarios "rangers" y
paracaidistas del CITE, las tropas de choque del gobierno. ..
Entretanto, en las zonas afectadas crece un peligro tan temible como los
guerrilleros: las milicias campesinas. Verdaderas hordas de indios, desaforados
e ignorantes, pero provistos de un fusil, son una verdadera amenaza para todo
lugar por el que pasan, sometiéndolo al pillaje más impune, como ya lo saben
Santa Cruz de la Sierra y otras poblaciones.
Estas milicias, con su pretendido ideal patriótico, sus senadores y diputados
que llevan su voz al Congreso, de aparato barrientista. Frente a tal
alternativa, las guerrillas y sus secuelas ciudadanas quizás no estén jugando
una partida tan desesperada como tratan de hacer pensar los optimistas
comunicados de las Fuerzas Armadas de Bolivia.
Días después un nuevo choque arrojó dos muertos por bando, y el ejército
boliviano anunció la detención de varios presuntos guerrilleros, entre ellos
Regis Debray.
Hugo A. Brown.
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