Fuente: DRAMA Y COMEDIA EN EL CONGRESO - MOISES ALCAZAR. / Foto:
Andrés de Santa Cruz y su descendencia.
Del vórtice ebullente y caótico de los primeros tiempos de
la historia boliviana, torbellino incubador de los galoneados, surge, como una
excepción, la figura de Andrés de Santa Cruz, el Mariscal de Zepita. Estadista
enérgico, conductor sereno e imperturbable, mezcla de indio e hidalgo, su paso
por la primera magistratura representa un ejemplo de bellas
realizaciones.
Con la mente poblada de proyectos audaces y la pupila dilatada en el infinito
horizonte del ideal, recorrió un sendero matizado de luchas épicas, combates
bravíos y batallas legendarias, aclamado unas veces por el frenesí delirante de
sus parciales y perseguido otras por la maldición de sus enemigos. En esas
alternativas orientó su destino, con aciertos y errores, hasta llegar a la
cumbre del poder, efímero siempre.
Andrés de Santa Cruz fue un visionario. Organizador, inteligente, ambicioso, ha
sido el administrador más capaz de la República y su obra tuvo proyecciones tan
enormes que muchos países americanos no ocultaron el miedo que les infundía ese
indio que acaudillaba bizarros ejércitos y en cuya personalidad caudalosa se
conjuncionaban la audacia, la astucia, el cálculo, la ambición, el ímpetu y la
prudencia.
Un escritor argentino -Manuel Galvez- lo describe así: "Santa Cruz es uno
de los hombres más interesantes que ha producido América". "Tiene
extraordinarias condiciones de gobernante. Y en genio político supera a todos
los hombres de América de ese tiempo...". "En el arte de la intriga
pocos hombres en el mundo pueden comparársele".
Intrigante o no, Santa Cruz es uno de los bolivianos que más honda huella dejó
a su paso por el gobierno, cuando la República debatíase en la anarquía,
perdida en el remolino de los motines y conspiraciones. Cierto es que el
período de su administración fue el más largo de nuestra historia, pero por su
obra trascendental tiene bien ganado el título de uno de los más grandes
presidentes de Bolivia.
EN LOS DIAS VENTUROSOS...
Cuando el éxito acompañó al gobernante, los pueblos plenos
de obsecuencia y gratitud, le adjudicaron títulos y honores, mostrando, como
siempre, su afán servil por el encumbrado. Le llamaron "ángel de la
paz", "elegido de Dios", encargado de "enjugar el llanto de
los bolivianos" y otras lisonjas más en las que son tan diestros los
aprovechadores de todos los tiempos. Y no sólo eran las masas alucinadas por la
egregia figura del Mariscal, también el Congreso -"genuina representación
de los pueblos"- el que con más empeño y entusiasmo se dedicaba a la tarea
de colmar de bendiciones al afortunado caudillo.
Consolidado el poderío militar y político de Santa Cruz con las victorias de
Yanacocha y Socabaya, el Congreso de 1836 reunido en Tapacarí, quiso patentizar
su homenaje al vencedor, y después de endilgarle frases de sumisa adulación
como las de "Restaurador de la Patria, cuya táctica sabia y profunda, cuyo
impertérrito valor han abierto por todas partes a nuestros bravos la senda del
triunfo", le nombró Supremo Protector de la Confederación y Gran Ciudadano
del Perú y Bolivia, acreedor a la gratitud de los dos pueblos libertados del
caos y de la anarquía.
Ocho días duró el Congreso de Tapacarí, que más tarde sería calificado por uno
de los enemigos de Santa Cruz como "cuerpo deliberante reunido en un
desierto". Concretáronse sus labores a glorificar al caudillo y al
ejército; a otorgar facultades extraordinarias para el mantenimiento de la paz
interna y, principalmente, a remunerar al vencedor de Yanacocha y Socabaya.
Casi sin discusión se aprobó la siguiente ley, que testimonia hasta dónde puede
llegar la vileza de los hombres para con los encumbrados:
"Artículo 1º.- La Nación Boliviana adjudica en propiedad la hacienda
Chincha situada en el cantón Luribay. Provincia de Sicasica, Departamento de La
Paz, a su Gran Ciudadano Andrés Santa Cruz y autoriza al Gobierno para negociar
con fondos del Estado, la finca de Anquioma contigua a la de Chincha, a fin de
que formando con ésta un solo cuerpo. le sean entregadas para si, sus hijos y
sucesores, mandándolas redimir ante el Gobierno con fondos del Estado de
cualesquiera pensiones que reconocieren.
"Artículo 2º.- Estas fincas reunidas tendrán en lo sucesivo -el nombre de
Socabaya, que conservarán invariablemente para perpetuar en la familia del
vencedor en aquella jornada, la memoria del triunfo y la gratitud de la Nación
Boliviana.
Artículo 3º.- Se construirá en la entrada principal de estas haciendas a costa
del Erario público una portada en forma de peristilo en cuyo timpano se
colocará una tarjeta de bronce en que se vea un General atravesando con su
espada a una Hidra de siete cabezas extendida a sus pies, y presentando con la
otra mano la oliva de paz a unos grupos de soldados con las armas rendidas; al
pie de la tarjeta se grabará con letras doradas la siguiente leyenda: La Nación
Boliviana a su Héroe inmortal, destructor de la anarquía. Socabaya.
…………………………………………………………………………………………………
…………………………………………………………………………………………………
"Artículo 8º.- Los partes oficiales de las batallas gloriosas de Yanacocha
y Socabaya, se grabarán también con letras de oro en dos láminas de bronce, y se
colocarán una en el Salón de Sesiones del Congreso, y otra en la del Supremo
Gobierno.
"Artículo 9º.- El Congreso nombrará una Comisión de dos individuos de su
seno que presenten esta Ley al Capitán General, Presidente de la República
Andrés Santa Cruz, y le manifieste el contento de Bolivia por los importantes
servicios con que el ejército bajo sus órdenes inmediatas ha cubierto de gloria
el pabellón nacional".
El Congreso supo colmar con creces la vanidad del caudillo, cada día más
engreído de evidenciar la obsecuencia y la sumisión de la cohorte de sus
servidores. Gustaba Santa Cruz de estos homenajes y no ocultaba su complacencia
al ver que su esfuerzo había alcanzado la recompensa de los pueblos
agradecidos, fanáticos en sus manifestaciones de idolatría y ciegos también en
sus explosiones de odio o de venganza.
EN LAS HORAS DE LA CAlDA...
Pero los tiempos cambian. Efímero es el éxito y el poder
dura poco, especialmente en esta tierra boliviana en la que es tan fácil
"levantarse por la mañana de simple particular y acostarse por la noche de
Presidente", cual lo diría el pundonoroso General Camacho. Cayó Santa Cruz
barrido por la traición y por los intereses confabulados. Su poder
extraordinario se trizó en mil pedazos. De su omnipotencia no quedó nada más
que el recuerdo de sus grandezas y de sus triunfos, esfumados por la trágica
realidad. Y forzado por los acontecimientos, emprendió el camino de la
proscripción.
El desfile interminable de los días amargos lacera su alma. Acostumbrado a la
reverencia de los pueblos y de los hombres, no puede resignarse a ese
crepúsculo de angustia y de soledad. El poder le fascina, no tanto por el ansia
de mandar como por las grandes hazañas a que cree estar destinado. Quiere
sobreponerse a la inercia, ese veneno letal que atormenta a los hombres de
acción. Proyecta, discurre, medita, se pierde en el dédalo de combinaciones y
planes, crueles insomnios de su vida de proscrito. Ingresa en una actividad
febril: imparte instrucciones a sus partidarios, les incita a la acción,
trabaja febrilmente urdiendo los más audaces proyectos y tejiendo los hilos de
la conspiración. Lo prevé y calcula todo. Ningún resquicio, ningún detalle ha
sido olvidado. Sólo falta el día de la decisión y otra vez a montar ese corcel
magnífico de la victoria que le llevará por el camino radiante de la gloria.
Pero otra vez la traición malogra sus planes y muchos de sus decididos
partidarios son conducidos al patíbulo. Nada le arredra, sin embargo. Vuelve
sin desmayo a la acción a reconquistar lo perdido. Y cuando el éxito corona sus
esfuerzos y se apresta a volver triunfador en el gran combate, fuerzas internas
y externas se confabulan para cerrar su paso victorioso.
Condenado a vivir en injusta prisión en las playas de Chillán por determinación
de tres países -Chile, Perú y Bolivia- dos de los cuales tanto le debían,
siente rotas sus alas este Cóndor indio, sereno en su desgracia y en su dolor.
En las noches de insomnio interminable que hacen más intensa la tragedia del
caído, habrá podido comprobar la fugacidad de las grandezas terrenas: un tiempo
mimado de la fortuna, su nombre no suscitaba otra cosa que aplausos y
reverencias, temor y respeto, halagos y distinciones, títulos y honores.
Después, en su destierro, siente morderle el dolor de la derrota y la
ingratitud de los pueblos y de los hombres que lo aclamaron delirantemente un
día...
Sólo maldiciones le perseguían. ¿Cuánto tiempo durará su calvario? Gobernó con
mano dura, luchó y venció. De esas luchas y de esos triunfos, no quedaba otra
cosa que el olvido y la ingratitud. Le encadenaron como a un moderno Prometeo y
ya no podrá alcanzar las alturas que dominó orgulloso en otros tiempos;
Napoleón criollo sus verdugos le han señalado un nuevo Santa Elena donde vivirá
el tedio de los días sin gloria, sombríos, desteñidos, monótonos e
iguales…
A su caída le infamaron sin piedad, y era el Congreso el que se distinguía por
su mayor virulencia. Su Presidente, don José Mariano Serrano, no encontraba
vocabulario adecuado para denostar al vencido:
"Pronuncio -decía al inaugurar las sesiones de la Legislatura de 1839- el
nombre de Sagrada Libertad, para que los acentos de este nombre más dulce que
la vida, brillante como el sol y puro como la luz, resuenen con majestad en
este templo de los libres y depuren su atmósfera del soporífero vapor de
esclavitud, que han exhalado por diez años los viles esclavos del más vil de
los tiranos".
Saludaba luego a los congresales "celebrando sus triunfos sobre el pérfido
opresor que ayudado de seres abyectos, espíritus salvajes y genios malhechores,
derrumbaba las sendas de la dignidad, virtud y justicia, para sumirlos en las
obscuras cavernas de .la esclavitud y la miseria". Y daba gracias al cielo
y a "los hijos de Caupolicán y Lautaro" (sic) por haber destruído a
Santa Cruz, "ese abominable monstruo".
Así como en otros tiempos cuando -aliado de la fortuna- Santa Cruz podía
imponer su voluntad, todos se esmeraban en mostrarle su servilismo
incondicional, en las horas sombrías de la caída nadie quería quedar a la zaga
en sus abominaciones. Fue acusado, calumniado, maldecido.
"El castigo del criminal es una de las primeras necesidades de la Nación
-decía el Diputado Evaristo Valle- y es la única garantía del ciudadano; desde
que se dejare impune el delito, se abrirían las puertas de la maldad, se
multiplicarían los criminales y la Nación sería la víctima".
"Todavía el Alejandro de Bolivia tiene su Macedonia", afirmaba el
diputado Rudecindo Moscoso, al pedir que se juzgue a Santa Cruz sin ninguna
formalidad, "porque ya se le considere como tirano o como criminal, la
pena que merece es estar fuera de la Ley...".
Controvirtiendo la tesis de Moscoso, el diputado Medina creía no haber ningún
peligro para permitir la presencia del encausado: "Santa Cruz -decía- es
ahora un miserable, ya no tiene amigos; vendrá aquí como un reo, no tendrá oro
para comprar a los hombres, no es más que un desgraciado, un criminal, un
insecto".
En este clima de prevención y de odio se juzgaba al caldo.
"Parricida de la Patria", "insigne malhechor", se le decía
y la condenación era unánime, porque los bolivianos no siempre se inclinan
hacia la nobleza para con el vencido. Cierto es que algunos representantes,
tímidamente, querían poner "una tela negra en el cuadro destinado para su
retrato y que quede olvidado para siempre", pero ninguno sentíase
impulsado a emitir una sola palabra en defensa del "monstruo". Y tal
fue la violencia de la embestida, que cupo al diputado Delgadillo expresar, en
un rapto de decoro, que estaba "muy fuera del caso el acumular sobre su
persona (la de Santa Cruz) los epítetos de traidor, malvado déspota, ingrato,
diablo, pues que ya se ha agotado el diccionario de tales adjetivos hasta el
fastidio, en mengua de la dignidad de la representación nacional".
Y la Asamblea culmina su obra difamatoria aprobando la ley infamante:
"Se declara a don Andrés de Santa Cruz, Presidente que fue de Bolivia,
insigne traidor a la patria, indigno del nombre de boliviano, borrado de las
listas civil y militar de la República y puesto fuera de la ley desde el
momento en que pise su territorio".
No terminaron ahí las desventuras del infortunado caudillo: le fueron
confiscados sus bienes, embargadas y puestas en depósito sus fincas. El odio
contra su nombre y su obra adquiría contornos espeluznantes. Se amenazó con
fusilar a su esposa, y en la demencia colectiva fue arrastrado el nombre de la
patria en la humillación más vergonzosa. Santa Cruz soportaba, impotente, con
resignación filosófica, ese turbión de infamia que le envolvía inmisericorde.
Y así vivió, añorando la patria que le cerró sus puertas para siempre, hasta el
día en que el fallo inapelable reivindicó su nombre, inscribiéndolo en lugar
preferente de la Historia.
Hay tanto que investigar sobre estos grandes hombres, que cambiaron el curso de la historia de Bolivia
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