Por: Rafael Archondo Especial para Rascacielos / Pagina Siete.
Fue en Bolivia donde Régis Debray puso en juego su pellejo. No murió en
Muyupampa, donde el ejército lo capturó en abril de 1967 tras haber abandonado
el campamento del Che Guevara. No murió en la cárcel de Camiri, donde más de un
oficial hubiera querido aplicarle “la ley de fuga”. Tampoco murió en las
vísperas de la navidad de 1970 cuando un comando militar lo sacó por los aires
a Iquique (Chile). Salvar a Debray fue, por alguna razón, una empecinada
consigna.
El señor Jules Régis Debray cumplirá en breve 79 años de edad. Es probable que
a estas alturas de su vida, este parisino de mirada esquiva haya escrito ya
todos los libros que tenía redactados en la cabeza. Publica dos por año y no
parece dispuesto a guardar el teclado.
En enero de 1965, con apenas 24 años, irrumpía precozmente en la galería de los
conspiradores selectos. Su nombre aparecía en la portada blanca de Les Tempes
Modernes (LTM), revista dirigida por Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y
Claude Lanzmann. Éste último, como buen cineasta, le puso un título de película
al ensayo inaugural del joven Debray: “Castrismo, la larga Marcha de América
Latina”. Dicen que un ejemplar de LTM fue a caer un mes después a manos de
Ernesto Che Guevara, quien no solo leía en francés, sino que en febrero de 1965
estaba de paso por Argel, uno de los epicentros de la revuelta universal de
esos años.
El encargado de conectar al autor europeo con el actor armado del Caribe fue
Oswaldo Barreto, un guerrillero venezolano que en ese momento subía y bajaba
por aviones fungiendo como traductor del argentino-cubano en su famosa gira por
África. Fue el mismo Barreto, de vida legendaria y novelada, quien tres años
antes le había presentado a Debray a su compatriota Elizabeth Burgos. El encuentro
de la futura pareja ocurrió seguramente en Caracas o en alguna estribación
calurosa de la sierra de Falcón, hasta donde el francés llegó para entrevistar
a Douglas Bravo, el más alto dirigente de la guerrilla venezolana.
En aquel 1963 viajero, Debray se movía de país en país como corresponsal de la
revista Revolución, impreso financiado por el gobierno comunista de la China
continental. En efecto, el joven francés profesaba el marxismo pequinés y en su
itinerario como reportero olfateaba tras toda huella que le recordara al
camarada Mao en las entrañas de América Latina. En medio de esa pesquisa
terminó admirando a Fidel Castro.
Durante una entrevista con el periodista español Joaquín Soler Serrano en 1979,
Debray cuenta que su radicalización temprana se produjo al conocer los
pormenores de la guerra civil en Argelia. Hijo de un prominente abogado y de la
presidenta del festival de danza de París, muy cercanos ambos al general
Charles De Gaulle, Régis gozó desde la cuna de todos los privilegios de una familia
burguesa. “La guerra de Argelia fue un trauma para toda mi generación, con ella
descubrimos que aquel estado republicano liberal podía practicar la tortura,
organizar campos de exterminio, ser parte de la podredumbre fascistoide”,
afirma en la entrevista citada. “Me hice revolucionario en una biblioteca”,
sentencia, al recordar 1958, cuando alcanzaba su mayoría de edad. Ahí se dio
cuenta de que los poderosos desconfían siempre de la gente que estudia. La
afirmación sería refrendada en su libro Alabados sean nuestros Señores (1999),
la carta de despedida que les dedicó a los jerarcas estatales a los que sirvió
en su intensa travesía desde los dos lados del Atlántico. Debray fue ideólogo
de cabecera de Fidel Castro, Salvador Allende y François Mitterrand.
“Andábamos por la libre”, me escribe Elizabeth Burgos desde París, recordando
cómo se unió a Debray en esa gira de un año y medio por América del Sur. La
pareja solo se separaría por avatares de la política boliviana en 1967, aunque
fue finalmente en Camiri, la ciudad en la que Debray guardaría detención
durante tres años y ocho meses, que ambos contraerían nupcias por sugerencia
imperativa de las autoridades militares bolivianas. Hoy están divorciados y
comparten una hija historiadora, Laurence, que escribió el libro autobiográfico
Hija de Revolucionarios (2018).
“Yo había conocido en Alemania a varios bolivianos y tenía muchos deseos de
conocer Bolivia”, repasa Elizabeth. En efecto, en marzo de 1964 ambos
trotamundos llegaron por vías separadas a La Paz, ella desde el Perú, él desde
Chile. Llevaban consigo una recomendación escrita firmada por el actor teatral
anarquista argentino, Líber Forti, quien después fue elegido secretario de
cultura de la Central Obrera Boliviana (COB). Debray y Burgos se tomaron un
café con él en Lima y su conminación fue inequívoca: “es absolutamente
necesario que conozcan Bolivia”.
La recomendación de Forti tuvo un impacto concreto en “Castrismo, la larga
marcha de América Latina”, el artículo ya mencionado de Debray que el Che mandó
a traducir de inmediato para que Fidel lo pudiera leer en La Habana. En el
texto, el francés registra lo que aprendió de los mineros bolivianos: el
carácter excepcional de este país andino.
Tras realizar un balance de insurrecciones fallidas en Argentina, Paraguay,
República Dominicana, Colombia, Ecuador, Venezuela y Perú, el minucioso Debray
recala en Bolivia. Su sorpresa es visible al admitir que no es un lugar como
los otros. Leamos la argumentación del francés: “Desde la ruptura con el MNR y
Paz Estenssoro (1960), la lucha armada se ha convertido en la realidad
cotidiana de la mina siempre dispuesta a desembocar en una ofensiva
estratégica: la marcha sobre La Paz. Bolivia es el país donde se dan las
mejores condiciones objetivas y subjetivas, el único país de América del Sur en
el que la revolución está a la orden del día, a pesar de la reconstitución de
un ejército íntegramente destruido en 1952. Es también el único país en el que
la revolución puede revestir la forma bolchevique clásica a base de sóviets que
hagan saltar el aparato del Estado mediante una lucha armada corta y decisiva,
testimonio de ello es la insurrección proletaria de 1952. Por consiguiente,
debido a condiciones de formación histórica únicas en América, en Bolivia la
teoría del foco es, sino inadecuada, relegable en todo caso a un segundo
plano”.
A Marcel Quezada (2017), Régis Debray le confió sus primeras vivencias en Oruro
y Potosí. Mientras Elizabeth Burgos conseguía un empleo temporal en el
Ministerio de Minería, gracias a sus contactos con el titular del despacho,
René Zavaleta Mercado, Debray le entregaba el papel de Líber Forti a Juan
Lechín Oquendo, máximo dirigente de la COB: “Nos recibe muy bien, así empiezo a
entender la condición de los mineros (…) Me impresiona la combatividad y la
conciencia de clase simbolizada en ellos. En el fondo me doy cuenta de que
siempre he visto Bolivia a través de la Federación de Mineros”.
Esta su afirmación es clave para entender lo que Debray escribió más adelante
en LTM sobre Bolivia. Era evidente que este país de la dinamita y los
guardatojos no era apto para que en él se aplicaran las ideas del castrismo. El
acierto quedó escrito en 1965, pero fue trágicamente desobedecido por el Che
Guevara, Fidel Castro y el propio Debray dos años más tarde. La disidencia con
la palabra escrita le costaría al Che, la vida; a Debray, la libertad y una
pizca de prestigio; y a Castro, le daría la posibilidad de fundar un mito, el
del guerrillero heroico.
¿Qué pasó?
Si la teoría del foco o de la guerra de guerrillas era lo menos recomendable
para Bolivia en 1965, ¿por qué los estrategas de la Revolución Cubana se
decidieron por Ñancahuazú solo un año después? El francés le entregó una pista
básica a Marcel Quezada (2017): “Lamentablemente no se pudo influenciar en la
guerrilla”. Es decir, no le hicieron caso.
En efecto, el estudioso de la violencia política en América Latina, al que el
Che y Fidel invitaron a las sesiones de la Conferencia Tricontinental en La
Habana, tras haber leído su artículo de 29 páginas, fue el primer cómplice de
su refutación cuando aceptó la misión de regresar a Bolivia en septiembre de
1966 para explorar las posibles zonas de implantación del campamento
guerrillero del Che. “Hice muchas fotos, incluso la localización de los campamentos
militares y descubro que existe aquí una población potencialmente favorable:
antiguos mineros que se han instalado allá, existe por tanto una conciencia
política, más en el Alto Beni que en el Chapare, pero además la proximidad con
La Paz. En definitiva era una zona ideal”, le dice Debray a Quezada.
Como vemos, el francés sigue marcado por el encuentro con Lechín y Simón Reyes.
Incluso en el país en el que la teoría del foco estaba condenada a fracasar, él
sigue rastreando la huella de los mineros. Imagina un trasvase de ideas y
brazos desde y hacia el monte, del socavón a la espesura verde, un juego que la
guerrilla de Teoponte intentó sin éxito en 1970, cuando ya Debray llevaba tres
años preso.
¿Qué hizo Cuba con el reporte de Debray? “Pasó algo que no entiendo”, dice él,
“cuando el Che llega, ya había cubanos que se encontraban en Bolivia y deciden
ir al sur este, lo que evidentemente es por el Che, por la proximidad con
Argentina. Esto fue un redireccionamiento, yo estaba lejos de pensar que fue un
redireccionamiento fatal”. Debray añade que “el diablo está en los detalles” y
vaya detalles estos: la zona elegida no tiene cartografía actualizada, pero sí
muy poca población y lo que es peor, es gente que carece de la conciencia
política que Régis admiraba entre las huestes de Lechín.
En 1979, en su entrevista con Soler, Debray era menos autocrítico que ahora. En
ese momento dijo que el campamento que él visitó en marzo de 1967 era “una
maravilla”, un sitio donde imperaba la disciplina y la siembra de hortalizas,
maíz y papa. “Estaba claro que se trataría de una guerra de largo plazo”,
señaló. En esa medida, Ñancahuazú era visto como un lugar de adiestramiento,
más que de combate, una especie de academia continental de donde se
desprenderían columnas guerrilleras a los cuatro puntos cardinales. Lo que el
Che estaba montando era una especie de base militar concentradora y
distribuidora de efectivos y pertrechos.
En ese talante, Debray sostenía en 1979 que “el azar” jugó en contra del Che en
Bolivia. “El Che no tuvo los medios humanos ni materiales que estuvieran a su
medida. Él estaba por encima de los pocos medios disponibles”, plantea en aquel
diálogo. Luego reconoce que el reclutamiento no fue el apropiado y que las
relaciones humanas se fueron agriando dentro del grupo: “no era un medio
homogéneo, había bolivianos, cubanos, argentinos, peruanos, no hubo tiempo de
fusionar esas diferencias. El Che estaba delante de nosotros, él tenía una
visión internacionalista, que superaba los problemas de nacionalidad, nosotros,
no tanto. Por eso hubo fricciones”.
La hipótesis de Régis en 1979 es distinta. La causa del desastre no es la zona
mal elegida, es la precipitación de las acciones, obra de la propia guerrilla.
El Che ordena una emboscada a una columna del ejército boliviano el 23 de marzo
de 1967. Pese a ello, Debray le dice a Soler: “la precipitación fue impuesta
por los hechos, el Che no tenía elección, era así, le faltó un año”.
He aquí, la parte más enigmática del papelón operativo de Ñancahuazú. No hay
aún una explicación fiable sobre por qué el Che decide embarcarse en la ruta de
las balas cuando todo le decía que su grupo no estaba preparado. La operación
por prematura, deriva poco tiempo después en suicida.
Debray dijo en 1979 que el Che discutía poco, que prefería la decisión tenaz,
que estaba “lejos y cerca” de sus hombres, que era extraño, que a veces era
jovial, pero que en general, era todo lo contrario, duro, inflexible,
concentrado y dotado de autoridad. “El Che era la unión entre pensamiento y
acción, lo cual es algo raro. La dureza del Che consistía en principio en dar
el ejemplo, por lo cual sus instrucciones no se veían como una arbitrariedad”,
añade. No queda más remedio que quedarse, por el momento, con esta visión. El
Che se hundió jalado por su terquedad guerrera, su impaciencia por la que la
acción suele aturdir al pensamiento.
Camiri
Debray ingresa al campamento del Che en el peor mes para hacerlo. Según el Che
en su diario, “viene a quedarse” (21 de marzo). Sin embargo, su misión cambia
de repente, el Che lo dice: “yo le pedí que volviera a organizar una red de
ayuda en Francia y de paso fuera a Cuba, cosa que coincide con sus deseos de
casarse y tener un hijo con su compañera”. La guerrilla da giros inesperados,
Tania que llevó a Debray hasta allí queda atrapada, nunca combate y termina
emboscada en un río que arrastra su cadáver dócil y aterrado; el francés sale
para ser detenido. El Che está cometiendo un error tras otro.
Elizabeth Burgos lee en La Habana la noticia de la muerte en combate de Régis
Debray en mayo de 1967. “Compañeros venezolanos miembros de la guerrilla que se
entrenaban en Cuba y que recibían a diario los boletines de la Comisión de
Orientación Revolucionaria (COR) me dieron a conocer la noticia. El boletín
consistía en copias de los cables de las agencias de prensa internacionales que
la censura de prensa imperante impedían su publicación en el diario Granma”,
nos dice ella en una entrevista reciente. En la plaza de Muyupampa, el
periodista Hugo Delgadillo Olivares detecta la presencia de tres detenidos con
aspecto de extranjeros, uno de ellos, Debray; se acerca, les hace un par de
preguntas y les toma un par de fotos salvadoras. El encuentro casual permitió
que la imagen, desplegada en la primera plana del diario Presencia echara por
tierra la noticia de la muerte del parisino.
“Fue al cabo de un año que las autoridades militares, tras gestiones de la
embajada de Francia en La Paz, me autorizaron a viajar a Bolivia. Con una
condición: debía contraer matrimonio pues, al no estar casados, consideraban
que no tenía derecho a visitas”, agrega Burgos. El trato resultó mezquino. La
flamante esposa de Debray solo podía permanecer en Bolivia diez días cada tres
meses. Las visitas diarias eran de media hora.
La que tenía que ser una gran campaña de apoyo a la revolución boliviana por
parte de Debray en Europa se tornó en una mucho más extendida a favor de su
liberación. Burgos fue la portaestandarte de las acciones. De Gaulle le
escribió una carta al general Alfredo Ovando, el sucesor del presidente
Barrientos, pidiendo libertad para su compatriota. Al llamado se sumó un trío
difícil de unir en circunstancias normales: Jean Paul Sartre, André Malraux y
François Mauriac, y de pasadita, el Santo Padre desde Roma.
El secretario privado del presidente Ovando, el abogado Jorge Gallardo Lozada,
lo convenció un día de que se entrevistara en secreto con Burgos. El encuentro
de media hora se produjo en la casa de Gallardo, tomando las precauciones
necesarias para que nadie pudiera enterarse. Según Burgos, Fidel Castro
participó de la negociación posterior, pero el levantamiento militar del
general Rogelio Miranda en octubre de 1970, que dejó a Ovando fuera del
Palacio, volvió a cerrar con más fuerza la celda de Camiri.
Los diez días en los que Burgos estaba autorizada para quedarse en Bolivia
trimestralmente habían concluido, pese a ello decidió quedarse. Se aflojaba la
vigilancia y es que la intervención oportuna de la COB para evitar que Miranda
suceda a Ovando, le acababa de abrir las puertas de Palacio a otro militar, el
general Juan José Torres. Comenzaban diez meses de un gobierno de izquierda en
el país.
Aunque la relación de Burgos con Torres nunca fue buena, la esperanza creció
cuando Jorge Gallardo Lozada juró como Ministro del Interior. Las gestiones que
éste había comenzado con Ovando prosiguieron con más vigor desde aquella esfera
más alta. En su libro De Torres a Banzer (1973), Gallardo afirma lo siguiente:
“Con el Presidente Torres buscamos, durante la primera quincena de diciembre de
1970, el día más adecuado para poner en libertad al joven ideólogo francés y a
sus compañeros de prisión”. ¿Por qué arriesgar tanto con un extranjero
condenado a 30 años de cárcel nada menos que por un Tribunal Militar? Gallardo
responde así: “Nosotros sabíamos muy bien que ante cualquier escalada fascista
que cambiase la situación política del país, Debray podía ser ultimado en su
estrecha celda de la prisión militar”.
De modo que el 22 de diciembre de 1970, el Douglas DC-3 de Transportes Aéreos
Militares (TAM) 018 despegó de la base aérea de El Alto en dirección este. El
mando está a cargo del capitán de aviación Germán Calleja Fuertes. En el
asiento de al lado lo acompaña y dirige el mayor Celso Torrelio Villa, sí, el
mismo que en 1981 reemplazaría a García Meza en la Presidencia de Bolivia.
Torrelio y Calleja aterrizan en Santa Cruz y luego toman altura hacia
Monteagudo. En el aire simulan una falla mecánica, la reportan y aterrizan de
emergencia en la precaria pista de Choreti, construida para las naves de YPFB.
La franja está a siete kilómetros de Camiri. Una vez que recorren esa
distancia, ingresan con las primeras sombras de la noche a la pequeña ciudad.
Por carecer de iluminación artificial, la pista a la que llegaron se cerraba
desde las cinco de la tarde, de modo que ambos oficiales tienen la excusa
perfecta para anunciar que su arribo a Monteagudo queda postergado hasta el día
siguiente.
Por alguna razón aún no esclarecida, los dos comisionados llegan a la casa del
Comandante de la IV División del ejército, coronel Jaime Mercado Pereira,
alrededor de la una de la madrugada. Le entregan un sobre lacrado conteniendo
la orden presidencial firmada por Torres para dejar en libertad a los
prisioneros. Mercado se pone raudo el uniforme por encima de su pijama y todos
caminan a las oficinas del Comando donde los ocupantes de las tres celdas
duermen sin sospechar lo que se avecina.
Cuenta Gallardo que reciben un manojo de llaves. Torrelio no quiere perder
tiempo y ordena forzar los candados. Al grito de “¡en 5 minutos nos vamos!”,
los presos son conminados a recoger sus escasas pertenencias. Debray estalla en
gritos. Con Marcel Quezada recordará que pensaba que los sacaban para
fusilarlos. Al final no le quedó otra opción que confiar: “la libertad o el
paredón”.
Un viejo jeep sirvió para llevar a los dos comisionados y a su apretada
comitiva hasta la pista de Choreti. De pronto, al cruzar un puente, se topan
con un camión inmóvil. Torrelio salta del vehículo, pistola en mano, seguro de
que habían sido descubiertos por alguna fracción anti comunista del ejército
dispuesta a interceptarlos. Al acercarse a la carrocería, el Mayor constata que
se trata de un percance en la ruta. Tras auxiliar al motorizado atascado, el
jeep se estaciona finalmente junto a la puerta del avión. Solo Debray y el
argentino Ciro Bustos son ingresados a la máquina. Los demás reos, los
bolivianos Antonio Domínguez Flores, Orlando Jiménez Bazán, José Castillo
Chávez y Eusebio Tapia, son liberados en el acto con la advertencia de que no
deben revelar a nadie lo ocurrido. Solo queda esperar a que con el amanecer se
reabra la pista.
Así, como cuenta Gallardo, a las 3:15 de la madrugada del 23 de diciembre de
1970, Debray entiende que está a punto de ser liberado y que de su condena de
30 años solo ha quedado una décima parte. El vuelo, que se inicia con los
primeros rayos del sol, finaliza en Iquique, Chile, al promediar las 9 de la
mañana. Gallardo usa los micrófonos de los periodistas para dar la noticia,
mientras Burgos apura el paso hacia el aeropuerto de El Alto.
Debray y Bustos volvieron a abrazarse en Santiago de Chile. El anfitrión allá
era nada menos que el presidente socialista Salvador Allende. Debray recordó en
1979 que lo primero que hizo fue disculparse con él, porque en escritos previos
lo había calificado como “politiquero” por no querer asumir la vía de la lucha
armada. Debray y Allende se hicieron amigos y casi como disculpa por las
afirmaciones previas, el francés le dedicó una larga entrevista.
Desde aquel diciembre, Debray no volvió a Bolivia. A enorme distancia, en 1983,
ya convertido en asesor del presidente francés François Mitterrand, organizó
otro vuelo, esta vez desde París para trasladar hacia su país al criminal de
guerra deportado Klaus Barbie, ex jefe de la GESTAPO hitleriana en la ciudad de
Lyon. La coordinación impecable se hizo a través de Gustavo Sánchez,
subsecretario del Interior y medio hermano del célebre militar de nombre Rubén,
quien interpuso su cuerpo para que los soldados dejaran de torturar a Régis
tras su detención en 1967. La expulsión de Barbie a Francia fue obra del
presidente Hernán Siles Zuazo, a quien Debray conoció en 1964 cuando
participaba junto a Lechín en una huelga de hambre en rechazo a la
repostulación de Paz Estenssoro a la Presidencia. Ahí recién muchos
comprendimos que la operación para salvar a Debray había valido la pena.
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Fotos: Regis Debray detenido por el Ejército boliviano.
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