Nací en 1921, a tres cuadras de la plaza principal (en Cochabamba). Mi madre
fue Raquel Tejada Albornoz, una mujer pequeña de ojos azules, tan enérgica como
exigente, tan recta como desafiante. Mi padre fue Moisés Gueiler Grunewelt, un
suizo alemán que llegó a Bolivia tratando de completar una compleja teoría
sobre el origen de la inclinación de la tierra. Murió cuando yo tenía apenas
dos años.
Creo haber heredado de él su perseverancia y avidez por encontrar explicaciones
a lo que parece indescifrable. De mi madre heredé la compulsión por cambiar las
cosas, la disciplina y una fortaleza que siempre me fue útil. Me prohibió
llorar desde muy pequeña. Alegaba que sollozando no se conseguía nada,
detestaba cualquier berrinche, insistía que en Bolivia el llanto era una
especie de deporte nacional que había que empezar a eliminar.
Cuando su hermana Rosa decidió casarse (la primera vez) mi madre no encontró
mejor expediente que colocar cortinas negras en señal de algo así como un
duelo. Subrayó que su hermana había pasado a ser un recuerdo y que no
mencionaría nunca más su nombre en la casa. Se sentó luego a tejer ropas de
niño en un rincón, sin hablar, sin llorar, inexpresiva, durante varios días.
Este episodio me marcó profundamente. Sólo mucho después pude llegar a entender
lo que mi madre había sufrido a raíz de la decisión de mi tía, aunque con los
años su dolor y enojo se fueron disipando.
No éramos precisamente pobres, pero estábamos muy lejos de ser ricas. Siempre
me causó una suerte de gratitud interior el trabajo, dedicación y amor que mi
madre invirtió en mí para mantener alejadas todas la penurias económicas que
sin duda tuvo que pasar, a partir especialmente del día en que murió mi padre.
Una de las aparentes contradicciones de mi madre que más apreciaría con el
tiempo fue su determinación de mandarme a un colegio no católico a pesar de ser
devota. Resistiendo la desaprobación de parientes y amigos que insistían que en
el Instituto Americano se formaban “ateos” e incluso subversivos de “dudosa
moral”, mi madre me mandó a estudiar ahí.
Cuando tía Rosa decidió vivir con nosotras, las cosas mejoraron. Ambas mujeres
se sostuvieron mutuamente, alquilando casonas (cuyos cuartos a su vez
alquilaban). Fuimos vecinos de la familia Torrico, que ejercía una fascinación
sobre mí por estar emparentada con Adela Zamudio.
Ese fue mi primer contacto con lo que después se volvería la razón de mi vida.
La que me hizo abrir los ojos y me despertó hacia el cuestionamiento de lo que
hasta ese momento aceptaba como la naturaleza de las cosas fue mi tía Rosa.
Aunque no fue del todo explícita, intuía la irracionalidad del lugar que a las
mujeres nos había tocado experimentar por el hecho de ser mujeres.
Sin hacer completamente suyos sus conceptos, tía Rosa gustaba de leer los
poemas de Adela Zamudio a solas conmigo. Mi vida cambió el día en que tía Rosa
decidió partir de la casa luego de casarse (por segunda vez).
Una vez concluidos mis estudios en la sección comercial del Instituto, el
Director me ofreció el cargo de Profesora de Educación Física. Semanas más
tarde (mi madre) no desechó la oportunidad que nos brindaba la visita a
Cochabamba del Presidente de la República, José Luis Tejada Sorzano, pariente
de la familia.
Emperifollada, partí junto con mi madre a visitar al “tío presidente” como
quien va a saludar a una suerte de monarca. Contrariamente a lo que temía, el
Presidente se interesó rápidamente en saber si había concluido mis estudios y
al confirmarlo, no dudó un instante en llamar a su edecán e instruir que me
diera un cargo en la Alcaldía.
MUJERES EN TIEMPOS DE GUERRA
Aún no había cumplido veinte años cuando conocí al que sería mi esposo y padre
de mi única hija. Al principio, la guerra (Guerra del Chaco 1932–1935) no había
cambiado sino levemente la vida cotidiana en Cochabamba. Poco a poco, sin
embargo, empezamos a ver mayores movilizaciones de gente. Empezaron a escasear
los alimentos y se comentaba con más vehemencia las historias que traían los
heridos que retornaban del infierno verde.
Muchas mujeres, de todos los sectores sociales, empezaron a asumir, ante la
ausencia total de hombres, las responsabilidades tradicionalmente asignadas a
ellos. Por primera vez se vio mujeres albañiles, carpinteras, mujeres
utilizando pico y pala.
De los 2.500 prisioneros de guerra paraguayos, unos 800 fueron concentrados en
Cochabamba y sus alrededores. Se los obligó a construir caminos. A cambio
recibían un modesto estipendio, alimentación y un trato respetuoso y
considerado.
Por ese entonces, seguía trabajando en la Alcaldía de Cochabamba. Estaba en una
pequeña repartición que se dedicaba a supervisar los trabajos en los caminos.
Me tocó un día hacer firmar la planilla de pago con los oficiales prisioneros.
Al alcanzar el lápiz a uno de ellos para que firmara la planilla, me rozó la mano
y yo sentí un estremecimiento ante el contacto con esa piel caliente. Había
caído en Cañada Strongest junto con otros oficiales.
A principios de 1936, un domingo llegó la noticia a Cochabamba que se había
firmado un Acta Protocolizada entre Bolivia y Paraguay estableciendo la mutua
devolución de prisioneros. Todos podían irse a casa.
Nos enamoramos perdidamente, como Romeo y Julieta. El anuncio del inminente
matrimonio fue un escándalo mayúsculo. Mi madre me había pegado un par de veces
cuando era más chica, pero esta vez casi me manda al hospital.
Los rumores de que la iglesia sería apedreada si se consolidaba un matrimonio
con el enemigo nos hizo desistir y al final la boda se llevó a cabo en casa. A
los dos días , el mejor amigo de Mareiriam (Pérez Ramírez –el esposo
paraguayo–), Noel Estigarribia, hermano del Mariscal Félix Estigarribia,
Comandante del Ejército paraguayo, con quien había combatido codo a codo en
Boquerón y Cañada Stronguest, decidió también casarse con una chica boliviana,
una orureña de origen yugoslavo.
(El matrimonio no duró mucho). Éramos demasiado jóvenes, estuvimos demasiado
enamorados, nos separaba no sólo una guerra, sobre todo nos distanciaban los
objetivos de nuestras energías. A él lo esperaba una pionera carrera
empresarial, a mí me esperaba Bolivia, las conspiraciones, la clandestinidad,
las huelgas de hambre y la Revolución.
BARZOLAS
Ingresé en la actividad política prácticamente por instinto. La formación que
hasta entonces tenía se limitaba a mis estudios de contadora pública. No
obstante, gracias a ese título pude trabajar en el Banco Central de Bolivia a
mediados de 1942. Necesitaba un ingreso para mantener a mi hija ya que había
rechazado irresponsablemente la pensión que caballerosamente me enviaba
Mareiriam.
Cuando fracasó la huelga de trabajadores bancarios de mayo de 1947, que pedía
un aumento de sueldo, se me despidió sin más miramientos. Se me achacó una
militancia que en ese momento aún era solo un deseo ni siquiera muy consciente.
Fue entonces que empecé a considerar seriamente involucrarme en el naciente
MNR. Luis Peñaloza, dirigente metódico y detallista, me tomó un ceremonioso
como clandestino juramento el 19 de enero de 1948.
Una vez, en una tienda de la calle Comercio, una señora al verme se detuvo en
seco, como si hubiese visto un marciano. Me miró con sus ojos saltones,
apuntándome con el dedo, y les advirtió a sus dos pequeños hijos: “¿Ven a esa
mujer? Mírenla bien, es la Gueiler, tienen que tener cuidado con ella, es una
movimientista, una loca”.
Algunas mujeres de clase alta y media alta eran las más agresivas a la hora de
descalificar a quienes habíamos roto con los esquemas predominantes.
Divorciada, con mi hija en un internado, política, cotizada por los hombres,
viviendo sola, yo era el equivalente de quien había optado por una vida
disoluta y descarriada. En la percepción de la diminuta sociedad paceña y
especialmente para las señoras de nuestra provinciana alcurnia, Lydia Gueiler
era una barzola indomesticable de ojos verdes.
María Barzola murió empuñando la bandera boliviana en diciembre de 1942 cuando
el ejército disparó a quemarropa contra una marcha de mineros que exigía se
abran las pulperías cerradas durante ocho días como represalia por una huelga
que pedía un aumento de salarios. Al margen de dónde uno se ubique en relación
a la interpretación histórica del hecho, María inspiró respeto, empezando por
el enemigo.
Sin embargo, desde la década de los 50 en adelante “barzola” habría de volverse
un insulto, una forma displicente de referirse a las mujeres, sobretodo a las
que en años posteriores fueron protagonistas de un estilo autoritario y
desordenado de exigir sus reivindicaciones.
La primera organización que formalmente se denominó María Barzola fue el
comando femenino de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia
dirigido por Julia María Bellido. Luego, mujer movimientista se convirtió,
apropiadamente o no, en “barzola”.
MUJERES CONSPIRANDO
En cierto sentido, ser política la ubicaba a una en el lugar más despreciable
de la jerarquía social local, justo por encima –en el imaginario colectivo
local– de las prostitutas. Ser política y militante del MNR ya era la peor
categoría, algo así como ser una loca sin remedio.
Las tareas que generalmente se nos encomendaban eran lo que se entendía por
responsabilidades “femeninas”: llevar ropa y alimentos para los que se
encontraban escondidos, acarrear mensajes, distribuir las publicaciones del
Partido, pegar volantes en las paredes y reclamar por los detenidos.
Recuerdo con afecto y no poca melancolía a Julia Flores, una compañera que se
ponía a llorar de verdad ante los policías alegando que el detenido era su
marido. Los policías ritualmente le respondían como recitando que ella
seguramente tenía diez maridos porque el detenido siempre resultaba ser su
esposo. Y ella decía. “¿Y qué tiene pues señor oficial, acaso no tengo derecho
a recasarme o usted me va negar el amor? ¡Si en este país hay divorcio desde 1932!”
Sucedía algo curioso pero revelador de ciertas ventajas del irracional machismo
predominante, que obviamente no excluía a los propios movimientistas. En voz
alta, los compañeros aplaudían nuestras hazañas, pero luego, solos, censuraban
que anduviésemos en correteos al igual que ellos y decían cosas como: “Si fuera
mi mujer, le doy una paliza”.
COMANDANTE GUEILER
La participación de la mujer en elecciones prerevolucionarias se limitó a
vigilar las ánforas, proveer refrigerios y cumplir con una labor de supervisión
y apoyo. Recuerdo con precisión fotográfica la impotencia que sentí en esas
últimas elecciones del viejo régimen en mayo de 1951. Hasta la prensa
oficialista comentó que la huelga de hambre realizada por las mujeres
movimientistas (que pedían liberación de presos políticos y retorno del exilio
de sus compañeros) había contribuido decisivamente al triunfo electoral del
MNR. Y resulta que, habiendo sido las protagonistas de que el gobierno ceda,
nos tocó limitarnos a contemplar cómo los hombres ejercían el derecho de votar.
Era una larga fila de señores con sus sombreros para quienes era más que
natural que nosotras no participáramos. Recuerdo que a unos compañeros les
gritábamos: “pueden votar los idiotas sólo que son hombres”. Nos reíamos traviesamente.
Mamerto Urriolagoitia, Presidente de la República vinculado a la “rosca” minero
feudal, había entregado el gobierno a una Junta Militar (el llamado
“mamertazo”). La Revolución de abril estaba cerca. Se conformaron entonces los
llamados “grupos de honor” del MNR. Agrupaciones subversivas secretas de
civiles armados, preparados para el combate, que seguían incluso rituales de
afiliación inspirados en los Ku Klux Klan estadounidenses. Gueiler fue la
creadora, única mujer miembro y comandante. Pasada la Revolución, estos grupos
torcieron su fin inicial –efectivamente turbulento con fines revolucionarios– y
adquirieron rasgos paramilitares delincuenciales.
CUATRO DÍAS REVOLUCIONARIOS
(Abril de 1952). La labor de las mujeres durante estos días revolucionaros fue
realmente encomiable y digna de ser mencionada. Sin asustarnos por las
continuas balaceras, compartimos los riesgos, auxiliamos a los heridos,
transportamos municiones, agua, y alentamos permanentemente a los combatientes.
En la mañana del viernes 11, me encomendaron junto con Pepita Ascarrunz, la
macabra misión de velar porque todos los muertos, sin importar el bando, fueran
primero identificados apropiadamente en la morgue y luego sepultados
cristianamente. Nunca olvidaré esos cuerpos rígidos, ese olor y la sensación de
que después de todo, sí había tanto que no estábamos preparadas para soportar.
Lamentablemente, la mujer revolucionaria, valerosa y abnegada, no alcanzó el
sitial que le correspondía en el nuevo estado de cosas. En realidad muy pocas
cosas cambiaron, salvo por el voto universal cuatro años más tarde. Yo misma,
que fui Comandante de las milicias armadas, los grupos de honor, con
experiencia militar, acabé asumiendo una responsabilidad administrativa
secundaria.
****
Instalado el gobierno de la Revolución, con Paz Estenssoro en la Presidencia,
en 1953, en medio de intrigas propias de aquel momento político, su propio
partido acusó a Gueiler de haber atentado contra el Presidente con una bomba en
el Palacio. Con tal motivo, ella acabó en un cargo diplomático en Alemania.
Volvió al país para organizar el Comité Electoral Femenino para las elecciones
de 1956.
MUJERES AL PARLAMENTO
Las barzolas eran convocadas sólo como grupos de choque para dar una paliza a
algún desafortunado opositor y en algún caso, incluso se produjo la nada
generosa situación en la que la víctima fue desnudada por completo y perseguida
por una suerte de jauría femenina.
Terminadas las elecciones, la mayor parte de las mujeres volvieron a sus casas.
Yo me preparaba para ingresar al Parlamento como diputada suplente por el
departamento de La Paz para ocupar uno de los curules donde se habían sentado
sólo hombres durante 130 años.
A pesar de concitar la atención de los presentes, empecé a darme cuenta que, en
realidad, allí no lograría nada substancial. Entonces tomé la decisión de
presentar un proyecto de ley cuyas consecuencias no fueron menores, ni se
limitaron al campo político.
El proyecto de resolución que presenté instruía que todos los diputados
nacionales hicieran llegar sus declaraciones juradas de bienes con
especificaciones concretas de los bienes que poseían antes del 9 de abril, y
los que poseían entonces.
Mi propia declaración motivó la burla del periódico El pueblo, diario comunista
que dirigía un señor Siñani. El periódico publicó que “la Honorable Gueiler es
tan pobre que ha puesto sus cositas que tiene y se ve que no le alcanza ni para
su responso”. Lo que ocurrió es que al margen de mi casa, yo había detallado
cocina, refrigerador, muebles y así sucesivas marcas y fechas de adquisición.
Fue demasiado ingenuo.
****
En 1963 fui elegida diputada nuevamente pero esta vez titular. Me dediqué
íntegramente a trabajar en los problemas de la mujer. Mucho se ha especulado
sobre cuál es la visión de la mujer y del feminismo que tenía. Quiero decir que
nunca fui propiamente una feminista, menos simpaticé ni simpatizo con aquellos
grupos extremistas radicales que conciben las relaciones entre géneros como una
especie de guerra, donde deben haber vencedoras y vencidos. Cada desafío tiene
sus representantes y muy lejos de mí la idea de restarle legitimidad a nadie,
todos tienen igual derecho de hacerse escuchar y plantear sus reivindicaciones.
En 1964, las intenciones de Paz Estenssoro de presentarse nuevamente a elecciones
incumpliendo el pacto de alternancia con sus propios compañeros de partido
derivó en la fragmentación final del MNR. Lydia Gueiler y otros, por ejemplo,
fundaron el PRIN. Paz Estenssoro optó por el general Barrientos que protagonizó
un golpe de Estado contra el propio Paz Estenssoro. El poder volvió a los
militares. Fueron años de exilio para la clase política con dos brevísimos
respiros en 1970, cuando subió Torrez y la Asamblea Popular, y 1978–1980 luego
de la dictadura de Banzer. Gueiler también vivió en el exilio y en cada
oportunidad democrática volvió.
En 1979 fui elegida Presidenta de la Cámara de Diputados. Se trataba de elegir
entre los candidatos más votados para Presidente y Vicepresidente. Una tras
otra, las votaciones reflejaban la misma obstinación y falta de visión, la
ausencia de generosidad. (Finalmente) se propuso una solución de consenso que
no era del agrado de nadie pero resultaba aceptable para casi todos: Wálter
Guevara (Presidente del Congreso) sería nombrado interinamente por un año, con
la misión de convocar a elecciones al cabo de ese tiempo.
A poco de iniciado su gobierno, en septiembre de 1979, Walter Guevara decidió
aceptar una invitación de cuatro días a Panamá. Se abrió entonces un breve pero
intenso debate sobre quién debería ocupar su lugar en su ausencia. El mismo fue
un ensayo general del que tendría lugar tres meses más tarde. No debe haber
constitución ni tratado jurídico que el vicepresidente del congreso, el
presbítero Leónidas Sánchez, no haya puesto en consideración para demostrar
que, en ausencia del Presidente, le tocaba a él desempeñar ese trabajo.
No obstante se impuso el sentido común, debidamente ratificado por la
Constitución. Guevara me entregó el mando en un sencillo acto en el hall de
Palacio de Gobierno el 29 de septiembre de 1979, al que asistió una inusual
cantidad de gente. No hubo ni honores militares ni nada, no era difícil suponer
que a los militares les incomodaba sobremanera rendirle honores a una mujer y
peor a una barzola.
Cuando subí al aeropuerto (a recibir al Presidente) luego de mi media semana
como Presidenta interina de la República; precedida de dos motocicletas que
abrían el paso a través de las empinadas calles de La Paz, seguida por un
vehículo que brindaba un supuesto aparato de seguridad, me tocó vivir una
experiencia notable.
Hasta ahí yo era “Su Excelencia, la Presidenta”. Tanto los individuos que se
amontonaron en el vehículo de seguridad, como los que me recibieron en el
aeropuerto, se deshicieron en saludos, alabanzas y muestras de obsecuencia.
Luego de los honores militares, que sorpresivamente le fueron brindados al
Presidente Guevara, todo el mundo se apresuró en subirse a cualquier vehículo
de la comitiva.
En cuestión de minutos me di cuenta que, absolutamente sola, un taxi era mi
única opción para bajarme de El Alto. En el lapso de unos 20 minutos había
pasado de ser el objeto de exageradas muestras de consideración, obsecuencia y
amabilidad a ser una ciudadana necesitada de un taxi.
Cuatro días estuve trabajando en el despacho presidencial, durante los cuales
instituí, entre otras cosas, el Día de la Mujer. Éste había sido fijado tiempo
atrás como el 11 de octubre, fecha del nacimiento de Adela Zamudio, pero no
estaba reglamentado como día de descanso.
****
Guevara, por demás sincero, insinuó que un año sería insuficiente para
enderezar al país. Interpretado como intento de prorroguismo, aquel fue
pretexto suficiente para que el coronel Natusch protagonizara un nuevo, absurdo
y fracasado golpe de Estado que dos semanas después tuvo nuevamente al Congreso
discutiendo quién sería Presidente. Luego de una pugna previsible, venció el
sentido común y Lydia Gueiler, Presidenta de la Cámara de Diputados, fue
finalmente elegida Presidenta interina de la República.
UNA BANDA PARA LA SEÑORA PRESIDENTE
Una comisión fue designada para acompañarme a pasar al hemiciclo. Mientras la
esperaba, un celoso funcionario del Palacio de Gobierno me llamó y con una vez
que me sonó solemnemente desubicada, me dijo:
— Señora Presidente, ¿quiere que le mandemos la banda?
— ¿La banda?, ¿y para qué quiero yo una banda?, respondí sin demasiada
reflexión, pensando que este hombre hablaba de una agrupación musical.
— Pero es que la van a posesionar y tiene que colocarse una banda.
La banda llegó mientras yo ingresaba al hemiciclo en medio de un aplauso
cerrado. A través de una cortina de lágrimas pude ver que no pocos diputados
también lloraban. Se hizo silencio. Se entonó el Himno Nacional.
****
Ninguna otra mujer en la historia de Bolivia ocupó el cargo de Presidenta del
Estado. Durante su corto gobierno interino, a pesar de la presión social y
política de uno de los momentos más críticos de nuestra historia contemporánea,
Lydia Gueiler cumplió con valentía y a cabalidad la misión encomendada, de
llevar a cabo, una vez más, elecciones nacionales (julio 1980) como solución a
la situación de grave crisis y en el intento por recuperar la democracia.
Gueiler asumió su rol con inmensa valentía y soportó maltrato y burlas por su condición
de mujer, no sólo por parte del poder militar sino de buena parte de la clase
política. Víctima del golpe militar de Luis García Meza el 17 de julio de 1980,
salió al exilio. Retornó al país en democracia. Murió en La Paz, el 9 de mayo
de 2011.
Mi pasión de lidereza, CIDEM, PROLIB/BID, La Paz, 2000.
Esta es una edición personal del libro Mi pasión de lidereza, de Lydia Gueiler
Tejada, Presidenta de la República en 1979.
// Disponible en: https://www.paginasiete.bo/rascacielos/2019/10/6/barzola-indomable-la-comandane-gueiler-232944.html?
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Mas: Historias
de Bolivia.
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