Por: Eduardo Pachi Ascarrunz / Artículo
publicado en Página Siete de La Paz, el 4 de mayo de 2019. // Disponible en: https://www.paginasiete.bo/gente/2019/5/4/rene-barrientos-fue-victima-de-un-magnicidio-216934.html?fbclid=IwAR1ai2Zv0T4-3M33Q2DXyY46A-Kq_BT27hv_wAxoyNNtOfumyyc2-RlQIcc#!&gid=1&pid=1
La de René Barrientos fue una vida como hecha para la
fabulación y una muerte que se resiste a ser relativizada en los improbables
registros del azar. Ya adolescente se perfilaba como un rudo de acción y no
dudaba en vaticinar que llegaría lejos. “Él era un hombre inquieto desde su
infancia; fornido, siempre mandón, y cuando llegamos a la juventud nadie le
quitaba de la mente que él iba a ser presidente” (Alberto Iriarte, amigo de la
infancia de Barrientos en el documental El Tata Barrientos, de Siglo XX, Plano
Medio).
No lo conocí, personalmente. Es una lástima, pues hubiese
querido preguntarle qué lo hizo ser lo que fue, de dónde le venía esa
dicotómica vocación por el sacerdocio y la carrera militar, y esa otra
sincronía: su sed de poder y ese darse sin medida a los placeres de la carne.
Entrevisté, eso sí, a dos de sus viudas y a algunos de sus colaboradores. Unas
y otros aportaron valiosos datos, más que nada, sobre su muerte, que es el tema
que abordamos.
“A René lo han asesinado y le voy a decir quién fue”.
Una tarde de comienzos de los 70, Martha Cuéllar hablaba con una seguridad
pasmosa en el living de su casa. Inteligente y serena, la exesposa segunda de
Barrientos Ortuño –el primer y fugaz matrimonio del aviador militar fue con la
joven criolla Carmen Porro–, se veía bien dispuesta a decir su verdad ante una
grabadora. “Bueno, a estas alturas, ya se sabe por qué”, agregó convencida, al
lado de una fotografía enmarcada del malogrado mandatario. En ese momento
ingresó uno de sus hijos a saludar a la visita y despedirse. El joven era el
vivo retrato de su padre.
“Bien, dígame cuál es su hipótesis”, prosiguió. “La que se
publicó en el semanario Prensa, ¿la leyó?”, le dije. “Por supuesto. Ahí se
insinuaba el porqué, pero hay otros detalles”, añadió. “¿Podría referirlos?”,
le pedí al encender un cigarrillo. “¿Usted conoce a Rico Toro?”, inquirió,
acercando un cenicero. “Tinino Rico Toro es un militar muy conocido”, respondí.
“¿Qué rasgo característico tenía en el rostro?”, preguntó. “Los bigotes”,
repuse.
La entrevistada denotaba buenos reflejos y capacidad de
raciocinio.
—Bien, bien…, dígame, ¿por qué alguien que siempre lleva
bigotes se los tendría que sacar?
—Algunos se los afeitan para mostrarse más jóvenes…
—O para pasar desapercibidos.
—Es otra posibilidad.
La señora Cuéllar, quien aún entonces seguía un juicio por
bigamia a Rosemary Galindo, la supuesta tercera esposa de Barrientos,
alargó un brazo hacia la mesita esquinera y de un álbum extrajo una fotografía.
Me la enseñó.
—Este es el entierro de René –precisó–. Fíjese quiénes
están. ¿Los reconoce? –me entregó la foto, en la que se veía al vicepresidente
Siles Salinas y al general Ovando Candia, entre otros.
—¿Alguien más?
—No reconozco a los otros.
—Fíjese bien –apuntó con el índice el rostro de un militar
uniformado–, usted dijo que lo conoce.
—¿Rico Toro? –dudé, aguzando la mirada.
—Sí, él, el mismo…, sin bigotes. Claro, él tuvo que
sacárselos para despistar, horas antes de disparar contra el helicóptero.
Fueron tres los que participaron del atentado: uno por cada arma, y un
ayudante.
Era la segunda vez que alguien remitía a un atentado de bala
como la causa determinante de la muerte del mandatario. La primera salió de
boca de un patrullero de tránsito, quien estuvo en Arque, N.
Bolívar –conocido árbitro de volibol–, que horas después de la tragedia visitó
Radio Centro, en Cochabamba. “Lo han tirado a Barrientos”, dijo, tensionado, a
los radialistas, entre ellos Toto Arévalo, entonces muy joven, quien hace unos
días me dio este dato, inédito hasta hora. “Cuatro hombres corrieron detrás del
cerro. Yo los he visto”, refirió el visitante, quien pidió no ser
identificado. Meses después, en un hecho no esclarecido, moría el patrullero
Bolívar.
A semanas del suceso de Arque, una comisión investigadora, a
la cabeza del abogado Fernando Villamor, estableció datos que contradecían la
versión oficial, que atribuía la tragedia a un accidente. El informe de la
comisión anotaba que los restos del aparato –desaparecidos rápidamente después
del suceso, privando de pruebas a los investigadores– no habían sido
trasladados a Estados Unidos; que el helicóptero, al despegar, ya había
alcanzado una altura por encima de los cables –simples transportadores de
telégrafo– y que, de súbito, como dijeron los lugareños y otros testigos
presenciales, “el aparato perdió altura y recién chocó con los cables,
enredándose las aspas del helicóptero, cayendo a tierra e incendiándose”.
En la vorágine de finales de los 60 y principios de los 70,
continuaron las revelaciones y controversias. Una de ellas desató un terremoto
mediático: la del súbdito alemán Gerd Richard Heber, quien atribuyó “los
asesinatos de René Barrientos Ortuño, Jorge Soliz Román, Jaime Otero Calderón,
Alfredo Alexander y su esposa, Martha Dupleich”, a la “autoría intelectual del
general Alfredo Ovando Candia”. Sobre los hechos de Arque, sostuvo que fue
Faustino Rico Toro quien disparó una ametralladora contra el helicóptero.
Heber dijo trabajar para la inteligencia de Alemania
Federal. Habló en la dirección de HOY el 14 de Marzo de 1970, a un año de la
muerte de los esposos Alexander, frente a la familia de éstos, al codirector
del periódico, Cucho Vargas y a este cronista. Sus declaraciones determinaron
se conformara otra Comisión Investigadora, cuyos obrados quedaron archivados al
sobrevenir el golpe de Estado del coronel Banzer (21/VIII/1971).
El 5 de abril de 1971, el expresidente Adolfo Siles Salinas,
sucesor constitucional de Barrientos Ortuño, en un mensaje dirigido a la nación
reveló que el general Ovando Candia quiso provocar su asesinato tras la muerte
del mandatario. “No fue por capricho ni por haber tenido conocimiento del
propósito que abrigó Ovando al querer provocar mi asesinato después del
entierro del expresidente en Cochabamba, oportunidad en que su agente Salvador
Vásquez me dio el ultimátum de 48 horas de plazo para que yo dejara el
Gobierno, por lo que me opuse a sus maquinaciones. Fue mi responsabilidad de
gobernante lo que me indujo a rechazar toda candidatura oficial”.
Ya entrado el nuevo siglo, llamé por teléfono a Martha
Cuéllar, por si tuviera algo nuevo sobre el tema abordado tiempo atrás. “Sólo
un disgusto”, dijo, y lo refirió: “Ese mi hijo, al que usted conoció cuando me
entrevistó en casa, siguió un curso de paracaidismo, en el CITE. El día de la
graduación me sorprendió la presencia de Rico Toro en el acto. ‘Qué hace este
tipo aquí’, pregunté. ‘Él va entregar los brevetes’, me dijeron. Monté en
cólera, me acerqué al hombre y le dije: ‘Cínico de m…, cómo te atreves a
entregarle una credencial al hijo del hombre que has asesinado!’. No pronunció
palabra y desapareció de la vista de todos”.
La familia Alexander y los directores del periódico, Bertha
Alexander de Alvéstegui y Cucho Vargas, me habían encomendado la indagación
periodística de la escalada de asesinatos. En ese lapso sucedieron cosas
reveladoras en torno a la muerte de Barrientos. Refiero una de ellas.
“Pachi, te habla Ruth Rivera, me urge hablar contigo; si
fuera posible ahora mismo, ¿puedes?”. La llamada de esta amiga de mis mocedades
me sorprendió. Eran las 9:00 de la noche y yo estaba cerrando la portada de
HOY. “Sí”, le dije, asumiendo su apuro. Media hora después, ella me recibía en
su casa de la calle Iturralde, en Miraflores. En la sala, un joven aguardaba
ansioso. Ruth nos presentó.
“Soy Milton Zapata, suboficial de la Fuerza Aérea. Fui
ayudante personal de mi general Barrientos en los últimos años. No era de su
equipo seguridad, mi trabajo consistía en grabar todos los actos públicos e,
incluso, sus reuniones privadas”, expresó. “O sea, estuvo en Arque, supongo”,
le dije. “Sí, y lo tengo todo registrado”, aseguró, mientras su ánimo se
conmovía: “Mi general Barrientos era un padre para mí”, sollozó. Ruth nos
invitó un café mientras yo trataba de tranquilizar al oficial. “Cálmese, estoy
aquí para escucharlo”, señalé. “Después del escándalo del alemán (Richard
Heber), yo sentí la necesidad de hablar con alguien, ¿sabe? Ruth dijo que lo
conocía y que usted era de confiar; por eso le pedí que me lo presentara”,
rememoró. “Le agradezco su confianza”, le dije.
Transcribo el relato de este leal colaborador del presidente
Barrientos, entremezclado con sollozos y la voz ganada por la pena: “La
madrugada de ese día me adelante por tierra, de Cochabamba a Arque. A media
mañana llegamos a destino. Minutos después aterrizó el helicóptero con mi
general Barrientos y los capitanes Orellana y Estívariz. Fueron recibidos con
entusiasmo. Grabé los discursos. El último fue el del presidente…, quién iba a
decir que era el último.
“Terminado el acto, pasado el mediodía, ofrecieron un
almuerzo, seguido de brindis con chicha en tutumas. Se despidieron. Cuando ya
iban a partir, como acostumbraba hacerlo yo despedí la grabación, diciendo: ‘Mi
general Barrientos y mis capitanes Orellana y Estívariz abordan el helicóptero
para dirigirse a Tacopaya. Se enciende el motor, levanta vuelo’. Miré el reloj:
‘Son las 13 y 40 minutos del día 27 de abril de 1969’, dije.
“En ese momento, cuando el helicóptero ya estaba a más de 40
metros de altura y a unos 800 de distancia, la nave perdió altura y cayó a
tierra. Se incendió a orillas del río. Todos corrimos. Unos arrieros que
estaban más cerca del lugar dijeron que las hélices del aparato se habían
enredado en los cables del telégrafo. En medio de la angustia me olvidé de
apagar la grabadora. Los gritos y el llanto de la gente fue lo último que se
había registrado.
“Yo no quise escuchar esa grabación, porque al morir mi
general Barrientos, me quedé como huérfano. Mucho tiempo lloré a solas su
muerte. Hace una semana, escuché la cinta. No sabe usted lo que sentí al oírla
una y otra vez. Entre el sonido del motor que se alejaba y mi voz despidiendo
la transmisión, se escuchan dos ráfagas de ametralladora, seguidas (de una sola
ametralladora), distantes pero nítidas. Han debido ser los disparos en el instante
que miré el reloj”.
“Aquí está la grabación”, me entregó una cinta de las que
distribuía el servicio informativo de la Embajada estadounidense (USIS) a las
radioemisoras, “puede usted escucharla”.
Cogí la cinta, la guardé en el maletín y me despedí.
Eduardo Pachi Ascarrunz es periodista y escritor: “Cuando
uno va a contar algo, primero debe contárselo a sí mismo, decía el escritor
argentino Bioy Casares, y yo me he contado muchas veces la historia que ahora,
luego de responderme muchas preguntas y tras horas de reflexión, traté de
reseñar en una crónica”.
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