Viendo la ciudad. Militares y civiles en el arsenal de Plaza Antofagasta / Pagina Siete. |
Todos los relatos transcritos fueron publicados el 11 de
abril de 2021, en Rascacielos de Pagina Siete.
PARECÍA EL VIEJO OESTE
Álvaro Montoya Ortega
Ramiro tenía apenas 9 años. Cierta noche, ruidos
como de serpientes relampagueantes y gritos diluidos por la distancia, rumores
apenas, lo despertaron. Subió a la terraza del edificio en construcción en el
que vivía con su familia, y desde ahí logró oír aquellos sonidos cuya
intensidad iba incrementándose. El viento ingresaba por los cuatro
costados. Usó dos ladrillos para contrarrestar su corta estatura y así levantar
la cabeza por encima del muro que le impedía ver. Lo saludó la ciudad de La Paz
con una efervescencia de colores, chispas y explosiones. “De noche se veía como
fuegos artificiales”, recuerda. En realidad, era gente matándose en las calles.
La Revolución de 1952 había iniciado esa madrugada.
Lo que debía de ser un golpe de Estado –pactado entre el MNR
y el general Antonio Seleme– se convirtió en una revolución a secas, una que
Hernán Siles Suazo, encabezando el Comité Revolucionario de los movimientistas,
tuvo que comandar, mientras los exiliados seguían las operaciones desde Buenos
Aires.
Tres días mirando al techo, tres días de gente corriendo por
las calles y luego silencio absoluto. Un disparo, dos. Gritos, más gritos, y
Ramiro volvía, a escondidas de su padre, a subir las gradas, ponía los
ladrillos y veía con cautela los cambios en el escenario.
“Solo sacaba mi cabecita”, recuerda hoy y ríe pesado; “era
bien macho, no tenía miedo de los tiros”.
El segundo día vislumbró cómo una muchedumbre avanzó por la
avenida Perú y avasalló un arsenal cercano a la terminal de buses. La gente
salía con fusiles y ametralladoras. Muchos de los hombres eran excombatientes
del Chaco, y para ellos los disparos eran “trinos de aves”. Lo demostrarían
venciendo una y otra vez a los conscriptos en los distintos barrios de la
ciudad.
A diario corrían rumores sobre cómo el ejército tenía
rodeada la ciudad y bajaría desde El Alto en cualquier momento para masacrarlos
a todos. Adobe en las ventanas, colchones, dormir en el piso… Largas horas de
silencio interrumpidas por un tiro. Por días, por tres días.
Pero tuvieron que salir de casa a comprar algo de comida,
alguna medicina. Y cuando Ramiro y sus padres regresaban a su casa para
refugiarse, los fabriles armados –que vestían traje, camisa y zapatos negros
empolvados–, los detuvieron. “¡Sus carnets!”, le increparon a su padre que
obedeció sin protestar. Pasaron el punto de guardia y se parapetaron en el
edificio esquelético otra vez. Desde El Alto comenzaron a bombardear la ciudad
de La Paz. Los morteros ladraban, y segundos después, un eco, un temblor.
“Parecía el salvaje oeste”, dice Ramiro mientras una imagen
parece invadirlo y le templa la voz. “Luego de escuchar el morterazo, subí
a la terraza, puse los ladrillos y vi muertos a los fabriles que nos habían
pedido el carnet, con las piernas al otro lado”.
La inocencia de sus nueve años desapareció en un segundo.
LA WAWA DE LA REVOLUCIÓN
Claudia Cabrera Rower
El 9 de abril de 1952 coloqué los colchones en las ventanas
de mi casa con ayuda de mi abuelo, mi padre y mis hermanos. “Las balas no
entrarán”, repetía mi padre. Yo lo miraba en silencio, tenía 7 años. Colocamos
el colchón y me escondí detrás de papá.
Recuerdo que en esa época vivíamos en el centro paceño, a
unas cuadras del parque Riosinho, en el edificio de la Papaya Salvietti,
gracias a un acuerdo que se logró con los hermanos (religiosos) italianos.
Nuestra familia era muy numerosa, diversa; compartíamos la casa con mis
abuelos, con mis tíos y mis primos. Una mezcla de escritores, artistas, poetas
y un político, el tío Felipe; capaz por eso la revolución nos caló de una
manera diferente, como ese frío que viene del cerro y te da un sopapo en la
cara.
Ya se sentía el cambio en el aire del barrio, las paredes
pintadas y el pensamiento de la gente que se reunía a compartir ideas en la
plaza. Algunos apoyaban al Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), de la
mano de “El Jefe”, como ellos lo llamaban. Mientras que otros mantenían el
silencio frente a las injusticias del poder en vigencia de la Junta Militar.
Ese cambio, en el país, se fue gestando como una wawa que crece en el vientre,
pateando y alimentándose del discurso populista.
El tío Felipe era uno de los líderes de la Falange; ya
desde hacía algunos meses había decidido mantenerse oculto con sus camaradas,
cambiando de domicilio para desarrollar sus labores políticas. Ese día, él
apareció temprano, desayunó unas marraquetas remojándolas en café con leche con
la abuela Luisa y, al acabar, me regaló unas canicas. Después se acercó donde
Fito y Armando, les cantó una canción y los abrazó uno por uno bien fuerte. Al
final, les entregó un libro descolorido que por dentro tenía una foto de la
familia. “Que luchen siempre, que sus brazos y sus mentes sean fuertes y que
caminen juntos sin mirar atrás”, les dijo.
Esa visita dejó a todos en silencio. Fito lloró cuando el
tío se fue, y Armando solo lo abrazó, se tragó las lágrimas porque era el
hermano mayor. Al presenciar esta escena, insistí mucho para que jugaran
conmigo. Quería que rieran y que probáramos las canicas. No aceptaron. En fin,
agarré las canicas y me fui al patio de atrás a mejorar mi puntería.
Horas después, escuché ruidos en la calle; guardé mis
canicas, era como si viniera una tormenta. Le pregunté a mamá qué pasaba, la
jalaba del vestido y ella no me respondía. Quería escuchar la radio, pero no
dejaron que los niños entremos a la sala, y pese a la orden de que nadie
saliera, yo me escabullí por la puerta y caminé hasta la esquina. Pude ver
gente que gritaba y corría desorientada. Delante de mí pasaron campesinos y
mineros con armas, una imagen, que a pesar del tiempo transcurrido, se quedó
grabada en mi cabeza. Pude ver una pelea entre grupos y busqué el rostro del
tío Felipe entre el tumulto, pero no lo hallé. Minutos después, sentí un golpe
en la cabeza. Era mi padre. Me agarró del brazo y me llevó a la casa. Al
llegar, mamá corrió abrazarme. Yo no entendía por qué lloraba.
“¡Ya es hora!”, dijeron, y colocamos los colchones en la
ventana. Papá repetía: “¡Ya empezó, ya empezó la revolución!”. Escuchamos
gritos, escuchamos llanto, escuchamos balas, aunque papá insistía en que eran
los fuegos artificiales de los soldaditos del regimiento Sucre, hasta que se
cortó la emisión de la radio y nadie más dijo nada.
Estábamos a oscuras con algunas velas, cuando mi papá nos
sentó a todos. Imagínense, cinco niños sentados y la sombra de un adulto, mi
padre, hablándonos de la revolución. Él afirmaba que la revolución era una
necesidad del pueblo para reinventarse, para crear esa presencia obrera,
campesina, y que en minutos ellos desmantelarían al ejército con sus milicias
civiles formadas. Él nos dijo que la revolución también daría voz y espacio a las
Barzolas, ese movimiento de mujeres que se fue construyendo después de la
masacre de Catavi de 1942. Cuando acabó esa conversación con mi padre, sentí
que había crecido diez años, que era más alto y que podía usar corbata.
Así escuchamos unos golpes a la puerta. Mi abuelo la abrió,
buscaban a Felipe y no eran precisamente sus allegados; empujaron al abuelo y
lo golpearon. Revisaron la casa, voltearon los muebles, escudriñaron entre los
libros e incluso tomaron el libro de Armando y de Fito. Al abrirlo, se quedaron
un minuto mirando la foto y entre susurros dijeron: “Son sus hijos”. Solo los
miraron en silencio. Después de todo el barrullo, se fueron. Todos corrimos
donde el abuelo, mamá curó sus heridas y lo ayudamos a recostarse en un sillón.
Puedo decir que esa fue la noche más larga de todas.
Fue como si las calles hablaran y estuviéramos en un fortín de colchones
protegiéndonos de las balas. Me dormí en el sillón; no sé cuánto tiempo lo
hice, pero desperté por las voces de los locutores radiales que anunciaban
que los del MNR, dirigidos por Hernán Siles Suazo, habían derrocado victoriosos
a la Junta Militar. Observé el rostro y las reacciones de todos los que nos
encontrábamos ahí; había una mezcla de cosas: esperanza por esa wawa que
había nacido con la revolución, que gritaba, y por el otro lado, preocupación,
ya que el tío Felipe seguía en la calle y era del partido opositor.
Tocaron la puerta, corrimos; era un joven barbudo que nos
comunicó escuetamente: “Felipe está herido”. Papá agarró su saco y se fue a
buscar al tío; yo solo alcancé a voltearme y ver a Armando y a Fito.
Tiempo después, papá me contaría cómo había sido su
recorrido. Llegó a la casa de uno de los camaradas del tío Felipe; él estaba
muy malherido y la sangre manchaba toda su camisa blanca. El tío Felipe llegó a
decirle, casi balbuceando, algunas palabras: “Perdimos. El Jefe ganó, hoy
nació la revolución”, y le entregó a papá las fotos de Armando y Fito.
“Cuídamelos, por favor”, repetía.
El tío Felipe murió a sus 23 años, mientras todos celebraban
en las calles, en medio de cánticos, recibiendo a ese recién nacido que lloraba
al ser sacado del vientre en medio de la revolución.
ESE MAL RECUERDO
Rodrigo Quenta
Son tres años desde que visité a mi abuelo. Estamos sentados
frente a frente, noto cómo sus ojos se pierden en el vacío del cuarto. Volteo a
ver qué es lo que mira, no es nada, doy vuelta y esboza una sonrisa. Suelto la
primera pregunta: ¿Qué recuerdas del 52?
***
Este canchón es muy grande, igual, hay demasiada gente. Lo
único que veo desde la puerta es la Universidad. Ya es una semana que estoy
aquí porque el patrón ofreció criarme y trabajar con él. Por las mañanas iré a
la carpintería y por las tardes a la escuela. Tal vez esté bien fuera de la
hacienda.
¿Por qué una carpintería? Si por visitarlo la gente le paga
bien, fuma mucho, pero eso hacen los brujos como él. Igual, me molesta
despertar para ir por sus cigarros, hoy me llamaron a las tres sólo para eso,
por suerte la tienda de Don Félix está cerca y por miedo a que le roben atiende
por una ventanilla.
La señora prometió no tardar mucho, pero siempre es así.
Tardan más cuando venimos con el patrón. Tengo que esperar porque ellos confían
en mí, por eso los acompaño hasta La Paz. Desde que mi padre ya no quiere
trabajar en la hacienda tengo que venir yo. Con la familia Pabón me va
mejor.
Recuerdo el último día de trabajo de mi padre, él discutía
con Pinto, el capataz, Pinto estaba con un chicote y lo golpeó. Desde entonces,
mi padre se metió en la casa que tenía su familia y no salió más. Entonces mi
hermana y yo empezamos a ponguear, igual ya estábamos grandes. No puedo
distinguir lo que dicen, gritan mucho. Hace rato que no distingo a la patrona. Yola,
la cocinera, me explica que es por la revolución, que les quitarán tierras a
los patrones. Yo no entiendo de eso. Veo cómo arman filas y se anotan en una
lista. Yola dice que se irán a Santa Cruz, que hay terrenos ahí.
Un señor me toma por el hombro, pregunta quién soy. Carlos
Pabón y Carmela de Pabón, le digo. Ellos son mis patrones. La patrona y su hija
nos esperaban para irnos. Yola y yo nos levantamos y caminamos hacia la puerta.
Al salir escucho las campanas de la misa, quisiera ver si la iglesia es más
grande que la que tienen los patrones allá, a ver si aquí me dejan entrar.
Nos encontramos con el patrón y empiezan a hablar,
confirmo lo que Yola me decía, se irán a Santa Cruz. ¿Qué haré
entonces? ¿Regresaré a vivir con mi padre? Los hijos del patrón me miran
preocupados, dicen que me dejarán una hectárea de tierra ¿Para qué me sirve una
hectárea? Prefiero quedarme en la ciudad.
***
El perro empieza a ladrar, lentamente Juan deja la silla
donde estaba sentado. Al momento que él abre la puerta y sale, yo cierro la
libreta, entiendo que la entrevista terminó. En el patio él se sienta en un
banco de madera. No parece tener preocupaciones, ninguna que lo moleste. Ha
sufrido como cualquiera que haya llegado a La Paz desde tan lejos. A veces se queda
mirando hacia la nada, por sus ojos veo que recuerda algo, por eso se encoge de
hombros, se frota las manos y al frotarse la cara, ese mal recuerdo muere.
ELISEO, EL MILICIANO
Verónica Delgadillo
Es Samaipata, son los noventas. De lunes a viernes y siempre
a las cuatro de la tarde mi abuelita Ofelia le llevaba el café a mi abuelito
Eliseo en la huerta. Alguna vez tocaba pan recién horneado; alguna vez también,
si era época de vacaciones, una de las nietas se lo llevaba; alguna vez me tocó
hacerlo.
A Don Eliseo le gustaba pasarse todo el día en la huerta.
Cuando yo iba lo encontraba sentado en su sillón, ubicado en un lugar
estratégico desde donde podía ver los rosales y los durazneros. Otras veces lo
encontraba caminando cerca del árbol de mandarina o en la tranca que llevaba al
lecho del río. La mayoría de las veces lo encontraba entre bostezos o
escuchando algún partido de fútbol en un pequeño radio de transistores.
No siempre se le daba por contar historias, pero recuerdo
que alguna vez contó con entusiasmo, mientras hablaba mal del gobierno, que se
enlistó voluntariamente en las milicias campesinas organizadas por Ñuflo Chavez
Ortiz en la Revolución del 52, a tiempito de haber quedado viudo. Mi papi
tendría unos 5 años y mi tío Joaquín pocos meses de nacido, porque la primera
esposa de Eliseo, abuelita Blanca, murió poco tiempo después de dar a luz a tío
Joaquín.
Eliseo contaba que se fue hasta Camiri un
tiempo; contaba que les hicieron hacer barricadas y que recibían las
órdenes interceptando cables, y que también le cortaban así las
comunicaciones al ejército. No aguantó mucho aquello, se devolvió a Samaipata
sin disparar un tiro y diciendo “eso es un despelote, no va pasar nada”.
Don Eliseo tenía buen olfato. Quizá vio venir años antes que
el MNR y Don Hernán Siles acusarían de sedición a sus aliados cruceños
revolucionariosizquierdistastroskistas y aquello devendría en ese capítulo tan
triste de la historia de Santa Cruz que es el de Terebinto y la demostración de
que, desde Santa Cruz, las lealtades regionales eran más fuertes que las
partidarias.
La "marcha al oriente" estaba bien, era buena
idea, pero el Estado del 52 construyó un imaginario en torno a las tierras
bajas y sus pobladores indígenas y originarios que los veía como salvajes
y primitivos, selvícolas que debían estar bajo la protección y tutela
estatal. Lo cierto es que ese discurso fue fruto de la
ignorancia y el desconocimiento de los pueblos indígenas de tierras bajas. A fin de
cuentas y aunque a muchos les duela, ese discurso está más cerca del de
los españoles cuando llegaron a América y la colonizaron.
Yo imagino que Eliseo lo vio venir desde el comienzo y por
eso dijo acá no pasa nada, yo me vuelvo a trabajar en mi curtiembre.
Años después mi abuelito, Don Eliseo, fue Alcalde de
Samaipata por el MNR, porque si hay algo que nunca dejó de ser hasta sus
últimos días, fue emenerrista e hincha del Bolívar.
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