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MEMORIAS DE LA REVOLUCIÓN BOLIVIANA DE 1952

 

 Viendo la ciudad. Militares y civiles en el arsenal de Plaza Antofagasta / Pagina Siete.


Todos los relatos transcritos fueron publicados el 11 de abril de 2021, en Rascacielos de Pagina Siete.

PARECÍA EL VIEJO OESTE

Álvaro Montoya Ortega

Ramiro tenía apenas 9 años. Cierta noche, ruidos como de serpientes relampagueantes y gritos diluidos por la distancia, rumores apenas, lo despertaron. Subió a la terraza del edificio en construcción en el que vivía con su familia, y desde ahí logró oír aquellos sonidos cuya intensidad iba incrementándose. El viento ingresaba por los cuatro costados. Usó dos ladrillos para contrarrestar su corta estatura y así levantar la cabeza por encima del muro que le impedía ver. Lo saludó la ciudad de La Paz con una efervescencia de colores, chispas y explosiones. “De noche se veía como fuegos artificiales”, recuerda. En realidad, era gente matándose en las calles. La Revolución de 1952 había iniciado esa madrugada. 

Lo que debía de ser un golpe de Estado –pactado entre el MNR y el general Antonio Seleme– se convirtió en una revolución a secas, una que Hernán Siles Suazo, encabezando el Comité Revolucionario de los movimientistas, tuvo que comandar, mientras los exiliados seguían las operaciones desde Buenos Aires. 

Tres días mirando al techo, tres días de gente corriendo por las calles y luego silencio absoluto. Un disparo, dos. Gritos, más gritos, y Ramiro volvía, a escondidas de su padre, a subir las gradas, ponía los ladrillos y veía con cautela los cambios en el escenario. 

“Solo sacaba mi cabecita”, recuerda hoy y ríe pesado; “era bien macho, no tenía miedo de los tiros”. 

El segundo día vislumbró cómo una muchedumbre avanzó por la avenida Perú y avasalló un arsenal cercano a la terminal de buses. La gente salía con fusiles y ametralladoras. Muchos de los hombres eran excombatientes del Chaco, y para ellos los disparos eran “trinos de aves”. Lo demostrarían venciendo una y otra vez a los conscriptos en los distintos barrios de la ciudad. 

A diario corrían rumores sobre cómo el ejército tenía rodeada la ciudad y bajaría desde El Alto en cualquier momento para masacrarlos a todos. Adobe en las ventanas, colchones, dormir en el piso… Largas horas de silencio interrumpidas por un tiro. Por días, por tres días. 

Pero tuvieron que salir de casa a comprar algo de comida, alguna medicina. Y cuando Ramiro y sus padres regresaban a su casa para refugiarse, los fabriles armados –que vestían traje, camisa y zapatos negros empolvados–, los detuvieron. “¡Sus carnets!”, le increparon a su padre que obedeció sin protestar. Pasaron el punto de guardia y se parapetaron en el edificio esquelético otra vez. Desde El Alto comenzaron a bombardear la ciudad de La Paz. Los morteros ladraban, y segundos después, un eco, un temblor.  

“Parecía el salvaje oeste”, dice Ramiro mientras una imagen parece invadirlo y le templa la voz. “Luego de escuchar el morterazo, subí a la terraza, puse los ladrillos y vi muertos a los fabriles que nos habían pedido el carnet, con las piernas al otro lado”.

La inocencia de sus nueve años desapareció en un segundo.

LA WAWA DE LA REVOLUCIÓN

Claudia Cabrera Rower

El 9 de abril de 1952 coloqué los colchones en las ventanas de mi casa con ayuda de mi abuelo, mi padre y mis hermanos. “Las balas no entrarán”, repetía mi padre. Yo lo miraba en silencio, tenía 7 años. Colocamos el colchón y me escondí detrás de papá.  

Recuerdo que en esa época vivíamos en el centro paceño, a unas cuadras del parque Riosinho, en el edificio de la Papaya Salvietti, gracias a un acuerdo que se logró con los hermanos (religiosos) italianos. Nuestra familia era muy numerosa, diversa; compartíamos la casa con mis abuelos, con mis tíos y mis primos. Una mezcla de escritores, artistas, poetas y un político, el tío Felipe; capaz por eso la revolución nos caló de una manera diferente, como ese frío que viene del cerro y te da un sopapo en la cara. 

Ya se sentía el cambio en el aire del barrio, las paredes pintadas y el pensamiento de la gente que se reunía a compartir ideas en la plaza. Algunos apoyaban al Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), de la mano de “El Jefe”, como ellos lo llamaban. Mientras que otros mantenían el silencio frente a las injusticias del poder en vigencia de la Junta Militar. Ese cambio, en el país, se fue gestando como una wawa que crece en el vientre, pateando y alimentándose del discurso populista.

El tío Felipe era uno de los líderes de la Falange; ya desde hacía algunos meses había decidido mantenerse oculto con sus camaradas, cambiando de domicilio para desarrollar sus labores políticas. Ese día, él apareció temprano, desayunó unas marraquetas remojándolas en café con leche con la abuela Luisa y, al acabar, me regaló unas canicas. Después se acercó donde Fito y Armando, les cantó una canción y los abrazó uno por uno bien fuerte. Al final, les entregó un libro descolorido que por dentro tenía una foto de la familia. “Que luchen siempre, que sus brazos y sus mentes sean fuertes y que caminen juntos sin mirar atrás”, les dijo.

Esa visita dejó a todos en silencio. Fito lloró cuando el tío se fue, y Armando solo lo abrazó, se tragó las lágrimas porque era el hermano mayor. Al presenciar esta escena, insistí mucho para que jugaran conmigo. Quería que rieran y que probáramos las canicas. No aceptaron. En fin, agarré las canicas y me fui al patio de atrás a mejorar mi puntería. 

Horas después, escuché ruidos en la calle; guardé mis canicas, era como si viniera una tormenta. Le pregunté a mamá qué pasaba, la jalaba del vestido y ella no me respondía. Quería escuchar la radio, pero no dejaron que los niños entremos a la sala, y pese a la orden de que nadie saliera, yo me escabullí por la puerta y caminé hasta la esquina. Pude ver gente que gritaba y corría desorientada. Delante de mí pasaron campesinos y mineros con armas, una imagen, que a pesar del tiempo transcurrido, se quedó grabada en mi cabeza. Pude ver una pelea entre grupos y busqué el rostro del tío Felipe entre el tumulto, pero no lo hallé. Minutos después, sentí un golpe en la cabeza. Era mi padre. Me agarró del brazo y me llevó a la casa. Al llegar, mamá corrió abrazarme. Yo no entendía por qué lloraba.

“¡Ya es hora!”, dijeron, y colocamos los colchones en la ventana. Papá repetía: “¡Ya empezó, ya empezó la revolución!”. Escuchamos gritos, escuchamos llanto, escuchamos balas, aunque papá insistía en que eran los fuegos artificiales de los soldaditos del regimiento Sucre, hasta que se cortó la emisión de la radio y nadie más dijo nada.

Estábamos a oscuras con algunas velas, cuando mi papá nos sentó a todos. Imagínense, cinco niños sentados y la sombra de un adulto, mi padre, hablándonos de la revolución. Él afirmaba que la revolución era una necesidad del pueblo para reinventarse, para crear esa presencia obrera, campesina, y que en minutos ellos desmantelarían al ejército con sus milicias civiles formadas. Él nos dijo que la revolución también daría voz y espacio a las Barzolas, ese movimiento de mujeres que se fue construyendo después de la masacre de Catavi de 1942. Cuando acabó esa conversación con mi padre, sentí que había crecido diez años, que era más alto y que podía usar corbata. 

Así escuchamos unos golpes a la puerta. Mi abuelo la abrió, buscaban a Felipe y no eran precisamente sus allegados; empujaron al abuelo y lo golpearon. Revisaron la casa, voltearon los muebles, escudriñaron entre los libros e incluso tomaron el libro de Armando y de Fito. Al abrirlo, se quedaron un minuto mirando la foto y entre susurros dijeron: “Son sus hijos”. Solo los miraron en silencio. Después de todo el barrullo, se fueron. Todos corrimos donde el abuelo, mamá curó sus heridas y lo ayudamos a recostarse en un sillón.

Puedo decir que esa fue la noche más larga de todas. Fue como si las calles hablaran y estuviéramos en un fortín de colchones protegiéndonos de las balas. Me dormí en el sillón; no sé cuánto tiempo lo hice, pero desperté por las voces de los locutores radiales que anunciaban que los del MNR, dirigidos por Hernán Siles Suazo, habían derrocado victoriosos a la Junta Militar. Observé el rostro y las reacciones de todos los que nos encontrábamos ahí; había una mezcla de cosas: esperanza por esa wawa que había nacido con la revolución, que gritaba, y por el otro lado, preocupación, ya que el tío Felipe seguía en la calle y era del partido opositor. 

Tocaron la puerta, corrimos; era un joven barbudo que nos comunicó escuetamente: “Felipe está herido”. Papá agarró su saco y se fue a buscar al tío; yo solo alcancé a voltearme y ver a Armando y a Fito.

Tiempo después, papá me contaría cómo había sido su recorrido. Llegó a la casa de uno de los camaradas del tío Felipe; él estaba muy malherido y la sangre manchaba toda su camisa blanca. El tío Felipe llegó a decirle, casi balbuceando, algunas palabras: “Perdimos. El Jefe ganó, hoy nació la revolución”, y le entregó a papá las fotos de Armando y Fito. “Cuídamelos, por favor”, repetía. 

El tío Felipe murió a sus 23 años, mientras todos celebraban en las calles, en medio de cánticos, recibiendo a ese recién nacido que lloraba al ser sacado del vientre en medio de la revolución. 

ESE MAL RECUERDO

Rodrigo Quenta

 

Son tres años desde que visité a mi abuelo. Estamos sentados frente a frente, noto cómo sus ojos se pierden en el vacío del cuarto. Volteo a ver qué es lo que mira, no es nada, doy vuelta y esboza una sonrisa. Suelto la primera pregunta: ¿Qué recuerdas del 52? 

*** 

Este canchón es muy grande, igual, hay demasiada gente. Lo único que veo desde la puerta es la Universidad. Ya es una semana que estoy aquí porque el patrón ofreció criarme y trabajar con él. Por las mañanas iré a la carpintería y por las tardes a la escuela. Tal vez esté bien fuera de la hacienda. 

¿Por qué una carpintería? Si por visitarlo la gente le paga bien, fuma mucho, pero eso hacen los brujos como él. Igual, me molesta despertar para ir por sus cigarros, hoy me llamaron a las tres sólo para eso, por suerte la tienda de Don Félix está cerca y por miedo a que le roben atiende por una ventanilla. 

La señora prometió no tardar mucho, pero siempre es así. Tardan más cuando venimos con el patrón. Tengo que esperar porque ellos confían en mí, por eso los acompaño hasta La Paz. Desde que mi padre ya no quiere trabajar en la hacienda tengo que venir yo. Con la familia Pabón me va mejor. 

Recuerdo el último día de trabajo de mi padre, él discutía con Pinto, el capataz, Pinto estaba con un chicote y lo golpeó. Desde entonces, mi padre se metió en la casa que tenía su familia y no salió más. Entonces mi hermana y yo empezamos a ponguear, igual ya estábamos grandes. No puedo distinguir lo que dicen, gritan mucho. Hace rato que no distingo a la patrona. Yola, la cocinera, me explica que es por la revolución, que les quitarán tierras a los patrones. Yo no entiendo de eso. Veo cómo arman filas y se anotan en una lista. Yola dice que se irán a Santa Cruz, que hay terrenos ahí. 

Un señor me toma por el hombro, pregunta quién soy. Carlos Pabón y Carmela de Pabón, le digo. Ellos son mis patrones. La patrona y su hija nos esperaban para irnos. Yola y yo nos levantamos y caminamos hacia la puerta. Al salir escucho las campanas de la misa, quisiera ver si la iglesia es más grande que la que tienen los patrones allá, a ver si aquí me dejan entrar.

Nos encontramos con el patrón y empiezan a hablar, confirmo lo que Yola me decía, se irán a Santa Cruz. ¿Qué haré entonces? ¿Regresaré a vivir con mi padre? Los hijos del patrón me miran preocupados, dicen que me dejarán una hectárea de tierra ¿Para qué me sirve una hectárea? Prefiero quedarme en la ciudad. 

*** 

El perro empieza a ladrar, lentamente Juan deja la silla donde estaba sentado. Al momento que él abre la puerta y sale, yo cierro la libreta, entiendo que la entrevista terminó. En el patio él se sienta en un banco de madera. No parece tener preocupaciones, ninguna que lo moleste. Ha sufrido como cualquiera que haya llegado a La Paz desde tan lejos. A veces se queda mirando hacia la nada, por sus ojos veo que recuerda algo, por eso se encoge de hombros, se frota las manos y al frotarse la cara, ese mal recuerdo muere.

ELISEO, EL MILICIANO

Verónica Delgadillo

Es Samaipata, son los noventas. De lunes a viernes y siempre a las cuatro de la tarde mi abuelita Ofelia le llevaba el café a mi abuelito Eliseo en la huerta. Alguna vez tocaba pan recién horneado; alguna vez también, si era época de vacaciones, una de las nietas se lo llevaba; alguna vez me tocó hacerlo. 

A Don Eliseo le gustaba pasarse todo el día en la huerta. Cuando yo iba lo encontraba sentado en su sillón, ubicado en un lugar estratégico desde donde podía ver los rosales y los durazneros. Otras veces lo encontraba caminando cerca del árbol de mandarina o en la tranca que llevaba al lecho del río. La mayoría de las veces lo encontraba entre bostezos o escuchando  algún partido de fútbol en un pequeño radio de transistores.

No siempre se le daba por contar historias, pero recuerdo que alguna vez contó con entusiasmo, mientras hablaba mal del gobierno, que se enlistó voluntariamente en las milicias campesinas organizadas por Ñuflo Chavez Ortiz en la Revolución del 52, a tiempito de haber quedado viudo. Mi papi tendría unos 5 años y mi tío Joaquín pocos meses de nacido, porque la primera esposa de Eliseo, abuelita Blanca, murió poco tiempo después de dar a luz a tío Joaquín.  

Eliseo contaba que se fue hasta Camiri un tiempo; contaba que les hicieron hacer barricadas y que recibían las órdenes  interceptando cables, y que también le cortaban así las comunicaciones al ejército. No aguantó mucho aquello, se devolvió a Samaipata sin disparar un tiro y diciendo “eso es un despelote, no va pasar nada”. 

Don Eliseo tenía buen olfato. Quizá vio venir años antes que el MNR y Don Hernán Siles acusarían de sedición a sus aliados cruceños revolucionariosizquierdistastroskistas y aquello devendría en ese capítulo tan triste de la historia de Santa Cruz que es el de Terebinto y la demostración de que, desde Santa Cruz, las lealtades regionales eran más fuertes que las partidarias.

La "marcha al oriente" estaba bien, era buena idea, pero el Estado del 52 construyó un imaginario en torno a las tierras bajas y sus pobladores indígenas y originarios que los veía como salvajes y primitivos, selvícolas que debían estar bajo la protección y tutela estatal. Lo cierto es que ese discurso fue fruto de la ignorancia y el desconocimiento de los pueblos indígenas de tierras bajas. A fin de cuentas y aunque a muchos les duela, ese discurso está más cerca del de los españoles cuando llegaron a América y la colonizaron. 

Yo imagino que Eliseo lo vio venir desde el comienzo y por eso dijo acá no pasa nada, yo me vuelvo a trabajar en mi curtiembre. 

Años después mi abuelito, Don Eliseo, fue Alcalde de Samaipata por el MNR, porque si hay algo que nunca dejó de ser hasta sus últimos días, fue emenerrista e hincha del Bolívar.

 

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