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De Castro y Barbie (Altmann) |
Por Fadrique Iglesias Mendizábal. // Revista digital fronterad
Álvaro de Castro tiene ya 75 años, la mayoría de ellos
viviendo en la sede de gobierno –que no la capital– de Bolivia, La Paz, donde a
pesar de lo que diga la Constitución, se cocina el mejunje del poder real. Y
aunque él no haya sido político, militar, deportista o artista, algunos de sus
encajes han resultado decisivos en el transcurrir del país. Lleva entre
pecho y espalda una enigmática vida dedicada a labores poco comunes en las
listas de empleo público, infrecuentes en las carreras funcionariales
tradicionales: asesoría en materia de inteligencia, venta de armamento y
espionaje.
Durante los varios años de gobiernos militares en la Bolivia contemporánea,
circunscribámonos simplemente al periodo comprendido entre 1964 y 1982
−Barrientos, Ovando, Banzer, Pereda, Padilla, García Meza, Vildoso–, De Castro,
sin estar enrolado en el ejército, tuvo vía libre para entrar y salir del
Ministerio del Interior y de varios cuarteles, principalmente el Tarapacá,
susurrando, en clave de consejo, suavemente al oído de ministros, grupos de
choque y gendarmes. Y a pesar de todo ello, aun habiendo tenido contacto
directo con algún ex presidente y varios generales del ejército, no es un
hombre conocido, hasta que sale a la luz un apellido poco común en el
país: Altmann.
La intuición sugiere que Altmann se trata de un apellido alemán,
quizás de raíces judías a juzgar por el sufijo. Ello invita a recordar que, en
los círculos de descendientes de alemanes emigrados a Bolivia a principios del
siglo pasado principalmente, se ejerció un importante poder económico, que
impulsó la tímida industria pesada de Bolivia. De Castro teoriza, sin demasiada
convicción o base heráldica, sugiriendo que los apellidos de raíces sefarditas
llevan una sola ene al final.
Muchos de estos empresarios, procedentes de una Alemania de posguerra en
ruinas, arribaron a Bolivia huyendo de su tierra natal y afrontaron emprendimientos
diversos relacionados principalmente con la industria minera, agroalimentaria,
maderera y farmacéutica. Estos dos últimos rubros fueron ampliamente conocidos
por el ciudadano Klaus Altmann-Hansen, de nacionalidad adoptiva boliviana desde
1957, aunque llegado a la zona rural de Los Yungas en 1951, no muy lejos de La
Paz.
El punto de enlace entre De Castro y Altmann fue el barrio paceño, digamos que
burgués, de Sopocachi. Se conocieron a partir del círculo social de los hijos
de ambos, entre colegios alemanes y americanos, siendo frecuente ver al segundo
asiduamente en lugares como el Club Alemán –lugar de lobby, centro social
y poso de nostalgias germánicas–, así como también en el Café Club de La Paz.
Altmann gozó de una prominente reputación, hasta que en 1972, año en el que,
después de una gira de negocios por Europa –con su respectiva secuela en
prensa–, en nombre de la empresa semipública que dirigía, Transmarítima
Boliviana, fue reconocido por una pareja de activistas de apellido Klarsfeld, quienes
denunciaron ante la prensa francesa que la identidad verdadera del señor
Altmann pertenecía en realidad a Klaus Barbie, criminal de guerra nazi y exjefe
de la Gestapo en Lyon hasta 1944, apodado allí El Carnicero.
Azares del destino, pero principalmente coincidencias
ideológicas, hicieron que Álvaro de Castro consiguiera colaborar estrechamente
con Barbie, llegando inclusive a recibir de éste un contrato de representación
personal, motivado por su ingreso en la cárcel a raíz de una deuda contraída. La
relación de ambos trascendió el nivel profesional para convertirse en una
suerte de amistad inquebrantable, que De Castro ratifica cuarenta años después.
Tanto la conocida vida pública de Barbie –o Altmann, como se
quiera–, responsable de la deportación y muerte de más de 4.000 personas, entre
ellas un grupo de 44 niños judíos radicados en la localidad francesa de Izieu,
como su privada y la de su mano derecha, De Castro, despiertan un sinnúmero de
inquietudes y dudas que retan cualquier alma fisgona. Como la de quien escribe.
A punto de cumplirse los 25 años del proceso judicial contra Klaus Barbie en
Francia –un 4 de julio– y con ya casi todos los protagonistas de la II Guerra
Mundial muertos, sigue siendo recurrente la figura de este personaje. En un
principio, De Castro acepta aparentemente a regañadientes la serie de
entrevistas. Exige un pago de 500 dólares americanos en efectivo, y un contrato
previo en el que, en caso de que de estas conversaciones salga un best
seller, se le otorgue una prima de beneficio porcentual. Él ya conoce el negocio.
Entrevistas suyas han salido en documentales franceses, canadienses,
norteamericanos y alemanes. También en prensa escrita.
El dato y el pago a De Castro los ha facilitado Peter McFarren, otro experto en
Klaus Barbie, habitual free lance de revistas y documentalistas
norteamericanos que van tras las huellas del nazi, y que durante años aportó
con varios reportajes y crónicas a medios como The New York Times,
Newsweek, The Boston Globe, El País, Der Spiegel y Excélsior. Ambos
ya se conocen. Comenzaron como enemigos en las primeras entrevistas
en los años 80 y ahora hay una relación, digamos que cordial aunque esporádica.
McFarren ha sido quien le ha contactado con los periodistas internacionales, a
través de conocidos de conocidos ya que De Castro ni es un asiduo de
las redes sociales en internet ni tiene la costumbre de revelar su paradero.
Entre estos documentalistas está gente de la talla del francés Marcel Ophuls,
ganador de un Oscar por Hotel Terminus, precisamente gracias al documental
sobre Barbie en el momento más polémico durante su juicio en Francia, o Kevin
McDonald, varios años más tarde, también oscarizado por El
último rey de Escocia.
En La Paz, De Castro es conocido como un oscuro gentleman. Correcto en el
uso del lenguaje, aunque algo empalagoso; de buenos modales y cauto en el
habla; resalta el de en el apellido, como signo de memoria
nobiliaria. Para la entrevista, rehúsa ser el anfitrión. Prefiere mantener sus
señas en reserva, aun cuando en Bolivia la apertura del reducto familiar para
encuentros circunstanciales no es un hecho extraño. “Quedemos en un lugar
neutro”, le dice a Alico, contacto que tenemos en común además de
McFarren.
A las cinco de la tarde, acude puntual a la cita en un céntrico enclave de La
Paz según lo convenido. Mira hacia los lados, con el ceño enjuto, buscando
caras. Encuentra una: la mía. Me extiende la mano, con una expresión entre
incómoda y desconfiada, mientras pronuncia mi nombre interrogativamente con
cierta dificultad. Después de ofrecerme una media sonrisa de cortesía, nos
dirigimos hacia la mesa del Café Club de La Paz, lugar del que es habitué.
Lleva una chaqueta americana de cuadros para este primer envite, en tonos
marrones y beiges. Debajo luce una corbata oscura. El brillo de los
zapatos lustrados hace juego con el de su grisácea cabellera –algo escasa–
lamida hacia atrás, a la antigua usanza.
El club en sí fue fundado en 1882 y era típicamente conocido
como un lugar de encuentro de las clases dominantes paceñas y elites criollas
con algún tipo de raíz occidental. Aunque no ingresamos al club
propiamente, sí lo hacemos a su cafetería, con una entrada ubicada en la
avenida Camacho. La cantina referida, emplazada en la planta baja, fue un
tradicional centro de reuniones para los contertulios del centro urbano paceño,
no obstante hoy da una imagen algo enmohecida y casposa. Las mesas y floreros
chinos actuales dificultan imaginar la decoración que hubo años atrás –tampoco
excesivamente glamurosa– en un recinto, que ha escuchado los más variopintos
rumores y proyectos políticos. Entre sus clientes figuraban –sin dar ahora esa
impresión– aguerridos militares, audaces aventureros, aspirantes a poetas,
sediciosos confesos, comerciantes de viandas, empresarios de la construcción y
una serie de caballeros nostálgicos de la marchita idea de nobleza paceña,
parcialmente excluida ahora de los vientos de cambio indigenistas.
El diseño de las mesas corresponde a los años 60, y estas son de madera de laca
cubierta con un barniz raído. En la nuestra, encima del tablón y a modo de
mantel, hay una losa de cristal con un tapete blanco perforado por cigarrillos
de los que sólo queda una huella negruzca.
Una vez sentados allí, en el mismo lugar donde antaño De Castro y Barbie pasaran
tardes enteras, llama con soltura a Aidé, la camarera, y le pide un mate de
coca, mientras saluda a la mesa de su izquierda, con esa media sonrisa que me
dedicó minutos antes, entre desafiante y amistosa, mostrando los molares
laterales. Mirando a la barra, argumenta que no quiere tomar cerveza como la
noche anterior, puesto que es “todavía temprano”. Esta vez sólo quiere una
infusión, como llaman al mate los montañistas españoles que descansan de un
tour por la cordillera andina, por ejemplo, en la mesa de al lado.
De Castro guarda sobre todo recuerdos, mas ya no sus reliquias. Conserva
también el centenar de cartas que intercambió con su amigo alemán mientras
purgaba su condena en Lyon. Algunas de aquellas antiguallas le fueron
arrebatadas en una redada por agentes del Ministerio del Interior en 1984,
ordenada por el entonces viceministro Gustavo Sánchez Salazar. Ninguno de los
dos tolera al otro. Sánchez colaboró con los conocidos cazanazis Klarsfeld
para tratar de lograr la extradición sin éxito de Altmann-Barbie a Francia para
juzgarlo en los años 70 a causa de los crímenes de guerra pendientes; incluso
planeó un secuestro junto con el ex guerrillero guevarista e intelectual
francés Regis Debray, igualmente sin suerte. No obstante, cuando volvió la
democracia a Bolivia, en 1982, Sánchez estuvo vinculado al gobierno y fue
expresamente designado por el presidente entrante, Siles Zuazo, como
Viceministro del Interior, con la misión de deshacerse del nazi. Lo lograría
aunque con una argucia ilegal en la expulsión.
Unos meses después de aquella expulsión, De Castro también fue intervenido y
arrestado por negros, como él llama a los agentes del Ministerio del
Interior que, luego de allanar su casa, le decomisaron –según recuerda–
pertenencias entre las que estaban correspondencia, fotos y documentos,
destacando entre ellos un acta de lealtad entre Barbie y el ministro del
Interior de aquella época, la pistola Luger de su amigo nazi,
cargada, además de sus condecoraciones recibidas durante la II Guerra Mundial,
tres, entre ellas la Cruz de Hierro de primer y segundo grado. Por documentos
menos interesantes –recortes de prensa autobiográficos– Klaus Barbie cobró
25.000 dólares a fines de los años 70 al periodista canadiense Robert Wilson.
Decido entonces acudir a Gustavo Sánchez para conversar
sobre aquel encuentro con De Castro. Casi 30 años después y a pesar de la edad,
85 años, demuestra todavía cierta audacia. Recuerda que tras haber logrado
sacar de Bolivia a Barbie, sintió que querían matarlo, y comenta que durante algún
tiempo anduvo con guardaespaldas. Luego añade: “me he cruzado en la calle con
Álvaro de Castro, pero yo tenía fama de guitarrero, blando de dedo era
yo”. Mientras pronuncia estas palabras, Sánchez hace una mímica con el puño
cerrado y el índice y el pulgar extendidos, mientras muestra una media sonrisa
juntando las cejas. [En clara alusión a que no tendría ningún reparo en hacer
uso de un arma de fuego. Nota del usuario]
A través de McFarren he podido acceder a las cartas que De
Castro escribió a su padrino Klaus Barbie y viceversa –entendiéndose
al padrino como la figura fundacional del imaginario boliviano [es decir
alguien cercano y casi protector, y no la figura del Godfather del
conocido film. Nota del usuario]– a partir de su encarcelamiento en 1983,
mientras cumplía condena de cadena perpetua en Lyon. Su remitente las ha
guardado cuidadosamente, esperando que un día alguien pague cifras mareantes
por ellas. No obstante, ese día parece no llegar, puesto que los objetos de
colección son en realidad las cartas escritas por el alemán, publicadas
parcialmente en algunos trabajos sobre personajes responsables del Holocausto.
McFarren y el abajo firmante también tienen decenas de éstas, siempre
rubricadas a mano por Barbie, en las que se refleja la tristeza y abatimiento
de un Barbie derrotado.
El tono casi invariable de las comunicaciones epistolares de ambos es en clave
de lamento. Lamento boliviano, que le llaman, ya sea por el incontestable
juicio por el que atraviesa su destinatario a miles de kilómetros de La Paz, o
por su difícil situación económica, que tras la marcha de su colega de Bolivia,
no mejora, carta tras carta, a lo largo de las misivas mecanografiadas y
enviadas religiosamente entre 1983 y 1991, año de la muerte de Barbie.
En esa recopilación, hoy hecha cuaderno, De Castro repasa la vida política de
Bolivia durante aquellos siete años, y eso, en un país como éste da para mucho:
un gobierno democrático de izquierda después de más de 20 años, su deterioro
político por denuncias de corrupción, la incursión en la más fuerte inflación
mundial que se recuerde, la llegada al poder del ex presidente Paz Estenssoro
–por cuarta vez– tras varios años de intentos fallidos, planes de
estabilización cambiaria comandados por un entonces joven ministro de
Planeamiento graduado de Chicago apellidado Sánchez de Lozada, las infinitas
huelgas generales, relocalizaciones y despidos masivos en las decadentes zonas
mineras, hasta llegar a la unión de uno de los partidos de izquierda, el MIR
(al que pertenecían un grupo de dirigentes asesinados en una emboscada ordenada
por paramilitares de derecha) con el partido del neodemócrata y exmilitar Hugo
Bánzer. Todas estas historias acuciosamente descritas, siempre citando nombres
de amigos, además de algún otro hecho surrealista, ya no tan sorprendente en un
país que se había caracterizado por tener más golpes militares que presidentes
en su historial.
Las cartas de De Castro tienen un carácter repetitivo y casi
cíclico: son constantes sus referencias a una crisis económica crónica, a la
escasez de gasolina o pan. Comenta compulsivamente las huelgas sindicales de la
Central Obrera Boliviana y de dirigentes universitarios, una y otra vez, además
del sube y baja en la cotización del dólar y el precio de la gasolina, haciendo
hincapié en el sempiterno desorden en la oficina de correos, al cual atribuye
la demora de las cartas desde la prisión en Lyon. Por último, recibe y entrega
los consabidos saludos de los colegas del Café Club La Paz. Acostumbra
despedirse llamándolo “bien estimado Klaus”, obteniendo por respuesta el
epigrama de “tu amigo eterno” además de los informes de un puñado de trámites
inútiles a instancias de la Corte Suprema de Justicia, requeridos por el
abogado de Barbie desde Francia, Jacques Vergès, y por la hija del imputado,
Ute-María Altmann.
Cuando se siente a gusto, Álvaro de Castro se saca de la manga historias casi
inverosímiles que, gracias a su precisión y abundancia de detalles, se hacen
perfectamente plausibles. Entre rocambolescas algunas y remotas otras, me
cuenta atropelladamente la historia de Monika Ertl, guerrillera radical del
Ejército de Liberación Nacional de Bolivia, post-guevarista, hija del fotógrafo
alemán Hans Ertl, emigrado también a Bolivia en la posguerra. Ertl colaboró con
la cineasta pro nazi Leni Rifenshtal en el célebre filme Olympia, ganador
del León de Oro en Venecia. También trabajó el viejo Ertl en el norte de África
con el Mariscal Erwin Rommel. Ya en Bolivia, después de vivir algunos años en
La Paz, y habiendo enviudado, el fotógrafo decidió trasladarse a las tierras
tropicales de las Misiones Jesuíticas de Chiquitos, para vivir allí el resto de
su vida como ermitaño.
Cuando me doy por enterado de que habla de Hans, le pregunto por la relación
con la tal Monika. En ese momento me cuenta que ella fue quien se supone que
mató a Roberto Toto Quintanilla por haberle cortado las manos del Che
Guevara al poco de morir éste, como prueba irrefutable de identidad. Al poco
tiempo obtuvo Quintanilla la honrosa titularidad del consulado
boliviano en Hamburgo, a principios de los 70. Es entonces que retrocede De
Castro para precisar que Toto Quintanilla era íntimo de Barbie y que
el hijo de éste último, Klaus Georg Altmann, trajo en avión el cuerpo del amigo
finado para darle sepultura en Bolivia.
En el momento en que De Castro percibe mi incomprensión, desvela el último
detalle, en voz baja: ya cuando Monika Ertl volvió a Bolivia clandestinamente,
sin que la policía alemana ni boliviana supieran de su paradero, un día en la
calle, se la encontró él mismo, De Castro, acompañado de Barbie, sin que ella
los reconociera. En ese momento acudieron a un teléfono público para denunciar
su presencia en Bolivia al coronel Loayza.
El coronel Rafael Loayza era el jefe del Servicio de Inteligencia del Estado,
especialista en interrogatorios e investigación política, y funcionario regular
del Ministerio del Interior, además de una persona muy cercana a Klaus Barbie.
A los dos días del hecho, se supo por la prensa que Monika Ertl murió, no
habiendo recibido su hermana Beatrix Ertl noticias del paradero del cadáver
hasta el día de hoy.
De Castro da por finalizado el tema abruptamente, señalando
que a partir de entonces llamaron a Monika “la vengadora del Che”, mientras
recuerda la confesión de su mentor Klaus Barbie, especulando sobre las
cualidades del Che Guevara: “En Alemania [durante la guerra], ese no hubiera
llegado ni a cabo”.
Habiéndose conocido a principios de los años 60 y tras un largo periodo sin
contacto entre Álvaro de Castro y Klaus Barbie, retomaron la amistad durante
los comienzos de la dictadura de Bánzer, en 1971, refrendándola con un
documento firmado por Barbie en el que le cedía atribuciones plenas de
representación ante las autoridades públicas y la prensa. El perfil comercial de
esta amistad se hizo efectivo a causa del descubrimiento internacional de la
identidad del SS Hauptsturmführer Klaus Barbie, lo que le impedía
continuar tranquilamente con sus negocios. Conocido hasta entonces con el
apellido Altmann, nombre ficticio que tomó en homenaje a un rabino judío que
conoció en Trier, Alemania, durante su infancia.
Con el documento de representación mencionado, popularmente llamado en
Bolivia poder, De Castro fue representante de la firma de armamento
austriaca Steyr-Daimler-Puch en La Paz durante años. Gracias a ellos, negoció
con el gobierno de Bolivia entre 1978 y 1980, la adquisición de 42 carros de
combate, tanquetas y suplementos que finalmente compraría las Fuerzas Armadas,
distribuidos así: 6 unidades del vehículo blindado 4K-7FA-G-127; 34 unidades
del tanque ligero SK-105A1 Kurassier; además de 2 unidades del blindado
ligero de alta movilidad 4K-4FA-SB20 Greif.
En cuanto la charla se va agotando –ya sea por la debilidad de la trama, ya sea
por cansancio– y tras hablar de nimiedades que recuerdan más al Súper
agente 86 que al desalmado nazi, se saca un nuevo as de la manga: durante
los últimos años de consorcio de este dúo, llegaron a contactar a
variados y pintorescos personajes, que desfilaron por la mesa del Café Club de
La Paz. Hombres negros, como De Castro llama a los neofascistas que
acudían tras la estela del Carnicero de Lyon, en boga nuevamente tras el
congreso de la Liga Anticomunista en Asunción de 1978, buscándolo cerca
del Muro de los Lamentos, lugar que despectivamente llamaban Barbie y De
Castro a la pared lateral del bar donde ambos pasaban horas leyendo la prensa y
cavilando sobre sus proyectos.
Por ese mismo café donde nos encontramos durante la segunda jornada del ciclo
de entrevistas, ya conocido por círculos clandestinos de extrema derecha
afiliados a la World Union of National-Socialists, pasaron miembros de la
organización neofascista española CEDADE (Círculo Español de Amigos de Europa);
los terroristas italianos Stefano Delle Chiaie, Emilio Carbone y Pierliugi
Pagliae, implicados en atentados como el de la estación de trenes de Bolonia o
Piazza Fontana (85 y 17 muertos, respectivamente), además de otros neonazis
alemanes, argentinos, ecuatorianos, belgas, suizos y franceses.
Recuerda De Castro que, casi sin habérselo propuesto,
formaron un grupo de choque autodenominado Los Novios de la Muerte,
adoptando el nombre en tono de broma, en referencia a una vieja canción de la
legión española, apoyando el sangriento golpe de Estado del General García Meza
en 1980. “Klaus siempre me metía en sus líos”, recuerda él al contar anécdotas
de ex miembros de la Triple A argentina o de algún otro recomendado
del partido nazi ecuatoriano. Eficazmente De Castro cumplió con sus funciones
de coordinación para obtenerles trabajos “en labores sencillas”, como espiar
oficinas comerciales relacionadas con la embajada soviética. “Al principio
pensamos que se trataba de judíos, por sus pintas”, dice refiriéndose a esos
“aventureros”.
La contraparte del negocio fue el gobierno mencionado, a través del cruel
ministro del Interior Luis Arce Gómez, quien hizo célebre la idea de que en
Bolivia todo subversivo “debía andar con su testamento bajo el brazo”,
viniéndose abajo el proyecto totalitario por la descomposición de su
estructura, vinculada directamente con el narcotráfico.
Sobre Arce Gómez, recluido en penales de máxima seguridad desde hace varios
años, hay acusaciones de narcotráfico, de terrorismo de Estado y también en sus
inicios, de asesinato. Ante estas acusaciones, De Castro alega desconocimiento.
“Él era mi amigo, hemos trabajado juntos. Yo he escuchado cosas [en referencia
a algunos asesinatos a sangre fría], pero no estoy seguro. He escuchado
solamente”.
Sobre los paramilitares extranjeros recuerda: “luego, el narcotráfico, que
pagaba mejor, se los llevó a Santa Cruz, ya aburridos de la burocracia
gubernamental. Los contrató Roberto Suárez, el Rey de la Cocaína”.
Finalmente, lamenta la vuelta de los partidos de izquierda democráticos: “Yo
seguía yendo al Estado Mayor sin problemas a fines del 82. Luego el coronel
Loayza, que trabajaba también en esa época, me citó diciéndome: ‘De Castro, se
ha acabado nuestro tiempo, por órdenes superiores; entrégueme su credencial y
la de Klaus Barbie por favor… además llévese sus pertenencias’. En la caja
fuerte del Estado Mayor yo tenía mis documentos, los saqué, los llevé a casa.
El Diario del Che también estaba en esa caja fuerte. Klaus me pidió
una fotocopia de su credencial de oficial boliviano y me ordenó devolverla
luego. Pero le mentí, no quise devolver la credencial”.
Con una mano artrítica, se frota compulsivamente las
comisuras de unos delgadísimos labios arqueados hacia abajo, fruncidos y
sugiriendo decepción o contrariedad en consonancia con su afilada quijada. Su
charla es amena y agradable, pese a lo lúgubre del tema. Sus recuerdos son
precisos. Resalta calles, fechas y sobre todo nombres propios. Compañías,
amistades y anécdotas.
Ha desarrollado la imposible habilidad de defender al Carnicero de Lyon. Por
momentos lo logra, hasta que el interlocutor recuerda las muertes, torturas y
deportaciones, principalmente de aquellos 44 niños judíos enviados a Auschwitz.
Su táctica es la de humanizar al personaje y jamás habla de sangre, ni de
asesinatos, sino de labores de inteligencia, de capacidad técnica en manejo de
armamento. “Para el matonaje están otros”, dice.
De Castro no parece mentir. Aquellas cosas de las que no quiere hablar, las
esconde, hábilmente, en los inexistentes o inaccesibles archivos bolivianos.
Sólo admite las historias “comprobadas”.
Tres décadas después de la muerte de su amigo, De Castro tiene ya 75 años y ya
no conserva relación con altos funcionarios del gobierno. Siente que su amistad
leal le ha valido la antipatía de mucha gente. Le han señalado como
guardaespaldas de Klaus Barbie, cosa que él rápidamente niega. “Nunca
guardaespaldas, sí socio, ¡error de ignorancia!”, precisa. Me distraigo con esa
forma suya de pronunciar la erre tan andina, con las muelas, pero
diferenciándola de los indígenas, que lo hacen con los dientes. Su tono tiene
cierta cadencia, como coreado en una modulación que acompaña a las ideas que
pretende enfatizar. Mantiene las cejas acordeonadas durante todo el día, lo que
ha dejado ya hondos surcos, que con los años han desembocado en profundas y
copiosas arrugas.
Luego de esta tercera jornada consecutiva de entrevistas y
con más intimidad, tras muchas anécdotas y recuerdos, Álvaro de Castro se
sincera: se considera “de derechas”, aunque cree que el debate filosófico en la
política se ha perdido. Se desentiende del proceso por el que pasa la Bolivia
de Evo Morales y ve poco menos que inviable el país actual donde habita. Él es
un nostálgico del ideal hitleriano, transmitido, en parte, por su amigo y
mentor.
Pasada la media noche y llegado el momento de cerrar nuestra conversación, la
finalizamos casi de forma mutua. Ambos estamos agotados y decidimos, casi al
unísono, tomar un taxi. Ofrezco compartirlo. De Castro accede después de
titubear e intuir que pasada la media noche, en día de semana, será difícil
escoger.
Acepta agradecido. Damos las direcciones, yo de forma precisa y él, vagamente.
Como en un filme de Hitchcock, diluvia. Al llegar a la zona de Obrajes, a unas
pocas calles del lugar donde ambos nos quedaremos, solicita al taxista
súbitamente que se detenga. Agradece nuevamente por los chocolates Ferrero
Rocher que le di. Cierra la puerta delicadamente con una mano y con la otra
saca su teléfono móvil del bolsillo interior de su saco a cuadros. Luego se
pierde en la oscuridad, mientras el agua le aplica su barniz, como borrando su
improbable huella en la historia. El taxi se aleja de él, mi cabeza da vueltas,
y al llegar a la esquina, el semáforo se pone en verde para nosotros.
// Fadrique Iglesias Mendizábal es gestor cultural con
estudios de licenciatura y maestría por la universidad española de Valladolid.
Colabora en los diarios bolivianos Los Tiempos y Página Siete.
Con este texto fue finalista del concurso de periodismo narrativo y crónica
Premio Las Nuevas Plumas 2011. Ultima con Peter McFarren el libro Klaus
Barbie, un novio de la muerte, que contiene 350 páginas de material relacionado
con la vida de Barbie en Bolivia y Europa, con fotos e historias inéditas.
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