JOSÉ CASTRILLO, EL CONQUISTADOR ANDINO DEL DESIERTO CHAQUEÑO

 


Ancho, vasto, moreno atlético, tenía duros rasgos indígenas, y por eso daba su rudeza impresión más grata al hablarle, porque era sencillo y bondadoso. De él habría dicho Anatole France que era como un árbol: corteza áspera y savia fuerte.

La primera vez le vi en Saavedra, donde el coronel Toro me dijo aquellas palabras que publiqué en UNIVERSAL: “Los mejores hombres de la campaña son Jordán, entre los muertos, y entre los que viven, Castrillo y Busch”.

La definición de Toro no hacía más que confirmar una fama arraigada en el hondo de las trincheras con la que la vida abre senderos de muerte en lo ancho del Chaco donde el nombre de Castrillo crecía lento y firme como el guayacán. Varón indeclinable a la derrota y militar de instinto cuyo corazón amasado con alimentos de la montaña era la serenidad de la roca en medio del tumulto trágico.

La última vez le vi en el campo talado de kilómetro 7 con Urquidi y Arauco Paz, que ahora está aquí. Después avanzó por el este, el 11 de marzo a la cabeza del regimiento “Loa” atacando el monte de Alihuatá, y de allí avanzó hacia Gondra. Ahora un telegrama de Muñoz anuncia su muerte, inesperada por cierto ya que parecía imposible que se volcara esa pirámide.

Convivían en este hombre la sencillez y la fuerza debajo de su camisa blanca se evidenciaba el musculoso tórax debajo de sus palabras transparentes brillaba el corazón cuarzo aurífero.

Le han enterrado en Muñoz, el homenaje de funeral Guerrero. El viento chaqueño con las alas grises del surazo ha impedido que levantase su vuelo el avión que debía traerle a La Paz, cerca de sus montañas nativas. Parece justo que le retuvieran allá la Tierra y el huracán, en encadenamiento telúrico de las fuerzas chaqueñas, que al apropiarse de su vida han logrado también apoderarse para siempre de su muerte brindándole un funeral panteísta.

Los monstruos de la niebla han cegado el horizonte con el plomo de su atmósfera para retener en las garras del chaco el cuerpo del guerrero. Bien está que permanezca ahí, cuando hundido en la profunda fiebre, ennobleciendo la tierra estéril. A esa tierra su hazaña le dio historia, y ahora, al sumirse sus despojos en la cósmica unidad del monte, le infundirá también la belleza, iniciadora del espíritu que germina en árboles nutridos por la sangre.

La muerte del héroe, como, la del santo, es la reconciliación con la eternidad de la que ambos son reflectores. La figura del capitán ya está integrada al espíritu y su carne fuerte, sus rasgos broncíneos, su perfil pétreo por obra de este artífice de su propia escultura, adquieren la perennidad serena de la estatua.

20 de junio de 1933.

Augusto Cespedes - Crónicas heroicas de una guerra estúpida. G.U.M.

 

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