Ancho, vasto,
moreno atlético, tenía duros rasgos indígenas, y por eso daba su rudeza
impresión más grata al hablarle, porque era sencillo y bondadoso. De él habría
dicho Anatole France que era como un árbol: corteza áspera y savia fuerte.
La primera vez le
vi en Saavedra, donde el coronel Toro me dijo aquellas palabras que publiqué en
UNIVERSAL: “Los mejores hombres de la campaña son Jordán, entre los muertos, y
entre los que viven, Castrillo y Busch”.
La definición de
Toro no hacía más que confirmar una fama arraigada en el hondo de las
trincheras con la que la vida abre senderos de muerte en lo ancho del Chaco
donde el nombre de Castrillo crecía lento y firme como el guayacán. Varón
indeclinable a la derrota y militar de instinto cuyo corazón amasado con alimentos
de la montaña era la serenidad de la roca en medio del tumulto trágico.
La última vez le vi
en el campo talado de kilómetro 7 con Urquidi y Arauco Paz, que ahora está
aquí. Después avanzó por el este, el 11 de marzo a la cabeza del regimiento “Loa”
atacando el monte de Alihuatá, y de allí avanzó hacia Gondra. Ahora un
telegrama de Muñoz anuncia su muerte, inesperada por cierto ya que parecía
imposible que se volcara esa pirámide.
Convivían en este
hombre la sencillez y la fuerza debajo de su camisa blanca se evidenciaba el
musculoso tórax debajo de sus palabras transparentes brillaba el corazón cuarzo
aurífero.
Le han enterrado en
Muñoz, el homenaje de funeral Guerrero. El viento chaqueño con las alas grises
del surazo ha impedido que levantase su vuelo el avión que debía traerle a La
Paz, cerca de sus montañas nativas. Parece justo que le retuvieran allá la
Tierra y el huracán, en encadenamiento telúrico de las fuerzas chaqueñas, que
al apropiarse de su vida han logrado también apoderarse para siempre de su
muerte brindándole un funeral panteísta.
Los monstruos de la
niebla han cegado el horizonte con el plomo de su atmósfera para retener en las
garras del chaco el cuerpo del guerrero. Bien está que permanezca ahí, cuando
hundido en la profunda fiebre, ennobleciendo la tierra estéril. A esa tierra su
hazaña le dio historia, y ahora, al sumirse sus despojos en la cósmica unidad
del monte, le infundirá también la belleza, iniciadora del espíritu que germina
en árboles nutridos por la sangre.
La muerte del
héroe, como, la del santo, es la reconciliación con la eternidad de la que
ambos son reflectores. La figura del capitán ya está integrada al espíritu y su
carne fuerte, sus rasgos broncíneos, su perfil pétreo por obra de este artífice
de su propia escultura, adquieren la perennidad serena de la estatua.
20 de junio de
1933.
Augusto Cespedes -
Crónicas heroicas de una guerra estúpida. G.U.M.
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