Parte II EL EXPLORADOR INGLÉS FAWCETT LLEGA A SORATA
Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison
Fawcett.
... Al día siguiente salimos otra vez al aire diáfano y a la
espesa vegetación subtropical. Soportamos un descenso capaz de erizarnos los
cabellos, hasta llegar a palmeras y magnolias; ya el calor era considerable, y
nos alegramos de podernos desembarazar de parte de nuestra ropa. Después de
otros tres mil pies de bajada, llegamos a los trópicos, dentro de desfiladeros
ardientes, donde la confusión de la selva cogía y mantenía los enjambres de
nubes húmedas, que colgaban desde los pesados bancos de arriba y a través de
las cuales no podía penetrar ni un rayo de sol.
Íbamos a tomar el camino del río, pero había tanta fiebre
terciana en Mapiri, que decidimos detenernos en la barraca de caucho de San
Antonio, administrada por un austríaco llamado Molí. Lo único digno de atención
en este lugar —que no era sino una confusión de chozas situadas en un pequeño
claro de la selva—, era un niño de siete años, mitad chino y mitad indio, que
no solamente iba al mercado en Mapiri, sino también cocinaba para todo el
personal. ¡Y una comida de primera clase! Estos niños son, invariablemente, muy
precoces, pero no se desarrollan mucho después de la infancia, y rara vez
alcanzan una edad avanzada.
Mapiri ostentaba quince chozas miserables, fabricadas con
hojas dé palmera colocadas sobre armazones toscas y con piso de barro. Estaban
diseminadas alrededor de un espacio enmalezado, que representaba la plaza, y la
iglesia sólo era una cabaña medio en ruinas, con una tambaleante cruz sobre su
techo.
Cuando llegamos al pueblo, el gobernador estaba sentado en
uno de los umbrales contemplando una fiesta. El resto de la población, unas
cincuenta o sesenta personas, estaba completamente ebrio. Algunos yacían
tendidos a lo largo en el suelo, totalmente inconscientes; otros se agitaban en
una ruda danza, al compás de una música procedente de una cabaña absolutamente
desamoblada, llamada el “Gran Hotel”. Una mujer india se esforzaba en
desvestirse, y el cuerpo descompuesto de un hombre, sujetando grotescamente una
botella en su mano, yacía en una zanja. Sin embargo, este lugar tenía cierta
importancia, pues por aquí pasaba una buena parte del caucho, y aunque el río
Mapiri no era justamente una buena región gomera, se pagaba por juntarlo un
precio de aproximadamente diez chelines por libra.
En Mapiri obtuve los servicios de un negro de Jamaica,
llamado Willis, quien, cuando estaba sobrio, era un excelente cocinero. El y
otro hombre de color se habían ganado la vida lavando oro, pero su amigo estaba
ahora enfermo y desanimado. Como Willis me informó, “su amigo deseaba morir,
pero no podía morirse”. Willis, cansado de esperar, se alegró de reunirse con
nuestro grupo.
Desde Mapiri el viaje río abajo se hace en callapo, que es
una balsa formada por tres flotadores unidos por piezas transversales. La balsa
consiste en siete capas de una madera peculiarmente liviana, abundante en las
riberas de los tributarios del Amazonas superior, pero escasa donde hay mucha
navegación. Los troncos se unen en algunos puntos mediante pasadores de madera
de palmera fibrosa y resistente, y en el tronco contiguo al exterior se
introducen clavijas para soportar plataformas livianas dé bambú, en las que se
llevan pasajeros y la carga. El largo de estas embarcaciones es de
aproximadamente veintiséis pies, y la manga, de cuatro. La tripulación consta
de tres balseros de proa y tres de popa. Se puede llevar una carga de tres
toneladas además de dos pasajeros.
Conducir una balsa río abajo por estas corrientes andinas,
con sólo un compañero, como yo lo hice posteriormente en muchas ocasiones, es
un deporte bastante estimulante y que requiere mucha pericia. Existen rápidos
cada cien yardas, estrechas curvas que salvar, rocas que evitar, y
continuamente remolinos en las vueltas, que a menudo hacen zozobrar una balsa o
callapo. A veces se navega a una velocidad escalofriante; en otras, apenas se
avanza, pero el panorama es fascinante, un deleite sin fin.
Salimos de Mapiri con una tripulación de indios de Lejo,
ebrios con ese brebaje intoxicante hasta la locura llamado kachasa. Todos los
habitantes que estaban lo bastante sobrios como para arrastrarse hasta la
ribera, nos vieron partir y nos vitorearon. Nuestra primera experiencia de
viaje fluvial nos destrozó los nervios, porque los alegres balseros no estaban
en condiciones de ejecutar el trabajo de equipo requerido en navegación tan
difícil, y, hasta que llegamos a la desembocadura del río Tipuani, nuestra
jornada consistió en una sucesión de escapadas milagrosas.
El Tipuani es uno de los mejores ríos de oro en Bolivia, y
podría dar enormes cantidades de ese metal, si no fuera por sus frecuentes y
repentinas salidas de madre. El lecho queda a la vista durante un minuto, pero
ya en el próximo instante se precipita sobre él una muralla de agua causada por
un chaparrón o por una repentina tormenta en las montañas de arriba. Resulta
fatal quedar capturado en una de estas venidas, y no hay manera de predecir
cuándo ocurrirán.
En la desembocadura del río Tipuani está Huanay, aldea de
escasas chozas y nada más, pero es una estación de callapos de cierta
importancia. Aquí pasamos la noche, recibidos en forma muy hospitalaria en un
establecimiento mercantil de propiedad de nuestro amigo Schultz, de Sorata.
Nuestros indios lejos procedían de una aldea vecina que pertenecía a su tribu y
celebraron el regreso con más bebida. Huanay vibraba de excitación
extraordinaria, porque además de nuestra visita llegaron gran número de indios de
la aldea independiente de Challana, con grandes cantidades de mercaderías para
negociar.
Challana es independiente, porque ha desafiado resueltamente
al gobierno boliviano. Hay muchas historias totalmente equivocadas sobre este
lugar, pero la verdad es que algunos años atrás una familia llamada Montes
descubrió valiosas tierras gomeras hacia el sur y pidió la posesión de ellas,
rechazando a los indios de las yungas que se habían establecido allí y
comenzado pequeñas plantaciones. Estos indios emigraron hacia el norte, hasta
las aguas del Challana superior, y habiendo encontrado allí caucho y oro,
edificaron una aldea, pero, para evitar que se repitiera su triste experiencia,
se negaron a permitir la entrada de cualquier extranjero en su comunidad. Sin
embargo, se les agregaron varios hombres fuera de la ley y algunos renegados, y
como jefe fue elegido un ex capitán del ejército boliviano. En Huanay cambiaban
su caucho y su oro por las mercaderías que necesitaban, rehusando tercamente
pagar impuestos al Estado. El gobierno envió una expedición para obligarlos a
pagar tributo; el lugar fue atacado desde tres puntos, pero gracias a los
comerciantes de Sorata, el pueblo de Challana estaba bien armado y fácilmente
rechazaron a los soldados. Desde entonces no se- ha pensado nuevamente en
tratar de subyugarlos. Tienen su propio ganado y sus productos, y se ríen de
todo el mundo.
Entre Huanay y el Beni hay tres rápidos peligrosos Malagua,
Retama y Nube; en el primero de estos la caída es de veinte pies en trescientas
yardas. Al doblar un estrecho recodo en el rápido, nuestro callapo se estrelló
contra una roca que deshizo una viga, cayendo toda la carga apilada en el
centro de la plataforma. El barco se estremeció, y el doctor fue arrollado por
los cajones; los hombres se agitaban y gritaban, pues aún estaban borrachos, y
apenas comprendían lo que estaba ocurriendo. Yo cogí la cámara fotográfica y
los rifles, -temiendo que cayeran al agua o sufrieran al menos una mojada, y el
callapo, aunque medio sumergido, fue arrastrado por la salvaje corriente,
librándose milagrosamente de zozobrar. Cuando estuvimos otra vez en aguas
tranquilas y profundas, bogamos a la orilla y reparamos los daños. Chalmers,
que venía en el callapo de atrás, pasó perfectamente.
En el embarcadero de Isapuri, entre los dos rápidos, pasamos
la noche. Schultz tenía aquí un agente que nos proporcionó comodidades y buen
alimento, y. dedicamos la tarde a secar nuestro equipo y a limpiar las armas de
fuego.
El escenario era magnífico a lo largo del viaje. Pasamos
bajo enormes riscos de piedra arenosa roja, a través de estrechas gargantas y
bajo la selva en que los árboles de bordes ondulados constituían una gloria por
su colorido y estaban cargados de papagayos y guacamayos. Acampamos en la
orilla, bajo la lluvia, y fuimos torturados por los mosquitos. En medio de la
corriente estábamos libres de los insectos, pero en cuanto nos acercábamos a la
orilla, los mosquitos y menudas moscas muy picadoras nos atacaban formando
verdaderas nubes. Transpirábamos con temperaturas como las del interior de un
invernadero, cuando no corría ni un soplo de viento, y otras veces temblábamos
con un frío tan penetrante, que parecía un invierno en Inglaterra.
Chalmers, que seguía con Willis en el otro callapo, encontró
un rifle en un bote naufragado y lo cogió. Sus balseros habían tratado de
apropiarse del arma, y estaban tan disgustados porque Chalmers se les había
adelantado, que premeditadamente dejaron que el callapo chocase contra un
obstáculo sumergido, haciéndolo naufragar. Se perdieron veintiocho cajones del
equipo, incluyendo cinco de los nuestros, y los pedestales de las mesas de
dibujo; esto era importante, pues dejaba fuera de uso aquellos instrumentos tan
útiles.
Al séptimo día después de' abandonar Mapiri entramos en el
puerto de Rurenabaque. El “puerto” era una orilla de barro, cubierta de balsas
volcadas y desperdicios, en que los buitres graznaban y reñían. Detrás se veían
una serie de chozas de estructura tosca, techadas con hojas de palmera y de
paredes de bambú, agrupadas en torno a una plaza enmalezada al pie de un cerro
elevadísimo. En el mapa había visto figurar este lugar como siendo de cierta
importancia, y tenía la esperanza de ver, por lo menos, una muestra de
arquitectura permanente, pero este caserío miserable apenas parecía a propósito
para habitaciones de blancos. Se me encogió el corazón y comencé a comprobar
cuán primitiva era esta región del río. Tuve que aprender posteriormente, que,
después de pasar meses en las lejanías, Rurenabaque podía parecer una
metrópoli.
Se levantó mi espíritu con el sabroso desayuno servido para
nosotros en la choza desamueblada que hacía las veces de hotel, y después de
tratar con algunos de los habitantes, ya me sentí inclinado a contemplar el
lugar con menos repugnancia. Había en el caserío una compañía de infantería
boliviana, con dos o tres oficiales que resultaron ser excelentes muchachos. Su
comandante, un hombre de gran bondad, llamado coronel Ramalles, era gobernador
de la provincia de Beni. También encontramos dos comerciantes ingleses —pues el
caucho estaba en auge— y tres americanos, dos de ellos exploradores más bien
empobrecidos, y el tercero, un aventurero de Texas, de fama, que había venido
acá a buscar refugio del mundo exterior, donde era “buscado”. Varios oficiales
de aduana y unos pocos indios completaban la población. La mayoría de los
habitantes sufrían de una u otra de las muchas enfermedades comunes en el
interior, tales como el beriberi, espundia y malaria, cuyo grado de intensidad
dependía del punto a que habían llegado a minar la salud del enfermo el alcohol
y los vicios.
El coronel Ramalles nos dio la bienvenida con un banquete, y
yo correspondí con otro. ¡Champaña, a un costo fabuloso, corrió como agua! Los
alimentos abundaban. No había escasez de carne, pues las grandes llanuras de
Mojos en que se criaba ganado, quedaban inmediatamente detrás, y, además, en
los días anteriores había llegado a través del río una gran manada de pecaríes
perseguidos furtivamente por jaguares hambrientos. Salió la ciudad entera con
armas de fuego y cuchillos para matar, al fin, cerca de ochenta de estos
horripilantes animales parecidos a los cerdos.
Los jaguares son muy comunes en las llanuras ganaderas, y el
gran deporte consiste no en dispararles, sino en lacearlos desde el caballo.
Dos hombres toman parte, manteniendo a la bestia laceada entre ellos. Requiere
buenas cabalgaduras y considerable destreza en el manejo del lazo, pero fuera
de esto no es un deporte tan peligroso como pudiera parecer.
Los jaguares a veces pueden ser domesticados, y no son
peligrosos entonces si se les ha cogido cuando cachorros. Había un bromista en
Reyes, a pocas leguas de Rurenabaque, que tenía uno completamente adulto, al
que permitía andar como un perro dentro de la casa. Su gran placer consistía en
llevar su favorito por el camino hacia Rurenabaque y esperar los viajeros que
venían sobre mulas. A una señal, el jaguar saltaba de entre los matorrales, y
la mula corcoveaba, botando comúnmente al jinete, cuyo terror al encontrarse
frente a frente de la bestia, es fácil de imaginar.
Las mulas temen a los jaguares más que a ningún otro ser
viviente, y se dice que llevar en la montura la zarpa de un jaguar recién
muerto es mejor que cualquier espuela para acelerar el paso de una cabalgadura
testaruda. ...
Continuara...
Fotos: Rio Mapiri aprox. 1899 - 1910