PERCY FAWCETT DESCRIBE LA VIDA EN RIBERALTA (NACIDOS PARA SUFRIR) Parte VIII

 


No hay exageración alguna al afirmar que nueve de cada diez habitantes de Riberalta sufren de una u otra clase de enfermedad. Estaban las víctimas del beriberi, parcialmente paralizadas, que se arrastraban sobre muletas y que se agrupaban cada vez que había una posibilidad de un aperitivo o trago gratis. Algunos tenían fiebres tercianas; otros, consunción y muchos padecían de achaques que los médicos no podían diagnosticar. Todos los negocios de la ciudad hacían grandes ganancias con remedios de curanderos, vendidos a precios fabulosos. La persona de buena salud se miraba como una rareza, una excepción, algo extraordinario. El beriberi —una especie de hidropesía— era la dolencia normal en el río, causada probablemente por la mala calidad de los alimentos y su falta de vitaminas. Se podía obtener carne fresca, pero el artículo principal lo constituían el charque (lonjas de carne salada secada al sol) y el arroz. Este era traído de Santa Ana, Santa Cruz o Manaos en el Brasil y generalmente estaba mohoso cuando se vendía, después de por lo menos dos años de bodegaje. El charque comúnmente estaba infestado de gusanos.

Tenía un olor tan malo que sólo se podía comer después de hervirlo tres veces; sin embargo, en Riberalta se vendía a un chelín y ocho peniques la libra. La gente se tragaba esta dieta con grandes tragos de kachasa, el endemoniado alcohol de caña de azúcar. ¡No era de admirarse que murieran como moscas!

En la ciudad había muchos indios de la selva, esclavos. Habían sido traídos cuando niños y bautizados. Algunos lograron adaptarse a la nueva vida, pero en su mayoría resultaban indomables. Si habían sido cogidos de muchachos, tarde o temprano sentían el llamado de la selva y escapaban de vuelta a ella. Sin embargo, estos jóvenes salvajes jamás olvidaban lo que les habían enseñado; absorbían rápidamente la educación, y de regreso en la tribu iniciaban a su gente en los métodos del hombre civilizado. Los indios excepcionales eran enviados hasta a Europa a estudiar.

El propietario de un floreciente negocio de Riberalta, un alemán llamado Winkelmann, adquirió una joven salvaje, la educó en Alemania y se casó con ella. Varias veces tomé el té con ellos, y no sólo la encontré encantadora, sino también de muy buenos modales. Hablaba cuatro idiomas, se había adaptado perfectamente a su posición y era madre de una familia agradabilísima. Como regla general, sin embargo, esta gente de la selva era muerta a tiros a primera vista, como animales peligrosos, o cazados sin piedad para ser enviados como esclavos a lejanos estados gomeros, donde era imposible escapar y en que todo signo de independencia era repelido con el látigo.

Los casos más trágicos del Beni ocurrieron en la ciudad y provincia de Santa Cruz de la Sierra. Aquí los peones fueron traídos encadenados como presidiarios, en grupos de cincuenta cada vez y vendidos. Desde luego, iba contra las leyes, pero los sindicatos encontraban en el sistema de peonaje un medio para embaucarlos. Mientras todo el transporte en los ríos estuviese en manos da las firmas grandes, no había esperanza para aquella gente. Cualquier intento de escapar era casi seguro que terminaba en un desastre.

Cierta vez cuatro hombres lograron huir de una firma francesa y continuaron río abajo en una canoa. El jefe de los peones, más conocido como el mayordomo, les dió caza, los cogió y, en lugar de llevarlos de regreso, les vació los sesos con la culata de su Winchester, mientras estaban arrodillados ante él pidiendo misericordia. Una reparación legal en estos casos era cosa remota.

Los jueces locales sólo percibían salarios de 16 libras mensuales y dependían del soborno para poder vivir. Con todo el dinero y el poder en manos de las firmas de caucho, poca esperanza quedaba que se hiciese justicia.

Visité en la cárcel de Riberalta a un francés que había asesinado a su empleado en un arranque de celos. Mientras estaba en prisión, fue alimentado por su mujer, a quien un día cogió y estranguló, por lo cual fue condenado a muerte. ¡Escapó y huyó a Brasil, gracias al juez que le vendió una lima!

Por lo general, un soborno ofrecido directamente era considerado un insulto. El método corriente consistía en comprar a un precio enorme algún maderaje u otros artículos que pertenecieran al juez. En casos legales, ambas partes harían postura por los bienes y, desde luego, ganaría el que hacía la mejor oferta. Antes de condenar esta corrupción descarada, recordad que estos lugares estaban increíblemente lejos y eran extremadamente primitivos, y, no está de más decirlo, lo mismo sucedía ordinariamente en Inglaterra antes de la época industrial.

Una vez en manos de una firma grande, era difícil para cualquier hombre, blanco o negro, el partir contra la voluntad de sus empleadores. Para ilustrar esto, un inglés de Riberalta me narró la siguiente historia:

—Viajé en el Orton con un hombre que había dejado su trabajo en una conocida firma, retirándose con una economía de más o menos 350 libras. Era un hombre muy útil y ellos no querían perderlo. Lo conquistaron para que bajara a tierra a una de las barracas de la firma, donde lo emborracharon. Así lo mantuvieron por tres días, tan borracho que no sabía lo que estaba haciendo. Transcurrido este lapso, permitieron que volviera a su juicio y pusieren bajo su nariz una factura por 75 libras más que el total de sus economías. ¿Qué podía hacer? Ninguna corte habría defendido su caso si él hubiese presentado una queja contra los estafadores. Probablemente, ninguna corte lo habría siquiera escuchado. Se vió obligado a vender su esposa y su hija para cancelar la deuda, y después regresar río arriba a su labor. Fue entonces cuando le conocí, y lo que más lo enojaba al contar su historia no era tanto el engaño de que había sido víctima, sino que su gente se hubiese ido por un precio tan ínfimo.

Yo le hice notar que esto era en gran parte sólo culpa de él. Mal que mal, él no era esclavo.

—Sin embargo, es lo mismo —replicó el inglés—. No vaya a creer que los hombres blancos jamás son vendidos como esclavos. Hay el conocido caso de dos hermanos que descendieron por el Beni para negociar. Se detuvieron en una barraca en que se estaba jugando fuerte, se vieron mezclados en un juego de póquer y el mayor de ellos perdió grandes sumas. Al día siguiente, cuando el menor trató de entrar al barco, el mayordomo lo cogió, lo lanzó a tierra y comenzó a darle de latigazos. ¡Su hermano mayor lo había vendido para cancelar su deuda! Al oír esto, el menor se enfureció y tuvieron que propinarle 600 latigazos para aplacarlo. Creo que finalmente se escapó, pero lo que sucedió después no lo sé. En todo caso, creo que no sentiría mucho cariño fraternal.

Dos de las grandes firmas de Riberalta mantenían fuerzas de villanos armados para dar caza a los indios, y realizaban una cacería al por mayor. Los infelices cautivos eran llevados a trabajar tan lejos de sus tribus, que perdían el sentido de orientación y se les hacía muy difícil huir. Se les proporcionaban una camisa, las herramientas necesarias, una porción de arroz y se les ordenaba producir un total anual de más o menos setecientas libras de caucho, bajo amenaza de azotes. Esto puede no parecer mucho, pero los árboles de caucho estaban muy dispersos en un área enorme, y era necesaria una labor incesante para localizarlos y trabajarlos. Con el auge de precio del caucho en aquellos días, el sistema trajo inmensos beneficios a las firmas.

Mientras más capaz era un hombre, más difícil le era escapar de las garras de las empresas gomeras. Blanco, negro o indio, una vez endeudado, tenía pocas esperanzas de recuperar alguna vez su libertad. Se otorgaban generosamente los créditos para tender un lazo a los hombres. Para una firma era fácil, ya que además de pagar los salarios, lo proveía de todas las necesidades y deducía el costo de aquéllas, para “arreglar” la cuenta en forma tal, que el hombre siempre quedaba debiendo y por lo tanto siempre sirviente. Pero esto no era verdadera esclavitud; después de todo, al tipo se le pagaba. Virtualmente era un prisionero, pero no un esclavo. La esclavitud abierta era otra cosa, pero no había ningún hombre que estuviera libre de ese peligro.

George Morgan, un negro, fue comprado por uno de los ingleses de Riberalta — el bestial— en 30 libras. Tratado miserablemente, no tenía otra perspectiva que la esclavitud y, posiblemente, habría sido vendido río arriba a una barraca, donde sería tratado peor que lo que era a manos del demonio humano a quien pertenecía. El otro inglés y el alemán residentes firmaron una petición al gobierno para que ordenara su libertad y enviaron copias a Lima y a Inglaterra, pero nada se hizo. Quizás las cartas jamás salieron.

Además de pasar veinticuatro horas en los cepos del puesto de policía, los deudores tenían que pagar con trabajo lo que debían a sus acreedores. Un empleado peruano de una barraca murió, y su mujer y seis niños que vivían en Riberalta fueron cogidos y enviados a la esclavitud en otra barraca de la misma firma. Esta es la realidad.

Un alemán, en deuda con una firma grande, fue llevado a una de las barracas más aisladas, en la que habían muerto todos los demás trabajadores. No había esperanza de poder escapar de este lugar. Un inglés llamado Pae puso un negocio en Riberalta, despertando la envidia de las casas más grandes. Vendieron más barato que él, lo arruinaron, lo endeudaron y, finalmente, tuvo que emplearse por un salario nominal; no estaba convertido en un esclavo propiamente hablando, pero se encontraba atado sin esperanza.

Podría citar caso tras caso, no de oídas, sino por conocimiento personal. Esta historia repugnante no tiene fin, porque Riberalta era solamente uno de los sitios en ese infierno donde tales cosas ocurrían. Si un hombre fugitivo sobrevivía lo suficiente para ser cazado y traído de vuelta, recibía como castigo por lo menos mil azotes, o tanto como se consideraba que podía soportar sin perecer. Las atrocidades descubiertas por Sir Roger Casement en Putumayo, Perú, eran solamente una parte de la terrible historia. La esclavitud, la efusión de sangre y el vicio reinaban como señores absolutos de los ríos, y no habrá nada que los detenga, hasta que el precio del caucho se normalice. Los peones del río Madeira tenían un término medio de vida de trabajo de cinco años. En los otros ríos este promedio subía un poco. Al este de Sorata era rarísimo encontrar una persona anciana de cualquier sexo. América del Sur no es un país de proporciones mediocres; todo se hace en gran escala, y las atrocidades de la época del auge del caucho no eran una excepción.

En Santa Cruz, una pequeña aldea distante solamente diez millas de Riberalta, se producían muchas muertes a causa de un tipo peculiar de fiebre que no ha sido jamás clasificada. Con un verdadero espíritu de empresa local, el cura de la aldea explotaba la epidemia para labrar su fortuna. Dividía el camposanto en tres secciones: Cielo, Purgatorio e Infierno, ¡y de acuerdo con esto cobraba por el funeral!

Continuara...

Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

Foto: Catedral de Riberalta a mediados del siglo XX (Beni Historia y Patrimonio)

 

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