No hay exageración
alguna al afirmar que nueve de cada diez habitantes de Riberalta sufren de una
u otra clase de enfermedad. Estaban las víctimas del beriberi, parcialmente
paralizadas, que se arrastraban sobre muletas y que se agrupaban cada vez que
había una posibilidad de un aperitivo o trago gratis. Algunos tenían fiebres
tercianas; otros, consunción y muchos padecían de achaques que los médicos no
podían diagnosticar. Todos los negocios de la ciudad hacían grandes ganancias
con remedios de curanderos, vendidos a precios fabulosos. La persona de buena
salud se miraba como una rareza, una excepción, algo extraordinario. El
beriberi —una especie de hidropesía— era la dolencia normal en el río, causada
probablemente por la mala calidad de los alimentos y su falta de vitaminas. Se
podía obtener carne fresca, pero el artículo principal lo constituían el
charque (lonjas de carne salada secada al sol) y el arroz. Este era traído de
Santa Ana, Santa Cruz o Manaos en el Brasil y generalmente estaba mohoso cuando
se vendía, después de por lo menos dos años de bodegaje. El charque comúnmente
estaba infestado de gusanos.
Tenía un olor tan
malo que sólo se podía comer después de hervirlo tres veces; sin embargo, en
Riberalta se vendía a un chelín y ocho peniques la libra. La gente se tragaba
esta dieta con grandes tragos de kachasa, el endemoniado alcohol de caña de
azúcar. ¡No era de admirarse que murieran como moscas!
En la ciudad había
muchos indios de la selva, esclavos. Habían sido traídos cuando niños y
bautizados. Algunos lograron adaptarse a la nueva vida, pero en su mayoría
resultaban indomables. Si habían sido cogidos de muchachos, tarde o temprano
sentían el llamado de la selva y escapaban de vuelta a ella. Sin embargo, estos
jóvenes salvajes jamás olvidaban lo que les habían enseñado; absorbían
rápidamente la educación, y de regreso en la tribu iniciaban a su gente en los
métodos del hombre civilizado. Los indios excepcionales eran enviados hasta a
Europa a estudiar.
El propietario de
un floreciente negocio de Riberalta, un alemán llamado Winkelmann, adquirió una
joven salvaje, la educó en Alemania y se casó con ella. Varias veces tomé el té
con ellos, y no sólo la encontré encantadora, sino también de muy buenos modales.
Hablaba cuatro idiomas, se había adaptado perfectamente a su posición y era
madre de una familia agradabilísima. Como regla general, sin embargo, esta
gente de la selva era muerta a tiros a primera vista, como animales peligrosos,
o cazados sin piedad para ser enviados como esclavos a lejanos estados gomeros,
donde era imposible escapar y en que todo signo de independencia era repelido
con el látigo.
Los casos más
trágicos del Beni ocurrieron en la ciudad y provincia de Santa Cruz de la
Sierra. Aquí los peones fueron traídos encadenados como presidiarios, en grupos
de cincuenta cada vez y vendidos. Desde luego, iba contra las leyes, pero los
sindicatos encontraban en el sistema de peonaje un medio para embaucarlos.
Mientras todo el transporte en los ríos estuviese en manos da las firmas
grandes, no había esperanza para aquella gente. Cualquier intento de escapar
era casi seguro que terminaba en un desastre.
Cierta vez cuatro
hombres lograron huir de una firma francesa y continuaron río abajo en una
canoa. El jefe de los peones, más conocido como el mayordomo, les dió caza, los
cogió y, en lugar de llevarlos de regreso, les vació los sesos con la culata de
su Winchester, mientras estaban arrodillados ante él pidiendo misericordia. Una
reparación legal en estos casos era cosa remota.
Los jueces locales
sólo percibían salarios de 16 libras mensuales y dependían del soborno para
poder vivir. Con todo el dinero y el poder en manos de las firmas de caucho,
poca esperanza quedaba que se hiciese justicia.
Visité en la cárcel
de Riberalta a un francés que había asesinado a su empleado en un arranque de
celos. Mientras estaba en prisión, fue alimentado por su mujer, a quien un día
cogió y estranguló, por lo cual fue condenado a muerte. ¡Escapó y huyó a Brasil,
gracias al juez que le vendió una lima!
Por lo general, un
soborno ofrecido directamente era considerado un insulto. El método corriente
consistía en comprar a un precio enorme algún maderaje u otros artículos que
pertenecieran al juez. En casos legales, ambas partes harían postura por los
bienes y, desde luego, ganaría el que hacía la mejor oferta. Antes de condenar
esta corrupción descarada, recordad que estos lugares estaban increíblemente
lejos y eran extremadamente primitivos, y, no está de más decirlo, lo mismo
sucedía ordinariamente en Inglaterra antes de la época industrial.
Una vez en manos de
una firma grande, era difícil para cualquier hombre, blanco o negro, el partir
contra la voluntad de sus empleadores. Para ilustrar esto, un inglés de
Riberalta me narró la siguiente historia:
—Viajé en el Orton
con un hombre que había dejado su trabajo en una conocida firma, retirándose
con una economía de más o menos 350 libras. Era un hombre muy útil y ellos no
querían perderlo. Lo conquistaron para que bajara a tierra a una de las
barracas de la firma, donde lo emborracharon. Así lo mantuvieron por tres días,
tan borracho que no sabía lo que estaba haciendo. Transcurrido este lapso,
permitieron que volviera a su juicio y pusieren bajo su nariz una factura por
75 libras más que el total de sus economías. ¿Qué podía hacer? Ninguna corte
habría defendido su caso si él hubiese presentado una queja contra los
estafadores. Probablemente, ninguna corte lo habría siquiera escuchado. Se vió
obligado a vender su esposa y su hija para cancelar la deuda, y después
regresar río arriba a su labor. Fue entonces cuando le conocí, y lo que más lo
enojaba al contar su historia no era tanto el engaño de que había sido víctima,
sino que su gente se hubiese ido por un precio tan ínfimo.
Yo le hice notar
que esto era en gran parte sólo culpa de él. Mal que mal, él no era esclavo.
—Sin embargo, es lo
mismo —replicó el inglés—. No vaya a creer que los hombres blancos jamás son
vendidos como esclavos. Hay el conocido caso de dos hermanos que descendieron
por el Beni para negociar. Se detuvieron en una barraca en que se estaba jugando
fuerte, se vieron mezclados en un juego de póquer y el mayor de ellos perdió
grandes sumas. Al día siguiente, cuando el menor trató de entrar al barco, el
mayordomo lo cogió, lo lanzó a tierra y comenzó a darle de latigazos. ¡Su
hermano mayor lo había vendido para cancelar su deuda! Al oír esto, el menor se
enfureció y tuvieron que propinarle 600 latigazos para aplacarlo. Creo que
finalmente se escapó, pero lo que sucedió después no lo sé. En todo caso, creo
que no sentiría mucho cariño fraternal.
Dos de las grandes
firmas de Riberalta mantenían fuerzas de villanos armados para dar caza a los
indios, y realizaban una cacería al por mayor. Los infelices cautivos eran
llevados a trabajar tan lejos de sus tribus, que perdían el sentido de
orientación y se les hacía muy difícil huir. Se les proporcionaban una camisa,
las herramientas necesarias, una porción de arroz y se les ordenaba producir un
total anual de más o menos setecientas libras de caucho, bajo amenaza de
azotes. Esto puede no parecer mucho, pero los árboles de caucho estaban muy
dispersos en un área enorme, y era necesaria una labor incesante para
localizarlos y trabajarlos. Con el auge de precio del caucho en aquellos días,
el sistema trajo inmensos beneficios a las firmas.
Mientras más capaz
era un hombre, más difícil le era escapar de las garras de las empresas
gomeras. Blanco, negro o indio, una vez endeudado, tenía pocas esperanzas de
recuperar alguna vez su libertad. Se otorgaban generosamente los créditos para
tender un lazo a los hombres. Para una firma era fácil, ya que además de pagar
los salarios, lo proveía de todas las necesidades y deducía el costo de
aquéllas, para “arreglar” la cuenta en forma tal, que el hombre siempre quedaba
debiendo y por lo tanto siempre sirviente. Pero esto no era verdadera
esclavitud; después de todo, al tipo se le pagaba. Virtualmente era un
prisionero, pero no un esclavo. La esclavitud abierta era otra cosa, pero no
había ningún hombre que estuviera libre de ese peligro.
George Morgan, un
negro, fue comprado por uno de los ingleses de Riberalta — el bestial— en 30
libras. Tratado miserablemente, no tenía otra perspectiva que la esclavitud y,
posiblemente, habría sido vendido río arriba a una barraca, donde sería tratado
peor que lo que era a manos del demonio humano a quien pertenecía. El otro
inglés y el alemán residentes firmaron una petición al gobierno para que
ordenara su libertad y enviaron copias a Lima y a Inglaterra, pero nada se
hizo. Quizás las cartas jamás salieron.
Además de pasar
veinticuatro horas en los cepos del puesto de policía, los deudores tenían que
pagar con trabajo lo que debían a sus acreedores. Un empleado peruano de una
barraca murió, y su mujer y seis niños que vivían en Riberalta fueron cogidos y
enviados a la esclavitud en otra barraca de la misma firma. Esta es la
realidad.
Un alemán, en deuda
con una firma grande, fue llevado a una de las barracas más aisladas, en la que
habían muerto todos los demás trabajadores. No había esperanza de poder escapar
de este lugar. Un inglés llamado Pae puso un negocio en Riberalta, despertando
la envidia de las casas más grandes. Vendieron más barato que él, lo
arruinaron, lo endeudaron y, finalmente, tuvo que emplearse por un salario
nominal; no estaba convertido en un esclavo propiamente hablando, pero se
encontraba atado sin esperanza.
Podría citar caso
tras caso, no de oídas, sino por conocimiento personal. Esta historia
repugnante no tiene fin, porque Riberalta era solamente uno de los sitios en
ese infierno donde tales cosas ocurrían. Si un hombre fugitivo sobrevivía lo
suficiente para ser cazado y traído de vuelta, recibía como castigo por lo
menos mil azotes, o tanto como se consideraba que podía soportar sin perecer.
Las atrocidades descubiertas por Sir Roger Casement en Putumayo, Perú, eran
solamente una parte de la terrible historia. La esclavitud, la efusión de
sangre y el vicio reinaban como señores absolutos de los ríos, y no habrá nada
que los detenga, hasta que el precio del caucho se normalice. Los peones del
río Madeira tenían un término medio de vida de trabajo de cinco años. En los
otros ríos este promedio subía un poco. Al este de Sorata era rarísimo
encontrar una persona anciana de cualquier sexo. América del Sur no es un país
de proporciones mediocres; todo se hace en gran escala, y las atrocidades de la
época del auge del caucho no eran una excepción.
En Santa Cruz, una
pequeña aldea distante solamente diez millas de Riberalta, se producían muchas
muertes a causa de un tipo peculiar de fiebre que no ha sido jamás clasificada.
Con un verdadero espíritu de empresa local, el cura de la aldea explotaba la
epidemia para labrar su fortuna. Dividía el camposanto en tres secciones:
Cielo, Purgatorio e Infierno, ¡y de acuerdo con esto cobraba por el funeral!
Continuara...
Tomado de:
EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.
Foto: Catedral de
Riberalta a mediados del siglo XX (Beni Historia y Patrimonio)
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