Parte III EL EXPLORADOR INGLES PERCY FAWCETT LLEGA A MAPIRI, GUANAY YRURRENABAQUE.
Yo tenía murria y me sentía muy nostálgico. ¿Qué clase de
estúpido era para cambiar las comodidades de la isla Spike por condiciones que,
como empezaba a comprobar, hacían parecer aún Rurrenabaque como un paraíso? Mi
salario había parecido alto, pero esto era una ilusión. En Bolivia no estaba en
mejor situación que como mayor de artillería; peor aún, en realidad, pues en el
cuartel nuestro hospedaje era libre. Al aceptar el puesto no me había dado
cuenta de las dificultades que significaría conseguir siquiera que me pagaran
mi salario en el Banco de Londres. Los que aseguraban tener experiencia me
decían que era muy probable que no me pagasen nada hasta que hubiese una
cantidad importante en mi crédito.
Más de una vez estuve tentado a renunciar y a regresar a la
patria. Se habían esfumado las esperanzas de traer a mi esposa y familia a La
Paz. Ni siquiera era posible obtener una casa, porque los arriendos eran más
subidos de lo que yo podía pagar. En esa época no había ambiente para una mujer
inglesa, y la alimentación y la altitud podrían ser desastrosas para los niños.
Aun en condiciones favorables, Rurrenabaque estaba a quince
días de viaje de La Paz, y Riberalta, donde tendría que pasar la mayor parte
del tiempo, estaba a otras tres semanas de viaje, río abajo. No había servicios
regulares de pasajeros entre estos lugares. El viajero debía esperar su
oportunidad, a menudo durante semanas, en un lugar apartado, hasta que una
balsa o callapo zarpase hacia donde él deseaba ir. Viajar desde Mapiri hasta el
Altiplano dependía de la posibilidad de encontrar mulas. Los ríos de la montaña
boliviana, como se llama la región de las selvas, se encontraban de hecho más
alejados de La Paz que la distante Inglaterra. Aquí estábamos aislados de todo
el mundo, teniendo sólo por delante la probabilidad de llevar a cabo durante
tres años el trabajo más difícil y peligroso. Esos años comenzaron al llegar al
Beni, con cartas de la patria que nos llegaban a largos intervalos y sin
esperanzas de trasladarnos a un clima más favorable para des cansar y
recuperarnos. ¡Y yo voluntariamente me había condenado a esto!
Estábamos en el límite del verdadero país gomero y próximos
a comprobar por nosotros mismos, qué había de verdad en las historias que se
contaban referentes a él. Mucha gente dudaba de las revelaciones de Putumayo,
pero es un hecho que, desde los comienzos de la explotación de caucho, tanto en
Bolivia como en el Perú, se cometieron barbaridades espantosas. No porque los
gobiernos de estos países fuesen indiferentes a los abusos cometidos —en verdad
se preocupaban intensamente—, sino porque la gran distancia desde las regiones
gomeras impedía cualquier control estatal efectivo y envalentonaba a los
extranjeros inescrupulosos e igualmente a bolivianos y peruanos de la misma
ralea. En realidad, la mayoría de estos explotadores de caucho eran
degenerados, tentados por la posibilidad de enriquecerse rápidamente. Créanlo o
no, pero la gran cantidad de elemento humano que trabajaba en la industria del
caucho sabía poco de las verdaderas causas que provocaban sus sufrimientos, e
incluso seguían completamente dispuestos a luchar para mantener las cosas como
estaban, si el hacerlo era el deseo del patrón. Mientras no sufrían en carne
propia, les importaba poco lo que sucediera a los otros; en verdad, más bien
les divertían los reveses de aquellos.
Ningún inspector del gobierno que estimara en algo su
pellejo se habría aventurado a las regiones gomeras para emitir un informe
honrado. El brazo de la venganza era extenso y en la montaña la vida no tenía
gran valor. Por ejemplo, un juez fue enviado al Acre para informarse sobre un
asesino especialmente brutal, que había muerto a un austríaco, y encontró que
estaba implicada gente poderosa de los márgenes del río. Si hubiese informado
lo que sabía, jamás habría salido vivo de allí; lo prudente era callar, volver
a salvo al Altiplano, con una linda coima, y finiquitar el caso, pagando una
pequeña indemnización a los parientes. ¿Quién lo puede criticar.
En Rurrenabaque no nos esperaban con instrumentos.
—No se preocupen por ellos —nos dijo el coronel Ramalles—.
El general Pando los tiene en Riberalta.
—Mientras más pronto lleguemos, mejor será —repliqué yo—. No
tiene objeto que permanezcamos aquí.
—Naturalmente, yo haré todo lo que pueda por ustedes, pero
tomará tiempo. Pronto será el día de la Independencia y, en la forma con qua lo
celebran aquí, dudo que después de los festejos se pueda hacer algo. Hay que
esperar que pasen completamente los efectos de estas fiestas.
Las festividades resultaron ser una orgía de borrachera, a
las que siguió un período de "mañanas" que duró una semana entera.
Entonces llegaron al pueblo dos oficiales de aduana procedentes de La Paz, muy
apurados por alcanzar a Riberalta. Estos caballeros tenían un aspecto de
dignidad tan impresionante, que por último se encontró un batelón que los
condujo a ellos y a nosotros.
El batelón es la peor diseñada de todas las embarcaciones.
La creó la mente de algún forastero, que no tenía idea de construcción y
diseño, y sigue manteniendo su forma primitiva pese a sus obvios defectos. La
quilla es el tronco de un árbol desbastado toscamente para darle forma y
abierto a fuego; con una rústica proa y un codaste al cual se sujetan una serie
de planchas de gruesa madera en forma de carabela, por medio de grandes clavos
de hierro doblados en el interior. La sección en medio de la embarcación forma
una V obtusa y a popa hay una plataforma que lleva una protección de hoja de
palmera y algunos asientos toscos para la tripulación. Invariablemente deja
filtrarse agua, pues es imposible calafatear efectivamente las abiertas
junturas de los tablones, de modo que hay que emplear de continuo uno o dos
hombres de la tripulación en baldear el agua. Tiene cuarenta pies de largo,
doce de ancho y tres de cala. La obra muerta no es más de cuatro pulgadas y
lleva generalmente una carga de doce toneladas. La tripulación puede estar
compuesta, desde diez hasta veinticuatro indios.
No muchos de los pobladores de Rurrenabaque se habían
repuesto de las celebraciones, y los que estaban lo bastante sobrios, como para
poder andar, nos despidieron con salvas de Winchester
“cuarenta-cuatro-cuarenta”(1) afortunadamente, nadie quedó herido. Cuando
llegamos a los rápidos de Altamarani, nos salvamos por lo que sólo puede
describirse como intervención milagrosa. Pero los dos baldeadores fueron
incapaces de contrarrestar la alarmante filtración del casco del batelón, y
diez millas más allá del pueblo tuvimos que atracar a la orilla. Hubo que
descargar todo y ponerse a la tarea de colocar grandes masas de estopa en las
junturas del bote, golpeándolas con un machete desde adentro hacia afuera.
Referencias:
1 La munición cuarenta-cuatro-cuarenta se puede emplear para
la carabina Winchester y para el Colt de 6 tiros; en esa época se podía
encontrar hasta en los lugares más apartados de Sudamérica. Por esta razón, la
Winchester 44 fué el arma favorita revolucionaria y su tremendo poder la
convirtió en apreciada posesión de los futuros políticos. Precisamente, creo
que por esta causa se prohibió en algunas repúblicas la venta de las armas y de
las municiones de este tipo.
Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison
Fawcett.
Foto: Rurrenabaque.
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