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PERCIVAL HARRISON FAWCETT EN COBIJA (Parte X)

 


Cobija está en la frontera entre Bolivia y Brasil; el límite es el río Acre. En el camino desde Porvenir, cuando pasamos frente a la tumba del coronel Aramallo, muerto en la lucha de 1903, uno de los soldados que escoltaban nuestras mulas de carga se separó del grupo y se arrojó sobre la tumba con una pena casi histérica. Esto me interesó, porque a los bolivianos les gusta declarar que el indio es incapaz de sentir afecto. Me contaron que este soldado indio demostraba esta misma aflicción cada vez que pasaba frente a la tumba. Cuando llegamos a nuestro

destino, nos sentimos inclinados a demostrar también nuestra pena, ¡porque de todos los lugares abandonados, Cobija debe ser el peor!

Era un puerto fluvial de cierta importancia, pues su elevación de menos de ochocientos pies sobre el nivel del mar permitía navegar ininterrumpidamente hasta el Atlántico. Había sido una barraca que fuera abandonada. En 1903 la capturaron los brasileños; después fueron expulsados por los bolivianos, que atacaron con indios. Incendiaron las cabañas con flechas ardientes envueltas en algodón empapado en petróleo y después mataron a los defensores cuando éstos se vieron obligados a huir a campo abierto. No escapó ni un solo brasileño. Cuando nosotros llegamos —tres años después—, los esqueletos todavía cubrían el terreno. Nuevamente los brasileños ocupaban el lugar, pero esta vez como trabajadores, y aquí y en la región del Purus sumaban alrededor de sesenta mil.

Por fin se mitigó mi ansiedad por los instrumentos. No había cronómetros, pues se habían robado uno, y el otro estaba siendo reparado en Máhaos, y el único teodolito estaba tan terriblemente dañado que resultaba imposible usarlo. El trazado de la frontera —trabajo, importante, si no vital para Bolivia— debió ser efectuado con mi propio sextante y mi reloj cronómetro. Decidí que debía efectuar la labor, pese a la falta de interés y a la ineficacia de las autoridades responsables. Pero admito que por un momento me sentí tan desilusionado, que tuve la tentación de abandonarlo todo.

Las grandes lanchas que trabajaban río arriba, más allá de Cobija, cobraban tarifas de flete fabulosas —ganando a menudo más del ciento por ciento en cada viaje—, pero en la estación seca, en abril a noviembre, toda comunicación quedaba cortada, excepto para canoas y pequeños botes conocidos con el nombre de igarités. Sirios y armenios pululaban en el río durante la época del tráfico; sus batelones estaban atestados de mercadería barata, que cambiaban por caucho. Hacían fortuna mucho más rápidamente que sus hermanos, los infatigables mercachuleros de las tierras altas. Cuando el tránsito del río estaba en su apogeo, Cobija no parecía tan aburrida.

Como estación colectora de caucho de dos firmas importantes, Cobija poseía una guarnición de veinte soldados y treinta civiles, gobernados por un intendente borracho, que era mayor de ejército. Había uno o dos extranjeros, buenos camaradas, pero amigos de la botella. Por lo menos veinte de los cincuenta habitantes estaban atacados de beriberi y algunos de beriberi galopante, un tipo particularmente rápido que se llevaba a sus víctimas en un lapso de veinte minutos a veinte horas. Cada soldado de la guarnición recibía semanalmente raciones de dos libras de arroz, dos pequeñas latas de sardinas y media lata de camarones cocidos. Con esto debía vivir. Me dejó atónito la idea de que hombres que llevaban una vida tan extenuante, pudiesen mantenerse en condiciones con tal ración. Por eso no es de extrañar que arrasaran con «- las vituallas que habíamos traído; dejamos que los hombres comieran a su antojo.

El médico residente de la estación de Suárez, que decía haber estudiado todas las enfermedades locales, me contó que el beriberi se producía por la alimentación deficiente, la bebida y la debilidad, y que su bacilo se transmitía por contagio, aunque nadie sabe cómo. Él dijo que sucedía lo mismo con la espundia.

—Esperen hasta llegar al Abuna —fue su alegre advertencia—. Hay una especie de tétanos muy difundido allá, que es fatal casi inmediatamente.

El beriberi y otras enfermedades ocasionaban un término medio de fallecimientos por año de casi la mitad de la población de Cobija. ¡Una cifra aterradora! No es de admirarse, porque fuera de unos pocos patos y pollos, todo lo que tenían era arroz y charqui incomible. Las selvas poseían abundancia de caza, pero la gente de Cobija estaba demasiado débil y enferma para salir a cazar.

El intendente, un rufián sin educación, que apenas sabía firmar si nombre, era aficionado a las cartas. Estábamos alojados sólo a un paso de la cabaña que servía de cuartel, y una noche le oímos ordenar a su subalterno que jugase con él una partida de naipes. El subalterno rehusó; hubo rugidos de borracho rabioso y el joven oficial abandonó la cabaña disgustado. El intendente desenvainó su espada enmohecida y salió detrás del subalterno, que estaba parado al lado de la puerta de la barraca, le dió un puntapié en la ingle y después castigó al joven con su espada hiriéndolo gravemente. Al escuchar el bullicio, el secretario del intendente corrió a ver lo que ocurría, y fue lo bastante cándido como para reprochar a su superior. Entonces el intendente cargó contra él, persiguiéndolo alrededor de la choza, propinándole al pobre tipo sablazos con ambas manos. Si alguno lo hubiese alcanzado, habría podido cortarle en dos. El único refugio que pudo encontrar el secretario fue nuestro cuarto y, ahí se precipitó con el rostro blanco a solicitar nuestra ayuda.

Casi pisándole los talones al secretario, entró el intendente.

— ¿Dónde está ese cochino tal por cuál? —rugió—. ¿Dónde lo han escondido, ustedes, gringos?

—Quieto —respondí—. Debería sentirse avergonzado de atacar con su espada a hombres indefensos.

Vio a su tembloroso secretario en un rincón obscuro y me dio un empujón, pero yo lo resistí.

El intendente me lanzó un juramento obsceno y puso la mano sobre su pistolera.

—Ya te voy a enseñar, condenado gringo entrometido —chilló.

Cuando sacó su revólver, le retorcí la muñeca y él arrojó el arma.

En ese mismo instante el subalterno herido entró con algunos soldados, que cogieron al intendente, que luchaba y maldecía. Lo arrastraron hasta el cuartel y allí lo ataron en un lecho hasta que se le pasara la borrachera.

A esto, siguió una investigación oficial y salió a luz que el intendente, teniendo su crédito copado, le había pedido a la casa de Suárez varios cajones con licores, ostensiblemente para los “ingenieros ingleses”. Vendió todas las mercaderías a que pudo echar mano e hizo un desfalco con dinero fiscal; así tuvo la oportunidad de beber a nuestras expensas. Escribí inmediatamente al general' Pando, protestando enérgicamente, porque había cuentas de bebida con cargo a la expedición. Poco después llegó desde Rurrenabaque un nuevo intendente, hombre decente, de quien me hice muy amigo.

Según el cambio oficial, la libra esterlina estaba a 12,50 bolivianos, pero aquí en el Acre descubrí que nuestros soberanos de oro valían sólo cuatro bolivianos, lo que disminuía en forma alarmante nuestro poder adquisitivo. Por primera vez en mi vida pude ver que el oro estaba en desventaja. Jamás he descubierto a qué se debió esto.

No deseaba perder tiempo en Cobija; muy pronto terminé las investigaciones y el trabajo topográfico que debía efectuar en los alrededores. Las lluvias eran ya intensas, el río crecía y disminuía espasmódicamente y por ese motivo teníamos esperanzas de procurarnos lanchas. En ese tiempo despaché un plano al general Pando para establecer un ferrocarril de trocha angosta entre Porvenir y Cobija. Además, trazamos planes para nuestra partida río arriba, con el objeto de dibujar el mapa hasta su misma fuente.

La muerte prematura de un gran pato, a consecuencias de una enfermedad desconocida, dió la oportunidad de ofrecer un banquete a los principales miembros de la comunidad. El ave muerta me costó una libra y agregué un pollo, por el que tuve que pagar treinta chelines. Compramos huevos a dos chelines cada uno; de nuestros propios víveres sacamos langosta y fruta en conserva. Bebimos quince botellas de champaña, seis de gin, una de brandy y tres de ron para acompañar el café. Willis fué el encargado de procurarse todas estas cosas, porque él era capaz de olfatear la pista del alimento y bebida tan bien como un sabueso huele la pista de un conejo. Los huéspedes no tuvieron ninguna dificultad en atacar él menú, y yo, que no gusto del licor, no tuve necesidad de ayudarlos. Aun ordenaron más víveres para que siguiera la fiesta. ¡Naturalmente a crédito!

Dos días después llegó una lancha al puerto, remolcando una balsa cargada con mercancías, y la tripulación nos contó que el sacerdote viajero del Acre venía río arriba. Había estado colectando fondos para la catedral de Manaos, desde hacía tanto tiempo que nadie era capaz de recordar. Se decía que reunía alrededor de mil libras por viaje; bendecía matrimonios a razón de 30 libras cada uno, decía misa por 6 libras; los bautizos y los entierros costaban 10 libras. Además, ofrecía conciertos de harmonio o de fonógrafo a razón de siete chelines y seis peniques por cabeza; los oyentes debían traer sus propios asientos.

El caucho era un extraordinario negocio en el Acre. Los siringueros brasileños que lo explotaban eran libres y no estaban constreñidos en ninguna forma fuera de un contrato; cada uno de ellos ganaba entre quinientas y mil quinientas libras al año. Estaban bien alimentados, vestidos y armados; vivían en centros, cabañas levantadas en la ribera del río muy próximas a sus estradas o circuitos de ciento cincuenta árboles cada uno. Algunos eran hombres educados y la mayoría poseía un fonógrafo. El látigo era desconocido aquí y no había tráfico regular de esclavos, pero algunas veces cazaban a los salvajes vendiéndolos en 60 libras cada uno. No se practicaba mucho este comercio, debido principalmente a que las tribus, con toda cordura, habían emigrado de la región.

La pascua de 1906 fue celebrada con otro banquete, esta vez en casa de un comerciante. Me obligaron a pronunciar un discurso. Mi creciente conocimiento del español me permitió hablar sin temer un fracaso. Todos los huéspedes se las arreglaron durante la velada para "hacer uso de la palabra", como se dice en español, y cada discurso fue prácticamente idéntico; hubo muchos golpes en el pecho, gran empleo de las palabras “corazón” y “nobles sentimientos”. Todos los discursos se aplaudían con estruendosas descargas de los rifles de los huéspedes. ¡Nadie se preocupaba adonde iban a parar las balas! Hubo música, danza y bebida sin tasa. A las cuatro de la madrugada los huéspedes que aún estaban conscientes fueron a otra casa a beber cerveza, y de allí salieron sólo tres: yo, Dan y un peruano llamado Donayre.

Al día siguiente abandonamos Cobija en medio de una descarga de despedida. Acompañamos al señor Donayre rio arriba en su embarcación.

Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

Imagen: Foto Foto-postal de Cobija (aprox. 1910)

 

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