Una noche acampamos en la chacra de un inglés, renegado de
la civilización, que vivía en la selva con una india anciana. Su pasado era
fantástico, como es el caso de la mayoría de estos ermitaños. Era un hombre
educado, que en su tiempo tuvo una situación importante. En este lugar aislado
encontró una satisfacción que le había negado el mundo externo, y los ataques
de locura que adolecía sólo lo atormentaban a él y a su compañera.
Nos acosaron las moscas de la arena, particularmente los
denominados tábanos y la marigui, llamada en Brasil la pium. Nubes de mariguí
nos atacaron de día, dejando pequeñas ampollas de sangre donde picaban. El
tábano llegaba de a uno, pero demostraba su presencia por un pinchazo que
parecía el aguijonazo de una aguja. Las picaduras de ambos insectos provocan
una comezón abominable y pueden producir septicemia al rascarse.
Más abajo de Rurenabaque hay una extensión conocida como El
Desierto, que está a un nivel demasiado profundo para servir como
establecimiento de un caserío, y en la estación seca está expuesta a los
salvajes que la recorren en busca de huevos de tortuga y de pescando. Nuestra
tripulación sostenía que los salvajes se mantenían en la ribera occidental, por
lo que nosotros acampábamos siempre en la orilla opuesta. En estas cercanías
habían ocurrido una serie de tragedias, venganzas de los salvajes por las crueldades
practicadas en ellos por empleados inescrupulosos de las empresas de caucho.
Un suizo y un alemán, de una barraca más abajo de la
confluencia del Madidi, habían irrumpido recientemente donde los salvajes con
numerosas fuerzas. Fue destruida una aldea, se realizó una carnicería en
hombres y mujeres y los niños fueron muertos rompiéndoles el cráneo y
vaciándoles el cerebro contra los árboles. Los invasores regresaron
orgullosamente con un botín de ochenta canoas y se jactaron de su hazaña. La
única razón para ello, fue que habían llegado unos pocos indios tímidos al
campamento y se temía un ataque a la barraca. Me contaron que estos guerreros
de las barracas consideraban un gran deporte, lanzar bebés indios al aire y
recibirlos con la punta de sus machetes.(1) La gente decente del río se
disgustó al saber este suceso y las autoridades también se indignaron cuando
oyeron de ello, pero no pudieron hacer nada.
Eran una práctica común las incursiones donde los salvajes
en busca de esclavos. La idea prevaleciente de que los bárbaros no eran mejores
que un animal salvaje explicaba muchas de las atrocidades perpetradas en ellos
por los degenerados que eran los amos de las barracas. Posteriormente traté a
los indios guarayos y los encontré inteligentes, limpios e infinitamente
superiores a los indios bebedores “civilizados” de los ríos. Cierto que eran
hostiles y vengativos; pero ¡considerad la provocación! Mi experiencia me ha
indicado que pocos de estos salvajes son “malos” por naturaleza, a no ser que
el contacto con “salvajes” del mundo externo los haya puesto así.
Su costumbre era atacar al amanecer, acribillando las
toldetas con flechas. Estas toldetas eran redes mosquiteras de tela ordinaria
de algodón y bajo ellas dormían todos los miembros de la tripulación de los
botes, tanto bolivianos como indios. Los que sobrevivían a la lluvia de flechas
envenenadas tenían pocos motivos para congratularse cuando los salvajes ponían
las manos sobre ellos. El general Pando, que subió el Meath, a poca distancia
del Madre de Dios, y cruzó los pantanos hacia las aguas superiores del Madidi,
me contaba que él y sus hombres instalaban sus toldetas, pero dormían muy lejos
de ellas.
—En la mañana, a menudo las encontrábamos acribilladas de
flechas —me decía—. Jamás sufrimos un ataque directo, probablemente porque mi
destacamento era grande, pero continuamente nos molestaban desde los matorrales
y permanecían invisibles.
En 1896 un importante funcionario del gobierno boliviano
viajaba por el Beni en compañía de su esposa e hijastra, cuando fue atacado al
amanecer por los guarayos. Huyeron hacia el batelón, y, en el pánico, la mujer
fue olvidada en el banco de arena en que habían levantado el campamento. Sólo
cuando la embarcación estaba ya a gran distancia, río abajo, descubrieron su
ausencia. La dama quedó en poder de los salvajes durante varios años, hasta que
fue encontrada accidentalmente por una expedición en busca de esclavos. El jefe
de ésta la restituyó al marido, junto con cuatro niños semisalvajes, cobrándole
300 libras por el servicio. Mientras tanto, el marido se había casado con la
hijastra, y la impresión de volver a ver a su mujer le causó la muerte. La dama
y sus niños se radicaron con la hija en Santa Cruz de la Sierra, y aquélla se
deleitaba narrando sus singulares experiencias.
En Riberalta conocí una dama austríaca —vivaracha y hermosa—
que de tiempo en tiempo se iba sola a la selva, para vivir con los indios
Pacaguaras. Su colección de gargantillas de dientes y otras curiosidades de los
salvajes era única.
Bajo el agotador calor de las selvas uno se sentía muy
tentado a bañarse desde el batelón. No era prudente hacerlo, pero si el deseo
era demasiado intenso, había que proceder con cuidado, a causa de la abundancia
de puraques o anguilas eléctricas. En estos ríos se encuentran dos variedades
de ellas: una es de más o menos seis pies de largo y de color café, y la otra
—la más peligrosa— es amarillenta y mide la mitad de aquélla. Basta un choque
para paralizar y ahogar a un hombre, pero el método del puraque consiste en
repetir los choques para ultimar a su víctima. Parece que para propinar su
choque eléctrico, la anguila tiene que mover su cola, porque cuando está
completamente quieta puede ser tocada sin peligro. Sin embargo, los indios no
tocarían una, ni siquiera muerta.
Otro pez repugnante que se encuentra en los ríos amazónicos,
y particularmente común en los tributarios del Madeira, es el candiru. Su
cuerpo tiene alrededor de dos pulgadas de largo y un cuarto de pulgada de
grueso y termina en una angosta cola de golondrina. Tiene un largo hocico
huesudo, agudos dientes, y su piel está cubierta de finas barbas dirigidas
hacia atrás. Trata de introducirse por los orificios naturales del cuerpo, sea
humano o animal, y una vez adentro, no puede ser extraído debido a sus barbas.
Muchas muertes son causadas por este pez, y la agonía que puede causar es
penosísima. Mientras estuve en Riberalta, un doctor austríaco le extrajo dos a
una mujer, y un médico japonés, en Astillero, en el río Tambopata, me mostró
uno de una especie distinta, extraído del pene de un hombre. Esta especie
alcanza a veces un largo de cinco pulgadas y se asemeja a una anguila recién
incubada.
En el fondo arenoso de los ríos se esconden venenosas rayas.
No son grandes, pero la cuchillada de su lanceta barbada, cubierta de mucosa,
es extremadamente dolorosa y a veces entraña un serio peligro. La gente del río
dice que el mejor remedio es orinar sobre la herida. No puedo confirmar esto,
pero sé que los nativos de las Indias occidentales tratan en esta forma la
picadura del erizo de mar. La raya constituye un buen alimento y su aguijón es
empleado por los indios para guarnecer sus flechas.
La monotonía de flotar río abajo, día tras día, sin otra
cosa que hacer que vigilar las inmutables riberas, fue demasiado para nuestros
compañeros, los dos oficiales de aduana. A cargo de ellos figuraban valijas de
correo para entregar en Riberalta, y no pasó mucho tiempo antes que destruyeran
los sellos de aquéllas y aprovecharan todos los periódicos que encontraron
adentro.
—No importa —fue la disculpa—. En todo caso, al llegar allá,
los diarios pasan a ser propiedad pública.
En el momento de llegar a Riberalta, la mayoría de ellos se
habían perdido, y mucha gente, que contaba los días desde un correo al otro,
tuvo que conformarse y esperar con paciencia el próximo correo, que podía
llegar en un mes más o también en tres. ...
Continuara.
Referencias:
1) El machete es un cuchillo de hoja ancha especial para los
viajes por la selva y constituye un elemento indispensable para todo colector
de caucho.
Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison
Fawcett.
Entrada anterior: https://www.facebook.com/photo/?fbid=614164340896373&set=a.558383623141112
Foto referencial. Riberalta, Casa de la compañía The Orton
Rubber Co.
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