PERCY FAWCETT LLEGA A RIBERALTA (parte VI)

 


Una noche acampamos en la chacra de un inglés, renegado de la civilización, que vivía en la selva con una india anciana. Su pasado era fantástico, como es el caso de la mayoría de estos ermitaños. Era un hombre educado, que en su tiempo tuvo una situación importante. En este lugar aislado encontró una satisfacción que le había negado el mundo externo, y los ataques de locura que adolecía sólo lo atormentaban a él y a su compañera.

Nos acosaron las moscas de la arena, particularmente los denominados tábanos y la marigui, llamada en Brasil la pium. Nubes de mariguí nos atacaron de día, dejando pequeñas ampollas de sangre donde picaban. El tábano llegaba de a uno, pero demostraba su presencia por un pinchazo que parecía el aguijonazo de una aguja. Las picaduras de ambos insectos provocan una comezón abominable y pueden producir septicemia al rascarse.

Más abajo de Rurenabaque hay una extensión conocida como El Desierto, que está a un nivel demasiado profundo para servir como establecimiento de un caserío, y en la estación seca está expuesta a los salvajes que la recorren en busca de huevos de tortuga y de pescando. Nuestra tripulación sostenía que los salvajes se mantenían en la ribera occidental, por lo que nosotros acampábamos siempre en la orilla opuesta. En estas cercanías habían ocurrido una serie de tragedias, venganzas de los salvajes por las crueldades practicadas en ellos por empleados inescrupulosos de las empresas de caucho.

Un suizo y un alemán, de una barraca más abajo de la confluencia del Madidi, habían irrumpido recientemente donde los salvajes con numerosas fuerzas. Fue destruida una aldea, se realizó una carnicería en hombres y mujeres y los niños fueron muertos rompiéndoles el cráneo y vaciándoles el cerebro contra los árboles. Los invasores regresaron orgullosamente con un botín de ochenta canoas y se jactaron de su hazaña. La única razón para ello, fue que habían llegado unos pocos indios tímidos al campamento y se temía un ataque a la barraca. Me contaron que estos guerreros de las barracas consideraban un gran deporte, lanzar bebés indios al aire y recibirlos con la punta de sus machetes.(1) La gente decente del río se disgustó al saber este suceso y las autoridades también se indignaron cuando oyeron de ello, pero no pudieron hacer nada.

Eran una práctica común las incursiones donde los salvajes en busca de esclavos. La idea prevaleciente de que los bárbaros no eran mejores que un animal salvaje explicaba muchas de las atrocidades perpetradas en ellos por los degenerados que eran los amos de las barracas. Posteriormente traté a los indios guarayos y los encontré inteligentes, limpios e infinitamente superiores a los indios bebedores “civilizados” de los ríos. Cierto que eran hostiles y vengativos; pero ¡considerad la provocación! Mi experiencia me ha indicado que pocos de estos salvajes son “malos” por naturaleza, a no ser que el contacto con “salvajes” del mundo externo los haya puesto así.

Su costumbre era atacar al amanecer, acribillando las toldetas con flechas. Estas toldetas eran redes mosquiteras de tela ordinaria de algodón y bajo ellas dormían todos los miembros de la tripulación de los botes, tanto bolivianos como indios. Los que sobrevivían a la lluvia de flechas envenenadas tenían pocos motivos para congratularse cuando los salvajes ponían las manos sobre ellos. El general Pando, que subió el Meath, a poca distancia del Madre de Dios, y cruzó los pantanos hacia las aguas superiores del Madidi, me contaba que él y sus hombres instalaban sus toldetas, pero dormían muy lejos de ellas.

—En la mañana, a menudo las encontrábamos acribilladas de flechas —me decía—. Jamás sufrimos un ataque directo, probablemente porque mi destacamento era grande, pero continuamente nos molestaban desde los matorrales y permanecían invisibles.

En 1896 un importante funcionario del gobierno boliviano viajaba por el Beni en compañía de su esposa e hijastra, cuando fue atacado al amanecer por los guarayos. Huyeron hacia el batelón, y, en el pánico, la mujer fue olvidada en el banco de arena en que habían levantado el campamento. Sólo cuando la embarcación estaba ya a gran distancia, río abajo, descubrieron su ausencia. La dama quedó en poder de los salvajes durante varios años, hasta que fue encontrada accidentalmente por una expedición en busca de esclavos. El jefe de ésta la restituyó al marido, junto con cuatro niños semisalvajes, cobrándole 300 libras por el servicio. Mientras tanto, el marido se había casado con la hijastra, y la impresión de volver a ver a su mujer le causó la muerte. La dama y sus niños se radicaron con la hija en Santa Cruz de la Sierra, y aquélla se deleitaba narrando sus singulares experiencias.

En Riberalta conocí una dama austríaca —vivaracha y hermosa— que de tiempo en tiempo se iba sola a la selva, para vivir con los indios Pacaguaras. Su colección de gargantillas de dientes y otras curiosidades de los salvajes era única.

Bajo el agotador calor de las selvas uno se sentía muy tentado a bañarse desde el batelón. No era prudente hacerlo, pero si el deseo era demasiado intenso, había que proceder con cuidado, a causa de la abundancia de puraques o anguilas eléctricas. En estos ríos se encuentran dos variedades de ellas: una es de más o menos seis pies de largo y de color café, y la otra —la más peligrosa— es amarillenta y mide la mitad de aquélla. Basta un choque para paralizar y ahogar a un hombre, pero el método del puraque consiste en repetir los choques para ultimar a su víctima. Parece que para propinar su choque eléctrico, la anguila tiene que mover su cola, porque cuando está completamente quieta puede ser tocada sin peligro. Sin embargo, los indios no tocarían una, ni siquiera muerta.

Otro pez repugnante que se encuentra en los ríos amazónicos, y particularmente común en los tributarios del Madeira, es el candiru. Su cuerpo tiene alrededor de dos pulgadas de largo y un cuarto de pulgada de grueso y termina en una angosta cola de golondrina. Tiene un largo hocico huesudo, agudos dientes, y su piel está cubierta de finas barbas dirigidas hacia atrás. Trata de introducirse por los orificios naturales del cuerpo, sea humano o animal, y una vez adentro, no puede ser extraído debido a sus barbas. Muchas muertes son causadas por este pez, y la agonía que puede causar es penosísima. Mientras estuve en Riberalta, un doctor austríaco le extrajo dos a una mujer, y un médico japonés, en Astillero, en el río Tambopata, me mostró uno de una especie distinta, extraído del pene de un hombre. Esta especie alcanza a veces un largo de cinco pulgadas y se asemeja a una anguila recién incubada.

En el fondo arenoso de los ríos se esconden venenosas rayas. No son grandes, pero la cuchillada de su lanceta barbada, cubierta de mucosa, es extremadamente dolorosa y a veces entraña un serio peligro. La gente del río dice que el mejor remedio es orinar sobre la herida. No puedo confirmar esto, pero sé que los nativos de las Indias occidentales tratan en esta forma la picadura del erizo de mar. La raya constituye un buen alimento y su aguijón es empleado por los indios para guarnecer sus flechas.

La monotonía de flotar río abajo, día tras día, sin otra cosa que hacer que vigilar las inmutables riberas, fue demasiado para nuestros compañeros, los dos oficiales de aduana. A cargo de ellos figuraban valijas de correo para entregar en Riberalta, y no pasó mucho tiempo antes que destruyeran los sellos de aquéllas y aprovecharan todos los periódicos que encontraron adentro.

—No importa —fue la disculpa—. En todo caso, al llegar allá, los diarios pasan a ser propiedad pública.

En el momento de llegar a Riberalta, la mayoría de ellos se habían perdido, y mucha gente, que contaba los días desde un correo al otro, tuvo que conformarse y esperar con paciencia el próximo correo, que podía llegar en un mes más o también en tres. ...

Continuara.

Referencias:

1) El machete es un cuchillo de hoja ancha especial para los viajes por la selva y constituye un elemento indispensable para todo colector de caucho.

Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

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Foto referencial. Riberalta, Casa de la compañía The Orton Rubber Co.

 

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