PERCY FAWCETT POR EL RIO BENI (Parte V)

 


...Acampamos en una chacra perteneciente a un ingeniero inglés, que tenía una pequeña lancha a vapor. Este hombre ingenioso, llamado Pearson, se las arreglaba para mantener en servicio un decrépito bajel, cuyas partes estaban unidas entre sí principalmente con alambres o cuerdas. Cuando llegamos, la embarcación estaba en el dique, y Pearson, orgullosamente, nos enseñó su reparado mecanismo. La caldera en algunos lugares debe haber estado delgada como un papel y, aunque se mantenía a una presión muy baja, significaba en todo momento un peligro de muerte.

Durante la noche, repentinamente, hubo tormenta y un diluvio tan intenso que parecía caer agua sólida. El rio subió nueve pies; la lancha fué barrida de su astillero, volcada sobre un costado y arrojada contra los árboles. Tuvimos mucho trabajo para evitar que se perdiera el equipaje. Estábamos en plena estación seca, pero en las selvas del Amazonas la lluvia copiosa viene siempre como anticipo de la luna llena o nueva, a menudo de esta última. Frecuentemente va seguida por un surasu, viento sur o suroccidental, que trae un frío tan intenso, que al amanecer del día siguiente puede encontrarse una fina capa de hielo.

Casi con la misma rapidez que aumentó su caudal, el río volvió a bajar, dejando en las riberas una cantidad de mígales moribundas —las grandes arañas devoradoras de pájaros— y culebras medio ahogadas. Mientras desayunábamos en la morada de Pearson, llegó José, un empleado de la lancha, con aspecto muy asustado.

—Anoche estuvo un jaguar en mi cabaña —dijo—, Al despertar lo vi en medio de la pieza observando mi farol encendido.

Estirándome en mi hamaca, podía haberlo tocado, señores.

— ¿Por qué no le disparó? —inquirió Pearson.

Nadie duerme en estos lugares sin un arma de fuego al alcance de la mano y José tenía su Winchester muy próximo.

—Estaba demasiado cerca de mí, señor Pearson. Si yo hubiera tratado de coger mi arma, él me habría atacado, y si yo hubiese fallado en matarlo instantáneamente, me habría cogido. Yo yacía mudo y tranquilo, quieto como un muerto, y luego la bestia se retiró tan veloz y calladamente, que apenas podía creer que hubiese estado allí.

El Beni constituye en ambas orillas una guarida de culebras venenosas, peor, en este aspecto, que muchos otros lugares, pues aquí se juntan la selva, las llanuras y las montañas, abundando los montes bajos que tanto les agradan. La más común es la cascabel, de la que hay cinco tipos diferentes, pero rara vez miden más de una yarda de largo. La serpiente más larga es la surucucu, esa enormidad de dobles colmillos, conocida en otros lugares como la pocaraya o amo de la manigua, que a veces alcanza, según me dijeron, el largo prodigioso de quince pies, con un diámetro de un pie en su parte más gruesa. También existe allí la taya, una culebra grisácea de tono café claro, feroz y muy ágil, que, como la hamadryad de la India, ataca a los seres humanos junto con verlos, durante la temporada de cría. Las anacondas son comunes, no el tipo gigante, pero sí de más de veinticinco pies de largo y, por lo tanto, bastante grande. Estas serpientes constituían un peligro tan constante, que pronto aprendimos a tomar precauciones contra ellas.

No lejos de donde estábamos vivían los bárbaros, salvajes muy hostiles, sumamente temidos por la gente gomera del Beni. Contaban cosas espeluznantes sobre ellos, pero posteriormente tuve ocasión de encontrarlos y comprobé que había mucha exageración en lo que se decía. A alguna distancia en la selva, cerca de Altamarani, vivía una vieja mestiza acompañada de su hija. Esta anciana dama era una vidente natural. Poseía un globo de cristal y era consultada por la gente a lo largo de todo el río, entre Rurrenabaque y Riberalta. Parecía la bruja tradicional: sabía de botánica herbaria, decía el porvenir y fabricaba pociones de amor. Aunque se creía que había acumulado una gran fortuna, nadie se atrevía a molestarla, y los bárbaros la trataban con el mayor respeto; ella, por su parte, los despreciaba.

Todos los años los nativos de aquí celebraban en la selva una especie de sabbath. Se reunían en torno de un altar de piedras y elaboraban la cerveza nativa, chicha, que bebían en cantidades enormes sobre bocados de tabaco fuerte. La mezcla los enloquecía, y hombres y mujeres se entregaban a una orgía salvaje. Esto a menudo se prolongaba por una quincena.

Los bárbaros empleaban arcos de madera de palmera de cinco a diez pies de largo y flechas de la misma longitud. La cuerda del arco se fabricaba de corteza. A los muchachos se les enseñaba el manejo del arco disparando sobre una cabaña a una fruta de papaya situada al otro lado. A veces emplean el arco verticalmente en la forma acostumbrada; otras, botados en el suelo, cargándolo con ambos pies y tirándolo hacia atrás con ambas manos. Adquieren experiencia en disparar al aire y acertar en tierra con una seguridad mortífera. Colocan las plumas sobre las flechas mediante una trenzadura, para obtener una rotación de éstas, proporcionándoles un vuelo más directo.' ¿Se habrá originado de aquí la idea de las armas de fuego? Las mujeres y niños van armados con lanzas de bambú de pinchante doble punta, cuya púa es de hueso de mono amarrado con algodón y afianzado con cera de caucho. En tiempo de guerra, generalmente untan las lanzas y flechas con veneno.

El batelón, calafateado con estopa, fue vuelto a cargar y continuó su viaje río abajo. Nuestro camino pasaba por selvas llenas de obstáculos, donde tuvimos, una tras otra, escapadas milagrosas. Estos obstáculos eran los troncos y ramas de los árboles secos que caen al río y son arrastrados por el torrente. En la lucha por la existencia en la selva primitiva, los árboles son eliminados, ya sea estrangulados por crecimientos parásitos o abatidos por las tormentas. A veces no pueden ni caer, sino que son sostenidos por los árboles que los rodean, pudriéndose en esta posición. La corriente de los ríos va carcomiendo las orillas fangosas, y una cantidad de árboles se vuelcan sobre el agua y constituyen los obstáculos ocultos. A veces presentan solamente sus copas a la vista, sobre la superficie; los más peligrosos son aquellos que están ocultos, sumergidos a unas pocas pulgadas y que no se divisan. Sus ramas retorcidas se pudren, formándose púas dañinas, y como la madera es dura como hierro, estas púas pueden atravesar al bote que pasa rápidamente, como si fuese de papel.

Navegábamos llevados por la corriente, a más o menos tres millas por hora, día tras día, en un trayecto mortalmente monótono, pues jamás cambiaba el escenario de la ribera. El más pequeño acontecimiento adquiría gran importancia, y nosotros escudriñábamos ansiosamente la vasta lejanía, en busca de una demostración de vida. Abundaban los patos y gansos silvestres y, desde luego, los monos, entre los que predominaban los negros marimonos y martechis. Este último es el mono aullador sudamericano, el bugio brasileño, y muy temprano en la mañana despierta la selva con su rugido de desafío.

Es difícil encontrar algún animal de caza, y por eso en las selvas se consideran apetecibles los monos. Su carne es de sabor agradable, pero al principio la idea de comerlos me causaba repugnancia, pues cuando los veía sobre el fuego, para quemarles el pelaje, se veían terriblemente humanos. El recién llegado tiene que acostumbrarse a estas cosas y vencer su repulsión, de otra manera se morirá de hambre.

En un lugar, en la orilla del río, vi una urna funeraria completa. Ahora lamento no haberla llevado, pues en Rurrenabaque ha sido desenterrada alfarería muy interesante y pudo haber resultado éste un hallazgo de gran valor etnológico.

Dos días después de salir de Altamarani chocamos con un obstáculo oculto; cuatro tripulantes fueron lanzados al río y el doctor, lleno de pánico, se lanzó tras ellos, mientras que los pomposos oficiales de aduana se tornaban verdes de puro terror. En el momento de chocar, el resto de la tripulación saltó afuera instantáneamente. Y eso evitó que el bote se llenara de agua. Para ellos fue una gran broma. Yo pensé que el batelón había quedado inservible y me admiré de encontrar sólo unas pequeñas filtraciones. Rápidamente detuvimos éstas con unas pocas libras de estopa y continuamos el viaje.

Cuando la madera de un casco de batelón está nueva, probablemente requiere una roca y una velocidad de veinte millas por hora para rajar una de las planchas y arrancar los grandes clavos doblados. En cuanto estuvimos de nuevo en nuestro camino, la tripulación comenzó a gritar con excitación y a bogar frenéticamente hacia un gran banco de arena en que veíamos una manada de cerdos. El bote fue atracado a la orilla, y todos los miembros de la tripulación, armados de Winchester, se dedicaron a su persecución. Poco después oímos el estampido de los disparos, como si estuvieran a millas de distancia dentro de la selva.

Estos indios tumupasas son excelentes para seguir las pistas, y antes de una hora estaban de vuelta con dos cerdos. En la espesa jungla un europeo difícilmente evitaría perderse, si no hay sol ni tiene brújula que lo guíe, pero estos indios, en cambio, parecían poder sentir su camino a través de las plantas de sus pies desnudos.

Seguir la corriente era fácil, pero nuestro recorrido diario no era grande, pues estábamos en la estación de los huevos de tortugas y a menudo nos deteníamos para buscar nidos. La tartaruga o tortuga grande es común en el Purus y en la mayoría de los afluentes del Amazonas, y pone más de cincuenta huevos cada vez.

Por extraordinario que parezca, no se encuentra en el Beni; en cambio, se encuentra la tracaya, o tortuga pequeña, que abunda y que pone más o menos veinte huevos en cada nidada. Estos huevos son considerados un bocado exquisito, pero el hombre comparte esta afición con las cigüeñas, y estos pájaros son expertos en descubrir los nidos. La tortuga pone sus huevos de noche y los esconde, emparejándolos en la arena, pero la naturaleza, al enseñarle esto,- omitió proveerla de los recursos para borrar sus huellas y, a no ser que esté lloviendo, es fácil descubrir el lugar en que están escondidos los huevos. Se requiere algún tiempo para acostumbrarse a los huevos, pues tienen un sabor a aceite. Son de cáscara blanda y más o menos del tamaño de una pelota de golf...

Continuará.

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Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

Foto: Rio Beni, a la orilla se observan construcciones pertenecientes a Rurrenabaque.

// Historias de Bolivia.

 

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