PERCY HARRISON FAWCETT RELATA LA BARBARIE VIVIDA DURANTE AUGE CAUCHERO EN BOLIVIA (Parte XIV)

 


Un abultado correo me esperaba en Riberalta, y dejé de lado todos los otros pensamientos para leer las gratas nuevas de la patria, anheladas desde hacía tanto tiempo. Había periódicos, comunicaciones oficiales y — lo más importante de todo— instrucciones para posponer expediciones ulteriores, a causa de dificultades financieras. Me regocijé con esto, porque fuera de haber tenido martirio suficiente para un buen tiempo, debía completar mapas, redactar informes y dar los toques finales al esquema exigido para el ferrocarril de trocha angosta de Cobija. Riberalta necesitaba un dique flotante; me pidieron que lo planeara y estudiara el presupuesto correspondiente. No tuve objeciones para quedarme aquí, ya que había mucho que hacer y me pagaban por el trabajo. Lo único que no podía soportar era la inactividad.

No era probable que, por un tiempo al menos, hubiera embarcaciones para ir a Rurenabaque, pues la lancha gubernamental, “Tahuamanu”, quedó por fin en un estado imposible de reparar y la habían varado en algún sitio río arriba. Con la perspectiva de una estada indefinida en Riberalta, Daniel se puso su terno de xapury y se fue de parranda. En cuanto a Willis, sus excesos en la bebida ya lo habían fondeado en la cárcel. Su libertad se debió exclusivamente a sobornos de funcionarios venales. Me demostró su gratitud abandonándome, para establecerse por su cuenta como vendedor de licores en una cabaña *de los arrabales de la ciudad, donde su propia debilidad podía ser satisfecha a expensas de otros adeptos. Feo, el penúltimo de mis indios, murió.

A pesar de la fuerza privada de traficantes de esclavos que había en el Madre de Dios, los indios estaban produciendo dificultades, y fué en realidad en ese mismo río donde un indio sometido mató con un hacha al administrador de la barraca Maravillas, destino a que seguramente se había hecho acreedor. Los pacaguaras tenían una reputación más negra que la que realmente merecían; pero, por regla general, no perdían oportunidad para hacer todo el daño que podían. Durante un viaje a la desembocadura del Orton, con el propietario boliviano de una pequeña propiedad cauchera, me encontré con algunos de ellos en la selva, y me parecieron bastante inofensivos cuando, por fin, adquirieron la confianza suficiente para dejarse ver. Fueron localizados por los indios de nuestro grupo, que los olieron, pues los aborígenes tienen un olfato tan aguzado como el de un sabueso. Era obvio que pertenecían a los indígenas más degenerados; eran gente pequeña, muy morena, con enormes discos en sus orejas colgantes y palos atravesados en sus labios inferiores. Nos trajeron regalos de caza, considerando que cualquiera otra actividad que no fuera la cacería estaba por debajo de su dignidad. Degenerados o no, asociaban a todos los indios civilizados con las expediciones para buscar esclavos, tan frecuentemente practicadas en sus poblados, y no querían tratos con ellos.

Hay tres clases de indios. Los primeros son dóciles y miserables, fácilmente domeñados; los segundos, caníbales peligrosos y repulsivos, raramente vistos; los terceros forman un ' pueblo robusto y hermoso, que deben tener un origen civilizado y a los que rara vez se encuentra, porque evitan la cercanía de los ríos navegables. Este es un tópico que pretendo tratar detenidamente en capítulos posteriores, pues se eslabona con la remota historia del continente.

La corrupción y la ineficacia estaban a la orden del día en Riberalta. Se había designado a un nuevo juez, que también era el carnicero oficial, negocio éste altamente productivo pues muy pocos podían evitar de transformarse en sus clientes. El soldado de los dos mil latigazos, a quien habían dejado con los huesos a la vista, para que pereciera, había sanado y se encontraba muy satisfecho de su condena. Estaba enormemente gordo —resultado general, según me dijeron, de tales flagelaciones, siempre que la víctima sobreviva— y no mostraba irregularidades al caminar, pese al hecho de que le habían cortado las nalgas.

—¡Llegó el ganado!

Fué un peón el que gritó estas palabras, mientras estaba en la ribera del río, observando la llegada de los batelones. Miré hacia donde indicaba, esperando ver animales de las planicies de Mojos que iban al matadero de nuestro juez-carnicero; pero en vez de eso percibí un cargamento humano. El propietario de una barraca de Madre de Dios se encontraba en la primera embarcación, y, una vez que llegó a tierra, se dedicó a vigilar a sus mayordomos, armados con látigos formidables, que conducían hacia la playa a un piño de treinta personas de tez más o menos blanca, de Santa Cruz, cuya expresión de miseria abyecta mostraba demasiado claramente que se daban cuenta exacta de la terrible categoría que ocupaban en la escala social. No sólo había hombres en ese extenuado grupo, sino también mujeres.

—¿Qué son? —Pregunté a un funcionario de la aduana boliviana—. ¿Esclavos?

—Por supuesto. —Me miró, sorprendido de mi estúpida pregunta.

—¿Quiere decir que esa desgraciada gente ha llegado hasta aquí para ser vendida?

—¡Oh no, señor! Sólo los indios de la selva se venden públicamente. Este ganado se negocia por el valor de sus deudas; todos son deudores, y el monto de ella es el valor mercantil de sus cuerpos. Es una transacción privada, usted comprenderá; pero el que desea un hombre o una mujer puede obtenerlo si está dispuesto a pagar el precio.

¿Sucedía esto en 1907, o el tiempo había retrocedido en mil años?

“Sólo los indios de la selva se venden en pública subasta.”

La brutalidad revelada por esta actitud enfurecía al gobierno boliviano, tanto más porque era incapaz de hacerla cesar, y enfurecía también a toda la gente de mente recta. Antes de mi regreso a Riberalta ocurrió un caso típico de los “depravados salvajes” esclavizadores, extraídos de la escoria de Europa y América Latina.

Una expedición en busca de esclavos llegó hasta una aldea de los toromonas, gente muy inteligente y nada difícil de tratar. Al jefe no le gustaron sus visitantes; pero, de todas maneras, ordenó a su esposa que trajese chicha en señal de amistad. El cabecilla de los traficantes, temiendo ser envenenado, insistió en que el jefe indio bebiese primero, lo que éste hizo, y mientras estaba parado con la vasija levantada lo abatió una bala, muriendo instantáneamente. Comenzó en el acto la cacería de esclavos y los sobrevivientes fueron llevados al Beni. Una mujer que tenía un niño recién nacido fue herida en el tobillo e imposibilitada para caminar; fue arrastrada hasta el río, para ser remolcada corriente abajo en una balsa, detrás de la lancha. Cuando el grupo de la embarcación se cansó de esto, la dejaron al garete, para que alcanzara la orilla como pudiera. Los perpetradores de esta espeluznante aventura se jactaron abiertamente de sus actos, orgullosos de su “victoria”. ¡Contaron cómo habían cogido a los niños de los pies, azotándolos contra los árboles hasta matarlos! No hay la menor duda de la autenticidad de estas atrocidades, ni existe tampoco la menor exageración de mi parte. ¡Ojalá que así fuese! Llamar "bestias" a estos demonios constituye un insulto a los irracionales, que no están dotados con la maldad humana. Si hubiesen estado avergonzados de sus actos, habrían dado como excusa la muerte de algunos esclavizadores en una apartada aldea, a consecuencia de beber chicha envenenada. Lejos de eso, ellos veían en ese caso motivo para una venganza, ¡y qué venganza!

Muchos de los indios a los cuales se les ha inculcado civilización son inteligentes y de gran habilidad manual. En algunas misiones les han enseñado oficios, y se desenvuelven muy bien; aprenden idiomas rápidamente, pues son de naturaleza imitativa; pero muy pronto degeneran física y moral-mente.

Algunas veces se daba vuelta la rueda de la fortuna. No hace mucho tiempo, una firma envió una expedición desde Riberalta a buscar esclavos a la selva. Encontraron después a los traficantes cortados en pequeños trozos, flotando río aba jo en una gran canoa hueca. De otra expedición al Guaporé regresó sólo un hombre, completamente loco, ¡royendo la carne descompuesta de un fémur humano! Es bueno saber que estos brutos obtienen a veces lo que se merecen. Yo no les tengo la menor simpatía.


Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

Descripción de la imagen: Choza nativa, Bolivia, 1907. Artista Percy Harrison Fawcett. (Foto Royal Geographical Society // Getty Images)

 

PERCY HARRISON FAWCETT EN CACHUELA ESPERANZA (parte XIII)

 


Cuatro horas después de pasar por Fortaleza, llegamos a la confluencia con el río Madeira, tan extenso que parece un océano, después del estrecho río Abuna. Aquí encontramos una oficina de aduana boliviana, en condiciones tan insalubres como apenas es posible concebir. Todos estaban enfermos con fiebre o ebrios; ¡y si en alguna parte puede justificarse el alcohol, es en este sitio! Había caído la noche y, al acercarnos a tierra, escuchamos el rasgueo de las guitarras y el canto desabrido de voces de borrachos, como si nos estuvieran previniendo de la degeneración que encontraríamos aquí. El caucho exportado por Bolivia paga menos derechos que el que se exporta por Brasil, de manera que era costumbre que todo el caucho de Abuna, ya fuese que viniera del lado brasileño o boliviano, pasase y saliera por esta aduana. En todo caso, el río no había sido fijado aun definitivamente como frontera. Se almacenaban mercaderías en el lado brasileño, las que se transportaban al otro lado del río durante la noche; una forma moderada de contrabando qué la aduana más bien favorecía que impedía. Cuántos de los derechos pagados llegaban a poder del gobierno es una pregunta a la que no puedo dar contestación. Sólo un funcionario manejaba el dinero; los otros nueve no tenían nada que hacer, fuera de endeudarse.

Había seis soldados bajo el mando de un intendente, a quien habían trasladado del Mapiri, mientras buscaba caucho, y lo enviaron a este sitio miserable con todas sus pertenencias, que se componían de una lata de sal, dos espadas, un reloj despertador y un orinal saltado. Había que llenar esa vacante. Su predecesor tenía el desgraciado hábito de tirar tajos a los soldados con la espada, así es que por último se rebelaron contra él, le dispararon y cruzaron la frontera hacia Brasil. El oficial, borracho y herido, se escapó a la selva y siguió, bordeando el río, hasta Villa Bella. Puede dar una idea del estado de cosas que reinaba en estos lugares remotos el hecho de que, cuando las aduanas bolivianas fueron entregadas a Brasil, había siete mil bultos de carga en San Antonio, puerto que queda más abajo de los rápidos del Madeira, esperando transporte para el Beni. ¡Cinco mil de estos bultos contenían licor!

En la desembocadura del Abuna, los únicos alimentos eran el charque y el arroz. Nadie se molestaba en pescar o cazar, ni siquiera en vestirse y, sudando bajo sus andrajos sucios, según el caso, cantaban canciones de borracho o gemían de dolor en sus enfermedades. No existían medicinas, y si hubiesen tenido alguna, nadie habría podido administrarlas porque no existía una mente suficientemente despejada para hacer de enfermero. La única persona sana era un joven alemán, que había llegado en su viaje río arriba, un muchacho alegre e íntegro que no confiaba en las relaciones anglo-alemanas. El ardiente deseo de Alemania —decía— era la guerra, para dañar la prosperidad comercial de sus rivales y asegurarse colonias.

Después de ocho días en este vil sitio pudimos conseguir pasaje en algunos batelones que llevaban flete a Villa Bella, puerto en la desembocadura del Mamoré y a medio camino de Riberalta. Cuando nos adentrábamos en el río llegó a nosotros, como una despedida, el rasgueo de guitarras y el rumor de voces.

El ferrocarril Madeira-Mamoré aún no existía; ese sistema de regiones apartadas, corriendo de “ninguna parte” a “ninguna parte”, cuyos funcionarios blancos recibían salarios tan elevados, que podían retirarse a los diez años, ¡si alcanzaban a vivir tanto! En lugar de eso tuvimos veinte días de labor matadora para transportar las embarcaciones cargadas pesadamente, por los muchos rápidos entre San Antonio y Villa Bella. Un batelón que cargaba doce toneladas de flete sólo tenía tres pulgadas de obra muerta y era necesario pasar casi rozando las riberas del río. En extensiones suaves remaba la tripulación de veinte indios, pero donde el agua estaba agitada, la embarcación debía ser tirada con el extremo de una larga cuerda para esquivar las rocas. Se necesitaba gran pericia para evitar los constantes peligros, por lo que al anochecer la tripulación estaba agotada. En el momento mismo en que los hombres se dejaban caer sobre las rocas calientes a la orilla del río se quedaban profundamente dormidos y, en consecuencia, la neumonía era corriente entre ellos, tanto que en cierta ocasión una tripulación entera pereció a consecuencias de esta enfermedad. La embarcación se vio obligada a esperar la llegada de nuevos remeros antes de poder continuar viaje.

Cuatro de los hombres de nuestro barco murieron durante la primera mitad del viaje. El que cayera enfermo se transformaba en el hazmerreír de los demás, y cuando moría había una hilaridad enorme. El cadáver se ataba a un palo, se cubría someramente con tierra en una fosa de poca profundidad cavada con los remos; su monumento consistía en un par de ramas cruzadas y atadas con pasto. Durante el funeral se bebía una ronda de kachasa y ¡a esperar la próxima víctima!

El río aquí tenía una amplitud de casi media milla, pero estaba lleno de rocas y la rápida corriente hacía difícil la navegación. Pasamos sin dificultad los peligrosos rápidos de Araras y Periquitos, pero nos demoramos tres días en vencer el más formidable de ellos, llamado Chocolatal. La vida aquí distaba mucho de ser monótona. El piloto salió a inspeccionar el rastro por donde los batelones tendrían que ser transportados para evitar el rápido y fue asesinado por los indios apenas a media milla de distancia del bote. Lo encontramos con cuarenta y dos flechas en el cuerpo. En esos instantes, yo también había salido a buscar un pavo para echar a la olla, pero afortunadamente no encontré salvajes. Mi impresión fue que esta tribu, aunque no gustaba de los contactos con la civilización, tampoco tenía una animosidad particular contra los hombres blancos.

En el Mamoré, cerca de Villa Bella, los indios habían entrado a veces a las pescarías —reductos reconocidos— para dedicarse al comercio de trueque, pero las expediciones esclavizadoras los habían dispersado desde entonces. Mientras comerciaba río arriba, en el Mamoré, un boliviano muy conocido fue visitado por un grupo de indios araras que pretendieron estar sumamente interesados en su rifle y le rogaron que disparara incesantemente, aplaudiendo con placer cada vez que escuchaban las detonaciones. Cuando la cámara estuvo vacía, el jefe mostró su flecha y su arco, como demostrando lo que era capaz de hacer con ellos, y, extendiendo la cuerda al máximo, se volvió repentinamente, disparando su flecha directamente contra el boliviano. Los indios huyeron durante el tumulto que vino a continuación.

Un hermano de la víctima se vengó, dejando, como por casualidad, un poco de alcohol envenenado en la pescaría. Como consecuencia de ello, se encontraron después ochenta cadáveres. Estos indios aún son numerosos y pendencieros, pero la construcción del ferrocarril los ha ahuyentado del Madeira.

Un mestizo me contó que cerca del rápido Chocolatal, él y algunos otros compañeros capturaron una canoa con dos indios sólo poco tiempo antes.

—Uno de ellos rehusó todo alimento y murió —dijo—. El otro comenzó también una huelga de hambre, pero lo colgamos de los pies en un árbol, y practicamos tiro al blanco en su cuerpo. Murió al octavo disparo. ¡Nos divertimos mucho!

El flete en los batelones era aquí un buen negocio. Construirlos costaba 1.800 bolivianos (144 libras) y se alquilaban en cuatrocientos bolivianos el viaje, por cuatro viajes anuales; el arrendatario asumía responsabilidad en caso de pérdida.

La tripulación del batelón casi se desternilló de risa cuando uno de mis indios tumupasas se enfermó de beriberi en este viaje-y quedó con las piernas paralizadas. Murió en Villa Bella.

No es posible imaginar una experiencia más espeluznante que la llegada al rápido Riberón. Durante una milla nos aferramos a las rocas o a la ribera donde pudieran depararnos una especie de freno y después nos dejamos llevar bogando locamente por un canal de aguas borrascosas capaces de echar a pique la embarcación que iba cargada en exceso. Uno de los cuatro batelones se dió vuelta y zozobró, sin que su tripulación, que estaba demasiado débil, pudiera remar efectivamente. Se perdió la carga, pero no hubo muertes, pues todos los indios nadan como nutrias.

Acampamos en Riberón, donde los botes tenían que ser descargados para el acarreo al margen-del rápido. Apenas nos habíamos instalado, totalmente exhaustos, cuando nos vimos invadidos por un ejército de hormigas negras — incontables millones— que arrasaban a su paso con todo, emitiendo un sonido penetrante como silbido, fantasmagórico y temible. Nada las detenía, y desgraciado del durmiente que no despertara a tiempo para escapar, prevenido por el suave rumor de su llegada. Las hormigas no dañaron el campamento, sino sólo aniquilaron a todos los otros insectos, continuando en su avance. A menudo visitan las chozas de la selva y las limpian de sabandijas.

En Misericordia, el próximo rápido, había un gran remolino, junto al cual vivía un anciano que se había hecho una cómoda fortuna recogiendo restos de naufragio, caucho y todo lo que era barrido hasta la playa. Era un lugar muy peligroso, y ninguna embarcación escapaba del desastre cuando caía en la garra del remolino. El paso rio abajo resultaba aún más peligroso porque la velocidad era mayor a causa del laberinto de rocas, y por hábiles que fuesen los pilotos y la tripulación, generalmente estaban ebrios al salir de Villa Bella. Los naufragios eran comunes antes de que se restringiesen los seguros, pues a menudo les convenía a los consignadores perder la carga deliberadamente.

Quienquiera que sea el responsable de los nombres de lugares en Bolivia, es culpable de amarga ironía por haber bautizado al puerto en la confluencia de los ríos Mamoré y Beni con el nombre de “Villa Bella”. Una marisma negra y sucia ocupaba el centro del lugar y la mortalidad a veces era enorme. El índice de defunciones, entre las tripulaciones de los batelones que iban y regresaban de San Antonio, alcanzaba al cincuenta por ciento anual, cifra terrible, a la que ya me estaba acostumbrando. Ese era el tributo que se pagaba al caucho boliviano en este período, y no creo que sea una exageración decir que cada tonelada embarcada costaba una vida humana.

Ennegrecida por la franca suciedad, con sus habitantes saturados de bebida, Villa Bella era, sin embargo, uno de los más importantes puestos aduaneros de Bolivia. El temor al Beni parecía haber ahuyentado a los funcionarios de tipo honrado. A mí me trataron como a un embaucador del gobierno. Ningún representante oficial tuvo la gentileza ni el sentido del deber de ayudarnos en nuestra labor e incluso uno de los habitantes llegó al extremo de dispararme con su Winchester, afortunadamente con mala puntería, a consecuencias del alcohol.

Incapacitado para obtener lo que necesitaba, le dije lisa y llanamente al administrador de la aduana que si no se me facilitaban transportes en el acto, me quejaría formalmente contra él al Ministerio de Colonización. La treta surtió efecto y ¡resulté ser realmente un embaucador del gobierno! Sin embargo, no pudimos abandonar el lugar ese mismo día.

Al día siguiente fuimos a Esperanza, cuartel general de los Hermanos Suárez, la principal firma cauchera. Aquí encontramos a algunos mecánicos británicos muy bien remunerados al servicio de la firma para cuidar de las lanchas. Los oficinistas, todos alemanes, eran francamente hostiles con ellos.

Existía aquí un rápido por el cual los indios tenían gran veneración, creyendo escuchar en su fragor la danza de los muertos. Pocos días antes, una lancha había sido arrastrada por este rápido, debido a una falla de la máquina al partir, cuando dejó la playa coa una carga completa de pasajeros. Su escapada fue casi milagrosa, pues, por extraño que parezca, no naufragó. Todos los hombres de a bordo, excepto Smith, el ingeniero inglés, saltaron antes de que fuese arrastrada por las aguas. Las mujeres gritaban desesperadamente, viendo que de un momento a otro naufragarían y se ahogarían en el remolino. Cuando llegó al rápido, Smith, que tranquilamente había estado reparando la máquina atascada, la hizo funcionar y la lancha alcanzó la ribera. Desde esta ocasión se convirtió en un héroe.

Los mecánicos británicos gustaban de su trabajo y lo hacían bien; sus salarios eran generosos y recibían buen trato, y fuera de sus deberes habituales recibían otros encargos, tales como reparar máquinas de coser, rifles, etc., lo que aumentaba considerablemente sus ingresos. Uno de ellos mereció el imperecedero respeto de la población al caer, botella en mano, por la borda de un batelón en el Mamoré, siendo arrastrado por una cascada y emergiendo un poco más allá, donde pudo salir para sentarse tranquilamente en la ribera a finalizar el contenido de la botella.

Otro sufrió una enfermedad desconocida que le dejó la piel casi negra y pestilente. Un día no apareció en su trabajo y el mayordomo, seguro de que había muerto, prometió una botella de alcohol por cabeza, a una pareja de indios, si recogían el cadáver y lo enterraban. Se cubrieron la nariz y la boca, pusieron el cuerpo ennegrecido en una hamaca y lo transportaron al cementerio. En el camino, la hamaca golpeó contra un árbol y una voz sepulcral, desde su interior, les dijo: “Cuidado, niños, cuidado”. Los indios arrojaron su carga y huyeron, pero envalentonados por un trago y acompañados de algunos otros, regresaron y cogieron la hamaca una vez más. Mientras depositaban el cuerpo al borde de la tumba, se oyó nuevamente la voz sepulcral, pidiendo un poco de agua. Todos arrancaron, pero tras nuevas libaciones, regresaron los peones y echaron el babeante cuerpo en la tumba abierta, esparciendo rápidamente tierra sobre él, hasta que se perdió toda esperanza de resurrección.

Poco después de mi llegada aparecieron súbitamente dieciséis indios pacaguaras en una canoa, pintados como en pie de guerra. Mientras estos guerreros bogaban río arriba, se llenó de excitación la orilla más lejana del río Esperanza. Los peones gritaban; los hombres corrían de un lado a otro, lanzando órdenes a un mismo tiempo y comenzó una descarga irregular de disparos de rifle. Los salvajes no se inmutaron. El río, en este punto, tiene seiscientas yardas de ancho, o sea, casi el límite del alcance de un Winchester cuarenta y cuatro. Con serena dignidad, los indígenas pasaron de largo, hasta perderse en algún pequeño afluente. Hubo rostros malhumorados después de la orden de “¡Cese el fuego!”, cuando se hizo un balance del gasto de municiones de precio exorbitante.

Los indios a menudo salían a la ribera opuesta y con toda calma observaban los trajines de la barraca, seguros de que había escaso peligro de que los alcanzaran los rifles. Su aparición invariablemente causaba frenesí en Esperanza y gran derroche de cartuchos. Parecía la ruidosa bravata de los perros cuando ven a un gato sobre una muralla.

Acompañamos a una lancha que iba a Riberalta el 18 de mayo. La noche anterior a nuestra salida se hizo notable, porque cuatro mujeres y cuatro peones indios protagonizaron una danza de ebrios después de consumir cuatro cajas de cerveza a 10 libras la caja, obtenidas a crédito. Al día siguiente, las mujeres recibieron un castigo de veinticinco latigazos cada una por meter bulla y fueron enviadas a trabajar en las plantaciones al otro lado del río; pena muy temida a causa de los paca- guaras. Los hombres quedaron libres de toda culpa, posiblemente porque sirvieron bien a la firma, al quedar aún más endeudados con ella.


Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

Imagen: Cachuela Esperanza (Circa 1920)


PERCY HARRISON FAWCETT EN LA FRONTERA BOLIVIANO BRASILEÑA DEL NORTE (parte XII)

 


El empleo de colector de caucho era un puesto muy humilde; a pesar de ello, conocí a un siringuero que, después de recibir seis años de educación en Inglaterra, se había desprendido de todas sus ropas y hábitos europeos, volviendo allá por su propia voluntad. Un hombre, por muy culto que sea, si ha probado una vez una existencia de extrema simplicidad, raramente regresará a la vida artificiosa de la civilización. Nadie se da cuenta del peso de ella, hasta que no se la ha dejado de lado. Había un hombre, que encontré en el río Madeira, que pertenecía a la tripulación de un batelón, vida, como las hay, terriblemente dura. Hablaba inglés y francés a la perfección; pero prefería esta labor agotadora, con su alcohol, charque y arroz mohoso y sus riberas arenosas por cama, a cualquier otro placer que pudiera ofrecerle una vida más lujosa.

—Cuídense mucho en el Abuna —era el consejo que todos parecían alegrarse dándonos—. La fiebre los matará, y, si logran escapar de eso, se encontrarán con los indios paca-guaras. ¡Salen a las riberas y atacan a los botes con flechas emponzoñadas!

—El otro día atacaron allí a un ingeniero alemán y mataron a tres de sus hombres —me contó alguien. Otro confirmó la información y nos apuntó con su dedo, diciendo:

—No hace mucho tiempo, cuarenta y ocho hombres subieron por el río Negro, afluente del Abuna, buscando caucho. Sólo salieron dieciocho, y uno de ellos se había vuelto completamente loco después de la terrible experiencia.

Si hubiésemos escuchado todas estas advertencias pesimistas, no habríamos ido a ninguna parte. Pero en esa época yo estaba comenzando a formarme mis propias opiniones y ya no creía en todos los cuentos que me relataban sobre los salvajes.

Fue uno de los viajes más lóbregos que yo haya efectuado, porque el río era amenazante en su quietud, y la corriente fácil y las aguas profundas parecían prometer futuros males. Los demonios de los ríos amazónicos se habían expatriado, manifestando su presencia en cielos bajos, lluvias torrenciales y sombrías masas de selva.

Antes de llegar a la confluencia del Rapirrar, nos detuvimos en la barraca de un indio tumupasa llamado Medina, que había hecho fortuna con el caucho. En este inmundo lugar, Medina tenía una Hija que era una de las indias rubias más hermosas que he visto: alta, de rasgos delicados, pequeñas manos y una masa de cabello rubio y sedoso. Suficientemente hermosa como para adornar una corte real, esta niña espléndida estaba destinada al harén del administrador de Santa Rosa y a languidecer como quinto miembro del serrallo de este francés emprendedor. Le tomé algunas fotografías; pero, junto con todas las del Abuna, exceptuando unas pocas desarrolladas en Santa Rosa, fueron destruidas por la constante humedad.

En este río se encuentra un pájaro llamado hornero, que se construye una residencia disimulada en las ramas, techada don barro, justamente sobre el nivel de las aguas altas. Otro pájaro, llamado tavachi, trata —como el cucú— de usurpar este nido cuando puede, y el hornero, al encontrar invadido su hogar, tapia al intruso con fango, dejándolo perecer miserablemente en una tumba sellada. La naturaleza tiene razones para todo, pero nunca pude desentrañar el sentido de este genio destructor, ni tampoco comprendo por qué el instinto del tavachi no le advierte de esta muerte casi inminente.

Aquí también se ve al bufeo, mamífero de la especie manatí, casi humano en apariencia, con pechos prominentes. Sigue a los botes y a las canoas como las marsopas a los buques en el mar, y dicen que tiene excelente carne; pero nunca tuve éxito en pescar uno y comprobar la verdad de este dicho. No es desvalido ni inofensivo, pues ataca y mata a un cocodrilo.

— ¿Vende usted algo?

Esa era la pregunta que nos hacían en todos los centros por donde pasábamos. Cuando los sirios subieron por este río en sus embarcaciones, sus viajes les deben haber resultado extraordinariamente provechosos.

Nos deslizábamos fácilmente en la lenta corriente, no muy lejos de la confluencia del río Negro, cuando casi debajo del casco del igarité apareció una cabeza triangular y varios pies de un cuerpo ondulado. Era una anaconda gigante. Yo me lancé a buscar mi rifle, mientras el animal empezaba a reptar por la orilla y, sin apuntar casi, le disparé una bala en la espina dorsal, a diez pies más abajo de su horrible cabeza. Inmediatamente hubo un remolino de espuma y se escucharon algunos golpes terribles contra la quilla de la embarcación, como si hubiésemos tropezado con un tronco sumergido.

Con gran dificultad persuadí a la tripulación india para que atracase a la orilla. Estaban tan atemorizados, que se les veía el blanco de sus ojos saltones; en el momento de disparar había escuchado sus voces aterrorizadas rogándome no hacer fuego, porque el monstruo destruiría la embarcación matando a todos a bordo, pues estas bestias no sólo embisten contra las naves cuando están heridas, sino que hay peligro de que ataque también el compañero.

Bajamos a tierra, aproximándonos al reptil con precaución. Estaba fuera de combate; pero los estremecimientos recorrían su cuerpo así como el viento levanta las aguas de un lago montañoso. Por lo que pudimos medir, tenía alrededor de cuarenta y cinco pies fuera del agua, más diecisiete pies en el interior de la corriente, lo que hacía un largo total de sesenta y dos pies. Su cuerpo no era grueso para una longitud tan colosal —no más de doce pulgadas de diámetro—, pero probablemente había pasado largo tiempo sin alimento. Traté de cortar un trozo de su piel, pero la alimaña no estaba muerta como creíamos y nos aterrorizaron sus repentinos sacudimientos. Un olor penetrante y fétido emanaba de la serpiente; tal vez era su aliento, del cual se cree que tiene un efecto entorpecedor, que atrae primero y después paraliza a su víctima. Todo es repulsivo en este reptil.

Posiblemente no sean comunes estos especímenes tan largos; pero hay rastros en los pantanos que alcanzan una anchura de seis pies y confirman los relatos de los indios y de los colectores de caucho, que dicen que la anaconda alcanza, a veces, tamaños increíbles, sobrepasando en mucho al ejemplar muerto por mí(1). La Comisión-Limítrofe brasileña me contó que ellos habían dado muerte a una anaconda en el río Paraguay ¡de más de ochenta pies de largo! En las cuencas del Araguaya y del Tocantíns existe una variedad negra conocida como dormidera, debido al ruidoso sonido que emite, semejante a un ronquido. Dicen que alcanza un tamaño gigantesco, pero jamás pude ver una. Estos reptiles viven principalmente en las marismas, pues, a diferencia de los ríos, que a menudo se transforman en meras zanjas de barro durante la estación seca, las marismas permanecen siempre inalterables. Aventurarse penetrando en los lugares frecuentados por las anacondas es hacer burla de la muerte.

Este río nos tenía reservada gran agitación. Habíamos dado muerte a algunos marimonos —monos negros—, para tener reservas de alimentos, y suspendimos sus cuerpos en las altas ramas de un árbol para mantenerlos a salvo, cuando acampamos. A medianoche me despertó un golpe bajo la hamaca, como si un cuerpo pesado se hubiese deslizado por debajo; al atisbar hacia fuera, vi a la luz de la luna la silueta de un enorme jaguar. Había venido atraído por la carne de mono y no se interesaba en mi persona; pero en todo caso habría sido temerario disparar en esa luz incierta, pues un jaguar herido se transforma en algo terrible cuando está en lugar demasiado estrecho. Observé cómo la bestia se' levantaba en sus patas posteriores y le daba de zarpazos a uno de los cuerpos colgados. En el momento en que iba a apoderarse de lo que buscaba, lo asustó el ruido de mi hamaca; se volvió con un gruñido, mostró los dientes, y después se alejó tan silenciosamente como una sombra.

En grandes extensiones del río no se veía otra cosa que árboles de palo santo, ante cuya vecindad la selva, por así decirlo, recoge los bordes de su vestimenta. Es imposible equivocarse, porque allí se levantan como leprosos, mientras alrededor de ellos el suelo está absolutamente vacío de vegetación. Una noche Dan estaba tan cansado de buscar campamento, que colgó su hamaca entre dos de estos árboles y se acostó sin darse cuenta de lo que había hecho. A medianoche nos sacaron de nuestras hamacas unos gritos que hacían coagularse la sangre en las venas y que nos hicieron coger los rifles, creyendo que se trataba de un ataque de los salvajes. Aun medio inconscientes por el sueño, casi sentíamos las flechas emponzoñadas que penetraban en nuestro cuerpo sin protección y creíamos ver formas obscuras saliendo de los matorrales, en el perímetro del campamento. Después nuestros ojos contemplaron a Dan que corría como demente hacia el río, gritando a medida que avanzaba. ¡Se escuchó una zambullida y los lamentos disminuyeron! Satisfechos al saber que los indios no nos atacaban, seguimos a Dan hasta la ribera del río para inquirir el motivo del bullicio. Legiones de hormigas se habían deslizado por las cuerdas de la hamaca.

Desde los dos palos santos, cubriéndolo de pies a cabeza y le enterraron sus mandíbulas venenosas en cada centímetro de su persona. Chorreando agua, se subió a una canoa y allí pasó el resto de la noche sacándose los insectos del cuerpo. Al día siguiente tuvimos gran trabajo en retirar la hamaca y dejarla libre de hormigas.

— ¡Salvajes!

El grito fue proferido por Willis, que estaba en la cubierta observando la llegada al rápido Tambaqui. Dan y yo salimos de la lona y miramos en la dirección que el negro señalaba. Algunos indios se encontraban parados en la ribera, con los cuerpos íntegramente pintados con el jugo rojo del urucu, semilla común en la selva. Sus orejas tenían lóbulos colgantes y sus narices estaban atravesadas de parte a parte con plumas de ave, aunque no llevaban aderezo de plumas en torno a sus cabezas. Era la primera vez que veía a esa gente y pensé que eran karapunas.

—Nos detendremos y trabaremos amistad con ellos — dije; pero antes de que pudiese dar la orden de acercarnos a la ribera, nuestra tripulación india descubrió a los salvajes. Hubo gritos dé alarma y los remos se movieron frenéticamente.

Se escucharon gritos de los salvajes, y en seguida, alzando sus grandes arcos, dispararon algunas flechas en nuestra dirección. No pudimos verlas volar, pero una de ellas se incrustó con ruido terrible en el costado de la embarcación, que tenía un espesor de una pulgada y media, y su punta atravesó también el otro costado del bote. Me dejó atónito la fuerza con que fue disparada esa flecha y si no lo hubiese visto por mis propios ojos, jamás habría creído en su poder de penetración. ¡Si un rifle apenas es capaz de superarla!

La costumbre de estos indios era salir a la ribera en número de doscientos o trescientos y dar una ―calurosa‖ recepción a las embarcaciones que pasaban. El centro del río estaba a su alcance por ambos lados, de manera que no había posibilidad de salir ileso. En otro río supe de un barco que fue atacado en forma similar. Una flecha traspasó a un inglés en ambos brazos y en el pecho, clavándolo en cubierta con tal fuerza que costó mucho libertarlo.

El igarité se deslizaba por el agua a tal velocidad, que muy pronto llegamos hasta el rápido Tambaqui, donde nos precipitamos sin contratiempos; la tripulación aun remaba furiosamente por temor a más flechas. No era un rápido muy formidable, y en ningún caso tan malo como el siguiente, el Fortaleza, que tenía una caída de diez pies y cuyo solo sonido inspiraba temor. El agua azotaba con furia formando una ráfaga de espuma sobre un afloramiento del mismo granito que se encuentra en el Madeira y en todos los ríos al oriente de esta corriente, entre los ocho y diez grados latitud sur, y cuyo significado vine a reconocer más tarde, cuando estudié la geología del antiguo continente. La embarcación no podía bajar por esta cascada; tuvimos que sacarla del agua, transportándola por tierra en rodillos fabricados con troncos de árboles, labor ésta que nos dejó casi exhaustos, ¡tan escasos de mano de obra estábamos!

En la ribera yacía el cuerpo medio seco de una anaconda muerta, cuyo cuero tenía cerca de una pulgada de grosor. Posiblemente, cuando estuviera completamente seco, se reduciría a menos que esto, pero aun así, el hermoso y duro cuero igualaría en calidad al del tapir.

Referencias:

1 ¡Cuando se habló de esta serpiente en Londres se dijo que mi padre era un mentiroso a carta cabal!


Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

Descripción de la Imagen: Campamento nocturno, Bolivia, 1907. Artista Percy Harrison Fawcett. (Foto de la Royal Geographical Society. // Getty Images)

 

PERCY FAWCETT EN LA FRONTERA BOLIVIANO BRASILEÑA (Parte XI)

 


El batelon se deslizaba por un recodo boscoso del río, cuando sentí a proa un repentino grito de sorpresa de los hombres. Levanté la vista. En la orilla, a menos de doscientas yardas frente a nosotros, vi un vapor transatlántico.

—Salgan ligero —grité a Dan y Chalmers, que conversaban dentro del refugio del batelón—. Hay algo aquí que ustedes no ven a menudo.

Se arrastraron sobre cubierta y. se pusieron de pie junto a mí, boqueando de asombro.

Era un pequeño buque —que desplazaba tal vez unas mil toneladas—, pero en ese momento de encuentro inesperado parecía más poderoso que el “Mauritania”, mayor que el “Olympic”. Apenas podíamos creer a nuestros ojos. Parecía increíble que hubiésemos encontrado un verdadero vapor del otro lado del mundo aquí, en el corazón del continente, encerrado por la selva exuberante, separada del océano en un costado por la elevadísima cordillera, y en el otro, por mil seiscientas millas de río. Su casco negro y su obra muerta de un amarillo sucio estaban rayados con moho; la cubierta sobresalía bien ocho pies sobre la superficie del agua; su chimenea negra, alta y esbelta no tenía humo, pero sobre ella la atmósfera' vibraba con los gases de las calderas encendidas, y la embarcación se ladeaba ligeramente hacia la costa, de manera que los vertellos de sus mástiles romos se juntaban casi con el espeso follaje de los árboles marginales de la selva.

Mientras nos deslizábamos vi el nombre "Antonina" en desvaídas letras en su proa. Un camarero salió a cubierta bajo el puente, vació un balde de aguas servidas por la borda y enderezó su figura medio desnuda para contemplarnos; era un hombre pequeño, con un mechón pelirrojo y hombros estrechos y oprimidos. Nadie más apareció, ni se veía actividad a bordo; pero era la hora en que los europeos almuerzan. Sucias velas estaban extendidas sobre los ventiladores del alto cuarto de las calderas, y por los escotillones abiertos sobresalían los vertederos de aire. En la bovedilla del barco aparecía otra vez el nombre “Antonina, Hamburg”, y una paleta de su única hélice se veía debajo.

—Hey —exclamó Dan—. ¿Qué tal si subiéramos a bordo a beber una cerveza? ¡Deben tener verdadera cerveza alemana, fresca, de barril!

Era demasiado tarde. La corriente ya nos había arrastrado y resultaba muy difícil retroceder. ¡Debíamos haber pensado eso antes, en vez de quedarnos como tontos mirando la embarcación ¡

—Me pregunto lo que hará aquí —murmuró Chalmers.

—Caucho —dijo Dan—. Viene a cargar caucho. Probablemente trajo maquinarias y mercaderías. ¡Imagínense lo que es traer un barco hasta acá mismo!

Eso era lo que me dejaba atónito. Ocasionalmente se veían vapores en el Madeira; pero nadie esperaba encontrar alguno en el Acre. Su presencia allí probaba que el río era navegable, hasta ese punto por lo menos.

Estábamos algunas millas río abajo de Xapury, la aldea brasileña más austral del Acre. Después de abandonar Cobija, entramos en territorio brasileño, e inmediatamente se notó un cambio apreciable, pues las barracas eran florecientes; las casas, bien construidas, y los dueños demostraban, prosperidad. Después de Cobija, Xapury parecía un sitio de lujo, porque se jactaba de tener un hotel que cobraba catorce chelines al día, lo que no era caro, si se consideran los precios que regían en el río.

Tal como en las aldeas bolivianas, en Xapury abundaban el licor y las enfermedades. Aquí se congregaban los “villanos” del Acre para alegrarse; de manera que la ciudad estaba frecuentemente “calurosa” en más de un sentido. Dan era el petimetre de nuestro grupo, y la paga que recibió en Cobija la gastó en un terno nuevo, una cadena dorada de reloj y un par de feísimas botas amarillas con tacones altos y con elásticos a los costados. No sé cómo escapó de las garras de los ―rufianes‖, que formaban un grupo malvado, capaz de cualquier cosa, y creo que alguna payasada a costa de Dan les hubiera entretenido una o dos horas. Estas aldeas ribereñas atraen a los peores aventureros de Brasil. Los rufianes locales irrumpían en los centros, robando el caucho y arrancando con él antes de que los siringueros notasen su pérdida. Les era fácil venderlo mandándolo río abajo. Siendo hábiles tiradores y cuchilleros, listos siempre a usar sus armas sin la menor vacilación, no había hombre corriente que se atreviera a mezclarse con ellos.

La vista de un barco fue una ojeada refrescante de civilización; pero nuestros estimulados espíritus pronto volvieron a decaer cuando arribamos a las barracas, a lo largo del río. En una de éstas había una mortalidad del veinticinco por ciento del personal anualmente.

En otra, todas las muías murieron a causa de una enfermedad imprecisa, ¡o quizá fue por una indigestión de periódicos! El alcohol era la causa de la mayoría de las dolencias humanas.

Empreza, otro poblado brasileño, era aún peor que Xapury; pero allí sólo nos detuvimos para recoger al coronel Plácido de Castro, gobernador de Acre, que nos acompañó hasta su barraca Capatara. Gracias a él pudimos obtener en Catapara muías para el viaje por tierra hasta Abuna. Su hospitalidad y amena conversación aumentan más nuestra deuda de gratitud. Los afluentes superiores del Abuna tenían que ser explorados y trazados, pues eran extremadamente importantes m las disposiciones fronterizas.

Nos detuvimos, en un lugar llamado Campo Central para buscar las fuentes de ciertos ríos y encontrar su posición. Mientras efectuábamos nuestro trabajo llegamos hasta enormes claros circulares, de una milla o más de diámetro, los que eran la antigua ubicación de aldeas de los indios apurinas, abandonadas hacía pocos años. Unos pocos de estos indios vivían aún en otro lugar llamado Gavión y otros bastante afortunados, que lograron escapar de las expediciones negreras, huyeron hacia el norte, introduciéndose algunas leguas en la selva, donde trabaron amistad con colectores de caucho y rápidamente decayeron bajo la influencia del alcohol. Eran gente muy miserable, extremadamente pequeños e inofensivos en apariencia. Enterraban a sus muertos en posición sentada, y nos encontramos con tumbas por doquiera en los claros.

El pequeño grupo de Gavión se había sometido a la civilización y parecían muy contentos, exceptuando el temor que sentían por un mal espíritu llamado Kurampura. La mala suerte en la caza se atribuía a Kurampura, lo que les hacía buscar el apaciguamiento del dios atando un hombre al tronco de un palo santo, a manera de sacrificio. El palo santo es una de las pestes más comunes en las selvas sudamericanas. De madera blanda y liviana, se encuentra generalmente en las orillas de los ríos, y es el alojamiento favorito de la hormiga brasileña, un insecto dañino, de una picada extremadamente dolo- rosa. Toqúese el árbol y ejércitos de estas hormigas saldrán de los agujeros ansiosos de atacar, aun dejándose caer desde las ramas sobre el transgresor. Debe ser una agonía indescriptible estar atado al árbol por un par de horas; sin embargo, ésa es la costumbre de los indios, y he conocido a blancos depravados en estos lugares que empleaban esta misma forma de tortura. Como muchos otros insectos venenosos, la hormiga ataca de preferencia el cuello del hombre; sólo las avispas parecen preferir los ojos. El palo santo no tiene ramas en la parte inferior del tronco y en un radio de algunas yardas no crecen en su contorno ni una hoja ni una brizna de pasto.

Tuve una escapada milagrosa cerca de Gavión. Había en el sendero una serie de profundos canales atravesados por leños toscamente desbastados. En tiempo húmedo, las muías prefieren caminar por el madero de la orilla, pues parece menos resbaladizo; por lo tanto, esos maderos son los más gastados y parecen más peligrosos. Yo estaba francamente nervioso, pero me consolaba a mí mismo con el pensamiento de que, por instinto o por hábito, la mula sabría mejor que yo lo que estaba haciendo. Al atravesar por una de estas corrientes de escarpadas orillas se quebró el leño por donde avanzaba mi mula y nos caímos, hundiéndonos en el agua con un tremendo chapoteo. Quedé aplastado debajo del animal, cuyo peso me empujó dentro del fangoso lecho del río. Si el fondo hubiese sido duro, no habría quedado un solo hueso sano en mi cuerpo, pues la mula luchaba y pateaba frenéticamente en sus esfuerzos por levantarse; consiguió hacerlo cuando ya se había escapado todo el aire de mis doloridos pulmones, y me las arreglé para sacar la cabeza fuera del agua en el momento preciso. La caída pudo ser mortal; pero, fuera de la zambullida, no recibí daño alguno.

Los accidentes siempre ocurren súbitamente. Uno de nuestros indios, por pura travesura, dejó a medio cortar un árbol, y esa noche cayó sobre nuestro dormido campamento con terrorífico estrépito. Nadie resultó herido; pero los toldos de las hamacas quedaron reducidos a tiras y se cortaron los tirantes de las cuerdas. Legiones de hormigas negras, pequeñas y muy agresivas, se arrojaron sobre nosotros desde las ramas caídas y las moscas katuki se apresuraron a atacar nuestros cuerpos con sus aguijones semejantes a agujas. Nadie pudo dormir por el resto de la noche a causa de los insectos.

Las lluvias copiosas y las inundaciones en la senda de Abuna nos obligaron a permanecer algunos días en un centro llamado Esperanza, donde alguien robó dos de nuestras monturas y huyó con ellas al interior de la selva. Me compadezco del ladrón si alguna vez fue hallado, pues las sillas pertenecían a Plácido de Castro.

Tres colectores de caucho murieron por mordedura de reptil el día que llegamos a Santa Rosa, en el Abuna. Situado en medio de pantanos, este lugar era el paraíso de serpientes de todas clases, incluyendo las anacondas, y tan temidas eran en realidad estas últimas, que la barraca se consideraba como una colonia penal. Los colectores de caucho trabajaban en parejas, pues habían desaparecido misteriosamente demasiados hombres solos. Era una de las dependencias de los hermanos Suárez y quedaba en territorio boliviano, el lugar más deprimente que yo haya conocido, pero también muy rico en caucho. La única característica atenuante de la construcción era el de constar de dos pisos; pero, por estar situada a sólo pocos pies sobre el nivel normal del río, se inundaba a menudo, y en la estación seca quedaba rodeada por un océano de fango. El administrador era un francés de buena familia, quien, pese a ser hombre enfermo, se consolaba de la monotonía de su vida manteniendo un harén de cuatro mujeres indias bastante hermosas. El problema de Santa Rosa era la escasez constante de trabajo. Vacilo en dar las cifras de la mortalidad, pues son casi increíbles.

Una de las especies de serpientes que se encuentran allí tenía la cabeza y la tercera parte de su cuerpo planos como una cinta de papel, mientras el resto era redondo. Otra especie era completamente roja, con una cruz blanca en la cabeza. Ambas tenían fama de ser venenosas. Por la noche era bastante común ver el resplandor de los ojos de las anacondas, que reflejaban luminosamente la más pequeña luz, como puntos de fuego.

—Hay indios blancos en el Acre —me contó el francés—. Mi hermano subió por el Tahuamanu en lancha y un día, bastante río arriba, oyó decir que estaban muy cerca de los indios blancos. No lo creyó, mofándose de los hombres que se lo con taron; sin embargo, salió en canoa, encontrando signos inconfundibles de indios. De improviso, él y sus hombres fueron atacados por salvajes grandes, bien conformados, apuestos, completamente blancos, de pelo rojo y ojos azules. Luchaban como verdaderos demonios, y cuando mi hermano mató a uno de un disparo, los otros se reunieron para recobrar el cadáver, huyendo con él.

“La gente dice que no existen estos indios blancos, y cuando tienen la evidencia de su existencia, alegan que son mestizos de español e indio. Eso dice la gente que jamás los vio; pero los que los han visto piensan de muy distinta manera.

La fiebre y los insectos eran más de lo que Chalmers podía soportar. Por algún tiempo observé su gradual decaimiento, y, temiendo que si continuaba conmigo no pudiese sobrevivir a las dificultades, sugerí su regreso a Riberalta. Casi esperando que rehusara, me asombré cuando aceptó con presteza, partiendo el 10 de abril con cinco de los indios tumupasas que también sufrían de fiebre. Me quedé con tres indios, con Willis y con Dan para ascender el Abuna y determinar su curso en forma exacta. Ya habíamos trazado en la carta la fuente con nuestros instrumentos inadecuados; para finalizar bien el trabajo era necesario levantar el plano del resto del río. Nada había inexplorado —ya se había ascendido alrededor del año 1840 y existían algunas barracas en las aguas superiores—; pero era un río de pésima fama, que con frecuencia inundaba sus orillas transformándolas en vastos pantanos y lagunas, e infestado en sus corrientes medias por los temidos indios pacaguaras, que siempre se demostraban hostiles. Hacía poco habían dado muerte a un brasileño y arrancado llevándose muchos prisioneros a la selva. Aquí se encontraban también las gigantescas anacondas, la más poderosa de las constrictoras, viviendo en las extensas marismas provocadoras de fiebre.

¡Es una verdadera lástima que los ríos hayan perdido sus antiguos nombres indios, pues éstos daban una indicación de su naturaleza! El Acre era el Macarinarra o ―Río de las Flechas‖, pues allí se encontraban los bambúes floridos de los que se cortaban las flechas. El Rapirrar, afluente fronterizo del Abuna, era el ―Río de los Sipos‖, enredadera empleada comúnmente en construcciones de casas. Otro río pequeño, el Capeira, se llamaba ―Río del Algodón‖, etcétera. Algún día se olvidará la antigua nomenclatura, una pérdida en las regiones donde pueden ser encontrados minerales estratégicos.

Plácido de Castro nos visitó para despedirnos, antes que partiéramos de Santa Rosa en un igarité que pude comprar. Como de costumbre, el coronel venía acompañado de una jauría de perros de distintas razas, que tenían el hábito de sentarse para rascarse a cada momento. En la selva, los perros se rascan todo el tiempo, pasan su vida rascándose; ¡lo raro del caso era que su piel sólo se gastaba en partes aisladas, en lugar de despellejarse totalmente del cuerpo! Fue la última vez que vi al coronel, pues poco tiempo después fue herido mortalmente a bala por asesinos desconocidos mientras iba por un sendero. Su muerte fue una pérdida irreparable para la región brasileña del caucho, pues era un hombre bueno e ilustrado.

El coronel, que participó en forma importante, junto al Brasil y contra los bolivianos, en los disturbios de 1903 en el Acre, me contó que, en un principio, vistió a sus hombres con uniforme caqui; pero se producían tantas bajas, que lo cambió por color verde. Resultó ser menos resaltante en la selva, y de inmediato se redujeron las pérdidas a una cifra insignificante. Según su opinión, la mala administración había precipitado el conflicto. En cuanto a sus hazañas, se mostraba modestamente reticente, pero su renombre se había extendido más allá del Acre.

Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

Descripción de la Imagen: Bahía mirando al oeste, Bolivia, 1907. Artista Percy Harrison Fawcett. (Foto de la Royal Geographical Society. // Getty Images)

 

EN 1871 EL PARLAMENTO BOLIVIANO DEBATE LA FORMA DE ESTADO, EL FEDERALISMO Y UNITARISMO

 

Evaristo Valle.

Durante el periodo de Gobierno del presidente Agustín Morales se produjo el primer debate serio referido al tipo de Gobierno que debía instalarse en el país, las propuestas estaban entre el Federalismo y el Unitarismo.

Federalismo vs Unitarismo.

La Comisión de Constitución presentó sus trabajos a principios de julio de 1871: tres diferentes propuestas había sido elaboradas por otros tantos grupos. La mayoría, compuesta de Evaristo Valle, Mariano Reyes Cardona, José Manuel del Carpio, Agustín Aspiazu y Eulogio Doria Medina, adoptó como base de discusión la Constitución de 1861 y la puso en consideración de la Asamblea, con varias reformas y modificaciones:

La primera minoría –Manuel Macedonio Salinas y Narciso Campero- presentó un proyecto de Constitución Unitaria, que difería de la de la mayoría en diferentes tópicos: sufragio indirecto para la elección de Presidente y Senadores; Poder Legislativo con dos Cámaras y creación de Concejos Departamentales encargados de velar por los intereses de éstos. La segunda minoría – Lucas Mendoza de la Tapia y Francisco Velasco– presentó un proyecto de constitución basada en el Sistema Federal: Bolivia debía convertirse en una República Federal, compuesta de los Departamentos de Chuquisaca, Potosí, Oruro, Cochabamba, La Paz, Santa Cruz, Beni y Cobija (Litoral) y debía adoptar el nombre de Estados Unidos de Bolivia o del Alto Perú.

La discusión del tema empezó el día 28 de agosto y se centró en la “forma de gobierno”. Durante siete días, los parlamentarios federalistas y los unitarios, debatieron larga y acaloradamente la situación, argumentando cada uno por su parte, los beneficios y los perjuicios que traía cada forma de gobierno.

Los federalistas estaban encabezados por Lucas Mendoza de la Tapia. Los unitarios tenían a Evaristo Valle a la cabeza.

Argumentos de los federalistas

Según Lucas Mendoza de la Tapia, el sustento de la propuesta federalista se basaba en los siguientes hechos: Bolivia había tenido, hasta el momento, siete constituciones que habían ido desde la más liberal hasta la más tiránica; centralizadoras y descentralizadoras. Todas habían fracasado, porque el principio unitario había sido el alma de todas ellas. La idea central era que la ley fatal del unitarismo es que es esencialmente despótico. Existen, según Mendoza, desde el inicio de la República, ideas falsas acerca del Gobierno Federal: se lo mira como un peligro de disolución nacional, cuando el gran secreto de la Federación es dividir el gobierno del país entre el Gobierno General de la Nación y los gobiernos particulares de los Estados o Departamentos. La soberanía local de los departamentos o estados, no los autoriza a separarse de la unión, sino sólo dirigir y gobernar su respectiva localidad, sin intervención del Gobierno Central. El Gobierno General administra en lo referente a los asuntos que atañen a todos. Nada tiene que ver con la administración interior de las localidades y Gobiernos Particulares. Cada uno es libre en su respectiva esfera: la nación, el estado y el individuo.

En el Gobierno Federal, son imposibles la tiranía y las revoluciones ya que la libertad individual es la raíz de las demás libertades. El federalismo busca exonerar al Gobierno de tareas menores y muy específicas: nombramiento de funcionarios locales, desde los más importantes hasta los más insignificantes; administración de los establecimientos de beneficencia y caridad; construcción de puentes sobre las rutas o caminos vecinales; organización interior de la Policía y de la Magistratura. La racionalidad del federalismo radica en que los interesados en algún tema son los responsables de la correcta ejecución e implementación de políticas al efecto: los padres son los más interesados en propagar la instrucción de los niños; aquellos que reciben directamente las bendiciones de la justicia o los que temen sufrir los estragos de la inequidad judicial en su vida, en su honor o en su fortuna son los que ofrecen más probabilidades de acierto en el nombramiento de los jueces; los que frecuentan las vías de comunicación vecinal día y noche son los que pondrán mayor empeño en su construcción y mantenimiento.

Unidad y descentralización son términos excluyentes. En una República no hay un rey que sirva de columna permanente al orden y tampoco hay costumbres consagradas desde los tiempos feudales. La fuerza es el principal elemento de gobierno en un sistema unitario: pueblos mal gobernados están siempre descontentos y prevenidos contra el Gobierno. Los Prefectos, Sub–prefectos e Intendentes de Policía al ser escogidos por el Gobierno no conocen otro deber que sostenerlo a todo trance: estos son los orígenes de las resistencias, represiones, revoluciones. El Ejército, en los países unitarios, es la fuerza que acalla la opinión, acecha el pensamiento y acogota a los opositores (aquellos cuyas ideas difieren de las oficiales). En cambio en los países federales sus obligaciones son defender la independencia nacional contra los enemigos externos y sostener las leyes federales en el interior de la República. Nada tiene que ver con el régimen interno de las localidades. La Federación no es disolución sino más bien lazo de unión ya que el principio federativo divide el gobierno del país; no divide el país. Los gastos serán menores porque habrá una subvención a los departamentos pobres. Es la ley del socorro mutuo.

Argumentos de los unitarios.

Evaristo Valle era el campeón del unitarismo. Desde su punto de vista, no es la unitariedad [sic] la que causa problemas: el mal no está en las instituciones: eso es una falacia llamada non causa pro causa. No es la unidad la que engendra las revoluciones: las engendran el hambre y la miseria pública. La una engendra la anarquía; la otra el despotismo. El aclimatamiento de la libertad no depende de las instituciones sino de los hombres: si se cambian los hombres, se cambian las costumbres y todo cambia. Bolivia ha mudado de constituciones pero no de hombres; no está preparada para la libertad ya que América ha sido educada bajo el más duro y vil coloniaje y la degradación fue lo que se imprimió sobre su raza. Con los procesos de Independencia lo que ha sucedido es el cambio brusco de la oscuridad a la luz aunque no se conocen las causas de donde viene la benéfica influencia. Una raza degradada, forzada al trabajo por sus señores, sin artes ni industria de ningún género no podía dejar de ser lo que era y en los 45 años de independencia ha adquirido los vicios correspondientes a la licencia más que a la libertad: esa es la razón del flujo y reflujo de despotismo y anarquía.

Para cambiar al país se necesitan trabajo, artes y todo tipo de industrias ya que el que no tiene de qué vivir es esclavo del que tiene, del poder y hasta de sus propios vicios. Bolivia es un pueblo de clérigos, militares y abogados ya que se cree que la dignidad humana se degrada fuera de estas tres profesiones. Nadie quiere ser agricultor ni artista: se deja eso para la clase media o la baja del pueblo. Por eso las gentes quieren buscar la vida en los empleos que conducen a los trastornos políticos o al servilismo o al poder. Evidentemente el federalismo permite gozar de los encantos de la libertad. Pero, para Bolivia, es prematuro: vendrá cuando la sociedad esté preparada. Antes de eso se hará odioso para los pueblos y lo repudiarán. El bien no se consigue en un día: todo viene lenta y gradualmente ya que la paciencia es el precio que Dios impone a la felicidad. Tal vez en unos años Bolivia se encuentre más preparada; de momento es una locura, ya que no hay con qué pagar los gastos.

Para Agustín Aspiazu, el segundo sostenedor de esta idea, la tiranía no es el resultado de los principios establecidos por la ciencia: es el engendro de la corrupción de los partidos. Hay tiranos donde hay abyección y servilismo, cualquiera que sea la forma de gobierno: la salvación de la Patria depende de un buen gobernante rodeado de buenos ciudadanos. La federación se viene a paso redoblado y detrás de ellas la disociación de la Patria.

Para Félix Reyes Ortiz, el tercer sostenedor de la idea unitaria, la división de poderes era la garantía de la libertad ya que el Legislativo tenía el derecho de acusar al Ejecutivo para hacer efectiva la responsabilidad del Presidente y de los Ministros.

El debate sobre federalismo y unitarismo, demandó catorce sesiones, funcionando sin interrupción de la mañana a la noche Cada uno defendió su posición ardorosamente y no se pudo llegar a un consenso. Para desentrabar la situación, Tomás Frías apoyó el federalismo y propuso una forma especial denominada “Estatuto” que no recibió mayor atención. Cuando se votó la decisión, el 5 de septiembre, la mayoría apoyó el sistema unitario.


Fuente: “Ni tan caudillos, ni tan bárbaros: política y economía en la presidencia del General Pedro Agustín Morales Hernández, 1871–1872” De: Pastor Rafael Deuer Deuer / UMSA 2018.

Imagen: Evaristo Valle.

// Historias de Bolivia.

 

TARIJA NO PARTICIPÓ DEL NACIMIENTO DE LA REPÚBLICA BOLÍVAR EL 6 DE AGOSTO DE 1825

 


Por: Elías Vacaflor Dorakis / 5 de agosto de 2022 / https://www.elestadodigital.com/2022/08/05/tarija-no-participo-del-nacimiento-de-la-republica-bolivar/

l sábado 6 de agosto de 1825 los 47 diputados de las cuatro Provincias del Alto Perú, sacudieron el mapa político de la América del Sur: nació la República “Bolívar” con cinco Departamentos: Chuquisaca, Santa Cruz, Cochabamba, La Paz y Potosí.

La Asamblea Constituyente había iniciado sus deliberaciones el 10 de julio de 1825 con 39 Diputados en la Ciudad de Chuquisaca. En definitiva, fueron 47 los Diputados que rubricaron el Acta de la Independencia del Alto Perú y aprobaron el nacimiento de la República “Bolívar”.

A pesar de no pertenecer al Alto Perú y; por consiguiente, no haber sido incluido en el texto del Decreto del 9 de febrero de 1825, sino, a la jurisdicción de la Intendencia Gobernación de Salta desde febrero de 1807 a través de la Real Cédula promulgada por el Rey de España y; por ende, a las Provincias del Río de La plata, un grupo minúsculo de tarijeños dio inicio al proceso de secesión de Salta al amparo disimulado del Libertador Antonio José de Sucre. Para esa compleja y delicada tarea, Sucre eligió al Cnel. Francisco O’Connor amigo suyo y muy cercado a su campaña libertarias al mando de Simón Bolívar.

Para el cumplimiento de esa misión, Sucre decidió enviar a O’Connor a Tarija a inicios de mayo de 1825 para que pusiera en práctica el auxilio que dos importantes referentes tarijeños habían solicitado a través de reservada correspondencia.

El primer acto que realizó O’Connor fue la realización de una reunión que contó con la presencia de importantes personajes de la vida social y política de Tarija y; luego, deponer al Teniente de Gobernador de Tarija al Dr. José Felipe de Echazú, elegido democráticamente con el aval de Salta y sus autoridades, designó a0l Cnel. Bernardo Trigo Espejo como máxima autoridad de la Villa de Tarija. Sucre y sus agentes violentaron las normas internacionales legales vigentes entre ambos países.

Todo lo brevemente descrito en los dos párrafos anteriores, ya representaban la violación a la soberanía del Río de La Plata. Ello significaba el ingreso de autoridades militares sin autorización alguna y promover acciones que atentaban con todas las normas de sana convivencia y relaciones entre el Alto Perú y las Provincias del Río de La Plata. Como podremos deducir, esas acciones generaron una rápida y contundente respuesta de rechazo de Arenales, Gobernador de Salta, quién remitió nutrida correspondencia a Buenos Aires poniendo en contexto a las autoridades y; por supuesto, al Libertador  Sucre denunciando y reclamando los hechos que atentaban a la soberanía del Río de La Plata.

 Muy a pesar de ello, en semanas posteriores desarrollaron toda una trama para dar paso al proyecto de secesión. El 6 de junio de 1825, se llevó a cabo un Cabildo Abierto y la elección de 3 diputados por Tarija ante la Asamblea Constituyentes del Alto Perú. De esa manera, a base del Decreto de 9 de febrero y el Reglamento Electoral inserto eligieron tres diputados: Baltazar de Arce, Joaquín de Tejerina y Mariano de Ruyloba. Pero éstos no fueron aceptados por la Asamblea reunida en Chuquisaca bajo el argumento que Tarija no había renunciado por escrito a las Provincias del Río de la Plata.

Transcurridos siete días desde que nació la república, la respuesta brindada por la Asamblea fue desconcertante para los tarijeños. Ante ello, los Cabildantes, promotores y testigos del acto eleccionario del 6 de junio, decidieron remitir una nota al Presidente de la Asamblea.

Parte del texto, que tiene la fecha del 13 de agosto de 1825, es el siguiente:

El Cabildo, Justicia y Regimiento de la Provincia de Tarija

A la Soberana Asamblea del Alto Perú

La Provincia de Tarija, desde la gloriosa recuperación de la Libertad Americana, se decidió agregarse y pertenecer a la del Alto Perú, y al efecto de examinar imparcialmente el voto general de ésta, se reunió toda por medio de sus Representantes, quienes unánimemente dijeron y proclamaron ser su voluntad agregarse y pertenecer a las Provincias del Alto Perú, como aparece de la acta celebrada el día 6 de junio del presente año, cuya copia autorizada acompaña ésta Municipalidad, por la que en inteligencia de pertenecer al Alto Perú nombraron sus Diputados para esa Asamblea General.

De todo esto se tiene dado aviso oficial diversas veces a las Superioridades por el conducto inmediato del Señor Jefe de Estado Mayor General, Comandante General de la Columna del Sud Francisco B. O’Connor, y hasta ahora no ha habido contestación, por cuyo motivo se hallan paralizados los dichos Diputados para su marcha.

La situación es cada día más grave y difícil de atender. De parte de las Provincias del Río de La Plata a través del Gobernador de Salta, que está debidamente informado por sus colaboradores y gente tarijeña opuesta a las intenciones secesionistas, hace un intento de poner fin a las acciones del grupo bolivianista. Para ello, emitió un Bando el 13 de septiembre, que dice:

Juan Antonio Álvarez de Arenales, General de las Provincias de la Unión, Mariscal de Campo del Estado de Chile, Oficial de Honor de la Legión del mismo, Gran Mariscal del Perú, Gobernador y Capitán General de la Provincia de Salta, et., etc.

Deseando poner término a los males y abusos que desgraciadamente se observan en esta Villa por la escandalosa arbitraria, y detestable corruptela de forjar informes, certificados, o documentos arrancando firmas subrepticiamente con dolo, engaño, y acaso coartando la libertad de los más infelices e ignorantes para defraudar el mérito de los ciudadanos, arruinando sus  fortuna, y llevar adelante torcidas intenciones, y ambiciosos proyectos; En consecuencia y bajo tas  penas arbitrarias que indefectiblemente se aplicarán, se prohíben del todo semejantes procedimientos como igualmente los que se llaman Cabildos Abiertos, y todo acto y reunión popular-arbitraria que en sentido ninguno no son otra cosa que funestas asonadas, o tumultos que arrastran tras de sí el desorden, la inquietud, la guerra civil, y toda clase de males a la sociedad; y de consiguiente se encarga estrechamente la decencia, honor y delicadeza en las solicitudes que tengan que hacer, y que precisamente se sujeten a la práctica, a la ley, y a la cultura del siglo.

Es tarde, porque el posicionamiento de la corriente bolivianista está ganando espacio y adeptos.

El asunto tomó otra dirección más grave e involucró a los propios Libertadores: Bolívar y Sucre. Estos, defendiendo cada uno su posición, tendrán serias desavenencias sobre el tema de Tarija, aunque tomarán partido y defenderán sus puntos de vista y aprovecharán cada ocasión para hacerlo. En el ámbito localista, Trigo Espejo y su gente amparados por Sucre y O’Connor con sus acciones han molestado al Gobierno Argentino que, habiendo enviado a dos personalidades: Carlos de Alvear y José Miguel Díaz Vélez para que saluden al Libertador, reconozcan a la naciente república y soliciten ayuda para una inminente guerra con el Brasil, solicitan audiencia al Libertador. Después de arribo de la Legación Argentina a Potosí a inicios de octubre de 1825, el Libertador Simón Bolívar sostuvo cuatro reuniones privadas con ellos. En una de ellas, participó Sucre e hizo conocer su punto de vista que molestó a los argentinos.

Ante la negativa del Libertador de apoyar a la Confederación Argentina, Carlos de Alvear, el más renuente a esta situación, de manera molesta y vehemente, el 9 de octubre exigió al Libertador que devuelva Tarija a la Argentina y Bolívar manifestó que Arenales era el culpable de los problemas suscitados y se comprometió a dar una respuesta positiva a la exigencia planteada.

A partir de ese día, mes y año nació la célebre “Cuestión de Tarija” que dio origen al más antiguo y prolongado pleito de límites entre el Alto Perú (Bolivia), y las Provincias del Río de La Plata (Argentina), que recién concluyó cien años después con el Tratado Medina – Carrillo de 9 de julio de 1925. Con este tratado, Bolivia se resignó a perder partes del territorio de Tarija y su población (Chaco Central). Este fue, a nuestro entender, fruto de la desafortunada y desatinada decisión del Congreso Argentino de promulgar la Ley de 9 de mayo de 1825 en dejar en libertad a las Provincias del Alto a decidir su suerte. Las consecuencias estaban llegando.

La Legación argentina, tiene un sólo punto de vista y objetivo: Tarija, debe mantenerse en su jurisdicción. Por otro lado, Bolívar, tiene su propio punto de vista; pero muy diferente al que tiene Sucre y lo defiende. Los Libertadores, discrepan, y ello es muy grave.

Bolívar, amparado de ser Presidente de la República, decide de manera unipersonal dar rienda a sus afanes dictatoriales, pues no sometió dicha Resolución a consideración del Congreso. Mediante Orden del 6 de noviembre de 1825, dispuso la entrega de la Provincia de Tarija al Edecán argentino Ciriaco Díaz Vélez. La nota en cuestión la redactó, firmó e hizo entrega a la Legación Argentina el Secretario del Libertador. Esta arbitraria disposición, fue rechazada por el pueblo tarijeño que reunido en Cabildo Abierto, cuestionó al Teniente de Gobernador designado: Ciriaco Díaz Vélez, hijo del Dr. Miguel Díaz Vélez. A pesar de ello, Ciriaco Díaz Vélez fue posesionado y; posteriormente jugó un rol por demás polémico contra su propio Gobierno y en desmedro del nuevo Teniente de Gobernador de Tarija, el jujeño Dr. Mariano de Gordaliza. Todo ello, favorecía a la corriente bolivianista y debilitaba a la argentina.

Finalizó el año 1825 y la situación había empeorado para la Argentina. Varias son las gestiones que hacen sus representantes para recuperar espacio y mantener a Tarija.

El 24 de marzo de 1826, el Cabildo de Tarija por instrucciones del Libertador Bolívar, hace conocer al Comisionado argentino José Miguel Díaz Vélez, lo siguiente:

“…su aceptación de volver a pertenecer a las Provincias Unidas del Río de La Plata y el reconocimiento a Ciriaco Díaz Vélez como Gobernador de Tarija bajo una sola condición: el partido de Tarija no sería parte de la Provincia de Salta, sino, una jurisdicción separada de ella…”

Como veremos más adelante, Trigo Espejo y sus adeptos están ganando la pulseada. Tienen el apoyo de otra gente importante de la Villa y: además, Sucre los apoya abiertamente. El Libertador Bolívar “piensa a lo americano”, no quiere dividir el Virreinato de Buenos Aires, quiere la “Patria Grande”. Sucre “piensa a lo colombiano” no quiere Tarija dentro de la Argentina por varias razones.

Por su lado, José Miguel Díaz Vélez el 9 de abril de 1826 informa a su Gobierno, qué:

“…en Tarija se agudizaban las maquinaciones para lograr que ésta dejase de pertenecer a las Provincias del Río de La Plata y se “incorporara” a la nueva República de Bolivia, usando inclusive la fuerza para ello…”

Ha llegado la hora y es momento preciso de poner las cartas sobre la mesa sin ningún tapujo. Sucre, considera oportuno hacerlo. El 12 de abril de 1826, le dirige una nota al Libertador, diciéndole:

“…hay una ocurrencia de que aún no tengo parte oficial; parece que el hijo del Señor Díaz Vélez que fue de Gobernador a Tarija se ha declarado independendiente de Salta y erigídose en Capitán General. Si esto es así, yo aconsejaría al Congreso que recuperase a Tarija, porque de allí entrará a este país el desorden y la anarquía, y más vale hacer una guerra, si es menester, que consentir la disolución y la anarquía…”

Llegó la hora ansiada. Los dos Libertadores discrepan en torno la “Cuestión de Tarija”. Bolívar, debe ausentarse y; Sucre, quedará al mando de la República.

El 25 de mayo de 1826, se instaló en Chuquisaca el Congreso de la República de Bolivia, y nombró a Antonio José de Sucre como primera autoridad política de la República hasta el retorno de Bolívar del Perú y; al mismo tiempo, Sucre recibió el Proyecto de Constitución enviado por Bolívar desde Lima (Perú).

El mes de julio de 1826, Sucre reitera al Libertador Bolívar sus preocupaciones sobre Tarija, y le dice:

“…yo no me mezclo en los negocios de Tarija para nada, pero se va a mezclar en mis cosas de tal modo que yo no sé qué se haga aquí, cuando está metida dentro de esta República. Ya allí han ocurrido dos revoluciones y quitado y puesto dos Gobernadores; éste ejemplo tan cerca, ve Usted cuan fatal nos es…”

Definitivamente la Argentina está perdiendo Tarija. Sus autoridades deben actuar de manera vehemente. El Gobernador Arenales, toma una decisión que será lapidaria para las pretensiones de la Argentina para mantener Tarija bajo su mandato. Ese será el más grande error como máxima autoridad política de la Gobernación de Salta: ordena el apresamiento de Méndez e Ibáñez y sean conducidos a Salta y allí sometidos a la justicia. La orden se cumple el 23 de agosto de 1826 en horas de la madrugada y; ello, causó el movimiento popular más decisorio de Tarija.

De acuerdo a los documentos existentes en el Archivo Histórico de Salta, Méndez, fue sacado de su domicilio “encuerado”; es decir, “desnudo” y conducido a la cárcel en el viejo edificio del Cabildo. Ello, enfureció a los pobladores de San Lorenzo que enterados de tan grave afrenta, cientos de jinetes se trasladaron a la Capital y tomaron el Cabildo Capitular, y exigieron convocar a Cabildo Abierto.

El pueblo tarijeño, reunido en Cabildo Abierto ese sábado 26 de agosto de 1826, resolvió: renunciar por escrito a las Provincias del Río de la Plata; ratificó su decisión de pertenecer a la recién creada República de Bolivia; eligió sus Diputados ante su Congreso y; mediante voto popular y directo, eligió al Cnel. Bernardo Trigo Espejo, como Prefecto del Departamento de Tarija.

Estas Resoluciones, tienen varias aristas que deben ser analizadas más allá del apasionamiento lógico.

Primero, el pueblo tarijeño a través de un pequeño grupo de ciudadanos que bajo su propia óptica e intereses de variada índole, tomó la más grande decisión de la vida democrática de Tarija y selló de esa manera, la línea de su historia.

Segundo, recordemos que Tarija a pesar del intento del 6 de junio de 1825, no había sido aceptada en el Congreso de Bolivia y; por lo tanto, no fue reconocida como entidad territorial ni poblacional de Bolivia. Entonces, la decisión de renunciar “por escrito” a través del Acta del Cabildo Abierto a las Provincias del Río de La Plata, es un hecho por demás interesante e importante porque se trató de la más grande expresión popular y democrática.

Tercero, exigir la reincorporación de Tarija a la república recién nacida, a través de Cabildo Abierto, refleja una decisión que ya no podía tener vuelta atrás. Se habían agotado todos los esfuerzos argentinos para evitar esa drástica decisión. De ahí la figura del Cabildo Abierto en las luchas tarijeñas.

Cuarto, la Elección de dos Diputados Titulares y uno suplente para que asistan al Congreso de Bolivia, fue el mecanismo democrático y legal para el fiel cumplimiento del anterior objetivo.

Quinto, la decisión tomada por el pueblo aglutinado en la Plaza de Armas frente al viejo Cabildo, haciendo uso de sus derechos expresados mediante voto popular y directo, y elegir al Cnel. de Milicias Bernardo Trigo Espejo, como “Prefecto del Departamento de Tarija” es por demás interesante y no debemos soslayar su análisis. Pues, el Sistema Francés fue adoptado por Bolívar para la División Político-administrativo del Estado boliviano: Departamento, Provincias y cantones y; en concordancia con ello, las máximas autoridades políticas de cada Departamento, los Prefectos.

Entonces, por qué se eligió a Trigo Espejo…? No le correspondía. Aunque hubo visos de legitimidad, es pertinente preguntarse: fue un desliz o una jugada magistral de Trigo y su gente…? No debemos olvidar que Tarija al no participar de las Asamblea del Alto Perú no fue reconocida como entidad territorial ni poblacional de Bolivia. Por lo tanto, a un año y vente días de nacida la República Bolívar estábamos en el limbo.

Las Resoluciones tomadas ese 26 de agosto no tuvieron el eco esperado en Chuquisaca, pero si en Tarija, porque habíamos roto de facto definitivamente nuestros lazos con la Argentina.

El grupo bolivianista necesitaba que el Congreso considerara y respondiera afirmativamente. No sucedió aquello. Razón por la cual el 7 de septiembre del mismo año, nuevamente se realizó un tercer Cabildo Abierto y; a través de él, se ratificaron las determinaciones tomadas en agosto. Sólo cambiaron los nombres de los Diputados: Cnel. Gabino Ibáñez, Tcnel. José María de Aguirre Hevia y Vaca, José Fernando de Aguirre y suplente al Dr. José Pablo Hevia y Vaca.

El mes de septiembre fue determinante para los seguidores de Trigo Espejo y Méndez Arenas. Ahora tenían más apoyo de gente cuya influencia era notoria. Las presiones fueron dirigidas al Congreso y sus Diputados bolivianos. Sólo había uno que tenía un manifiesto odio por Tarija y declarado enemigo de Sucre: Casimiro Olañeta.

Ante ese crítico cuadro de situaciones, el Congreso de Bolivia sancionó una Ley el 23 de septiembre de 1826. Partes de dicha norma, dice:

Considerando:

Que el Ministro Argentino que estuvo en esta Capital, se negó a presentar los documentos relativos a la desmembración del territorio de Tarija de las antiguas Provincias del Alto Perú, asunto que él mismo promovió en noviembre último;

Que las repetidas solicitudes de los habitantes de Tarija, y su voluntad manifestada en Actas de 6 de Junio del pasado año, y 26 de Agosto y el 7 del corriente, son y han sido de pertenecer a Bolivia, declarando que la desmembración fue hecha contra sus votos y deseos, porque ellos, como todos los altoperuanos, estaban autorizados a decidir de sus destinos;

Que la Provincia de Tarija, pertenece al Alto Perú por todas sus relaciones y por la naturaleza misma de su situación;

Que Tarija nunca ha formado Pacto alguno de Unión o Asociación con la República Argentina.

Decreta:

La Representación Nacional desconoce los actos y niega su ratificación a las negociaciones porque haya sido desmembrada la Provincia de Tarija del territorio del Alto Perú, hoy República Boliviana;

En virtud de las reiteradas negociaciones de Tarija y de su libre y espontánea Resolución por incorporarse a Bolivia, se admitirán en el Congreso Constituyente sus Diputados, que se hallan en la Capital, luego que examinadas sus Credenciales, estén conformes al Reglamento de Elecciones de 26 de Noviembre del año pasado…”

Para poner fin a las reacciones de la corriente argentinista y apuntalar la respuesta del primer Poder del Estado, el 3 de octubre de 1826 el Presidente Constitucional de Bolivia, Antonio José de Sucre, emitió el Decreto que sepultó definitivamente las aspiraciones de José Felipe de Echazú y sus pocos seguidores, viabilizando el ingreso de los Diputados tarijeños al Congreso boliviano.

El 17 de octubre de 1826 se realizó el último Cabildo Abierto promovido por la Municipalidad y del Colegio Electoral de Tarija. Se hizo vehemente hincapié en la renuncia a las Provincias del Río de La Plata y exigió la reincorporación de Tarija a la República de Bolivia. Por lo tanto, además de ser considerado un verdadero manifiesto, consideramos que fue un alegato histórico cuyas connotaciones no tienen hasta hoy, parangón en la historia nacional. La parte Resolutoria del Manifiesto, dice:

“…presentará el admirable espectáculo de un pueblo que inerme, pero amigo de la libertad, el orden y de sus derechos, consiente antes en desaparecer de la tierra, que dejar de ser boliviano. Su voluntad es pertenecer a Bolivia, y sin Bolivia no quiere existir en el mapa geográfico. Esta es la última y solemne declaración que de nuestra propia voluntad, libremente y sin coacción alguna, hacemos por el pueblo que representamos y que presentamos al juicio de los hombres imparciales de todo el mundo que amen el bien de sus semejantes. Tarija, octubre 17 de 1826

Bernardo Trigo, Manuel Valverde, Isidoro Pantoja, Ignacio Mealla, Juan Ramón Ruiloba, Manuel de Lea Plaza, Agustín de Mendieta, José Antonio Vásquez, Mariano Cecilio de Trigo, Gavino Ibáñez, Manuel José Hevia y Vaca, Nicolás de Ichazo, José Francisco de los Reyes, Eustaquio Méndez, Juan José Mendieta, Melchor Ortiz, José Morales y Gregorio de León.

Ellos, fueron los “diez y ocho de octubre de 1826”, los que con un lenguaje fino y acorde con los postulados del Siglo de las Revoluciones y la Libertad, haciendo una exposición de motivos de todos los hechos históricos que padeció Tarija desde 1807, se dirigieron al mundo entero y lograron el objetivo trazado por Antonio José de Sucre.

El 6 de noviembre de 1826 el Congreso boliviano sesionó y sancionó la Ley que aprueba la Constitución Política del Estado y; el 19 del mismo mes, fue promulgada. En esta Constitución, de la que participaron los Diputados tarijeños José María de Aguirre y Hevia y Vaca y José Fernando de Aguirre, el territorio tarijeño fue reconocido como simple “Provincia” igual que el “Litoral”. En esa oportunidad, el territorio de la Provincia de Tarija superaba los 340.000 kilómetros cuadrados; hoy, el Departamento de Tarija sólo abarca una superficie de 37.643 kilómetros cuadrados; es decir, a lo largo de nuestra vida constitucional, nos han mutilado más de 89% por ciento de nuestro patrimonio territorial.

Sin conocer a detalle la situación reinante y las rotundas victorias logradas de manera sistemática por la corriente proboliviana, el Dr. José Felipe de Echazú en su calidad de Diputado Por Tarija ante el Congreso del Río de La Plata, había presentado un Proyecto de Ley para que el territorio tarijeño sea reconocido como Provincia. Obtuvo 38 votos a favor y 2 en contra. De esa Manera, el 30 de noviembre de 1826, el Congreso sancionó dicha ley y; el 1º de diciembre del mismo año, el Presidente Bernardino Rivadavia, promulgó dicha ley. El texto, histórico por supuesto, dice:

EL CONGRESO GENERAL CONSTITUYENTE

DE LAS PROVINCIASDEL RIO DE LA PLATA

Ha acordado y sancionado la siguiente ley:

Art. 1º.- Queda elevada al rango de Provincia la ciudad de Tarija, con el territorio adyacente.

Art. 2º.- Se le declaran todos los derechos y prerrogativas que la Constitución y las leyes establecen a favor de las Provincias.

Lo que de orden del mismo Congreso se comunica a V.E. para su inteligencia y efectos consiguientes.

Sala del Congreso, Buenos Aires, noviembre 30 de 1826.

José María Rojas, Presidente

Alejo Villegas, Secretario

Al Excmo. Presidente de la República

Buenos Aires, diciembre, 1º de 1826.-

Entendido, publíquese y procédase con arreglo a lo acordado

Rivadavia

Julián Segundo de Agüero

El 9 de diciembre de 1826, el pueblo tarijeño es convocado a participar del Te Deum que se ofició en la Iglesia Matriz de la Villa para Jurar a la Constitución Política del Estado de Bolivia. Con este acto, resultó triunfador el movimiento que nació a inicios de mayo de 1825 a la cabeza de Bernardo Trigo Espejo.

En la Constitución Política del Estado de Argentina, aprobada el 24 de diciembre de 1826, en el Artículo 11º se reconoce a Tarija como Provincia y se le asignados dos Diputados. Esa Ley, fruto de los innumerables esfuerzos realizados por el Dr. José Felipe de Echazú, llegó tarde. Tarija ya formaba parte del Estado boliviano y; éste, en su Constitución de 19 de noviembre de 1826 reconoció al territorio de Tarija como simple provincia similar al Litoral y le fue asignado dos Diputados (Gabino Ibáñez y José maría de Aguirre Hevia y Vaca)

Tarija julio de 2022.

 

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