Por: Wilson García Mérida / Publicado en el periódico Sol de
Pando el 17 de julio de 2014.
Cerca al medio día del 17 de julio de 1980, los
paramilitares al mando del coronel Luis Arce Gómez —un alumno aplicado de la
CIA— invadieron la sede de la Central Obrera Boliviana (COB) donde se definían
acciones para defender al gobierno de Lidia Gueiler que en ese momento era
prisionera del general Luis García Meza dentro el Palacio Quemado.
Los paramilitares ingresaron a la COB con la finalidad
expresa de asesinar al diputado socialista y candidato presidencial Marcelo
Quiroga Santa Cruz. Y lo hicieron, además de matar a otros líderes populares.
Luego de recibir una ráfaga de metralleta en las escalinatas del edificio
obrero, todavía con vida, Quiroga Santa Cruz fue conducido al Cuartel General
de Miraflores donde su cuerpo fue desaparecido sin rastros de él hasta hoy.
Han transcurrido 34 años de aquel asesinato y desaparición;
y Bolivia no deja de lamentar la pérdida de quien no sólo fue el político que
dejó testimonio inigualable de profunda ética en su conducta y pensamiento,
sino también un artista y escritor galardonado en 1962 por la Fundación William
Faulkner con el Premio a la Mejor Novela Iberoamericana. Su obra premiada, “Los
deshabitados”, es un bello canto a la soledad, una majestuosa metáfora que se
anticipa a su muerte misma.
DURCOT, EL ÁNGEL CAÍDO
“Las seis de la tarde. El padre Justiniano ha llegado a
tiempo para oír el tañido de las campanas y ver el vuelo desordenado de las
palomas frente a sus ventanas”. Son las líneas que dan comienzo a “Los
deshabitados”, novela que Marcelo Quiroga Santa Cruz escribió en el invierno de
1957, a sus 26 años.
La obra del joven novelista aborda una temática de
profundidades humanas al modo de Camus. Encuentros que son desencuentros,
esperas sin esperanzas, amores de mala fe. Terribles paradojas, agridulces
ironías. El propio autor se encargó de explicar esta esencia de su obra, a la
que define como “casi una secreción”:
“Debo confesar que apenas si trata de algo. Su contenido
argumental es insignificante. Los que buscan esa clase de emoción que procura
la narración de una historia accidentada, serán defraudados. Lo que suele
llamarse ‘acción’ no cumple más función, en este libro, que la de sostener en
su frágil estructura todo el peso de mi curiosidad por algunas almas y por lo
que esas almas encierran. (..). Comenzó a vivir bajo la forma de una extraña
sensación de melancolía. Un poco después y a pesar mío, empezaron a tomar
forma, como incubadas en esa luz tediosa y poética, algunas figuras humanas y
un perro. Tuve que ponerles un nombre y después seguirlos con una culpable
aunque deliciosa docilidad. Eso es todo”.
Poblado de soledades, el mundo que crea Quiroga Santa Cruz
es un fresco con toques surrealistas de aquella sociedad todavía rural y
feudal, también clerical, en una ciudad donde “cada vez se instalaban más
fábricas”. La revolución nacional que se había instaurado en Bolivia el 9 de
Abril de 1952 será el inevitable trasfondo —no político sino ético y moral— de
un horizonte desolador e incierto, correlato de la decadencia que prevalece en
un alma colectiva que pretende superarse a sí misma buscando los remansos de la
fe. “Tú le llamas fe, pero su nombre es miedo”, dirá Fernando Durcot, el
personaje principal que, debatiéndose entre la religión y el anarquismo,
desarrolla suculentos diálogos existenciales con un viejo y sabio párroco.
Durcot se asemeja a un ángel caído de Anatale France. Es el
alter ego del joven Quiroga Santa Cruz, en una visión de sí mismo no exenta de
una tensión profética cuando pone en boca de su personaje estas palabras
relativas a su, todavía insospechada, frustración como escritor de novelas y
poemas a tiempo completo:
“35 años de edad… para un escritor son poquísimos. Todavía
no he publicado nada. No importa. No es cuestión de cantidad. Ya veremos cuando
comience el primero. ¿Escribiré alguno? La verdad es que empiezo a perder
confianza. No es para menos. ¡Qué diablos! Si ni siquiera sé lo que quiero. A
mi edad, un albañil ha hecho una casa. ¡Por lo menos! O un ladrón ha robado
varias veces; estará metido en la cárcel; habrá logrado algo. Y yo, ¿qué? Sin
embargo, me las arreglo para que me consideren un escritor…”.
Y es que la angustia que siente Quiroga Santa Cruz por la
realidad social que le rodea pone en cuestión su rol de intelectual. Ante el
dilema de escribir lo que se siente, lo que se piensa o lo que se debe, su
interlocutor, el cura humanitario, interviene acusándole de ser como todos los
literatos de aquella época que “eligen ese oficio porque les repugna la gente”.
Pero Ducrot, desafiado en su fuero más íntimo, dirá:
“Creí haberme convertido en escritor por una especie de
vértigo social. No era la oquedad de un abismo lo que me atraía, sino un mar de
cabezas y corazones humanos que podían pensar y sentir conmigo”.
Después de “Los deshabitados”, Marcelo no volvió a escribir
nunca más una novela individualista. No era ya necesario, la que hizo valió por
mil. Entonces esa especie de vértigo social, ese mar de cabezas y corazones
humanos que podían pensar y sentir con él, esa vena marxista que se apoderó de
su pluma, lo comprometió con la historia social y política de Bolivia hasta sus
últimas consecuencias.
EL SINO DRAMÁTICO
La previsible decadencia de la revolución nacional, su
vertiente dominantemente autoritaria y corrupta expresada por el MNR, que
allanó el camino para el advenimiento de Barrientos a quien René Zavaleta
Mercado llamó “el déspota idiota”, definieron una posición política en Quiroga
Santa Cruz de contundente lucha anti-imperialista. Junto con Zavaleta y Sergio
Almaraz Paz, Marcelo Quiroga Santa Cruz formó la triada intelectual boliviana
más importante del siglo XX, insuperable aún hoy.
Cuando se produjeron las guerrillas de Ñancahuazú, Marcelo
era militante de la Falange Socialista Boliviana (FSB), un partido de la casta
señorial que combatía los abusos populistas del MNR y desde el cual, sin
embargo, junto con otros jóvenes falangistas que fueron impactados por la gesta
heroica del Che Guevara, se desplazó hacia una línea socialista científica enarbolando
combativamente la defensa democrática de los derechos humanos y de los recursos
naturales.
En 1968, el diputado Quiroga Santa Cruz instauró un juicio
de responsabilidades en contra del dictador Barrientos por haber facilitado que
agentes de la CIA intervengan en el asesinato del Che. A raíz de esa acción
Quiroga Santa Cruz fue expulsado del Parlamento y confinado a un campo de
concentración en Alto Madidi.
Tras la caída del dictador y su recambio con la corriente
militar patriótica representada por Alfredo Ovando Candia, Quiroga Santa Cruz
fue invitado a participar como Ministro de Minas y Petróleo; y en esa
condición, el 19 de octubre de 1969 firmó el Decreto de Nacionalización de los
yacimientos controlados por la Gulf Oil Company.
Con la llegada de Banzer que vino para aplastar la Asamblea
del Pueblo en 1971, Marcelo fue exiliado en México, donde, tras fundar el
Partido Socialista-1, desarrolló una incansable labor intelectual y
periodística, publicando dos obras fundamentales en su producción ensayística:
“El saqueo de Bolivia” (1972) y “Oleocracia o Patria” (1977), libros donde se
advierte su lúcida preocupación por el destino de las reservas de gas natural
que entonces comenzaban a asomarse como la riqueza del futuro boliviano. En
1984 su esposa Cristina recopiló en el libro póstumo “Hablemos de los que
mueren” los artículos publicados por la prensa de México entre 1975 y 1977.
También es póstuma su obra “Otra vez Marzo”.
Retornando del exilio volvió a ser elegido Diputado nacional
con una votación que estuvo a punto de llevarlo a la Presidencia de la
República. En la legislatura de 1979 inició un juicio de responsabilidades
contra el ex dictador Banzer y ese proceso quedó truncado con el golpe de
García Meza que, como sabemos, tuvo como principal objetivo asesinar al tribuno
socialista tal como sucedió el 17 de julio de 1980, cuando Marcelo murió
privado de su derecho a una cristiana sepultura.
UNA TUMBA DESHABITADA
En la introducción a su excelente estudio sobre “Los mundos
de los deshabitados”, Giancarla Quiroga define la dimensión metafísica del
término “deshabitado” a partir de su connotación en el contexto físico, de la
relación casa-hombre que se aplica a un ambiente en el que nadie mora, pero que
“resulta nuevo, inédito como tal, en cuanto se refiere a la designación —en
sentido existencial y sicológico— de un estado de ánimo”.
Esta dimensión, entonces, es aplicable tanto a la vida como
a la muerte. Y el alma deshabitada de Marcelo Quiroga Santa Cruz es una herida
todavía abierta en la conciencia de los bolivianos: su cuerpo no aparece, hay
una tumba vacía esperándolo para acogerlo entre flores y plegarias que buscan a
su destinatario sin hallarlo hasta ahora.
Según una revelación efectuada recientemente por el general
de Ejército José Antonio Gil a través de un relato novelado que circula desde
abril, sus asesinos hicieron desaparecer el cuerpo de Marcelo en un macabro
acto de descuartizamiento e incineración tras las caballerizas del Regimiento
Ingavi, y los restos habrían sido dispersados a lo largo de una avenida que
poco tiempo después fue asfaltada por órdenes de un alcalde de la dictadura.
Hallar el cuerpo de Marcelo es una tarea que las autoridades
bolivianas se muestran incapaces de cumplir con la voluntad política necesaria.
Pero Marcelo retornará, será el Pachacuti, dice un profeta
aymara. Cuando aparezcan sus despojos, su alma volverá a habitar en las
multitudes que no lo olvidan.
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