Por: Percy Boris Brun Torrico / Extracto de la tesis de
doctorado en historia, titulado: Contribución del discurso político de la
prensa de la ciudad de la paz a la construcción del imaginario nacional de
Bolivia (1829-1899). 2011.
La cuestión indígena fue un aspecto polémico, debatido y
sumamente contradictorio tanto en la colonia como en la República. Su
importancia es vital para la constitución del Estado-nación boliviano.
La sociedad estamental colonial había utilizado la etnia
como elemento diferenciador, de exclusión y explotación. Por un lado, estaban
los criollos que hablaban Castellano en las ciudades, por otro las repúblicas
de indios con su idioma y su cultura ancestral en el área rural. En la colonia,
ya las Leyes de Indias (iniciadas con las Leyes de Burgos del 27 de diciembre
de 1512) buscaban regular y evitar el maltrato a los indios. Pese a ellas, la
explotación a estas personas fue muy intensa. La expoliación se daba a través
de instrumentos como la mita, la encomienda, y el tributo. No era precisamente
un sistema de esclavitud, pero la mano de obra indígena fue fundamental para la
codicia de aquellos ibéricos (aunque no todos), quienes una vez instalados en
América no tomaban en cuenta para nada las mentadas Leyes de Indias. Los
defensores de los aborígenes hicieron escuchar su voz desde los primeros años de
la conquista, entre los cuales están los sacerdotes Bartolomé de Las Casas y
Fray Antonio de Montesinos. Los denominados “Cronistas de Indias” dejaron
escritas en sus páginas estas cuestiones en varios momentos de la colonia,
muchos de ellos apologistas de los indios, habiendo incluso cronistas indígenas(1)
.
Al finalizar el periodo colonial, el debate se encendió aún
más. Por ejemplo, mientras Pedro Vicente Cañete y Domínguez afirmaba que “el
trabajo minero de Potosí es de orden público privilegiado por lo que importa al
reino; los vicios nativos del indio encuentran allí su mejor remedio, luego, es
lícito forzarlo a ese trabajo”; por el contrario, el fiscal Vitorian de Villava
se empeñaba en la abolición total de la mita, pues, no sólo era inhumana e
inaceptable sino, además perjudicial para los mismos intereses de la corona
española: “Sostenía, además, que ‘el trabajo minero de Potosí no es de orden
público y aun siéndolo, no funda derecho para forzar al indio; el indio no es
tan indolente como se dice y aun siéndolo en grado sumo, no es lícito
forzarlo’” (J. Roca, 2007: p. 148).
Pese a los defensores de los indios (que nunca faltaron, y
generalmente eran criollos, paradójicamente), los ibéricos, criollos y después
los mestizos, se daban modos para establecer vínculos y alianzas que les
permitiese el enriquecimiento mediante la explotación del comercio, la mina y
la tierra. El gran esquilmado resultaba ser el indígena: enviado a la mita que
posibilitaba la producción minera, trabajador en las chacras de terratenientes
hacendados, u obligado a comprar artículos europeos inservibles. No obstante,
para dar curso a este abuso, se establecían acuerdos con las mismas comunidades
indígenas a través de sus caciques. La sociedad expoliadora funcionaba con una
especie de cadena de poder, en la cual el poder metropolitano (España) asignaba
los cargos administrativos (p. ej. corregidores), el poder municipal adjudicaba
tierras y autorizaba el comercio, y las autoridades indígenas facilitaban o
frenaban el reclutamiento de los trabajadores. (2)
Demélas (y también Roca) cuentan cómo la condición indígena
fue objeto de debate en el primer Congreso General Constituyente de 1826 de
Bolivia. ¿Debía ser el indio considerado ciudadano? Hubo polémica intensa. Ganó
la corriente que pensaba en el indígena como un ser carente de civilización, y
por consiguiente la ciudadanía no le correspondía todavía; primero había que
alfabetizarlo. De todos modos, tampoco fue fácil al indígena ajustarse al
régimen republicano, pues en su mentalidad (lo mismo que en la mentalidad de
muchos mestizos y criollos) había quedado bien afincada la imagen del Rey como
soberano y juez al mismo tiempo. Pero para complicar el panorama, el
pensamiento político indígena tampoco respondía a una única corriente, así lo
muestra la siguiente cita de Demélas:
La división entre las comunidades indígenas favorables a
Tupac Amaru y las fieles a la corona obedece a conflictos inter-étnicos
tradicionales. En Charcas, los Machas, los Chichas y los Pocoata siguen a
Catari, mientras que se le oponen los Yotala, Yamparáez y Mizque. Los mejores
auxiliares de Ignacio Flores, que libra a La Paz de su primer asedio, son los
indios de Paria, bajo la conducción de su cura. La causa realista también
consigue la colaboración de los caciques de Pacajes, de Sicasica y de Pucarani.
En el curso de la rebelión, se observan mudanzas, con rebeldes que se pasan al
lado de los realistas a fin de combatir a antiguos adversarios ahora
“cataristas”. Es el caso de los indios Lupacas, que cambian de bando para irse
a combatir con los Collanas y los Yungas. El cacique de Chincheros, Mateo
Pumacahua, pone sus fuerzas al servicio del rey, y desempeña un papel
determinante en la captura de Tupac Amaru. Treinta años más tarde, cuando
Pumacahua encabeza la rebelión contra España, la contrarrevolución partirá del
pueblo de Tinta, y los habitantes de Sicuani entregarán a Pumacahua (2003: p.
79).
Los cambios liberales tanto de las reformas borbónicas como
de la República independiente tuvieron especial resistencia por parte de la
jerarquía de la Iglesia (sin embargo, los párrocos de base solían apoyar la
igualdad e iban contra la explotación indígena), de los notables criollos y de
los indígenas (Cfr. M-D. Demelas, 2003: p. 86). Según Demélas, los pueblos
indígenas tenían sus propios objetivos. Si bien coincide con F. Mallon al
otorgarles a los indios posibilidad de propia acción, sin embargo su óptica es
diferente. Mallon concluye que los indios (por lo menos los de Perú y México),
a su manera, querían incorporarse al Estado-nación moderno;36 en cambio,
Demélas (en Bolivia, Ecuador y Perú) da a entender que sus objetivos eran
mantener su ancestral forma de vida. Después de todo, el sistema democrático
representativo, con su énfasis en el individuo, destruía la sociedad colectiva
indígena.
En lo concerniente a la presente investigación, queda la
pregunta central: ¿la cuestión indígena fue abordada en los periódicos objeto
de estudio? Se la responderá en los Capítulos siguientes al presentar los
resultados de la investigación.
De todos modos, la idea de ciudadanía se convirtió en el
aspecto problemático en la constitución del Estado-nación. En los países
latinoamericanos, con características culturales tan diversas y heterogéneas,
¿pudo establecerse la ciudadanía igualitaria para todos? Ligada a esta
disyuntiva está la democracia representativa. Si la ciudadanía igualitaria no
es fácil de alcanzar en sociedades de gran diversidad cultural, entonces la
democracia también tambalea.
Además, en sus primeros años como independientes, los
gobiernos, pese a sus Constituciones representativas, no eran auténticamente
democráticos. El derecho a voto estaba reservado para los hombres que
dispusiesen de una renta o patrimonio mínimo; las mujeres y esclavos no
votaban. Sólo entre el 5 y el 10% de la población masculina sufragaba
(paradójicamente, en Europa el porcentaje era aún menor)(3) (D. Bushnell, 1989:
p. 35). También había restricciones sobre quiénes podían ser elegidos.
Se sumaba la manipulación del voto. Todo esto dio lugar a
una profunda contradicción, pues, si no todos escogían a sus representantes,
entonces los individuos no eran iguales. En el transcurrir del siglo XIX y
principios del XX, esta situación hizo que los ciudadanos con derecho a voto se
sintiesen mejores a quienes no lo tenían, provocándose así secuelas de
discriminación hacia ciudadanos considerados directa o indirectamente de
segunda categoría. Una sociedad así corría el riesgo de trastornarse en
ingobernable.
Sea que el concepto de ciudadanía fuese engañoso en sí mismo
o sea que se lo hubiese utilizado de manera inescrupulosa y política, lo
objetivamente visible en la sociedad latinoamericana es la existencia de
sociedades desiguales. Las asimetrías se perciben más notoriamente entre los
individuos que viven en las ciudades y los campesinos rurales. La ciudad, por
tanto, constituyó un lugar clave en la constitución del Estado-nación durante
el siglo XIX, quedando el campo como lugar “incivilizado”.
Deler tiene una explicación sobre la lógica de la existencia
de la ciudad en la colonia y en los primeros años de la Independencia. Propone
el “modelo de las tres aureolas” (J. Deler, 1992: p. 351- 360), mediante el
cual se organizaba el territorio colonial con objetivos de dominación sobre los
sectores indígenas.(4) La ciudad ocupaba el centro de poder regional o
transregional donde residían las elites residentes hispano-criollas: militares,
administrativas, eclesiásticas, terratenientes, mercantiles. La periferia inmediata
estaba conformada por la primera aureola, donde se encontraban los territorios
comunales. Ahí los municipios obtenían sus rentas y la población urbana se
recreaba. Ahí había comunidades religiosas, fábricas de manufacturas u
“obrajes”, y algunas hectáreas dedicadas al cultivo de alimentos. En la segunda
aureola se encontraban las comunidades indígenas y/o las haciendas. En la
periferia de la periferia estaba la tercera aureola, lugares de difícil acceso
y con mediocres posibilidades agrícolas, pero constituyendo una reserva de
recursos tanto humanos como materiales. El núcleo citadino gozaba de un
prestigio mayor, cuyos habitantes eran distinguidos. Era el centro de la
cultura, la ilustración, la modernidad. El modelo propuesto por Deler se
mantuvo todo el siglo XIX. En el proceso de constitución del Estado-nación, los
citadinos gozaron de la imagen de una ciudadanía de primera clase; en cambio,
otra de segunda fue implícitamente asignada a los habitantes de la periferia.
En el caso de los países andinos, los habitantes de la periferia eran en su
gran mayoría indígenas. La ciudadanía degradada recayó en ellos.
-------------------------
Referencias:
1 Sobre los “Cronistas de Indias” véase: Juan Marchena F.,
El poder y la palabra en los Andes. Lazarillo de caminantes entre la literatura
y la historia andinas, Sevilla, Universidad Pablo de Olavide, pp. 6-14. Vale
mencionar que Marchena asigna una valoración a estos cronistas con la frase:
“(…) los historiadores ‘primitivos’ de los Andes en el sentido occidental del
término ‘historia’”.
2 Marie-Danielle Demélas (2003), La invención política.
Bolivia, Ecuador, Perú en el siglo XIX, trad. por Edgardo Rivera Martínez, 1ra.
ed., Lima, IFEA/IEP, p. 42
3 Véase: David Bushnell y NeillMacaulay (1989), El
nacimiento de los países latinoamericanos, Madrid, NEREA, p. 35.
4 Véase: Jean-Paul Deler (1992), “Ciudades andinas: viejos y
nuevos modelos”, en: Garcés E., Kingman (Comp.), Ciudades de los Andes. Visión
histórica y contemporánea, Quito, IFEA, pp. 351-360.