Por: Carlos D. Mesa / Extraído de su blog personal: carlosdmesa.com / Publicado el 20
octubre 2014.
El 20 de octubre de 1904, Alberto Gutiérrez embajador de
Bolivia en Chile, estampaba a nombre de la nación boliviana debajo del texto
del “Tratado de Paz y Amistad” entre Chile y Bolivia, la firma más dramática de
todas las que se hayan rubricado en la historia de la República.
Meses después, el 10 de mayo de 1905, el Congreso ratificó
ese documento tras un debate intenso, áspero y amargo, en el que no sólo los
parlamentarios opositores sino muchos del partido Liberal en el gobierno,
hicieron lo que en sus manos estuvo para impedir la consumación de un hecho de
incalculables consecuencias para el país.
La firma del Tratado y las razones esgrimidas por quienes lo
respaldaron, los llamados “practicistas”, puede explicarse pero nunca
justificarse. La evidencia de un territorio físicamente en poder del enemigo y
fuertemente militarizado, se sumaba a la percepción de los gobernantes
bolivianos de que era una página que debía cerrarse. Para hacerlo, líderes de
la dimensión de Pando y Montes no consideraron el antecedente más importante
que tenía a mano, los tratados de 1895. En ese año se había suscrito un Tratado
en el que la compensación por la cesión de nuestro territorio marítimo era algo
más que el plato de lentejas que se recibió en 1904. Era el Tratado de
Transferencia de Territorio de 18 de mayo de 1895, en el que se acordó: “de
acuerdo en que una necesidad superior y el futuro desarrollo y prosperidad
comercial de Bolivia requieren su libre y natural acceso al mar, han
determinado (Chile y Bolivia) ajustar un Tratado especial sobre transferencia
de territorio”. No había equívocos. El tratado establecía opciones, sean estas
Tacna o Arica (entonces con soberanía todavía no resuelta entre Chile y Perú),
o de no ser posible, la caleta Vítor.
El malhadado Tratado, en cambio, entregó 120.000 km2 de
superficie, 400 km lineales de costa, riquezas de guano, salitre y plata e
ingentes riquezas de cobre, el principal rubro de exportaciones de Chile hasta
hoy (que ha recibido más de 950.000 millones de dólares –no indexados- por sus
exportaciones en un siglo). ¿Y cuál fue la contrapartida? Libre tránsito por
puertos chilenos, la construcción de un ferrocarril (Arica-La Paz), el 5% de
garantía sobre capitales para la eventual construcción de líneas férreas en los
siguientes treinta años y 300. 000 libras esterlinas. ¡Menudo negocio!
Fue una decisión desastrosa basada en una lectura
inmediatista y de presente que encegueció a nuestros gobernantes. Tuvo que ver
con la combinación de la obsesión “modernizadora” y la necesidad de las elites
de hacer más eficiente el proceso de producción y exportación de nuestras
riquezas minerales a través de esa deidad del progreso que era el ferrocarril.
No está demás recordar también la presencia entonces de importantes empresas
chilenas en la minería boliviana. El Tratado fue un baldón, un error histórico
que ningún boliviano, por mucha voluntad de apertura mental que tenga, puede ni
debe justificar. Pero el Tratado fue, ahí está y es lo que es.
Bolivia, no Chile, ha cumplido rigurosa y escrupulosamente
sus terribles páginas honrando su fe como Estado para hacer honor a la idea de
un acuerdo de paz que no de amistad, porque no puede honrar la amistad de nadie
un documento cuya consecuencia es el enclaustramiento de una nación que vio la
vida independiente con acceso soberano al mar.
Pero el Tratado es historia, es una página pasada. Los años
que nos separan de él nos han permitido entender que la mirada de futuro no
puede anclarse en 1904, sino por el contrario en la filosofía que Bolivia y
Chile formularon a partir de la sabiduría de Daniel Sánchez Bustamante, quien
en 1910 comprendió que había que proponer a Chile negociar una salida soberana
a Bolivia sin tocar el Tratado. Esa lógica fue comprendida por varios
gobernantes chilenos que fueron conscientes de que las relaciones entre ambos
países no recuperarían su plenitud si no se le entregaba un acceso soberano a
nuestro país.
Durante décadas hombres de Estado de nuestro vecino
ofrecieron formalmente esa salida con la certeza de que cualquier negociación y
cualquier solución al problema debía plantearse y desarrollarse fuera del
Tratado y sin tocar ninguna de sus cláusulas. Por eso, si hay algo que recordar
de tan infausto documento, no es el dogal que significó, sino todo aquello que
se hizo -y bien hecho- entre 1910 y 2006, cuando ambas naciones estudiaron
caminos alternativos para resolver el meollo de la cuestión. Lo que de esas
promesas unilaterales y negociaciones bilaterales quedó como sedimento es una
rica jurisprudencia que hoy, quienes gobiernan Chile, pretenden esconder debajo
de la alfombra. Los reiterados compromisos de un Estado no pueden ser olvidados
en ningún gobierno y menos un gobierno progresista y democrático. La palabra de
los gobernantes de un país compromete al Estado en cualquier tiempo hasta que
esa palabra sea honrada.
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