El 26 de mayo de 1880 se produjo la batalla en la que las fuerzas aliadas
perdieron el control de Tacna. Presentamos tres puntos de vista diferentes
sobre el mismo acontecimiento: el primero pertenece al general boliviano
Narciso Campero y procede de su informe al Congreso de su país; el segundo es
de uno de sus edecanes, el oficial Miguel Aguirre; y el tercero es la
descripción que hizo en sus memorias el siempre corajudo Andrés Avelino
Cáceres. Cabe destacar, para vergüenza del Perú, que el batallón Victoria, uno
de los primeros en dispersarse, pertenecía a nuestro ejército del sur.
1) VERSIÓN DEL GENERAL BOLIVIANO NARCISO CAMPERO:
Los arrieros chilenos que conducían el cargamento de agua capturado aseguraban
que las fuerzas enemigas no bajaban de 22,000 hombres, siendo así que nosotros
no contábamos con más de 9,300, incluyendo nuestros enfermos. Bajo esta
impresión, concebí el proyecto de contrarrestar esa inmensa superioridad
mediante una sorpresa rápida y audaz que, en mi concepto, era el único medio de
poder alcanzar un resultado favorable, dadas las condiciones en que nos
encontrábamos y la imposibilidad de resistir al enemigo en batalla campal.
Decidí, pues, efectuar la marcha aquella misma noche y caer sobre el enemigo al
amanecer, procurando tomarlo por sorpresa, no dándole tiempo para desplegar en
batalla sus masas y, quizás, aun impedirle aprovechar de sus dos elementos más
poderosos: su caballería y su artillería, cuya acción podía inutilizarse sólo
con una sorpresa afortunada. Comuniqué mi pensamiento a los señores Montero y
Camacho, quienes lo aprobaron con entusiasmo, conviniendo con mis ideas.
Acordado el plan, se tomaron las medidas convenientes y se emprendió la marcha
a las 12 de la noche con admirable precisión y silencio, conservando todo el
Ejército el mismo orden de batalla y guardando las distancias necesarias para
poder formar la línea con la rapidez posible al acercarse el enemigo, el que no
podría dejar de emplear un tiempo muy largo en desplegar sus fuerzas, por lo
mismo que eran tan numerosas. Pero, desgraciadamente, al cabo de dos horas de
viaje, principió a notarse cierto desconcierto e indecisión en la marcha.
Los coroneles Camacho y Castro Pinto me hicieron advertir sucesiva y
contradictoriamente que nos inclinábamos demasiado, según el uno, a la derecha
y, según el otro, a la izquierda. Ordené que se reunieran los guías de ambas
alas con el que dirigía el centro, y que examinaran conjuntamente la situación
en que nos encontrábamos y la dirección que debíamos seguir.
Después de una larga discusión entre ellos, manifestaron que estaban inciertos,
que no podían ponerse de acuerdo respecto a nuestra posición ni mucho menos
orientarse, a causa de la densa niebla que cubría el espacio y nos envolvía ya
por todas partes. En este estado noté que el desorden se había hecho mayor y
que varios cuerpos habían aun perdido sus posiciones, apareciendo alguno de la
derecha en la izquierda. Ordené que se hiciera alto y temiendo en estas
circunstancias un encuentro con el enemigo, que nos hubiera ocasionado un
desastre irremediable, siendo nosotros los sorprendidos en lugar de
sorprenderlo, resolví volver al campamento enviando algunos individuos por
delante a fin de que se encendieran allí algunas fogatas que nos guiaran. Hecho
esto, se verificó la contramarcha y llegamos al amanecer del 26 (mayo de 1880),
ocupando todo el Ejército las mismas posiciones que antes.
Deploré profundamente el ver frustrado este plan que, en mi concepto, era el
único que podía haber asegurado la victoria.
Eran horas 10 a 11 a.m.
En estos momentos me dirigí hacia el ala derecha y en una pequeña eminencia me
encontré con el general Montero, que venía hacia el centro. Nos detuvimos allí
un instante, por ser un sitio a propósito para observar en su mayor ostentación
el campo de batalla.
Era grandioso el cuadro que se presentaba a nuestra vista y no pudimos menos
que permanecer absortos en su contemplación. Quisiera poder describirlo con los
mismos colores y variados matices con que se ofreció a mi vista.
En nuestro costado derecho, donde el combate no era todavía muy encarnizado, el
ala derecha de nuestra línea y la izquierda del enemigo presentaban el aspecto
de dos inmensas fajas de fuego como envueltas por una especie de niebla
iluminada con los tintes del crepúsculo de la mañana. El centro, donde obraba
con más vigor la artillería enemiga, ofrecía el espectáculo de un confuso
hacinamiento de nubes bajas, unas blancas y otras cenicientas, según las
descargas eran de Krupp o de ametralladoras. El costado izquierdo, donde el
combate era más reciamente sostenido, no presentaba sino una densa oscuridad,
impenetrable a la vista, pero iluminada de momento a momento, como cuando el
rayo cruza el espacio en noche tempestuosa. El tronar era horrible o, más bien,
no se oía más que un trueno indefinidamente prolongado. En su conjunto era
arrobadora la contemplación de este cuadro maravilloso, a pesar de la íntima
convicción de que su fondo no contenía otra cosa que la desolación y la muerte,
disfrazadas con deslumbradores ropajes.
No se podía, en efecto, dejar de pensar con tristeza en el delirio de los
hombres y de las naciones, que preparan esta especie de brillantes hecatombes,
cuando debieran preocuparse, especialmente en nuestra joven América, tan rica
de porvenir, en aunar sus esfuerzos y su vida y preparar las nobles batallas de
la industria, de la actividad y de la inteligencia, que son las batallas que el
progreso y la civilización moderna libran contra la ociosidad, la ignorancia y
el espíritu vandálico de los tiempos pasados.
Noté algunos síntomas de desorden en el ala izquierda; me informé de lo que
pasaba y se me heló la sangre en las venas al saber que uno de los más crecidos
de nuestros cuerpos, el batallón Victoria, apenas entrado en la línea de
batalla, había cedido el campo y principiaba a desordenarse. En la indignación
que esto me causó, mandé a los dos batallones que acababa de traer que hicieran
fuego sobre los que huían, a fin de hacerles dar media vuelta y que recobrasen
sus posiciones. Pero fue inútil, pues no se pudo conseguir que aquellos se
contuvieran.
Noto que los nuestros empiezan a ceder abrumados por el número, insinuándose la
dispersión en diversos puntos de la línea de batalla. A impulsos de la
desesperación que me infunde la inminencia de nuestro desastre, tomo un
estandarte peruano y procuro reunir a los que se dispersan. No consigo que me
rodeen sino 20 a 25 hombres. Viendo lo estéril de mis esfuerzos, dejo el
estandarte a mi edecán, el coronel Ezequiel de la Peña, a fin de ver si podía
contener a los demás dispersos. Ya no es posible. Entretanto, los batallones
Colorado y Canevaro y algunos otros restos de nuestro Ejército, encerrados en
un semicírculo de fuego, se abren paso a través de las filas enemigas y se
baten en retirada, completamente destrozados. Juntamente con los señores
Montero y Velarde, y haciendo un esfuerzo supremo, trato de contener a los que
huyen, en una ceja de las caídas que dan vista a Tacna, para conducirlos en
orden a esta ciudad. Ya no es posible. Arrastrados por el terror, ya nada
escuchan y precipitan su marcha.
Eran las 3 y media p.m.
2) VERSIÓN DEL OFICIAL BOLIVIANO MIGUEL AGUIRRE, UNO DE LOS EDECANES DEL
GENERAL CAMPERO:
Habiendo llegado al centro de la izquierda, encontré al señor coronel Camacho
con sus ayudantes y ofreciéndole un magnífico anteojo que tenía en la mano le
dije:
Mi coronel, ya es manifiesta la intención del enemigo de atacarnos
resueltamente por este flanco. ¿No le parece a Ud. que sería conveniente
cambiar el frente de la batalla, adelantando la derecha y retirando la
izquierda?’. El coronel tomó mi anteojo y recuerdo que me contestó
tranquilamente: “Veremos qué disposiciones se toman”.
El enemigo formaba su línea casi perpendicular sobre el extremo izquierdo del
Ejército Aliado, con tendencias a rebasarlo por aquel flanco. Quizás hubiera
sido conveniente efectuar dicho movimiento. Ya que no se efectuó, habría sido
conveniente reconcentrar oportunamente las mejores reservas en el costado
izquierdo, como se hizo después con precipitación y vacilaciones.
El combate era ya general. En medio de la inmensa polvareda y del humo de la
batalla, las fuerzas de nuestra izquierda y centro parecían fantasmas que se
arrojaban vomitando fuego sobre las líneas contrarias, obligándolas a
retroceder en su mayor parte.
Una o dos horas después, las masas chilenas nos rodeaban, rebasando nuestro
flanco, y los nacionales o voluntarios de Tacna o Para, cuyo jefe había muerto,
se encontraban desarmados porque sus rifles Chassepot eran de malísima calidad.
Llegado a un montículo pude ver que la izquierda y el centro de nuestro
Ejército estaban en completa derrota y que un gran cordón de gente entraba a la
ciudad de Tacna. Al dirigirme a dicha ciudad encontré al coronel Ramón
González, seguido del Dr. Emilio Valverde, y me dijo:
“¿Hay algo todavía que hacer por acá?”.
A lo que le contesté mostrándole nuestros campamentos ocupados por el Ejército
chileno: ‘Ya ve Ud. que nada’.
A las cuatro de la tarde, poco más o menos, llegué a orillas de Tacna, con el
propósito de entrar a la plaza, donde suponía se reorganizaba el Ejército. Me
aseguraron que el general Campero había pasado con ánimo de reunir el Ejército
en Pachía. Partidas de caballería enemiga descendían al llano por diferentes
puntos y los cañones chilenos bombardeaban la ciudad por lo que me dirigí a
Pachía por un camino extraviado.
3) VERSIÓN DEL ENTONCES CORONEL ANDRÉS AVELINO CÁCERES:
El general Campero, desde su puesto de mando instalado hacia el centro de la
línea de batalla e inmediatamente detrás de ella, seguía atento todas las
incidencias de la lucha, impartiendo oportunas órdenes y trasladándose
personalmente, cuando era necesario, a los diversos sectores del frente.
La situación del ala izquierda cambiaba a nuestro favor y el coronel Camacho,
queriendo aprovechar esta circunstancia, ordenó un contraataque de conjunto, el
cual se inició saliendo fuera de la línea, con el avance de mi división, la de
Suárez y la de Castro Pinto (del centro). Apenas había adelantado yo unos 100
metros a la cabeza de mis batallones Zepita y Misti, cuando perdí el caballo.
Mi ayudante, capitán Lazúrtegui, me dio el suyo que también quedó pronto
inutilizado. Mi segundo jefe, comandante Llosa, al avanzar sobre el enemigo,
recibió un balazo en el pecho que lo mató instantáneamente; su caballo,
sintiéndose sin jinete, partió a la carrera, pero fue alcanzado por uno de los
oficiales quien, al tiempo de poner el pie en el estribo, fue arrancado por una
bala y hube de subir por el estribo opuesto.
Nuestro contraataque seguía, en tanto, pertinaz. Los Colorados rivalizaban con
nuestros bravos del Zepita y la refriega tornábase cada vez más enconada.
Aliados y chilenos acometíanse furiosamente, haciendo extraordinarias proezas.
Con todo, nuestro decidido empuje adelantaba, pero nos faltaban refuerzos para
cubrir las bajas y sostener la impulsión del contraataque, refuerzos que ya no
era posible obtener, porque todas las reservas estaban empeñadas en la línea
del combate.
El enemigo, fuertemente reforzado, volvía, en tanto, al ataque. La lucha era tremenda.
El fuego que se nos dirigía de todas partes diezmaba mi división y la de Suárez
y hubo momentos en que estuvimos en un tris de ser completamente envueltos,
pues el resto de la línea no había acompañado nuestro avance, por hallarse
también combatiendo duramente en sus propias posiciones. Varios jefes habían ya
caído en la porfiada lid, muertos o heridos, y a poco fue también herido el
valeroso coronel Camacho, comandante general del centro.
Ya enormemente abrumados por la superioridad de fuerzas y prepotencia de fuego
del adversario, recibimos orden de retroceder. Retroceso que se llevó a cabo
sin precipitación alguna, cubriéndolo el Zepita, que a cada paso veía aclarar
más y más sus filas, quedando al fin reducidos a menos de 100 hombres. Había perdido
el 8o% de su efectivo, pero se retiró del campo reteniendo su bandera.
El resto de la línea, atacado también vigorosamente, viose arrojado de stis
posiciones, pronunciándose entonces la derrota. Serían como las tres de la
tarde.
Con la batalla de Tacna terminó la campaña de este nombre y ya fue imposible la
reorganización del primer Ejército del sur.
Después de una estancia de dos días en Tarata, donde escasearon las
subsistencias y sólo tuvimos choclos para comer, emprendimos la marcha hacia
Puno. El día de la partida se nos dio a cada uno de los jefes y oficiales una
peseta boliviana o chaucha a cuenta de nuestros haberes. En la tarde de aquel
mismo día llegamos a un paraje de la cordillera, donde el frío era intensísimo
y, con el hambre atrasada que llevábamos, nos vino muy bien una sabrosa comida
de carne de llama.
“Con la batalla y derrota de Tacna quedó terminada, prácticamente, nuestra
alianza con Bolivia”, pues desde entonces no volvieron a intervenir tropas
bolivianas en la contienda con Chile, la cual fue sostenida sola y únicamente
con el Perú.
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Búscanos como: Historias
de Bolivia.
Foto: Monumento a la Batalla del Alto de la Alianza, Cerro Intiorko en Tacna, Perú.
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