LA PRIMERA BATALLA POR EL FORTÍN NANAWA

La primera batalla por Nanawa es un capítulo del libro inédito: Chaco bravo ¿Ahora qué...? escrito por el coronel Julio Loayza Sanz.
El presente estudio: La primera batalla por Nanawa. La experiencia de la clase media boliviana en la Guerra del Chaco. El testimonio del subteniente Julio Loayza Sanz; fue presentado como ponencia por Joaquín Loayza Valda en el Primer Encuentro Sobre la Guerra del Chaco, realizado en Cochabamba del 11 al 14 de julio de 2013. Fue publicado en: Desmitificando la Guerra del Chaco. La Paz. Lyrium. 2014. pp. 113-143.
La Guerra del Chaco fue un hecho histórico que convocó la participación de todas las clases sociales que constituyen la nacionalidad boliviana, sin embargo, por el lugar que ocupa en las relaciones sociales de producción, correspondió a la clase media cumplir una actuación protagónica en su conducción y en los acontecimientos que se suscitaron en la sociedad boliviana como consecuencia de ella. Existe, al respecto, abundante evidencia documental, editada e inédita, como la escrita por el coronel Julio Loayza Sanz (Presto, Chuquisaca: 1912-Sucre: 2004), quien ingresó al conflicto en julio de 1932, a los veinte años de edad, con el grado de cabo, en la toma de Boquerón; hasta junio de 1935, a los veintitrés años, con el grado se subteniente de reserva, luego de la defensa de Villa Montes hasta el cese de hostilidades. Concluida la guerra fue asimilado al Ejército, participó en la Logia Razón de Patria (RADEPA) y en el gobierno del mayor Gualberto Villarroel, conoció la prisión y el exilio, participó en la Guerra Civil de 1949, se integró al Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), formó parte de la dirección militar de la Revolución del 9 de abril de 1952 y ocupó diversas funciones militares y políticas hasta el año 1972, cuando se desempeñó como alcalde de la ciudad de Sucre.
La experiencia de la clase media boliviana en la Guerra del Chaco. Por Joaquín Loayza Valda.
Por vez primera después de la Guerra de la Independencia, entre julio de 1932 y junio de 1935, durante la realización de las acciones de la Guerra del Chaco, la nación boliviana concurrió a una conflagración internacional integrada por todas sus clases sociales y procedencias regionales. Aunque muchos de los combatientes no estaban de acuerdo con las causas que propiciaron el conflicto internacional y el modo de resolverlo, prevaleció en todos la convicción de defender la integridad territorial de Bolivia, consolidar el acceso de nuestro país al océano Atlántico a través de un puerto sobre el río Paraguay y garantizar la soberanía nacional de los yacimientos petroleros del chaco.
Como la guerra es la continuación de la política a través de medios violentos, es lógico inferir que el desarrollo y desenlace de la Guerra del Chaco estuvo condicionado a la capacidad y potencialidad económica, política, orgánica e ideológica que las diferentes clases sociales poseían en las relaciones sociales de producción antes y durante el conflicto. Como se conoce, si bien la burguesía liberal aún se sostenía sobre un innegable poder económico que se prolongaría durante diecisiete años después de la finalización de la contienda, su capacidad de liderazgo social y político estaba seriamente afectado por el fraccionalismo político y la crisis económica mundial, de suyo, la responsabilidad de la conducción política, internacional y militar de la conflagración recayó inexorablemente sobre ella. El proletariado, exiguo en un país apenas vinculado a la producción social capitalista, no poseía aún el poder político y económico que habría de adquirir años después con la fundación de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), la Federación de Trabajadores Fabriles de Bolivia (FTFB) y la Central Obrera Boliviana (COB). El campesinado, miserable, sobreexplotado dentro de unas relaciones sociales de producción pre capitalistas, carente de relación con el conocimiento, aunque se había sublevado reiteradamente en las décadas precedentes, no poseía la capacidad política ni económica para constituirse en un referente histórico que propiciara cambios trascendentales. Correspondió a la clase media erigirse en el punto de gravitación política y social que definiría el curso de la guerra y de los acontecimientos que se suscitaron en la economía, la política y en la sociedad en los años posteriores hasta la finalización del siglo XX.
Las razones de este protagonismo pueden encontrarse en tres causas que deductivamente son: Primera, el ascenso mundial de la clase media expresada en su lucha contra los monopolios en Estados Unidos de Norteamérica; la fundación del Partido Laborista en el Reino Unido y su llegada al poder; el desarrollo de los conceptos y principios del capitalismo de Estado para, entre otros aspectos, fortalecer a la clase media e incorporar grandes segmentos del proletariado y, aún, del lumpen a ella; el surgimiento de los movimientos nacionalistas en Europa, cuya máxima expresión fueron el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NAZI) y el Partido Nacional Fascista en Italia; y en América la revolución mexicana, el Estado Novo en el Brasil, entre otros. Segunda, la insurgencia de un movimiento de clase media en Bolivia, constituido por diferentes corrientes ideológicas y orgánicas, que confluyeron en una propuesta política cuyo mayor referente fue el programa de la Federación Universitaria de Bolivia (FUB) que incorporó las reivindicaciones sustanciales de la lucha política del siglo XX, como la nacionalización de las minas, la reforma agraria, la nacionalización del petróleo, el voto universal, la igualdad de derechos para la mujer, etcétera, sobre la base de una articulación ideológica disímil que incluía axiomas del marxismo, del capitalismo de Estado, del anarquismo, del nacionalsocialismo y de la doctrina social de la iglesia. Tercera, la naturaleza individual que, en general, poseían los jóvenes de la clase media, quienes, además de la conciencia que tenían acerca de su insurgencia universal y nacional en el quehacer político, económico, ideológico y cultural de la sociedad, poseían determinadas condiciones humanas que los definieron como los protagonistas fundamentales de la guerra y de los acontecimientos que se producirían como consecuencia de aquella: estaban vinculados, desde las capitales departamentales o provinciales, a la economía y la cultura rural, conocían la conciencia campesina, se comunicaban, además del español, en la lengua madre de las comunidades campesinas, eran capaces de desplazarse largas distancias en cabalgadura o a pie, vadeaban ríos o los atravesaban al nado, conocían las destrezas de la cacería y del manejo de las herramientas de labranza, no remilgaban ante ningún alimento, etcétera, etcétera.
Todas estas condiciones explican las razones del comportamiento hegemónico de la clase media  en la conducción en la Guerra del Chaco y de la actuación destacada de determinadas personalidades que, procedentes de ésta, perduran en la memoria histórica de nuestro pueblo, como Manuel Marzana, Víctor Uztáres, Edmundo Andrade, Tomás Manchego, entre otros, y de quienes después de la guerra y como consecuencia de ella, alcanzaron un protagonismos histórico que se extendió por todo el siglo XX, como Víctor Paz Estenssoro, Hernán Siles Suazo, Juan Lechín Oquendo, Walter Guevara Arze, para señalar sólo algunos nombres.
La evidencia documental también permite destacar la experiencia dominante de la participación de la clase media en la Guerra del Chaco, como el libro Masamaclay, de Roberto Querejazu Calvo; las fotografías de Luis Bazoberry García, los dibujos de Gil Coimbra Ojopi, los relatos de Augusto Céspedes, la novela Repete de Jesús Lara y la música que, durante y después de la campaña, fue compuesta por los maestros que vivieron directa o indirectamente el fragor de los combates, como Miguel Ángel Valda, José Lavadenz Inchauste, Humberto Iporre Salinas, Antonio Auza Paravicini o Teófilo Vargas.

De este conjunto de evidencias documentales pervive un repertorio de textos inéditos o editados que, en estructura de relato, diario, memoria, novela o cuento describen, con mayor o menor calidad literaria, la vivencia del hombre boliviano, con sus certezas y sus derrotas, en la Guerra del Chaco. El coronel Julio Loayza Sanz, quien ingresó al teatro de operaciones a los veinte años de edad con el grado de cabo y salió de ella a los veintitrés como subteniente de reserva comandando uno de los batallones del Regimiento Santa Cruz de la Sierra 9 de Infantería, ha dejado escrito un libro que, bajo el epígrafe de: Chaco bravo ¿Ahora qué?, relata su participación en la contienda con el Paraguay desde la toma de Boquerón, en julio de 1932, hasta la defensa de Villa Montes y el acuerdo de alto al fuego, en junio de 1935. De este libro, inédito aún, he tomado al azar un capítulo: La primera batalla por el fortín Nanawa, con el deliberado propósito de explicar, a través de un solo intento sistemático, la experiencia de la clase media boliviana en la Guerra del Chaco.


El testimonio del subteniente Julio Loayza Sanz.

La sucesión de las acciones bélicas entre las postrimerías de la primavera y el inicio del verano de 1932 nos permiten inferir que el Ejército de Bolivia no sólo había logrado recuperar su capacidad de respuesta a los ataques paraguayos, sino, que había conseguido desplegar iniciativa y disposición para acometer operaciones con sentido estratégico contra el dispositivo de defensa del enemigo. La contundente resistencia boliviana en Kilómetro 7, las acciones ofensivas y defensivas en Cuatro Vientos y nuestra progresión con profundidad que culminó con la captura del fortín Mariscal Duarte, sustentan con argumentos categóricos nuestra apreciación en sentido de que en ese instante la guerra se la concretaba con conocimiento de causa y que la posibilidad de la victoria no era una quimera. Precisamente en ese momento, cuando los mandos militares nacionales lograban salvar de una incierta situación los intereses bolivianos comprometidos en la Guerra del Chaco, el presidente Salamanca, considerando la situación con una conciencia más próxima a la de los abogados de los barones del estaño, que llamaban europeos y norteamericanos para resolver sus problemas mineros; decidió cambiar al Comandante en Jefe del Ejército de Bolivia y, para tal propósito, convocó al general Hans Kundt para llenar aquellas funciones. Kundt era un oficial alemán que ya había ejercido funciones castrenses y políticas en el país y, por las razones de su desempeño, no poseía las condiciones necesarias para garantizar la unidad de acción entre políticos y diplomáticos con los militares en campaña y de éstos entre sí.
Sobre este particular, para alcanzar un estado de conciencia razonable sobre las circunstancias en las que Salamanca cambió al Comandante en Jefe, entre fines de diciembre de 1932 y principios de enero de 1933, me permito citar la opinión de un neutral, el coronel chileno Aquiles Vergara Vicuña, quien en su libro Guerra del Chaco, Tomo III, páginas 27 y 28 dice lo que sigue:
“Esta plausible situación de ánimo se dejó traslucir rápidamente en el campo de las realidades, pues, como ya lo hemos hecho constar, en el cortísimo plazo de dos meses contiguo a un desarrollo de proporciones, el Ejército se había organizado y fortalecido frente al enemigo, al que había contenido con golpes secos y contundentes, desorientándolo y sometiéndolo a la defensiva; se faccionaron  proyectos operativos que llegaron a traducirse en un plan unitario de campaña, el que se ponía triunfalmente en ejecución ya en la primera quincena de Diciembre de 1932; lo que a muchos y, sobre todo a los paraguayos, sorprendió como si se tratase de un milagro. Y si la guerra se había ya encaminado por este cauce seguro y promisorio, cabe formular la pregunta: ¿Por qué el Presidente Salamanca resolvió cancelar el Mando Nacional, tan brillante y eficientemente representado, para confiarlo a un general que, pese a todas sus refulgentes ejecutorias, iba a ser como un ensayo  en un teatro tan singular y extraordinario como es el Chaco? ¿Por qué prefirió a Kundt que a Lanza? Insistimos en interrogar, ya que la cuestión nacionalidad nada o muy poco tiene que ver con la formación profesional de plano superior de un militar que reúne méritos intrínsecos como conductor de hombres.--- El Presidente las contestó mucho antes de que las formulase alguien, declarando que el país no tenía confianza en el Mando Nacional por estimar que éste había fracasado, y que él, personalmente no distaba mucho de creer lo mismo.--- Mas, a pesar de esta autorizada impresión, conviene distinguir en esta materia: el hecho de que el Comando ejercido por un general determinado haya sido barrido por ventiscas de tempestad, no implica de modo alguno, que otro de análoga procedencia tenga que correr la misma suerte, si el tiempo y las circunstancias, y aún una presunta diferencia en las condiciones genéricas y de mando entre uno y otro Jefe, ofrecen un conjunto, una faz más placentera o un coeficiente mayor de ventajas y seguridades. La lógica elemental y el sentido común determinan diferenciaciones substanciales entre los destinos de un Comando sumido en el vencimiento, por causas complejas, o demasiado simples y otro enaltecido por la victoria o el demañamiento fructuoso y cada vez más evidente del infortunio, como era el caso del Comando del General Lanza, en comparación al de su antecesor”.
Aquí corresponde decir que el presidente Salamanca, mal asesorado, sin ningún conocimiento teórico ni práctico en materia militar, no atinó a encontrar la realidad, es más, no sabía lo que buscaba ni lo que pretendía hacer con la guerra ni con el país. A esto debe agregarse que fueron sus colaboradores los que lo empujaron a decidirse por una guerra sin pies ni cabeza, a declararla sólo con el propósito de obtener y conservar el gobierno de la República, sin ningún argumento razonable y apelando al discurso fácil que aconsejaba despertar en las masas inconscientes todos los sentimientos de intolerancia, conociendo que el pueblo boliviano no estaba en condiciones de ir a una guerra. Fueron esos colaboradores los que  permitieron que un general extranjero viniera al país a comandar a un ejército que, en ese momento, encaminaba correctamente las acciones de guerra. Las consecuencias de esta decisión fueron lamentables, primero, porque el gobierno jamás pudo reponerse de sus propios errores; segundo, porque el general Kundt afectó su prestigio, especialmente por los sucesos acaecidos en Campo Vía y; tercero, porque fuimos nosotros los que soportamos las consecuencias materiales del desacierto. Por otra parte, debe entenderse que el Presidente y sus colaboradores, con la designación del general Hans Kundt, contribuyeron a debilitar la unidad de acción, un principio esencial para llevar a efecto con ventaja las operaciones de una campaña bélica, es decir, no consideraron las diferencias y resentimientos políticos que desde el año 1930 permanecían subyacentes en la conciencia de algunos jefes y oficiales y que, lamentablemente, emergieron con graves resultados para la patria y para todos los que actuábamos en la línea de fuego.
Las actividades preparatorias para el primer ataque al fortín Nanawa empezaron para nosotros, los integrantes del Regimiento “Juana Azurduy” 7 de Infantería, el 10 de enero de 1933, cuando nos movilizamos de Murguía hacia Agua Rica, donde permanecimos ocupados en el arreglo del equipo, reparación y limpieza de armas, lavado de ropa, recuperación de nuestras condiciones físicas y otros menesteres necesarios para emprender acciones de guerra.
El comando del Primer Cuerpo de Ejército fue quien concibió el primer ataque contra el fortín Nanawa, porque después de la captura de Mariscal Duarte, el 30 de diciembre de 1932, y de los fortines Mariscal López, nuevo y viejo, el 9 y 10 de enero de 1933, sólo quedaba Nanawa como una peligrosa amenaza paraguaya contra Saavedra y la retaguardia de Kilómetro 7. Por otra parte, Nanawa poseía un gran valor estratégico, primero, porque era la única protección paraguaya del camino hacia Concepción y, segundo, porque con su captura desaparecía toda posibilidad paraguaya de ataque con dirección hacia el norte y, por el contrario, a Bolivia se le abrían todas las posibilidades de hacerlo arrolladoramente hacia el sur. Desde el punto de vista táctico, la configuración del terreno de Nanawa permitía una gran visibilidad para que la artillería lograra ventajas considerables contra el dispositivo de defensa del enemigo.
Para hacer posible la captura del fortín Nanawa el Comando del Primer Cuerpo de Ejército dispuso la organización de tres destacamentos o columnas:
Columna Frías o Destacamento Sur, comandado por el teniente coronel Enrique Frías Yanguaz y conformado por las siguientes unidades:
- Regimiento 42 de Infantería y dos batallones del Regimiento 16 de Infantería, comandado este último por el teniente coronel Julio Bretel.
- Grupo “Lanza” 5 de Caballería, comandado por el teniente coronel Antonio Suárez.
- Regimiento “Chichas” 7 de Caballería, Primer Escuadrón, comandado por el mayor Eduardo Rimassa.
- Sección de Artillería, comandada por el teniente Antonio Seleme.
Columna Quiroga o Destacamento Centro, comandado por el teniente coronel Julio Quiroga, conformado por las siguientes unidades:
- Regimiento “Ayacucho” 8 de Infantería, comandado por el teniente coronel A. Ballón.
- Regimiento Abaroa 1° de Caballería, una fracción a pie.
- Sección de Artillería Krupp y una pieza de artillería Vickers de acompañamiento.
Columna Reque Terán o Destacamento Norte, comandado por el teniente coronel Jacinto Reque Terán y conformado por las siguientes unidades:
- Regimiento “Azurduy” 7 de  Infantería, comandado por el mayor Heliodoro León.
- Regimiento 26 de Infantería, comandado por el teniente coronel Agustín Jironáz.
- Regimiento 39 de Infantería, comandado por el mayor Víctor Criales.
- Regimiento “Abaroa” 1° de Caballería, un escuadrón comandado por el subteniente Edgar Rück Uriburo.
- Una sección de ametralladoras Semak.
- Grupo de Artillería comandado por el mayor Alfredo Peñaranda, que actuó anteriormente en el sector:
- Batería 1: 4 piezas KK. 75 de montaña, al mando del  capitán Jorge Chávez y subtenientes Hugo Rück Uriburo y Bernardo Soria Galvarro.
- Batería 2: 4 piezas KK. 75 de montaña, al mando del teniente José Quiroga y subteniente Miguel Aillón.
- Batería 3: 4 piezas KK. 75 de montaña, al mando del teniente Humberto Torres Ortiz y subtenientes Humberto Moreno y Juan Delgado Bolaños.
Existían dos secciones independientes, una al mando del mayor Julio López y otra comandada por el teniente Antonio Seleme.
La misión de la Columna Norte consistía en cortar las picadas Nanawa - Rojas Silva y Nanawa – Rancho Ocho y Bullo, con el objetivo de tomar el fortín Nanawa atacando desde el norte, lograr contacto con la Columna Sur, que operaba de sur a norte, y copar de este modo la guarnición paraguaya.
El 19 de enero, formando parte del destacamento comandado por el teniente coronel Jacinto Reque Terán, un Jefe que, si bien demostraba valentía y patriotismo, carecía de una adecuada preparación técnica militar, salimos de Agua Rica en misión de ataque hacia Nanawa. Después de inspeccionar al personal, su armamento y los materiales indispensables para concretar nuestra misión, a las seis de la tarde, nos internamos por una senda que cortaba un bosque alto y tupido, por ella caminamos sin fatiga bajo la buena sombra de la espesura hasta que, ya muy tarde, salimos a campo Candia, un pajonal extenso que se prolongaba desde Kilómetro 7 hasta Nanawa, el que atravesamos cobijados en la penumbra de una noche nublada y relampagueante hasta internarnos en otro bosque alto y bastante tupido como el anterior. Allí tomamos la senda Rück, que conducía a los pajonales del norte de Nanawa, sobre el camino a Rojas Silva, lugar donde empezó a descargarse una tormenta que se prolongó durante toda la noche, que nos desorganizó y nos obligó a acampar bajo su azote de aguas implacables, de tal modo que nuestras pequeñas carpas no pudieron conjurar los efectos de la humedad de nuestras ropas ni del barro que fue nuestro lecho en una noche fría y tormentosa.
Las consecuencias de este aguacero fueron negativas para el cumplimiento de nuestro plan de ataque: primero, por la cantidad de agua que se filtró a las armas, al material de guerra y a las municiones; segundo, por la hipotermia que escamoteó no sólo nuestro reposo, sino, la salud de al menos el dos por ciento del efectivo de combate; tercero, por el lodo que se acumuló en la senda haciendo imposible el servicio de transporte, especialmente de las armas pesadas; y, tercero,  porque impidió que el asalto, que debía realizarse al amanecer del 20 de enero de 1933, se concretara con la contundencia de un ataque sorpresa.
A pesar de todo, completamente empapados y cubiertos de barro, reiniciamos a las cinco de la madrugada del 20 de enero de 1933 la marcha de aproximación, que principió con la salida simultánea de mi sección y la del subteniente Edgar Rück Uriburo, un oficial valiente, inteligente y muy bien informado acerca de las condiciones geográficas y operativas de aquel terreno en virtud a que, en reiteradas oportunidades, lo reconoció, exploró y abrió en él la senda que llevaba su nombre. Los dos debíamos cumplir misiones que poseían objetivos análogos, aunque en lugares diferentes. Al subteniente Rück le correspondió emboscarse en el camino Nanawa – Rancho 8, a mí en la picada Rojas Silva – Nanawa, en ambos casos debíamos cortar todo intento del enemigo por reforzar o evacuar Nanawa. En concreto, estábamos responsabilizados de garantizar el éxito del ataque protegiendo las espaldas de la Columna Reque Terán. Después que nuestras escuadras se desplazaron juntas por la senda del bosque salimos a otro gran pajonal que flanqueaba hacia Rojas Silva desde Nanawa. En este lugar nuestras secciones se separaron y nos despedimos deseándonos buena suerte y éxito en nuestras delicadas misiones. Él tomó el rumbo este y yo me encaminé hacia norte, a unos quince kilómetros de Nanawa, con el propósito de sostener combate contra todo intento del enemigo por reforzar sus fuerzas establecidas en el fortín paraguayo.
El grueso de nuestra Columna tomó contacto con los puestos avanzados del enemigo más o menos a las ocho de la mañana, al norte de Nanawa; éste, después de una sostenida y vigorosa resistencia se replegó a la Isla Fortificada, llamada así por los trabajos de atrincheramiento y fortificación que realizaron los paraguayos para hacer más efectivas sus cualidades estratégicas, controlar el pajonal que se prolongaba hacia el norte y proteger con su fuego flanqueante a Nanawa vieja como a la nueva, conocida con el nombre de fortín Ayala. El Regimiento “Juana Azurduy” 7 de Infantería, con su empuje arrollador, logró situarse al frente del dispositivo de defensa de esta isla brava paraguaya  y ofrecer una tenaz ofensiva que, lamentablemente, no logró progresar porque el enemigo se hizo fuerte allí obstaculizando cualquier intento nuestro por desbordarlo. A pesar de esto, muchos soldados del Azurduy lograron irrumpir momentáneamente sus trincheras pero fueron desalojados, muertos y algunos tomados prisioneros. Lamentablemente, todo este despliegue de valor no fue correspondido por un efectivo apoyo que la artillería debió haber proporcionado, debido principalmente a dos razones: primera, las dificultades de transporte de las piezas por caminos y sendas completamente anegadas de agua y lodo, y, segunda, porque nuestras piezas de artillería Krupp no tenían el rumbo elíptico o curvo que se precisa para un bombardeo estratégico. Los obuses, que cumplen con esos requisitos, fueron empleados después, durante la segunda batalla por el fortín Nanawa. Mientras tanto, la Columna Sur había logrado progresar hasta las cercanías del fortín Ayala, pero tuvo que paralizar su avance por las mismas razones que impidieron a la del norte progresar con profundidad: la carencia de fuego de apoyo y acompañamiento.
Quienes se han ocupado de la historia de la Guerra del Chaco, especialmente de esta batalla, no han logrado unificar criterios acerca de las causas que propiciaron la falta de coordinación en el ataque concéntrico de los tres destacamentos. Como protagonista de aquellas jornadas puedo asegurar que fue aquella lluvia diluviana la causa propiciatoria de los diversos eventos que afectaron la correcta ejecución del plan de ataque: la desorganización de los elementos de tropa, la intransitabilidad de caminos y sendas, la imposibilidad de trasladar en el tiempo acordado las armas de apoyo y acompañamiento, es decir, los factores que impidieron la realización de uno de los principios más importantes que informan la ciencia y la técnica de la guerra: la correcta relación entre el tiempo y el espacio.
A las siete de la mañana del día siguiente, en las proximidades de El Pirisal, la sección que comandaba fue relevada en su posición de emboscada por las tropas del Regimiento “Abaroa” 1° de Caballería, al mando del mayor Roberto Carrasco. Después de informarle que las patrullas habían percibido que el enemigo avanzaba hacia Falcón y Rojas Silva y que, por tanto, se desplazarían por el lugar donde nos encontrábamos, me permití aconsejarle que asumiera mucha precaución. Lamentablemente, este oficial no ponderó la naturaleza castrense de la información que le transmitía, contrariamente, en son de burla me manifestó que los pilas, cuando y donde quisieran lo buscaran, que él estaría presto para recibirlos a bala y darles su merecido; luego ordenó descanso en vez de organizar rápidamente su seguridad para posibilitarse libertad de acción para cualquier evento. El resultado de esta insensatez, como de muchos desatinos similares que se cometieron durante la Guerra del Chaco, fue terrible: casi la totalidad de su unidad fue aniquilada, murieron muchos soldados, clases y el mismo mayor Carrasco cayó acribillado en el ataque sorpresa, por la retaguardia, realizado por los guaraníes. Todos sentimos el resultado de este desastre y lamentamos la pérdida de un contingente humano tan necesario para las acciones que comenzaban, pero, especialmente sentimos la muerte del mayor Carrasco, un hombre valiente, audaz y muy respetado y querido por sus soldados, camaradas y jefes.
Después que mi sección fue relevada marchamos hacia Nanawa, donde nos reincorporamos al Regimiento “Juana Azurduy” 7 de Infantería. A las diez de la mañana, en pleno desarrollo del combate, me posicioné frente a la famosa Isla Fortificada paraguaya, desde donde los guaraníes diseminaban sostenidamente su fuego mortífero impidiéndonos todo movimiento y privándonos de las condiciones necesarias para trabajar las posiciones de campaña. En el empeño por erigir los mínimos recursos de defensa murieron o fueron heridos, momento a momento, una cantidad de soldados que no puedo precisar. Al promediar las doce con treinta minutos del medio día, por orden del Comando de la División, nos lanzamos al asalto para tomar, a cualquier precio, el fortín Nanawa. Así se hizo, pero, nuestro asalto apenas pudo progresar hasta las proximidades de las trincheras pilas y los pocos que pudieron alcanzarlas fueron acribillados sin misericordia. Debo hacer notar que el mayor Raimundo Cárdenas, comandante de Batallón del 7 de Infantería, dio muestras de verdadero arrojo en la concreción del referido asalto: pistola en mano, con la rosca al hombro, salió al pajonal ardiente y ensangrentado y a viva voz, poseído por el éxtasis de la batalla, dijo: ¡¡¡Regimiento “Azurduy”!!! ...  ¡¡¡Al asaltooo... !!! Y a esta voz todos los oficiales, clases y soldados corrimos por el pajonal hacia las trincheras paraguayas bajo una cortina de fuego salvaje, indomable y asesino. Sin embargo, de nada sirvieron el arrojo y la temeridad de nuestra unidad, porque después de varias horas de lucha en nuestro avance palmo a palmo, metro a metro, en un pajonal sobre el que reventaban las gotas de sangre como lágrimas de la batalla, no pudimos cumplir la misión de irrumpir las posiciones paraguayas que se defendían con una bravura y decisión digna de sus antepasados guaraníes.
La guerra, con toda su irracionalidad, es también un estado de conciencia donde el espíritu se sublima en el sacrifico extremo, a veces de sangre, por el bien común; sólo así pueden entenderse las hazañas heroicas de nuestros soldados, oficiales y clases en aquellas jornadas guerreras, de ese modo únicamente puede comprenderse el sentido ético de aquella carrera emprendida por cientos de jóvenes con el fusil Máuser terciado a discreción, calado con el filo brillante y frío de las bayonetas, mientras una tempestad de plomo ardiente desgarraba todo cuanto pudiera interponerse entre el aire y su mortal desplazamiento.
Después de varias horas de lucha desigual recibimos la orden de replegarnos hasta nuestras posiciones de partida, mas, como sólo teníamos al pajonal como recurso de protección, cumplir la orden de repliegue fue una acción difícil de concretar. Sumergidos boca abajo dentro el pajonal, desplazándonos a gatas o al arrastre por aquél mar de pajas amarillentas, comprendimos repentinamente que nos encontrábamos controlados por el fuego de las ametralladoras y de los francotiradores paraguayos. En aquellas condiciones, donde erguir la cabeza era una invitación a perecer inevitablemente, no podía considerarse racional incorporarse para desplazarse hacia la retaguardia. Sólo unos pocos que optaron por esta forma de repliegue lograron salir, sanos o heridos, de aquel infierno, el resto sucumbió inmediatamente víctima del pánico, la imprudencia y las balas enemigas. Felizmente, imperó también en el contingente la idea de un repliegue nocturno y, para que esto fuera posible, nos quedamos tendidos, inmóviles, cerca de las trincheras enemigas, con las armas listas para responder a cualquier emergencia, esperando la llegada de la sombra nocturna para realizar el movimiento de repliegue, acción que se realizó positivamente unas horas después de la masacre.
Para evaluar el resultado del asalto del día 21 de enero de 1933 contra la Isla Fortificada en Nanawa sólo había que aproximarse al campo de batalla y respirar el olor nauseabundo que comenzaba a propagarse desde los cuerpos putrefactos de nuestros soldados o recordar las decenas de heridos abandonados en pleno campo de batalla y que no logramos rescatar para evitar el sacrificio de más vidas humanas. Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que tuvimos un treinta o cuarenta por ciento de bajas, quizá más muertos que heridos, unos caídos en los minutos tempranos del asalto, otros en la hora crucial de la retirada, algunos entre los gritos de dolor y las exclamaciones de auxilio que no pudieron corresponderse y no faltaron los que murieron en la retaguardia víctimas de la carencia de medicamentos y la falta de una atención médica oportuna, entre ellos, sin precisar la forma cómo se inmoló por la Patria, se encontraba Pedro Barrao, brigadier mayor del Colegio Militar, cuyo cuerpo fue recuperado meses después en ocasión de otros ataques masivos contra esta plaza fuerte paraguaya.

¿Por qué sucedió esta matanza de soldados bolivianos? Porque la única forma de superar las trincheras enemigas por el norte de Nanawa era atravesando este pajonal que se extendía por ciento cincuenta o ciento ochenta metros de distancia entre Punta Barrao y la Isla Fortificada y por setenta u ochenta metros entre nuestras posiciones de la otra lengua de monte, llamada posteriormente Punta de los Cuatro Degollados; y las posiciones guaraníes, aspecto que lo convertía en un excelente campo de tiro. Por otra parte, este pajonal era absolutamente plano en toda su extensión, sin ningún ángulo muerto ni tronco donde protegerse, por esta característica, desde los nidos de ametralladoras, ubicados en las chapapas construidas por el enemigo en las copas de los árboles, protegidos por bolsas con tierra y troncos, con emplazamientos de ametralladoras pesadas y livianas, éste podía fácilmente controlar con la vista y con el fuego todo el campo donde actuábamos. Finalmente, Nanawa contaba con un sistema de trincheras inexpugnable, el que fue definido y trabajado incluso en tiempos de paz, y cuya solidez y funcionalidad permitió a los jefes paraguayos alcanzar los objetivos y resultados que habían definido concretar con su fortificación. A todo esto debe agregarse que nuestras fuerzas, en recursos materiales y humanos, no fueron suficientes para privarle a Nanawa los refuerzos que recibió por Rojas Silva y Falcón: mil cuatrocientos hombres bien equipados, comandados por el teniente coronel Brizuela, que se constituyeron en el nervio vital que posibilitó socorrer a los efectivos guaraníes semicercados por nuestras armas durante aquellos días y los meses inmediatamente siguientes.

A pesar de esto, el día 22 de enero nuevamente nos lanzamos al asalto con un resultado peor, más cruel y lamentable que el acaecido el día anterior, porque el enemigo, advertido de nuestras actividades, nos esperó con mayores recursos materiales y humanos, especialmente con una cantidad impresionantemente superior de armas automáticas. Finalmente, el día 23 procuramos nuevamente alcanzar las trincheras paraguayas, pero nuestra progresión no alcanzó siquiera los cincuenta metros, porque tal era la intensidad del fuego enemigo que todo el que se arriesgaba a salir de sus posiciones caía muerto o herido. Cuando me refiero a nuestras posiciones hablo, sin exagerar, de las pequeñas zanjas construidas en pleno combate, entre el lindero del monte y el pajonal, cavadas con nuestros cuchillos, con las bayonetas, las cucharas y aún con nuestras uñas, mientras las balas silbaban cerca de nuestros cuerpos para detenerse en el follaje espinoso del monte, en la superficie de la tierra yerma o en el cuerpo de los desafortunados combatientes. Sin embargo, debe quedar claro que en Nanawa también los paraguayos pagaron su tributo de sangre a los dioses de la guerra, porque nuestras armas no estuvieron silenciadas y, en más de una oportunidad, desde la incómoda posición del atacante, apagamos el fuego infernal de sus nidos de ametralladoras.
Realizado el balance de las bajas producidas en las jornadas de combate en el sector norte de Nanawa, se comprobó que habíamos perdido el sesenta por ciento de nuestros hombres, entre muertos, heridos y enfermos. Para suplir esta irreparable pérdida y evitar un contraataque que hubiera afectado no sólo la estabilidad en este sector, el comando dispuso la llegada de algunos efectivos de refuerzo que nos posibilitaron cubrir los claros que se abrieron como consecuencia de los empecinados e inútiles ataques y asaltos que se efectuaron entre el 20 y 26 de enero de 1933.
Con el propósito de facilitar el conocimiento de la verdad imparcial y con el fin de posibilitarle al lector los elementos necesarios para que asuma un juicio racional sobre lo relatado hasta aquí, transcribo lo que dice el coronel chileno Aquiles Vergara Vicuña, testigo de estas acciones de guerra, en su libro Guerra del Chaco, páginas 307 y 308 del tomo III:
 “Durante los días comprendidos entre el 21 y 24 de enero, no obstante de que el Gral. Kundt dispuso el reforzamiento de la línea con el traslado de los regimientos 18, 41 y 43 de Infantería. El 18, a órdenes  del Teniente Coronel Cesáreo Sanjinéz, recibió orden de incrementar al Destacamento Reque Terán. Los dos restantes, al mando de los mayores René Pantoja y Arturo Murillo, respectivamente, quedaron a disposición del General en Jefe, quien en vista del fracaso de la primera maniobra, se dio a la tarea de pergeñar un golpe audaz y sorpresivo que le compensara con algún éxito de los infructuosos esfuerzos. --- Mientras las fuerzas del centro, del Teniente Coronel Quiroga, se dedicaron a reorganizarse y a mejorar sus posiciones, el Teniente Coronel Reque Terán presionaba hacia el Este desde el lindero  de bosque que concluye en la Punta que se denominara de “Los Cuatro  Degollados”, llevando como referencia el puesto “Florida”, ubicado a 8 Km. al Norte de Nanawa. A la progresión  tardía y ya bloqueada por buen número de fuerzas de este Destacamento, se oponía como bastión irreductible la llamada “Isla Fortificada”, isla de vegetación ubicada en el pajonal a unos 100 metros más o menos de la Punta de “Los Cuatro Degollados”, que era como la llave de la defensa de ese extremo del dispositivo. Los esfuerzos de Reque Terán fueron a morir frente a las sólidas posiciones de este reducto, lo que obligó a un fuerte batimiento de demolición de éste ejecutado con maestría por la Batería que comandaba el teniente Humberto Torres Ortiz.”
Con el mismo propósito, me permito transcribir unos párrafos escritos por el teniente coronel Andino, del Ejército Paraguayo, con referencia a la acción de la batalla en Nanawa, durante los días 21 al  23 de enero de 1933.
 “Durante los días 21 al 23, el enemigo reorganizó las unidades diezmadas durante el primer día de la batalla, y concentró nuevas unidades para proseguir la batalla en persecución del objetivo. --- Durante los días mencionados, la Columna Reque Terán progresó al Este en dirección al Puesto “Florida” bordeando el monte situado al Norte y Nor Este de Nanawa. --- Creada esta nueva situación podemos decir que el fortín  Nanawa quedaba encerrado dentro de un semi-círculo de hierro (en forma de herradura), disponiendo solo para su abastecimiento del camino que pasa al Sur, pues el antiguo camino que corre paralelo a la orilla Norte del Monte Nanawa fue interrumpido por el enemigo el primer día de la batalla.”
Como puede advertirse, ambos relatos coinciden en destacar los enormes esfuerzos desplegados por la Columna Reque Terán en su propósito por irrumpir las trincheras fortificadas paraguayas en el lapso comprendido entre los días 20 y 23 de enero de 1933 y, por otra parte, son también coincidentes acerca de la imposibilidad material y humana de lograrlo, en vista de la sólida defensa paraguaya, fundada en su dispositivo de defensa atrincherado y fortificado y su ubicación en unas islas de monte rodeadas de pajonales ideales para el tiro flanqueante y el fuego reglado.
Pero no fueron solamente las condiciones defensivas paraguayas las que evitaron la progresión boliviana hacia la captura del Fortín Nanawa, también contribuyeron a ello dos elementos que, lamentablemente, se convirtieron en el flagelo persistente de nuestros combatientes en los campos de batalla: el hambre y la sed. Quiero decir, la carencia de alimento y agua en el lapso comprendido entre el 20 y el 26 de enero de 1933 produjo una cantidad similar o mayor de bajas que las ocasionadas por los proyectiles pilas. ¿Por qué fuimos sometidos a ayuno durante una semana mientras combatíamos en las condiciones antes descritas? Probablemente la respuesta se encuentre en los libros diarios y mayores de los auditores de guerra y en la sucesión de firmas, requerimientos, autorizaciones y despachos que sus páginas contienen. Pero ningún combatiente que sobrevivió a aquellos acontecimientos en Nanawa podrá olvidar la sensación de defender los intereses nacionales en el Chaco con el estómago vacío y bebiendo el agua sucia de un gran charco en el que los paraguayos lavaron sus ropas los días anteriores.
Cansados por las difíciles faenas de los combates, golpeados por el hambre y la sed, muchos soldados, los más débiles, no lograron mantenerse en pie y se sumieron en aquella inconsciencia que lleva a la muerte por inanición y deshidratación. Los más fuertes, en cambio, con el hambre desgarrándonos el estómago y los labios trémulos y resecos esperamos hasta el colmo de la paciencia la llegada de la ansiada comida al sitio donde todavía podíamos ajustar el gatillo y dirigir el disparo al enemigo. Entretanto, al calor del fuego de las armas y envueltos por el olor de la pólvora en combustión, que mal disimulaba la fetidez de los cadáveres en putrefacción, pensábamos en la dicha de los camaradas que morían por los disparos del enemigo, frente a la desdichada, lenta, cruel y terrible agonía a la que nos exponía el hambre.  En aquellos difíciles trances, el 25 de enero, recibimos una extraordinaria ración alimenticia consistente en azúcar y chivé: harina de yuca; para que se la racionara del siguiente modo: un jarro de azúcar y otro de chivé para una sección de veintisiete hombres, de tal modo que cada combatiente recibió una cucharada de ambos productos para que los tomara diluidos en una taza con el agua inmunda que estábamos consumiendo.
El día 26 en la tarde corrió la feliz noticia de que una columna de camiones había llegado hasta nuestras posiciones transportando agua y alimento. Agua cristalina y varios fondos con comida de excelente calidad: carne, arroz, fideo, garbanzo y harina de maíz de los pagos añorados. Como puede suponerse, considerando el estado de hambruna por la que estábamos atravesando, se formó inmediatamente, con los soldados que estaban más próximos a los camiones, una descontrolada avalancha sobre los recipientes que contenían el agua y la comida. En platos, jarros y en todo cuanto tuviera capacidad para retener las provisiones, decenas de soldados asaltaron los puestos de distribución y procedieron a ingerir sin control  el añorado alimento. En ese momento los subtenientes René Gonzáles Torres e Ignacio Saucedo, a ruegos, fuete y disparos al aire, pusieron orden en la situación advirtiendo que la distribución de agua y comida debía realizarse contemplando un riguroso orden, primero, para mantener las condiciones tácticas del combate, segundo, para garantizar que todos los combatientes recibieran la ración que les correspondía y, tercero, por razones de salud. En este punto el doctor Roberto Quiroga explicó que, para evitar cólicos que pudieran ocasionar incluso la muerte, el alimento debía racionarse progresivamente. Lamentablemente, esta advertencia no fue oportuna para los soldados que habían asaltado los puestos de provisión de comida, por lo que en menos de una hora se presentó el triste espectáculo protagonizado por decenas de soldados agonizando, entre vómitos y dolorosos espasmos estomacales, sin que nadie pudiera humana y materialmente hacer nada por ellos, salvo esperar  su inevitable fallecimiento.
Siguiendo el riguroso orden establecido por los subtenientes Gonzáles y  Saucedo se distribuyeron el agua y las raciones alimenticias. Primero se procedió con los soldados que acudían al lugar en verdadero estado de inanición: tambaleantes, a gatas, al arrastre y con la voz confundida en un leve murmullo que apenas sugería la pronunciación de alguna palabra. Sin embargo, la mayor parte de los combatientes fuimos atendidos en nuestros puestos de la línea de fuego, tal como establece la regla general de provisión de recursos de subsistencia: el proveedor al comandante de escuadra y éste a cada uno de los soldados bajo su mando. La alimentación de los soldados, después de seis de días de angustioso ayuno, tuvo dos consecuencias importantes en su comportamiento en la línea de combate. Primero, recuperó inmediatamente el entusiasmo e iniciativa para la lucha, aspecto que redundó en la potencia de fuego que, en verdad, había disminuido en los días inmediatamente precedentes y, segundo,  la ingestión de alimentos y la consiguiente recuperación de energía produjo, en las veinticuatro horas siguientes, un estado de relajación corporal que amenazaba sumir en el sueño más profundo a todos nuestros soldados. Primero advertimos un descenso en nuestra potencia de fuego, luego, vastos sectores de la línea se encontraban completamente silenciados, como si nadie se encontrara ocupándolos. En vista de esta circunstancia se dispuso un estado de alerta extraordinario para todos los oficiales y suboficiales, los que tuvimos que estar constantemente vigilantes sobre nuestra gente para evitar sorpresas desagradables.
A pesar de estos esfuerzos, al amanecer del 27 de enero de 1933, sucedió lo que temíamos pudiera producirse. El ala izquierda del Regimiento “Azurduy” 7 de Infantería, que cubría la línea en la lengua de monte frente a la Isla Fortificada paraguaya, amaneció dominada por el sueño eterno de seis días de combates intensos. Los paraguayos, que se encontraban a sólo ochenta metros de distancia, advirtieron y confirmaron esta circunstancia que ningún combatiente en el mundo aceptaría no aprovecharla, por lo que al promediar las cinco de la madrugada irrumpieron en aquel sector de nuestras líneas, protegido por la sección del suboficial Ríos, y procedieron a eliminar a sus ocupantes, incluido el referido suboficial, pasándolos a degüello y a estoques de bayoneta. Los que pudieron eludir la sorpresa escaparon para comunicar la alarma respectiva, pero, casi todos lamentablemente lo hicieron abandonando sus armas, bastimentos y equipo de combate. Como yo me encontraba en la otra lengua de monte, también frente a la Isla Fortificada paraguaya, que ya entonces se denominaba Punta Barrao, pude ver el asalto paraguayo: verdaderas oleadas de atacantes internándose a nuestras posiciones, lanzando sus alaridos de guerra, borrachos, corriendo con todo ímpetu no obstante que veían caer a sus compañeros en el trayecto dentro del pajonal, víctimas del fuego flanqueante que hacíamos desde la Punta Barrao. Producido este sorpresivo asalto, el resto del ala izquierda del Regimiento “Azurduy” retrocedió produciendo un doblamiento de ala que logró apoyarse en una garganta de monte ubicada a unos quinientos metros de la línea de combate, donde se hallaba el Comando de Batallón. Como es natural, el asalto sorpresivo generó un repliegue confuso que amenazaba provocar un estado de pánico colectivo, que se hubiera producido de no haber mediado la actuación de los mayores Eliodoro León, comandante del Regimiento “Azurduy” 7 de Infantería, Raimundo Cárdenas y del teniente Adolfo Ampuero, quien, sometido al rigor de una serenidad a toda prueba, desenfundó su arma de mano reglamentaria y eliminó a dos o tres desdichados soldados que huían despavoridos hacia la retaguardia. Esta actitud enérgica, permitida en casos extremos semejantes, tuvo la virtud de detener la estampida y permitir la organización de la defensa en la referida garganta de monte. Duele decirlo, pero en situaciones similares los jefes y oficiales no tenían otro recurso para imponer orden y disciplina y evitar catástrofes a veces irreparables.
Entre los que abandonaron sus armas estuvieron cuatro sirvientes de una ametralladora pesada: el cabo David Cortés, comandante de la pieza, y los soldados José Flores, Guido Aliaga y Pastor Rodríguez. Estos jóvenes combatientes se presentaron al mayor Raimundo Cárdenas para expresarle que en la confusión del asalto sorpresivo de los paraguayos habían dejado la pieza en la línea de fuego. El mayor Cárdenas, todo iracundo, después de recriminarlos enérgicamente por su actitud negligente, les ordenó terminantemente recuperar el arma automática, advirtiéndoles que serían castigados con todo rigor en caso contrario. Estos soldados, que minutos antes habían advertido la decisión de los jefes para imponer disciplina en la tropa, se retiraron  pidiendo permiso para ponerse en actividad de rescate de la pieza referida.
Al promediar las tres de la tarde, cuando los comandantes de compañía y de sección reorganizábamos nuestras unidades y hacíamos el recuento de municiones y armamento, escuchamos, en la lengua de monte recientemente tomada por el enemigo, un breve tiroteo seguido de unos alaridos escalofriantes que, confundidos con  unos enérgicos vítores en guaraní, permitían reconocer algunas palabras expresadas en quechua. Nuestra primera suposición fue que algunos prisioneros estaban siendo torturados por los paraguayos y, comprendidas las condiciones concretas del momento, sólo atinamos a abrir fuego nutrido y vivo sobre sus líneas. Esta acción inaudita, realizada a escasos metros de nuestras posiciones,  nos despertó un instintivo sentimiento de odio hacia ellos y una natural predisposición de venganza que antes no la poseíamos. El mayor Eliodoro León, hombre valiente, culto y de probada capacidad militar, me ordenó inmediatamente preparar la recaptura del terreno perdido. Al finalizar la tarde del día siguiente nos concentramos en la garganta de monte y, a horas siete, aprovechando la tenue iluminación del plenilunio, iniciamos el movimiento de avance hacia la línea ocupada por los paraguayos. Después de progresar aproximadamente doscientos metros el enemigo nos recibió con una nutrida descarga de fusiles y ametralladoras, entonces, como estaba previsto, nuestra artillería concentró todas sus andanadas de fuego, durante unos quince minutos, sobre la línea desde donde el enemigo nos hostigaba y sobre el pajonal y la Isla Fortificada, puntos desde donde podían recibir refuerzos o retirarse. Al amparo de este bombardeo concretamos un asalto contundente, combativo e incontenible, cuyo resultado fue su repliegue desorganizado hacia sus líneas de origen, abandonando a sus muertos, heridos y algunas armas, municiones y bastimentos. Con este contragolpe, que se prolongó hasta las nueve de la noche, no sólo recuperamos posiciones esenciales para continuar nuestras operaciones en Nanawa, sino, demostramos a los paraguayos que también nosotros sabíamos pelear y vengar los asesinatos perpetrados tan ignominiosamente contra nuestros camaradas de armas.
Una vez reconquistado el terreno perdido el día anterior procedimos a horadar la tierra con el propósito de sostenernos en el terreno ocupado y no ceder más espacios al enemigo. Construimos zanjas de circulación, posiciones individuales y colectivas, parapetos y cubre cabezas consolidados con troncos y tierra apisonada. Cada combatiente tenía la obligación de cortar troncos y trasladarlos hasta las posiciones en construcción en turno riguroso, en pleno combate con la posibilidad de caer herido o muerto, puesto que las fuerzas enemigas, advertidas de los trabajos de fortificación que estábamos realizando, intensificaron su fuego de hostigamiento de fusilería, ametralladoras, artillería y morteros, causándonos diariamente numerosas bajas. Asimismo, las veinticuatro horas del día cavábamos la tierra por turno, en una distancia conveniente, según las circunstancias, con el objeto de comunicar las zanjas en todo el frente de combate, para que las unidades empeñadas en la lucha coordinaran sus operaciones, recibieran refuerzos, municiones, suministros y facilitaran la salida de los heridos a retaguardia.
Al iniciar las actividades antes referidas, con gran indignación, constatamos que los paraguayos habían pasado a degüello a los cuatro sirvientes de la pieza de ametralladora abandonada en la lengua de monte el día anterior. Al encontrar sus cuerpos martirizados comprendimos que estos cuatro valientes soldados habían decidido infiltrarse en las líneas enemigas para recuperar la pieza automática, mas, al ser descubiertos procuraron resistir con algunos disparos de sus fusiles, el breve tiroteo que escuchamos el día anterior; pero el esfuerzo fue inútil y tuvieron la desdicha de caer prisioneros en manos de una soldadesca ebria e inconsciente. Cuando transitábamos por una senda de paso obligatorio encontramos sus cuerpos decapitados formando una cruz y, a escasos metros de distancia, ubicamos las cuatro cabezas: tres a modo de piedras de un rescoldo campesino y la cuarta encima de aquellas, como una marmita para cocinar.  Desde entonces aquella lengua de monte fue conocida con el nombre de la Punta de los Cuatro Degollados, como un sincero homenaje al cabo David Cortés y sus tres soldados: José Flores, Guido Aliaga y Pastor Rodríguez. Por si fuera poco, para completar esta escena dantesca, se presentó ante nuestros ojos otro cuadro de horror, que no lo atribuyo a la decisión orgánica del Ejército paraguayo, sino, a los excesos de una soldadesca descontrolada: casi toda la sección del suboficial Ríos, incluido él, yacían acuchillados, degollados, salvajemente desfigurados por los reiterados estoques de las bayonetas, algunos presentaban además los cráneos aplastados por las culatas de los fusiles, mientras que a otros les faltaban las orejas, los dedos o una mano completa. ¿Cómo olvidar aquellas escenas espeluznantes? En todas las noches de mi vida no han faltado algunas con el reporte de aquellas pesadillas. Sin embargo, la monumentalidad de la guerra me ha enseñado dos valores fundamentales: a respetar la existencia humana en memoria de aquellos mártires y a convivir como verdaderos amigos con los que en un tiempo ciertamente amargo los considerábamos enemigos.
Desde la recaptura de la Punta de los Cuatro Degollados la guerra de movimientos adquirió la cualidad de una guerra de posiciones. El frente de Nanawa adquirió un aspecto absurdo y terrible a un mismo tiempo; era imposible creer que aquel concierto de cañones en explosión, de ojivas que reventaban la tierra apagando nidos de ametralladoras y sepultando soldados era obra de la conciencia del hombre; o que las ráfagas y descargas de fusilería que salían y llegaban cortando el aire para cegar vidas humanas derivaban de la racionalidad creativa del ser humano. Día a día la intensidad de los combates alcanzaba una crudeza bélica jamás imaginada. Aquel intenso fuego ocasionaba que cada día se evacuaran veinte, treinta y hasta cuarenta hombres lesionados en las circunstancias más inverosímiles, con heridas nunca antes vistas y lastimados en los lugares menos sospechados de su anatomía; esto sólo en nuestro sector, sin considerar las muertes acaecidas y las bajas de todo el frente de batalla.
A pesar de todo, la Punta de los Cuatro Degollados me hizo famoso en este sector, era la línea más próxima en el frente de Nanawa y, probablemente, en todos los frentes en el Chaco; el enemigo se encontraba a escasos ochenta metros de distancia y, después de la explosión de la mina en la Isla Fortificada, aquella se acortó a menos de veinte metros, en un punto que se denominó el embudo, en alusión al enorme cráter que la hornilla de la mina produjo. En este empeño de tira y afloje con los paraguayos estuvimos ocho meses, de enero a agosto de 1933, y allí, en esa máquina de destrucción de centenares de bolivianos, alcancé el grado de subteniente de reserva del Ejército de Bolivia, integrando el Regimiento “Juana Azurduy de Padilla” 7 de Infantería, en la compañía del teniente Hugo René Pool, un oficial valiente, culto y de reconocida capacidad militar; y encargado de comandar una de sus secciones, las otras estaban a cargo del subteniente de reserva Arturo Soruco Ortiz y del sargento José Castillo.
Al comenzar el mes de febrero de 1933, en vista del fracaso de los asaltos frontales contra las trincheras enemigas y el estado estacionario del frente de batalla, el general Kundt nos ordenó preparar las condiciones para un nuevo asalto o golpe de mano que debía iniciarse con una gran explosión debajo de las trincheras y nidos de ametralladoras de la Isla Fortificada paraguaya. Esta extraña medida táctica, imposible de imaginar en las condiciones de la guerra que se llevaba a efecto, consistía en la excavación de un enorme cuadro de acceso, de ocho metros de profundidad, ubicado detrás de nuestras líneas en la Punta de los Cuatro Degollados, desde donde arrancaría un túnel de ochenta metros de longitud, que debía rematar en una enorme hornilla debidamente minada y municionada, cuyo objeto era volar toda la estructura defensiva de la Isla fortificada a fin de causar una “sorpresa técnica”, para que  con el pánico infundido al enemigo y la brecha producida, se irrumpa al interior del dispositivo de defensa paraguayo. El trabajo debía realizarlo nuestra compañía, aunque técnicamente fue encomendado a doscientos soldados mineros potosinos trasladados para tal propósito a nuestro sector. Estos jóvenes mineros tuvieron a su cargo la concreción de una de las labores más pesadas de toda la Guerra del Chaco y, para tal efecto, horadaron a pico, pala y barreta un terreno plano, húmedo y deleznable, soportando intensas temperaturas que, como puede suponerse, terminaron con la vida de una gran mayoría de ellos a causa de la tuberculosis y la silicosis.
A pesar de su quimérico propósito, el túnel fue construido entre los meses de febrero a julio de 1933, trabajando intensamente todas las noches: horadando la tierra, sacándola en gangochos hasta nuestra línea, transitando sobre el lecho fangoso del socavón, temiendo derrumbes que las filtraciones amenazaban producir y fijando callapos de madera rolliza y paja que había que talar, cortar y transportar en jornadas interminables. Cada vez que se completaban veinte metros de túnel debíamos abrir un forado o respiradero que posibilitara la entrada de aire, pero, como los vapores del socavón o bochorno, como lo denominaban los mineros, emergían como humo de chimenea, había que trabajar exclusivamente de noche y tapar herméticamente, durante el día, los forados para impedir que el enemigo se percatara del trabajo que estábamos realizando y, considerando la época en la que iniciamos la perforación, también para evitar que el agua de la lluvia anegara aquella galería. En fin, para garantizar el cumplimiento de la excavación y evitar toda suerte de imponderables se instalaron puestos de centinela dentro del túnel, las veinticuatro horas del día, y se dispuso que los oficiales de servicio controlaran cada dos horas la marcha de los trabajos, obligación que también debían cumplir cada media hora los clases de ronda. Finalmente, los primeros días del mes de julio, el túnel estuvo concluido, pero, por un error de cálculo, a una distancia de veinte metros antes de la Isla Fortificada. Al fondo del túnel se construyó la hornilla o cuadro de minamiento, allí, con el objeto ampliar el poder destructivo de la mina se depositaron cientos de troncos trozados y carcazas de artillería y de morteros cubriendo las masas explosivas. El modo cómo fue la explosión y de qué manera la utilizamos para nuestra progresión al interior del dispositivo de defensa del enemigo será considerado en el próximo capítulo, porque en verdad constituyen el inicio de la segunda batalla por el Fortín Nanawa.
Para describir la situación completa que vivimos durante aquellos días debo decir que, mientras se trabajaba el túnel, los combates y la construcción de trincheras no cesaron, al contrario, el fuego de hostigamiento se hizo más intenso desde ambas trincheras y el enemigo intentó irrumpir nuestras líneas con resultados funestos. Sin embargo, lo que más nos abrumaba era el aniquilador trabajo de posiciones, la construcción de Blok-haus, zanjas, acarreo de troncos etcétera. Era agotador, día y noche, por turno, trabajábamos y combatíamos en un esfuerzo inverosímil. Entonces, nuevamente el fantasma del hambre asoló nuestras trincheras, sólo que esta vez llegó con otro enemigo implacable: la desnudez. Ante esta circunstancia, sin servicio logístico que nos atendiera, desarrollamos heréticas estrategias de sobrevivencia. Consistían unas en desenterrar raíces para llevarlas a la olla o comerlas crudas, de acuerdo a la prisa o la magnitud del hambre. Con idéntico propósito también se experimentó con tallos, cortezas y hojas. Otra estrategia concebida por los dominados por la ilusión del hambre consistía en alimentarse con las correas de cuero que sostenían a los muñecos amarrados en los árboles para engañar al enemigo o que sujetaban los troncos y las ramas de las chapapas. En todos los casos los resultados fueron diversos: saciaron el hambre o provocaron serios cólicos y diarreas a veces incurables. Otros ilusos afortunados, en esta dramática historia del hambre en la Guerra del Chaco, eran los circunstanciales poseedores de huesos de res, huesos que, de tanto hervirlos, alcanzaban una contextura albina carente de sustancias alimenticias. Empero, la mejor estrategia consistía en encontrar algo que realmente valiera la pena llevarse al estómago, como aquella que aplicaron los cochabambinos del regimiento “Melgarejo”, como se llamaba al 39 de Infantería. Estos camaradas hambrientos no opusieron ningún recato a su apetito de varios días cuando encontraron la mula de silla de su comandante, el mayor Criales; la capturaron, la faenaron, la cocinaron, se la comieron y tuvieron la gentileza de llevar raciones de mula a sus compañeros en la línea de fuego. Alguien que no perdió el sentido del humor en aquellas duras jornadas sentenció al respecto: “Si sólo faltaba que se comieran el fuete del mayor Criales”. En fin, cualquiera fuera la estrategia de sobrevivencia escogida, todas las comidas tenían una característica similar: estaban cocinadas sin sal y, como puede suponerse, la carencia de electrolitos no sólo afectaba nuestra sensibilidad gustativa, sino, a dos factores fundamentales para nuestra capacidad de combate y para nuestra existencia misma: la correcta retención de líquidos en nuestros cuerpos y el adecuado funcionamiento de nuestro sistema nervioso. A todo este cuadro de triste subsistencia debe agregarse el estado de desnudez en el que nos encontrábamos: los uniformes raídos, las botas destrozadas, las frazadas rotas y nuestros cuerpos invadidos de piojos. La situación era tan extrema que algunos oficiales se confeccionaron camisas utilizando carpas viejas costuradas con hilos de Carahuata.
Este desastre logístico se debía principalmente a la extensa distancia que mediaba entre el frente de batalla y nuestras fuentes de abastecimiento. Sin embargo, existían también otras causas más concretas como el estado de intransitabilidad de los caminos y sendas y la organización administrativa de nuestro sistema de etapas. Pero la razón fundamental no era otra que la errada política de relaciones internacionales emprendida por el gobierno de Daniel Salamanca que, por su espíritu demagógico y belicistas, le privó a Bolivia de la colaboración y franca amistad de Estados capaces de propiciar una positiva influencia en el concierto de las naciones del mundo. La conducta del gobierno argentino ilustra muy bien las consecuencias negativas de una diplomacia incapaz de lograr triunfos políticos en la Guerra del Chaco. Este país, que poseía intereses económicos en el Paraguay, con el pretexto de sustentar una política de neutralidad cerró a Bolivia los puertos de Irigoyen, Magariños y otros sobre el río Pilcomayo, por los que surtíamos de abastecimientos para el Teatro de Operaciones del Sudeste (TO-SE) La consecuencia de este sabotaje fue el alargamiento de nuestra línea de aprovisionamiento y la imposibilidad consiguiente de sostener a nuestros combatientes en las mejores condiciones físicas para llevar adelante las acciones tácticas y estratégicas en el frente de operaciones. A esto debe agregarse que, como aún no estaba concluida la carretera Sucre-Camiri, todas los abastecimientos y refuerzos que salían de La Paz, Cochabamba, Oruro, Potosí y Sucre debían pasar por Villazón, ciudad ferroviaria ubicada en la frontera con la Argentina; hacia Tarija y de allí a Villa Montes, cabeza de aprovisionamiento logístico en el chaco. Por estas circunstancias, Villazón fue utilizada como un punto vital para el espionaje paraguayo. Protegidos por el gobierno argentino, los agentes de El Paraguay se infiltraban desde La Quiaca para obtener información acerca de los refuerzos humanos y materiales que pasaban en tránsito hacia el chaco por aquella ciudad.
Sin embargo, a pesar de encontrarnos condenados en ese infierno llamado Nanawa, todos estábamos convencidos que lo último que perderíamos era la esperanza y si bien hacía mucho tiempo que no habíamos visto una sotana teníamos presente que no sólo de pan vive el hombre. Quiero decir, allí sobraba espíritu, abundaba aquella conciencia de nacionalidad que estaba brotando entre tiros de fusil, de ojivas incandescentes, de cantidades inconmensurables de sangre, de Sangre de mestizos, como titularía Augusto Céspedes a su libro de cuentos sobre la Guerra del Chaco; porque cansados de combatir, aburridos de horadar la tierra con ímpetu incompresible, de vagar desesperados en busca de alimento y de escondernos en el manto tibio de la tierra convertida en fosos de trincheras recurríamos a aquello que nunca muere: el espíritu, es decir, al sentimiento sublimado en una conciencia capaz de recuperar, reproducir y proyectar valores culturales. Entonces, aprovechando la escasa longitud de ochenta metros que mediaba entre las trincheras conversábamos a gritos con el enemigo, el que también sin duda estaba atravesando por similares procesos de transformación dialéctica. Les gritábamos nuestras verdades, ellos nos contestaban con las suyas; nos llenaban de improperios, les mentábamos a sus madres, hermanas, cuñadas y a todo cuanto tuviera cualidades femeninas; reíamos de las bromas que silenciaban sus ocurrencias y moríamos de rabia cuando su inspiración sarcástica nos tapaba la boca.  En esas instancias de la guerra de insultos y ocurrencias no faltaba un iracundo, pila o boliviano, que imposibilitado de reivindicar a puñetazos su honorabilidad mancillada nos retornaba a la realidad pura y simple del campo de batalla. Primero retumbaba un disparo, le seguían luego una sarta de silbidos de muerte, enseguida el tableteo flanqueado reclamando su ración de sangre y fuego, y así, entre avalanchas de tierra y esquirlas de granadas, retornábamos a la rutina inevitable de la guerra de posiciones. Pero esa guerra verbal, en aquellos ochenta metros de distancia, nos cautivó con una magia que otros hechos o actos humanos no poseen. Los fusiles, los cañones, los morteros, las armas en general sólo hablaban el lenguaje de la muerte y era imposible inferir quien las apuntaba o disparaba. En esa otra guerra en cambio, el acento de la voz o la inflexión de la palabra nos permitían discernir: ese es un campesino, aquel un estudiante, ha gritado el oficial y seguro estoy que lo mismo sucedía en la trinchera enemiga cuando se escuchaba: “¡Pela cojoro!... ¡Me hermana es to chola!” Pero esa magia no se agotaba en aquella realidad social que tanto influiría en la existencia política, cultural, social y económica de ambos países durante el siglo XX, sino, se constituía en el encuentro crucial, en una mala hora, de dos pueblos con todo su potencial cultural y nacional que podían y debían haberlo concretado en mejores condiciones y circunstancias. De este modo en las noches confluían y rivalizaban las guaranias con las cuecas, los taquiraris con las polcas, los aires nacionales de El paraguay con las melodías de Bolivia a través de un arsenal peculiar que mezclaba charangos, arpas, quenas, guitarras y bandoneones. Claro está que aquellas retretas se realizaban también para cubrir la actividad de los satinadores, las maniobras del siguiente día o la construcción de obras de apoyo táctico como el túnel que excavábamos subrepticiamente para realizar el segundo ataque contra el fortín Nanawa.
El invierno del año 1933 fue uno de los más extremos que experimentó el continente sudamericano. Entre los meses de abril y mayo intensas nevadas se precipitaron en el occidente de Bolivia, desde Lípez hasta el lago Titicaca, cubriendo de hielo los dos sistemas orográficos que atraviesan el país: las cordilleras real y occidental. Los partes oficiales afirmaban que no solamente se encontraban completamente nevados el Illimani, el Sajama o el Chorolque, montañas en las que no es extraño que se produzca este fenómeno natural, sino, se afirmaba que las últimas estribaciones andinas, donde se encuentran las serranías chaqueñas de Sanandita, Aguaragüe, Camatindi, Boca del Tigre y Charagua, desde donde la sabana chaqueña se prolonga infinitamente; se encontraban coronadas por la escarcha o, incluso, por la nieve. Este factor metereológico generó en nuestras filas graves inconvenientes, especialmente por el estado de desnudez en el que nos encontrábamos. Al comenzar el mes de junio el frío se incremento con un rigor indescriptible y con toda su secuela de resfríos, hipotermias, catarros, bronquitis, pulmonías y otros males que propiciaron constantes evacuaciones de soldados hacia los puestos sanitarios de retaguardia, mermando así nuestro potencial humano y la capacidad de fuego. Al finalizar junio, cuando parecía que todos los combatientes en Nanawa acabaríamos derrotados por la helada, nos dotaron de nuevos uniformes de sarga gruesa, americana, con idéntico corte y modelo de los que utilizaron los americanos en la Primera Guerra Mundial. Eran uniformes nuevos que incluían una blusa, colán, botas “chocolateras” y ropa interior de buena calidad. Debo en rigor de verdad afirmar que esta vestimenta no solamente nos permitió vencer el rigor extremo con el que la naturaleza nos castigaba, sino, se constituyó en la garantía de nuestra presencia combativa en las trincheras de Nanawa.
Al finalizar esta descripción, después de todo lo que legos y especialistas han opinado acerca de la primera batalla por Nanawa, puedo afirmar, como combatiente que vivió en carne propia aquella experiencia, que este primer ataque fue concebido sin una adecuada meditación estratégica, aunque desde el punto de vista de la conducción táctica de las unidades de combate frente al enemigo se demostraron rendimientos óptimos que nos hicieron pensar que el objetivo final, la captura de este fortín, podía ejecutarse para la gloria de nuestras armas. Pero, sea lo que fuere, el hecho es que la primera batalla por el Fortín Nanawa es un acontecimiento histórico ciertamente acaecido entre el 20 y el 29 de enero de 1933, con su Isla Fortificada, con sus feroces asaltos y repliegues, con todas sus armas en funcionamientito, las nuestras y las del enemigo;  con la obstinación increíble de nuestros soldados, clases, oficiales y jefes enfrentándose a la heroica resistencia de los paraguayos; el resto,  lo que a título de historia crítica, reflexiva y revisionista han producido ciertos intelectuales de cartón, quedará escrito en la soledad de las páginas cerradas de polvorientos libros, porque la verdad, aquella que contribuyó y aún contribuye a la formación inacabable de la nación boliviana, permanecerá eternamente viva en los esfuerzos, la sangre, el coraje, las esperanzas, el hambre, la sed y las lágrimas de miles de indios, mestizos, campesinos, artesanos, obreros, criollos, empleados, burgueses, estudiantes y profesionales que aprendieron a construir la Patria bajo las mismas condiciones de sufrimiento y grandeza.
Una mañana, en una conversación en quechua con el soldado Mateo Ronsa, un campesino potosino natural de Oronkota, fogueado en las buenas y malas artes de la guerra, me dijo, mientras se llevaba a la boca unas hojas de coca:
- Esta mañana, cuando estaba de centinela, he visto cómo sale el Sol en esta selva, no es lo mismo como cuando se perfila al clarear el día en nuestras serranías del Pilcomayo. Allí, cuando amanece, el sol parece el dios de nuestros antepasados, que nos habla a través de la voz del rey inca enterrado en el Pucara, pidiendo paz, trabajo, concordia y justicia social para todos los bolivianos. Especialmente los días nublados, con chilchi, cuando las chulupías y los yuthus, hunphus por el frío, buscan el calor de sus rayos para sobrevivir.
- Si Mateo, pero ese sol que nos alumbra está también calentado a nuestros hogares paternales, en nuestros queridos pagos de Oronkota y Presto. Nuestras chacras, viñedos y naranjales están recibiendo el beso cálido del inti para que fructifiquen y deleiten con su fruto a nuestros padres, así como nosotros recibimos su calor para fructificar en esta guerra a nuestro pueblo.
El sol, ciertamente, en aquella llanura parecía diferente al que todas las mañanas emerge entre las recortadas montañas de los valles. Sin embargo, sus cálidos rayos calentaban por igual, sin ninguna diferencia, al soldado indio del altiplano, al cholo mestizo de los valles, al estudiante blanco, rubicundo y culto que desde todas las ciudades de Bolivia había marchado hacia el chaco, para vestir, comer, dormir, padecer, sufrir y combatir en las mismas condiciones que todos los combatientes.
- Bueno camarada, –le dije cuando cesaron mis cavilaciones y la realidad cruenta de la guerra me advirtió nuevamente cuáles era mis obligaciones inmediatas- la guerra no admite demoras, debemos concluir de trabajar aquellas troneras de combate en nuestras trincheras.
El soldado Mateo Romsa, acostumbrado desde niño a las duras faenas campesinas se incorporó inmediatamente, terció su fusil en la espalda, y con paso seguro emprendió su caminata hacia el lugar donde se construían las obras defensivas. Entonces, en un impulso incomprensible de curiosidad lo retuve.
- Además de ti ¿cuántos hombres de Oronkota han venido a la guerra?
- Muchos mi teniente. También el hijo del patrón, don Fernando, ha venido mi teniente.
- Y ¿Quién es ese Fernando?- Contesté más intrigado.
- El Fernando Ortiz Sanz, acaso no lo conoces.
Fernando Ortiz Sanz, como muchos de los jóvenes distinguidos de las ciudades, se había decidido por la guerra. Él, a diferencia de los que corrieron la amarga suerte de dejar sus huesos en los campos de batalla, tuvo la dicha de vivir para lograr éxitos como escritor y poeta y para emprender una productiva actividad en el servicio exterior boliviano posterior a la Guerra del Chaco.
Cumplido el cese de hostilidades, el 12 de junio de 1935, las fuerzas combatientes destacadas al Chaco fueron desmovilizadas gradualmente, pero, para una minoría de la clase media, entre la que se encontraba la oficialidad profesional y de reserva de nuestro ejército, este no fue un simple retorno a la existencia pacífica de la vida en sociedad. La realidad de la guerra, experimentada en las vicisitudes comunes con el campesinado, el proletariado, el artesanado y la burguesía, es decir, a través de un momento supremo de la creación de la conciencia nacional, se constituyó en un compromiso orgánico con el programa de la Federación Universitaria Boliviana (FUB), se inició con los gobiernos del denominado socialismo militar, se desarrolló a través de la organización de la Logia Razón de Patria (RADEPA), se profundizó con su vinculación con el gobierno del mayor Gualberto Villarroel, alcanzó su mayor realización en la Revolución Nacional conducida por el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y vivió su declinación histórica con el Pacto Militar-Campesino, la Unidad Democrática y Popular (UDP) y la instauración del neoliberalismo. La existencia de unas pocas decenas de ex combatientes de la Guerra del Chaco hace prueba de la extinción de aquella clase media que hegemonizó la vida política, económica, ideológica y cultural de la sociedad boliviana en el siglo XX, pero, al mismo tiempo reclama la insurgencia de otra clase media que conduzca a nuestro país por el camino del conocimiento, el desarrollo tecnológico, el bienestar económico y la convivencia pacífica de todos los bolivianos.

Sucre, junio de 2013.

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