Ramiro Castillo junto a sus hijos. |
Por: Waldemar Iglesias / publicado en El Clarín, 11 de febrero de 2021.
"Así, Mago. Eso Mago", grita entusiasmado el
vasco Xabier Azkargorta. La escena sucede en La Paz, en pleno entrenamiento
preparatorio para un partido de esas Eliminatorias, que pronto quedarán para
siempre en la historia del fútbol de Bolivia, de Sudamérica y de todo el
mundo. El Mago es el modo en el que el entrenador del bigote frondoso
("El Bigotón", como lo llaman los que lo conocen y los que lo quieren
aunque no lo conozcan) elige llamar a Ramiro Castillo. Desde sus días de niño
en Coripata, Provincia de Nor Yungas, todos lo conocen como Chocolatín. Su
piel negra y su tamaño breve hacen del apodo una obviedad.
Pero lo que le grita Azkargorta también es una obviedad:
Castillo es mago, mago de fútbol. Como su condición física (164
centímetros y una delgadez extrema) no le permiten ganar en el contacto él se
las ingenia para vencer a su modo y manera. Evita los embates con lo que mejor
sabe hacer: pases precisos para el compañero mejor ubicado, mirada periférica,
inteligencia para encontrar los espacios vacíos y convenientes, capacidad para
sorprender en espacios reducidos. Una suerte de Bochini del Altiplano.
Brasil hasta aquel 25 de julio de 1993 jamás había perdido
por las Eliminatorias. En los 3600 metros de La Paz, en el Hernando Siles
-territorio popular allá en lo alto- llegó el estreno de la decepción. Bolivia
se impuso 2-0 a los verdeamarelos tantas veces triunfadores desde los tiempos
en los que Bellini levantó la primera de sus cinco Copas del
Mundo. Nadie lo podía creer. Ni los locales que llenaron su estadio ni
cualquier ajeno a esa inmensa alegría de La Verde. Fue una fiesta la ciudad, el
país, el alto, el llano, los campesinos, los ricos de Santa Cruz de la Sierra,
los pobres de tantos rincones. Todos. El estado plurinacional era un grito de
fútbol.
Bolivia tenía un equipo valioso. Y un conductor, El
Bigotón, que tenía muy claro el camino. Contaba entre sus figuras al arquero
argentino -nacionalizado boliviano- Carlos Trucco, al Diablo Marco Etcheverry y
a Julio César Baldivieso. Ellos festejaron aquel triunfo épico en simultáneo
con una escena que despertaba ternura: Chocolatín Castillo se
paseaba en una suerte de vuelta olímpica recortada con José Manuel, su hijo de
tres años en los hombros y con una sonrisa inmensa que parecía desmentir esa
timidez que le adjudicaban en el fútbol argentino.
Castillo se dio el gusto de jugar el Mundial de Estados
Unidos del año siguiente. Usaba el número 20 y era la principal variante del
mediocampo en ofensiva. En el partido inaugural de esta Copa del Mundo, La
Verde enfrentó al defensor del título, Alemania. Perdió 1-0, en el Soldier
Field de Chicago. No estuvo lejos de generar otro asombro ante otro
gigante. Luego llegaron el empate sin goles ante Corea del Sur y la derrota
(3-1) ante España. Castillo apenas jugó ocho minutos en la despedida. Al cabo
de ese Mundial, el campeón fue Brasil. Sí, el mismo Brasil de aquella derrota
que se sigue recordando en Bolivia. Recordar, del latín re-cordis: volver
a pasar el corazón.
Pero hubo un día en el que la vida se le cayó toda entera
sobre él, sobre ese cuerpo frágil, esta vez más frágil que nunca. El día
que podía ser el más feliz se transformó en un dramático laberinto. El 29 de
junio de 1997, Bolivia estaba lista para ir tras los pasos de su segundo título
en la Copa América, tras la obtenida en 1963. Como local, enfrentaba en la
final de la principal cita continental a Brasil. Castillo realizaba la
entrada en calor cuando una noticia lo golpeó para siempre: su hijo
mayor, el mismo que había festejado sobre sus hombros la gloria de aquella
victoria memorable, había tenido que ser hospitalizado de urgencia. Tenía una
hepatitis fulminante. Castillo se fue a su lado. José Manuel murió dos
días después y Chocolatín no le pudo poner palabras a tanto dolor.
Poco más de tres meses después, el 18 de octubre, Castillo
dijo basta callando. Esa corbata con la que decidió colgarse le quitó el
último de sus suspiros. Se suicidó a los 31 años.
Las condolencias comenzaron a llegar desde todos lados.el
vicepresidente de Bolivia, Jorge Quiroga; Azkargorta; el presidente de la
Academia Tahuichi, Rolando Aguilera, y el defensor boliviano Juan Manuel Peña,
otra de las figuras de aquel seleccionado. El municipio de Coripata declaró
un duelo de tres días, con suspensión de todas las actividades. Por esas horas,
Bolivia era un desconsuelo por cada resquicio. Hubo silencio de duelo en
todo el país. El clásico entre Bolívar y The Strongest no se jugó. Estaba
claro: todos necesitaban tiempo para llorar al crack que ya no estaba. Al
queridísimo Chocolatín.
Castillo fue también conocido y querido en el fútbol
argentino. Su recorrido: Jugó en Instituto de Córdoba (1987-88, 27
partidos, 1 gol), Argentinos (1988-90, 69 partidos, 8 goles), River (1990-91,
10 partidos, 1 gol), Rosario Central (1991-92, 16 partidos) y Platense
(1993-94, 23 partidos, 1 gol). En total, 118 encuentros y 10 goles. También lo
describen las palabras de quienes lo vieron jugar. Nito Veiga lo dirigió en los
días encantadores de aquel Argentinos que peleó el título con Oscar Dertycia
como goleador. Señaló en esos tiempos: "Si Chocolatín tuviera la
camiseta de Argentina o de Brasil, valdría millones de dólares". En
Platense, Pablo Lavarra -hincha y seguidor- señala ahora: "Su fútbol
era un deleite, un lujo que nos dimos en Vicente López". Oscar Barnade
-periodista e historiador- contó en esta redacción que Castillo era hasta que
decidió irse "el mayor ídolo del fútbol de su país".
Cada vez que Bolivia juega, sobre todo en La Paz y por las Eliminatorias, su nombre aparece en la añoranza y en las palabras que lo cuentan, que los recuerdan con el cariño que supo construir. Es una certeza; eso seguirá sucediendo de generación en generación. Este fabricante de alegrías se ganó el cielo de La Paz. Su pueblo lo sabe.
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