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HISTORIA DE CÓMO UNA COMUNIDAD BOLIVIANA LLEGÓ A SER DUEÑA DE UNA ISLA PERUANA Y LA PERDIÓ

 


Por: Roberto Jiménez Espinal / Revista Rascacielos, 28 de marzo de 2021.

"Esta parte que llaman Collas es la mayor comarca

a mi ver de todo el Perú y la más poblada.

Desde Ayaviri comienzan los collas y llegan hasta Caracollo.

Al oriente tienen las montañas de los Andes,

al poniente las cabezadas de las sierras nevadas

y las vertientes dellas que va a parar a la mar del sur".

Pedro Cieza de León - Crónica del Perú, 1553.

Qea Qoa, riberas del Lago Titicaca en su porción menor o Wiñaymarka, aproximadamente a las 5 de la mañana.

Valeriano Espinal, indígena aymara, se ha levantado hace media hora y está ya de salida a la chacra contigua a su casa, donde según la aynuqa de este año en su comunidad —la parcialidad de Ojje de la península de Copacabana, Distrito de Yunguyo, Perú, frontera con Bolivia— se ha cultivado haba. La producción este año ha sido magra y aunque las vainas estén aún pequeñas, debe apresurarse a cosecharlas ante la inminencia de las primeras heladas que anteceden el invierno. Si bien a mediados de abril amanece temprano en el altiplano andino, la oscuridad aún cubre todo el paisaje, su sayaña, y los dos cuartos de base de piedra, paredes gruesas de adobe, techo de paja y totora, donde viven él, su esposa y sus cuatro hijos.

Su compañera, Plácida Pérez, está también despierta. Ella vigila el k’eri donde ha colocado a cocer un caldo de k’arachi y, simultáneamente, haba verde, papa y oca recién cosechadas, que aguardan ya humeantes sobre un tari de colores oscuros. Debe alcanzar a su esposo con el fiambre ya listo y envuelto, a la salida de los primeros rayos del sol en la playa al frente de la comunidad, para navegar desde allí a la Isla Caana, a escasos 500 metros de la península.

Esta vez Plácida preparó por lo menos tres veces más de lo que normalmente cocina, pues ese fiambre, junto a las q’ispiñas de quinua que preparó ayer en gran cantidad y coca, será el principal alimento para su esposo durante los siguientes días. Valeriano, que este año cumple cargo en la comunidad como cabeza de la zona Lojpaya, ha sido elegido en una comitiva que debe viajar a Puno, distante a unas veinticinco leguas de Ojje o, que es lo mismo, tres días de camino a pie. Este viaje es quizá el más importante de su vida pues tiene la misión de legalizar frente al Notario de Fe Pública allá la compra de la Isla Caana, que hizo la comunidad a Doña Juana Loza, un par de meses atrás a través de un escribano en Yunguyo. También irán junto a él Ramón Coaquira —el jilacata de la comunidad— Mariano Coyla, Isidro Mamani y Francisco Arratia, todos como cabezas de las zonas que componen la parcialidad de Ojje.

Son las siete. Las cuatro cabezas y sus esposas parten como fue convenido en tres balsas de totora tambaleantes. El cielo está claro y el lago deja ver su fondo, en una mezcla de piedra, algas y juncos de totora a ambos lados de la ribera. Entre los juncos se pueden ver algunas aves como chhuqas, uncallas y huallatas. La navegación dura menos de 15 minutos, entre un silencio reflexivo y una charla superficial. Ramón Coaquira bromea indicando que habrían llegado más rápido nadando, algo que siempre se dice pero que casi nadie hace, porque los comunarios le tienen un terror innato al lago y a sus ajayus.

La isla Caana, que tiene una extensión aproximada de 90 hectáreas, y forma parte de un archipiélago en la laguna menor o Wiñaymarka, junto a otras islas como Anapia, Patahuata, Yuspique, Suaana, Huatacaana, Guatasuana y Caaño. En todas las islas existen terrazas de piedra para el cultivo, signo de su vocación agrícola desde antaño. En todas excepto en Yuspique: Allí quedan sólo chullpas, probablemente del periodo tiahuanacota o Puquina. De hecho, tanto en las islas como en la península de Ojje existen vestigios arqueológicos, como Chuq’u Pirqa, plataforma lítica labrada en andesita gris a orillas del lago, cerca de la punta de Ojje. Esta área arqueológica, una vez abandonada se usó como cantera, tanto para peruanos como para bolivianos: Hasta ahora se recuerda el conflicto diplomático causado por una patrulla boliviana a la cabeza del Capitán Carlos Meave en 1847, cuando ingresó a la zona junto a una treintena de indígenas y se llevó dos grandes bloques labrados de la plataforma, en balsas de totora hacia el estrecho de Tiquina.

Nadie sabe muy bien cómo la isla Caana llegó a ser propiedad de la familia Loza, pues en todas las demás islas circundantes los antepasados de la comunidad de Ojje tienen sus chacras, a las cuales llegan cada año desde la península para cultivar sus productos: Papa, oca, tarhui, cañahua, quinua, haba. Eso sí, los Loza, grandes latifundistas de la región tienen mucha influencia en Yunguyo —Gregorio Loza, hermano de Doña Juana, fue varios años subprefecto de este poblado— Desaguadero, Zepita y en todo el departamento de Puno. El Coronel José Eduardo Loza, padre de Doña Juana, fue Comandante General de la Frontera de Desaguadero alrededor de 1850. Por su parte, Don Santiago Urbina, su difunto esposo, fue Subprefecto del pueblo de Chucuito en 1875.

Esto no es novedad, pues hay varias cosas que las comunidades de la región desconocen y que les llegan como decisiones impuestas sólo años después de instituirse. Así, además de no conocer ni participar en la elección de gobernadores o prefectos, deben honrar al Estado peruano como tributarios, una contribución de 2 soles anuales, equivalentes a 10 jornales de trabajo. Asimismo, sólo quince años atrás, les pidieron aportar mayores montos —no lo hicieron en realidad— tanto en soles como en especie, para sostener la campaña del Pacífico. “Estamos tan lejos de Lima, que poco importamos para Perú, para bien y para mal”, pensaba con frecuencia Valeriano.

Del otro lado, en Bolivia, se vive la misma incertidumbre y marginación hacia las comunidades indígenas aymaras. De cuando en cuando pasan al lado peruano coroneles y tropas bolivianas en desbande, después de intentos fallidos de sublevación. Cuando Valeriano era niño, vio cómo en varias comunidades bolivianas vecinas como Huayllani y Camacachi, los indígenas eran obligados a pagar por sus propias tierras o amenazados a cederlas a terratenientes recién llegados gracias a las leyes de Exvinculación, promulgadas entre 1866 y 1868 por el tirano Mariano Melgarejo. Quizá por esa sensación de abandono y explotación, el imaginario aymara a ambos lados de la frontera tenía frescos a los líderes de su rebelión indígena centenaria, la de 1780, incluso más que aquella de los héroes criollos de la independencia reciente: José Gabriel Condorcanqui o Tupac Amaru, Pedro Villca Apaza, Julián Apaza o Bartolina Sisa. Más de uno indicaba orgulloso que alguno de sus abuelos se unió al movimiento de Túpac Catari, cuando éste llegó a la región en ese entonces, así como sienten como propias las heridas de su descuartizamiento posterior en Peñas.

“Sarajañani, sarjañani”, indica con preocupación Ramón Coaquira mientras se despide de las mujeres: A la comitiva le espera tres horas de navegación desde la isla Caana hasta Unicachi, al otro lado de la laguna, para luego cubrir una caminata de cinco leguas hasta Yunguyo y pernoctar ahí. Al día siguiente continuar caminando hasta Ilave otras diez leguas y finalmente, el tercer día, de Ilave a Puno, 10 leguas más. Tres días después y a pesar del agotamiento, todo sale como estaba pensado y llegan a Puno entrada la noche del 17 de abril. Allí están ya desde hace un par de días José Hipólito Loza y Martín Loza, sobrinos de Doña Juana Loza que, por su avanzada edad, se quedó en Yunguyo.

Al día siguiente, después del pijcho matutino, se dirigen a la notaría pública ubicada en una esquina de la Plaza de Armas. Allí, además de los hermanos Loza, esperaba también Don Ignacio Paravicino quien, previa remuneración, aparecería como garante de los ochenta y tres comunarios compradores. La elaboración de la escritura demoró prácticamente toda la mañana, entre la revisión de la minuta de venta previamente elaborada en Yunguyo, y la transcripción de cada uno de los nombres y antecedentes. Luego vino el conteo de las tasas y alcabalas, que alcanzaban a sesenta soles, equivalente a un dos por ciento del monto total de venta: Tres mil soles. Decirlo parece sencillo, pero reunir ese monto tomó mucho tiempo a la comunidad, prácticamente años. Cada familia aportó en promedio 50 soles, vendiendo ganado, productos y hasta algunas propiedades.

Valeriano, que apenas alcanzaba a hablar el castellano, sólo llegaba a escuchar términos incomprensibles, seguido de nombres de cada uno de sus paisanos, a tiempo que se preguntaba de cuando en cuando el porqué de tanto trámite por un derecho que lo tenían asumido ya hace décadas. Pensaba que a nadie, excepto a ellos mismos, les interesaba en realidad la isla pues quedaba realmente tan remota. La lectura final del testimonio le devolvió la atención al momento. Si bien no terminó de entender el contenido, le causó gran alivio la firma del documento tanto por Ramón Coaquira, su representante, como por los vendedores, garantes, y principalmente por el Notario Público, que le daba la legalidad a la posesión de su isla. Quien iba a pensar, eran dueños de una isla, y lo que era todavía más impensable, ¡El Estado Peruano reconocía esta propiedad!

1933

Martín Espinal y Mariano Jarro, dos jóvenes de la parcialidad de Ojje, corren contentos por el polvoriento camino de herradura entre Calata y Lojpaya, en la península de Copacabana. Es pasado medio día y retornan ligeros después de dejar allí dos cargas de semilla de papa a unos familiares, para la siembra de este año. Es agosto y, si bien el campo está aún seco, ya aparecen nubarrones que presagian las primeras lluvias del jallu pacha. Quieren bajar rápidamente a la planicie que da al lago, porque allí hace más calor y pueden descansar y mojarse un poco. Si hace buen tiempo, estarán ya a media tarde de vuelta en su comunidad, pues todavía Martín debe recoger al ganado antes de que anochezca. Son jóvenes, pero la vejez prematura de sus padres hace que asuman gradualmente varias tareas agrícolas.

Martín está aún de luto, pues su abuelo Valeriano Espinal falleció a inicios de año, cuando estaba bordeando ya los setenta. El abuelo había dejado un amplio legado a la familia: Había sido un hombre respetado en la comunidad, habiendo contribuido a que Ojje salga de la marginalidad del distrito de Yunguyo, del cual dependían administrativamente. Gracias a esto, varios niños —él incluido— habían logrado concluir por lo menos el ciclo primario en la escuela seccional allá, lo que les garantizaba al menos hablar el castellano y aprender a leer, escribir y firmar. No necesitaban más, al menos para sus aspiraciones inmediatas: Migrar a Puno, Juliaca o inclusive Tacna —que unos años antes había vuelto al dominio patrio, después del tratado de 1929 con Chile— para ubicarse en la construcción o el comercio; o quizá partir a La Paz u Oruro en Bolivia, donde cada vez más comunarios, jóvenes o viejos, se animaban a ir para probar suerte en las minas de plata y estaño, una actividad muy dura, pero definitivamente más rentable que la agricultura.

Extrañamente, notaron que esta vez no corrían solos. A lo lejos, del lado de Huayllani, en Bolivia, vieron a varios jóvenes como ellos bajando del cerro y detrás de ellos soldados bolivianos gritando. Cuando uno de los jóvenes se les atravesó, les gritó en aymara que corriesen, pues los iban a atrapar. El instinto hizo que ellos se sumen a los que escapaban, sin saber realmente porqué lo hacían. Pero ya era tarde. La patrulla militar había hecho una maniobra envolvente de emboscada, de manera que abajo, en la planicie, les esperaban soldados que inmediatamente los hicieron colocarse de cuclillas y con los brazos en la nuca. Martín y Mariano, aún confundidos y pensando que quizá por error pasaron al lado boliviano de la frontera, pues no la conocían en detalle, preguntaron a una veintena de jóvenes en similar situación sobre qué pasaba. Ellos respondieron que se trataba de una batida de reclutamiento para incorporarse a la guerra del Chaco, que Bolivia sostenía contra el Paraguay desde 1932.

Alrededor había una gran cantidad de mujeres, entre hermanas y madres —los hombres mayores habían escapado para ocultarse— llorando por sus hijos y preguntándose porqué se los llevaban a la fuerza. También estaban mujeres de Calata, Perú, reclamando que los soldados bolivianos habían invadido su territorio y que, de hecho, se estaban llevando a jóvenes peruanos. Ningún reclamo fue válido pues después de una media hora, se llevaron a los jóvenes a pie hasta el puesto militar de Tiquina, en Bolivia. Martín alcanzó a pedirle a Máxima Jiménez —una familiar que había visto en la multitud— que avise a su papá, Valentín sobre lo sucedido.

Ya entrada la noche, mientras la nueva tropa había sido apenas informada sobre la situación y su traslado primero a La Paz y luego al frente, un grupo de personas —entre ellas don Valentín, papá de Martín— llegó a Tiquina, muy disgustados por lo sucedido. Finalmente, lograron una audiencia a la mañana siguiente con el Jefe del puesto, Capitán Jaime Soria. Ni bien iniciada la reunión, Marcial Arratia, jilacata de la comunidad de Ojje, argumentó que los militares bolivianos habían ingresado por error a territorio y comunidades peruanas para reclutar conscriptos el día anterior. “Ningún error”, contestó con frialdad el Capitán Soria, indicando que toda la península de Copacabana era territorio Boliviano. La contundente respuesta dejó entre ofendida y confundida a la comitiva. La incredulidad inicial pasó a espanto, cuando el Capitán les habló sobre un supuesto protocolo de límites, firmado un año antes entre Bolivia y Perú (el protocolo Concha-Gutiérrez, del 15 de enero de 1932). Como resultado de este acuerdo, se había definido un canje territorial, por el que el territorio peruano de Ojje y sus zonas, así como parte de la comunidad de Sihualaya, Chichilaya, Calata y Chichipata y las estancias de Joseque y Toroccollo, pasaban a Bolivia y, otros territorios entonces bolivianos (parte de Locca y Parquipujio, Yaurinaza, Tapoje, Uyaraya, Pajana y Utapiña, y las haciendas de Viluyo y Huacuyo) pasaban al Perú.

A pesar de la sorpresa, Arratia replicó que aunque ellos no sabían de este intercambio, todos ellos así como sus hijos y sobrinos tenían la ciudadanía peruana y, por tanto, no estaban en la obligación de reclutarse para un ejército de otro país. Además, indicó que ya con anterioridad una quincena de comunarios peruanos de Ojje se habían presentado voluntariamente a servir en el ejército boliviano durante la guerra, inclusive más que otras comunidades bolivianas de la zona. Si bien el capitán Soria tenía más argumentos para continuar con el reclutamiento (ninguno de los comunarios tenía un documento de identidad válido), decidió “soltar” a los doce jóvenes peruanos, invitándoles a sumarse al ejército boliviano pues recibirían instrucción y gloria.

Días después, ya en el poblado mestizo de Yunguyo, el subprefecto Basilio Laura les confirmó a los comunarios de Ojje la versión del Capitán Soria, que le había sido confirmada poco antes desde Lima. También les consoló indicando que el intercambio territorial no afectaba sus derechos como ciudadanos peruanos… claro, como ciudadanos peruanos en territorio extranjero. La cruda respuesta sólo ratificó la percepción de los comunarios de Ojje respecto a una patria que nunca los vio como sus hijos, y que ahora se deshacía de ellos sin siquiera preguntarles. Valentín, que era parte de la comitiva, retornó a su casa con una mezcla de resignación y esperanza. Se sentía en un limbo, pues no sabía en realidad si el intercambio territorial le favorecía o no. Sólo se repetía a sí mismo que eso no debería afectar sus derechos ni en la península ni en las islas. De hecho, pensó que quizá ahora que el territorio pasaba a Bolivia, sus nuevos hijos serían bolivianos y eso les daría más derechos, los mismos que a ellos se les habían negado en el pasado. Pero esas eran sólo especulaciones: Incluso con la explicación del subprefecto, ninguno sabía en realidad por donde pasaba la frontera acordada. Y a nadie le interesó preguntarles ni explicarles. Alguien les dijo que todas las islas habían quedado con el Perú y, si bien no sabían si eso era cierto o no, la verdad tampoco les importaba mucho pues, además que sus padres y abuelos las habían adquirido legalmente cuarenta años atrás, estas islas tenían solo las aynuqas de la comunidad. El poblado vecino de la isla de Anapia —que aparentemente se mantuvo peruana— estaba también consciente de la propiedad Ojjeña de las islas y, por tanto, no creían que pudieran hacer reclamo alguno.

2000

Mónica Arratia cruza apresurada el estrecho de Tiquina, mientras por el este, detrás del Illimani salen recién los primeros rayos del sol invernal de junio. Sabe que puede alcanzar a tomar un desayuno en el mercado de San Pedro, mientras espera al minibús que partió con ella a las 5 de la mañana de la parada del Cementerio en La Paz, y que la llevará hasta Ojje, su pueblo natal y de la familia de su difunto esposo, Martín Espinal. Quiere llegar temprano porque debe encargar remover la tierra, ayudada por un tractor en los terrenos de la península, y hacerlo manualmente como cada año, en la isla Caana.

Debe rondar los setenta años, aunque ni ella lo sabe en realidad. Lo que sí sabe es que la fecha de nacimiento según su carnet boliviano es errada —4 de mayo de 1918— pues eso querría decir que tendría 82 años, lo que le genera algo de risa. El carnet también le cambió el lugar de nacimiento pues si bien ella nació en Chilaya, zona de Lojpaya, de la comunidad Ojje —cuando ésta era peruana, antes de su canje a Bolivia— su carnet indica que nació en Tiquina.

Las familias arreglaron el matrimonio de Mónica con Martín Espinal. Al principio, ella no estaba de acuerdo con ese arreglo, pero poco a poco vio en Martín a un esposo dedicado y bondadoso. Una vez casados, se fueron a vivir a La Paz, primero con unos familiares y luego en una vivienda que aún queda en pie, sobre la Avenida Baptista, casi esquina Calatayud, cerca de la Garita de Lima. Martín encontró uno y mil oficios para generarse ingresos: Fue panadero, salteñero, carpintero y hasta bordador. Quizá por esa capacidad de reinventarse, logró acumular suficiente dinero como para comprarse una casita en las afueras de la ciudad en ese entonces, en la zona de Callampaya.

En esa casa vivieron los sucesos que marcaron la historia reciente, como la Revolución Nacional de 1951: Así, vieron de reojo cómo los obreros de Villa Victoria se enfrentaban al cuerpo de policías y cómo éstos escapaban por los cerros de Munaypata, cayendo muertos por tiros de fusil. Esa casa también vio nacer a sus dos hijos, Angel y Vicenta, en un periodo de gran expectativa por las nuevas reformas que debían favorecerles, más que a ellos, a sus padres y a sus abuelos. Pero el destino quiso llevarse temprano a su esposo Martín, quien murió en 1965 por una enfermedad en la espalda y el poco cuidado. Desde entonces los sueños de Mónica pisaron tierra: Tuvo que volver con más frecuencia al campo a apoyar los trabajos agrícolas tanto de su familia, como de las tierras que había heredado de su esposo. Asimismo, se dedicó al comercio minorista en la avenida Tumusla, lo que en ese entonces le brindaba suficientes ingresos como para hacer “crecer a sus wawas”. La muerte de su nuera Catalina a principios de los años 80, la hizo aún más fría, y a sus setenta, quizá como una reivindicación a sus años de infancia lejos de su comunidad, no había dejado de cultivar año tras año la tierra que había heredado.

Ya en la comunidad y una vez coordinado el trabajo en sus terrenos peninsulares, encarga a Gonzalo que la lleve en bote desde la playa detrás del montículo del pueblo hacia la cercana isla Caana. Poco antes de llegar, nota que hay un par de toldos en la isla y un par de policías apostados ahí. Ni bien los uniformados notan que el bote se acerca, salen de la isla en otro bote con un mástil y bandera peruanas y, con un megáfono en mano, piden al bote de Gonzalo retornar a Ojje. Mónica queda sorprendida y enojada, y pide a Gonzalo continuar la navegación. Llegan a quedar de frente con el bote peruano, momento en el que el reclamo es respondido con amenazas de detención por parte de un coronel de la Policía Nacional del Perú, de nombre Helmer Ramírez Bustamante, por “evasión de frontera”, a pesar del reiterado argumento de que sus chacras están y siempre han estado ahí. Gonzalo le pide a Mónica volver a la península y coordinar el reclamo con las autoridades de Ojje.

Una vez de vuelta, al mencionarle el suceso a Gabriel Coaquira, secretario general del Cantón, él le menciona que el reclamo no es nuevo, que semanas atrás se apostaron policías peruanos en la isla a solicitud de pobladores peruanos del distrito de Anapia, que han usurpado sus tierras. Específicamente, la familia de una tal Victoria Choque de Ticona, que había tomado posesión, sin respaldar derecho alguno más que su nacionalidad. Mónica no tiene tiempo para más. Ha perdido tiempo en ir y volver, y buscar y hablar con el secretario. Le pide que gestione el retorno de los comunarios Ojjeños a la isla; lo que no sabe es que a partir de entonces nunca más volverá a pisar la tierra insular de su familia.

2019

Mi nombre es Roberto Jiménez Espinal. Acabo de cumplir 41 años, nací y vivo en La Paz. En 2016, cuando escribía una relación de la historia del pueblo de mis abuelos para un sitio web, encontré en internet documentos sobre una supuesta propiedad de los comunarios de Santiago de Ojje y Lojpaya, comunidades bolivianas, en una isla que hoy es propiedad del Perú. Aquello se corroboraba con recuerdos intermitentes que mi abuela Mónica Arratia me había dejado cuando estaba aún viva –ella murió en julio de 2015, a la edad de 96 años, o por lo menos eso indicaba su carnet- indicándome que solía ir a cultivar chacras en una isla llamada Caana, hasta que fue impedida de ingresar, como todos los demás comunarios, a inicios del 2000.

Lo que más me llamó la atención fue enterarme que el Estado peruano reconoció en agosto de 2005, mediante el Decreto Supremo N° 056-2005 RE, la propiedad de la isla por parte de “ciudadanos bolivianos descendientes de peruanos que posean propiedades en la isla peruana de Caana”, exceptuándoles así de la “prohibición para la adquisición y posesión, por parte de extranjeros, de bienes dentro de los cincuenta kilómetros de las fronteras”, que indica su Constitución. O sea, contra la opinión de varios de sus ciudadanos que exigían expulsar sin más ni más a bolivianos de la isla después de una disputa iniciada en 2000, el Congreso Peruano respetaba los derechos ganados mediante la compra de terrenos de los comunarios de Ojje, entonces peruanos, y que se vieron obligados de cambiar de nacionalidad por el canje territorial de 1932, que establecía a Ojje como boliviana, pero no así a la isla Caana, de propiedad suya.

La información que encontré en internet refería a un escrito público de compra de terrenos en la isla Caana, que databa de 1893…¡126 años atrás!. Pasaron más de 3 años desde que obtuve dicha información y a partir de entonces, me repetía cada año el deseo de ir a buscar la fuente a los archivos de Puno, donde supuestamente se encontraban. Quizá el deseo era sólo eso, esperando morir en el tiempo, como otras tantas promesas que nos hacemos y no cumplimos. Sin embargo, en julio de 2019, aprovechando un par de días de vacaciones, decidí que era entonces o nunca, y así, con más ánimo que realidad partí de La Paz rumbo a Puno un jueves por la mañana, a donde llegué al atardecer.

Ubicar el archivo regional no fue difícil, pues Puno es una ciudad relativamente pequeña. Confiado en mis datos (una escritura con el número 75, folios 180v-184v, protocolo Nº 73) me presenté la mañana del viernes. Para mi desazón, surgió el primer problema: Además del número de escrito, me preguntaron por el distrito y el notario que había realizado esto, “pues se entiende que para cada distrito existía un notario”, me indicó la archivista. Me sugirieron buscar con los nombres de los dos notarios disponibles en Puno en ese entonces. Y así lo hice. Esperé y esperé y me quedé esperando durante otra hora más, hasta que me llamaron para indicarme que no habían encontrado el documento, al menos con la información disponible. Iba ya a irme resignado pero, en un último intento, me sugirieron subir a un piso donde se encontraban libros notariales más antiguos. Después de otra hora de búsqueda -ya era casi medio día e iban a cerrar- me pasaron un libro original, de esos manuscritos y con olor a pasado, rubricado por un notario llamado Carlos Toranzos. Efectivamente, los datos coincidían a la perfección y, por primera vez pude leer, entre otros, el nombre manuscrito de mi tatarabuelo Valeriano Espinal, del que solamente tenía la referencia del nombre por ingenuos intentos previos de reconstruir mi árbol genealógico. Lloré por dentro y luego por fuera, al tener frente a mi este documento de compra. Comencé a imaginar que más de 100 años atrás, mis ancestros habían estado cerca de ahí, también en Puno, frente a ese libro, quizá sin tener la capacidad de hablar el castellano ni firmar, pero al menos ahí, atestiguando esa compra tan importante para ellos. Me pregunté por qué nunca mis abuelos me habían comentado sobre este hecho, pero luego me reproché a mí mismo el por qué nunca había indagado un poco más, cuando ellos estaban aún vivos. ¡A veces nos interesamos tan poco de las cosas que sí cuentan!

Entonces, todo cobraba sentido: por qué mi abuelo materno, Martín Espinal, no había ido a la Guerra del Chaco si para entonces tenía la edad de enlistarse. Por qué mi otro abuelo, Miguel, había estudiado en Yunguyo y se sabía de memoria el himno peruano pero no así el boliviano. Por qué el carnet de mi abuela Mónica Arratia indicaba erróneamente que había nacido en Tiquina en 1918, cuando había nacido en Chilaya, seguramente alrededor de 1930, cuando ese territorio y todo Ojje eran aún peruanos. Sólo entonces cobraba sentido también la reivindicación de nuestros abuelos sobre la cuestión de la Isla Caana, invadida por jóvenes colonos peruanos del distrito de Anapia, que hasta la fecha se mantienen allí en la Isla, sin ningún otro respaldo que su aspiración a que el tiempo haga que se imponga su posesión, con la muerte de todos los antepasados peruanos, hoy bolivianos.

La historia puede quedar ahí, como una simple anécdota de un canje territorial inconsulto e impuesto. En cambio, para mí, para mi familia, y para todas las familias que han estado al medio de estos sucesos, representa una agresión más a nuestra identidad, ayer como peruanos, hoy como bolivianos, pero desde que hay memoria colectiva, a nuestra identidad cultural y territorial como aymaras, que cruza las fronteras impuestas.

Foto: Indígenas en el lago Titicaca, entre Perú y Bolivia. (Principios del siclo XX)

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