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LOS OJOS DEL "CARNECERO DE LYON" KLAUS BARBIE

Fotografía inferior: Su mujer, Regina Wilhems, llegó en medio del reportaje y quiso impedir el diálogo. Llevaba la vianda del almuerzo: el criminal nazi tenía privilegios en la prisión. (Ricardo Alfieri h / Gente)

Por: Alfredo Serra Especial para Infobae, 17 de septiembre de 2016 (Entre 1972 y 1977, el autor de esta nota vivió tres experiencias en las que el horror superó al éxito profesional: estuvo cara a cara con estrechos y crueles colaboradores de Adolf Hitler.)

El fenómeno, aunque nos toca demasiado cerca, no es patrimonio nacional. Grupos neonazis y nostálgicos del Tercer Reich operan en varios puntos de Europa por impulso del retorno a los nacionalismos; algunos, con zeta…
Frente a la cresta de una ola que puede alcanzar más altura y fuerza, una de las editoras de Infobae, testigo de mi libro "Nazis en las sombras" (Atlántida, año 2000, en conjunto con la AMIA), me preguntó qué se siente al mirar a los ojos a un criminal nazi.
Buena pregunta, al mismo tiempo fácil y difícil de contestar. En los años 70, merced a una casualidad primero, una información comprada después, y finalmente a raíz de una larga investigación personal, pasé por esa experiencia: mirar cara a cara a un criminal nazi y escrutar sus ojos.
Klaus Altmann, SS, jefe de la Gestapo en Lyon, Francia, durante la ocupación nazi, donde se le atribuyen el envío a campos de concentración a 7.500 personas, 4.432 asesinatos, y el arresto y la tortura de 14.311 miembros de la Resistencia francesa. Tras la derrota del Reich, huyó y se refugió primero en Buenos Aires y después, a lo largo de dos décadas, en La Paz, Bolivia. Su nombre de guerra: Klaus Barbie.

Los ojos del crimen

Llegué a La Paz con el fotógrafo Ricardo Alfieri (h): escala para tomar una avioneta rumbo al Mutún, la mina de hierro a tajo abierto más grande del mundo. En ese momento, y a pedido de Simon Wiesenthal, director de la Agencia Judía de Viena, la policía boliviana lo había detenido y alojado en una celda del Panóptico de San Pedro, la prisión central de la ciudad. Motivo: averiguación de identidad: ¿Klauss Altmann era también el criminal de guerra Klaus Barbie, "el carnicero de Lyon"?

Una farsa, en realidad. Altmann vivía allí con su familia desde hacía veinte años. Era rico y una celebridad entre la extrema derecha local, y había logrado millonarios negocios para el país. Entre ellos, la creación de una marina mercante.

Unos cincuenta periodistas, fotógrafos y camarógrafos de varios países de Europa esperaban frente a los negros y vetustos portones de la prisión el permiso para entrar…, pero Altmann-Barbie sólo nos recibió a nosotros. Victoria triste: más allá de nuestra insistencia previa, nos abrió la puerta de su celda porque éramos argentinos: del país que a más criminales nazis protegió…

Pero por fin estuvimos cara a cara y nos miramos a los ojos. Los suyos, celestes, fríos de mirada altanera. Sin un parpadeo nervioso ante preguntas durísimas. Sin desviarlos. Sin una pausa ni una expresión que denotara duda, culpa, algún momento difícil de su vida. Pensé que del mismo modo miró a Jean Moulin, el gran héroe de la resistencia francesa, cuando lo torturó hasta matarlo. Y tampoco hubo un rasgo de emoción en esos ojos cuando me dijo:
–Un día entré clandestinamente a Francia y dejé unas rosas en su tumba porque fue el mejor enemigo que tuve.

Esperé en vano, en ese instante, un indicio de humedad en ese celeste petrificado. Pero no.
Y tampoco frente a los recuerdos de los muertos fusilados en masa: mujeres y niños también.
–Eran el enemigo. Con el enemigo no hay piedad.
Aquellos ojos estaban enmarcados en facciones duras, una cabeza calva, y hacia abajo seguían con un atuendo impecable: suéter de cuello alto color mostaza, fino pantalón de gabardina, zapatos nuevos.
De pronto llegó su mujer con la vianda, como todos los días: privilegio de criminal; no comía el rancho del presidio.

Empezaron a hablar en alemán. Ella, muy nerviosa. Él, impávido. Pero al cabo de la discusión me dijo:
–La entrevista ha terminado.
Una duda tengo aun hoy, a tantos años. Cuando Alfieri y yo bajamos de ese primer piso con los ojos brillantes de victoria (¡fue primicia exclusiva mundial!) y cruzamos el patio, me dijo:
–Señor…
–Si, Altmann…
–Por favor, no me haga mucho daño.
Pero estaba yo muy lejos de sus ojos para advertir si en ese instante se rebajaron a un rasgo humano, a una tenue emoción, a una sombra de temor.



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