Historias de Bolivia, Archivos Históricos.- Sitio dedicado a la recolección de notas periodísticas, revistas, libros, fotografías, postales, litografías, investigaciones, curiosidades, etc., etc. Todo lo relacionado con la historia de nuestra patria Bolivia. (Historia de Bolivia).

SANGRIENTAS REVOLUCIONES, FEROCES MOTINES, INFINITAS INTRIGAS, LOS PRIMEROS GOBIERNOS DE BOLIVIA HASTA EL DEPLORABLE Y PATÉTICO GOBIERNO DE MARIANO MELGAREJO


Por Juan Marguch - Periodista / Córdoba, Argentina, Lunes 11 de julio de 2005 / La Voz Online de Córdova. // Graffiti en pintura del General Mariano Melgarejo, parte de un mural en esquina de edificio en plaza Aroma, Tarata, departamento de Cochabamba, Bolivia. (Creditos: https://www.magicalandes.com/-/galleries/bolivia/cochabamba-department)


Es probable que no se haya dado en la historia latinoamericana un presidente equiparable al boliviano Mariano Melgarejo, que rigió (o lo que fuere) los destinos de su patria entre 1864 y 1870, es decir, durante seis años, toda una proeza de permanencia en la jefatura (o algo así) del Estado. La historia del proceso que precedió a su insólita llegada al Palacio Presidencial (hoy Palacio Quemado, por razones obvias), es la historia de las convulsiones institucionales que estragaron la andadura de los pueblos latinoamericanos, tal como lo había profetizado el gran Simón Bolívar, enemigo jurado de los caudillos militares. El mariscal Andrés de Santa Cruz y Calahumana gobernó durante 10 años (24/5/1829 al 17/2/1839) y de él puede decirse con justicia que fundó el estado, organizó el país y consolidó la incipiente nación. Fue derrocado por José Miguel de Velasco Franco y murió en el exilio. Podía esperarse que quienes le sucedieran fueran dignos de su obra. Nada de eso; siguió una retahíla de sangrientas revoluciones, feroces motines, infinitas intrigas palaciegas.
Velasco Franco fue el prototipo del mandatario interino: ejerció cuatro veces la presidencia, en algunos casos por sólo tres meses. En su primer breve interinato (2/8 al 18/12/1828) fue derrocado por Pedro Blanco Soto, que apenas si pudo disfrutar del sillón presidencial durante cinco días pues murió asesinado. También breve fue la presidencia de Sebastián Ágreda, exactamente 29 días (10/6 al 9/7/1841), que derrocó a Velasco Franco en su tercer interinato. Como ex presidente, Ágreda estableció una especie de plusmarca, pues murió a los 80 años de edad, en la mismísima ciudad de La Paz y en su propia cama. Dos meses y 13 días (9/7 al 22/9/1841) gobernó quien lo depuso, Mariano Enrique Calvo Cuéllar, pues fue derrocado por José Ballivian Segurola, quien demostró gran muñeca para mantenerse en el poder y cederlo a Eusebio Guilarte Mole en pleno goce de su salud: más de seis años (27/9/1841 al 23/12/1847); murió en el exilio. Guilarte no pudo mantenerse más que 10 días en el poder (23/12/1847 al 2/1/1848) en el Palacio, y murió asesinado al año siguiente. Fue derrocado por Velasco Franco, que volvió a la presidencia, pero le duró poco la alegría del regreso: 11 meses (18/1/ al 6/12/1848). Lo derrocó Manuel Isidoro Belzu Humerez, que consumó la hazaña de mantenerse siete años en el poder (6/12/1848 al 15/8/1855), pese a que, según el sitio oficial de la web de la Presidencia de la República de Bolivia, “vivió un gobierno cercado de motines y sublevaciones”, es decir, como un Arturo Frondizi del Altiplano. Entregó el gobierno a su yerno Jorge Córdova, que no aprendió mucho del arte de su suegro en la retención del poder, porque al cabo de dos años (15/8/1855 al 9/9/1857) fue derrocado por José María Linares Lizarazu; murió asesinado. Linares, el segundo civil que llegaba a la presidencia (el primero fue Calvo Cuéllar) pudo gobernar cuatro años (9/9/1857 al 14/1/1861), antes de recibir el canónico golpe de Estado, asestado por el enésimo general: José María Achá Valiente (4/5/1861 al 28/12/1864), quien fue derrocado por una extraña revolución.
Los generales Belzu Humerez y Mariano Melgarejo se alzaron simultáneamente contra Achá, quien renunció, y ambos jefes victoriosos se enfrentaron por la presidencia. El combate se decidió en favor del ex presidente, quien regresaba al Palacio Presidencial después de seis años. Mientras Belzu festejaba su retorno al poder, Melgarejo tomó un revólver para quitarse la vida, pero uno de sus ayudantes le convenció de que no todo estaba perdido. Lo que siguió excede a cuanto podrían haber imaginado Gabriel García Márquez, Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier. Melgarejo pasó, revólver en mano, entre los soldados de Belzu que celebraban la victoria e ingresó en la sede gubernamental. El flamante presidente brindaba con amigos y simpatizantes cuando vio aproximarse a su rival y creyendo que acudía a entregarse se acercó a él, copa de champán en mano, para recibirle la rendición y lo que recibió fue un par de tiros en la cabeza. Sus partidarios huyeron despavoridos y Melgarejo, con su revólver aún humeante, se sentó en el sillón presidencial.
Y así comenzó una de las historias más extravagantes que registra la prodigiosa historia política de América Latina. Lo primero que hizo Melgarejo como autoproclamado presidente de la República fue salir al balcón, saludar a la multitud reunida en la Plaza Murillo y anunciarle que gobernaría hasta que se le diera la gana y al que no le gustara lo haría matar a palos en esa misma plaza. En cuanto a la Constitución, dijo que la tendría siempre consigo, para usarla todos los días después de hacer sus necesidades. Se podrá discutir su estilo oratorio, pero no su sinceridad (no era político, es obvio que era sincero). No hubo Constitución, códigos o leyes capaces de enfrentar sus indómitos instintos, sus reacciones imprevisibles y sus decisiones insólitas. Tampoco puede discutirse que estaba rematadamente loco. 
Ciertamente, sus reacciones eran imprevisibles: en cierta oportunidad, mandó fusilar a su nuevo uniforme porque le apretaba el cuello (estremece pensar lo que habría hecho con el sastre de haberlo tenido en ese momento al alcance de sus manos). En otra ocasión ordenó cañonear las nubes porque una pertinaz llovizna perturbaba un desfile militar en su honor...
Sus reacciones eran imprevisibles, y ciertamente la mayoría de sus decisiones eran insólitas. Bien pudo comprobarlo el embajador de Su Majestad Británica que incurrió en el error de acudir al Palacio Presidencial para presentarle una airada protesta por un desaire protocolar de que había sido víctima. Melgarejo se encargó en el acto del asunto: lo hizo desnudar, lo montó en un burro y así lo paseó por La Paz hasta la sede de la embajada inglesa, desde donde lo expidió al Perú. Cuando la reina Victoria se enteró horrorizada de lo que había sucedido con su digno representante, pidió un mapa para enterarse de dónde quedaba Bolivia y la tachó con un lápiz rojo. “Bolivia no longer exists!” (“Bolivia ha dejado de existir”), exclamó la soberana, reparando su orgullo imperial. A Melgarejo entero, gorda Victoria y media.
Para colmo, como perfecto autócrata que era, Melgarejo dirigía personalmente las relaciones exteriores de su país. Amaba todo lo francés, y cuando se le informó que los prusianos le estaban propinando una soberana paliza a sus amados galos (1870), ardió en sacra ira e inmediatamente declaró la guerra a Prusia y dispuso la movilización de su ejército para enviarlo a pelear en Europa. Sus ayudantes militares sudaron lo suyo para hacerle comprender que era un poco difícil transportar al ejército a través del Atlántico porque la Marina de Guerra de Bolivia era algo virtual.
Eso sí, se preocupaba por mantener las mejores relaciones con el Perú, porque tradicionalmente era el país que los abundantes presidentes depuestos bolivianos buscaban para asilarse. Al parecer, uno de sus generales no lo entendió así y perpetró una incursión armada en territorio peruano. Apenas recibió la enérgica nota de protesta de la cancillería limeña, Melgarejo convocó al general a su despacho y le preguntó si acaso había olvidado que Dios jamás le había negado nada a Melgarejo. Por supuesto que el intrigado militar respondió con la obediencia debida que jamás lo olvidaba. “Me alegro –comentó el presidente–, entonces siéntate y escribe lo que voy a dictarte”. El general se sentó y Melgarejo comenzó: “Al Supremo Creador del Universo. El portador de la presente...”, el general palideció y dejó caer la pluma: no había dudas, si él era el portador de la carta a Dios, tenía 110 posibilidades sobre 100 de ser ejecutado. Para salir de dudas, preguntó con voz estrangulada: “¿Portador, Excelencia?”, Melgarejo frunció el ceño: “Sí, señor; portador, porque esta tarde te voy a fusilar, pero irás directamente al cielo con la carta que te estoy dictando”. Quizá las estruendosas carcajadas del presidente fueron lo primero que percibió el general al recuperarse de su profundo desmayo.
Sus bromas eran así de pesadas. Alto, robusto, descomunal, con renegrida barba de profeta, era un estupendo jinete y había adiestrado a Holofernes, su caballo favorito, para que realizara una gran cantidad de proezas. Entre ellas, la de beber barriles de cerveza. Holofernes terminó transformado en un adicto al rubio brebaje, y en las bacanales que organizaban Melgarejo y su amante Juana Sánchez en el Palacio Presidencial, el bello corcel disponía en una esquina del gran salón de un bebedero propio, donde trasegaba centenares de litros de cerveza. Cuando todos los participantes de las orgías yacían por el suelo agotados y emborrachados hasta el umbral del coma alcohólico, Melgarejo, que siempre se mantenía sobrio aunque bebiese a la par del caballo, le daba una orden mediante un silbido y Holofernes, con la panza del tamaño de un buque cisterna, recorría el salón largando poderosos chorros de meada sobre las mujeres y los hombres desnudos y dormidos. Recibir una invitación suya para brindar era todo un desafío al destino, porque le deleitaba beber anís con pólvora.
En la mochila de todo general boliviano hay dos golpes de Estado: el que puede dar y el que puede recibir. Mariano Melgarejo recibió el suyo el 15 de enero de 1871. Se exilió en el Perú, naturalmente, adonde también habían huido Juana Sánchez y sus familiares, a quienes había enriquecido escandalosamente, sobre todo con las tierras que expropió a las comunidades aborígenes. En Lima vivió meses de penurias sentimentales y materiales, pues fue rechazado por los Sánchez, que le prohibieron que volviera a ver a Juana. Inició contra quienes pleito para que le devolvieran unos baúles cargados de joyas que se llevaron como souvenirs de la patria adorada. El 23 de noviembre de 1871, acudió como tantas veces a reclamar que le permitiesen ver a su amante, pero quien salió a atenderle fue su cuñado y yerno, José Aureliano Sánchez, que a quemarropa le disparó dos balazos, uno le atravesó la cabeza y el otro le destrozó la boca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Historias de Bolivia. Con la tecnología de Blogger.