Ricardo Sanjinés Ávila / Página Siete, 1 de noviembre de 2020.
Gracias a la apertura de Página Siete, vengo publicando la serie “Factor cero” sobre hechos políticos sucedidos en nuestro país cada 10 años y desde hace un siglo: Bastó matar al Tigre, El fin del liberalismo (1920), Kamisaraki Napoléon, La caída de Hernando Siles (1930), ¡Un putsch chapaco!, La accidentada ruta de Peñaranda a la Presidencia (1940) y El último aristócrata en el Palacio, Mamerto Urriolagoitia (1950).
La serie consta de otros sucesos posteriores en los años 60 y 70. Don Álvaro Carranza Urriolagoitia aclaró el pasado 18 de octubre un par de párrafos del episodio en torno a su abuelo, el expresidente Mamerto Urriolagoitia.
La serie de mi autoría intenta proyectar ángulos humanos de los gobernantes de nuestro país. No ataco a ninguno, procuro comprender las circunstancias de cada quien en pos de reconciliar desdramatizando los contrastes, de manera que no se queden en el odio obsesivo por el adversario ideológico, regional o de clase, como suele ser la característica del relato histórico boliviano.
Uno de los obstáculos para los investigadores del pasado es la falta de testimonios sobre los personajes destacados en la tarea política. De no ser por biógrafos de oficio como el notable Alfonso Crespo, o hagiógrafos interesados (pienso en Guillermo Bedregal o Fernando Diez de Medina), poco sabríamos más allá de la historia oficial, a menudo injuriosa.
Muchos de los hombres que habitaron el Palacio Quemado, están signados por estereotipos injustos. En el caso que nos ocupa, Mamerto Urriolagoitia es un hombre marcado por la fatalidad de la mala prensa pre y post revolución nacional. No hubo quién lo defienda oportunamente, como bien lo señala su nieto al citar escritores que le concedieron unas frases amables, pero sólo cuando partió a la eternidad, un cuarto de siglo después de los sucesos que lo caracterizaron como Jefe de Estado.
Personalmente simpatizo con la figura del “último aristócrata en el Palacio Quemado” y no me inspira inquina el término “aristocracia”. ¿Por qué Bolivia debería ser el único país del mundo sin haberla tenido en algún momento?
No me parece justo que el Dr. Urriolagoita quedase caracterizado por los trazos despectivos que le propinaron desde perspectivas nacionalistas, convirtiéndolo en blanco de críticas despiadadas e ironías sin fin en las columnas del iconoclasta La Calle, que dejó en la impronta popular aquella fotografía donde don Mamerto aparece enfundado en elegante traje y una mano en el bolsillo de la chaqueta, con el desopilante pie de foto que dice: “obsérvese que es la primera vez que aparece con las manos en su propio bolsillo”, en alusión a un affaire nunca aclarado en la compra de armamento Vickers, comisiones mediante.
Intelectuales de celebridad como Augusto Céspedes, Carlos Montenegro, Armando Arce, José Fellman Velarde e historiadores de oficio como Mariano Baptista Gumucio, Herbert Klein, Manuel Frontaura Argandoña, o Luis Antezana Ergueta, por mencionar a unos pocos, dejaron trazos peyorativos hacia el expresidente, devaluando su fuerte decisión contraria a la revolución nacional que se proyectó luego de la Guerra del Chaco y se nutrió con las ideas enfrentadas en la Segunda Guerra Mundial.
Por una parte el antiguo régimen de partidos, el liberal y las ramas del republicanismo socialista y genuino, asociados al partido stalinista de entonces (el PIR). Por otra los excombatientes del Chaco, militares (Radepa) y civiles (sobre todo del MNR), impugnando a los que tildaban de colonialistas por su comunión de propósitos con Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética aliados en el enfrentamiento global contra Alemania nazi, Italia y Japón, que en Bolivia epilogó con el colgamiento del Presidente Gualberto Villarroel, tildado de “nazi” por los colgadores a su vez considerados “la rosca minero-feudal” por los revolucionarios.
Aquel fue un tiempo bravo para unos y otros, tanto que los hombres andaban armados, aún en el escenario legislativo, como lo describe don Moisés Alcázar en sus Crónicas Parlamentarias. De manera que el incidente de 1949 en El Prado, con disparos de armas cortas, ¿fue una celada de la que don Mamerto se salvó milagrosamente o un recio combate entre fuerzas antagónicas, como ha quedado patentizado en los relatos de entonces? Nadie parece dudar de que hubo pistolas en ambos lados y decisión de usarlas.
Tomo las palabras citadas por el señor Carranza: “Urriolagoitia no fue un estadista de méritos excepcionales, ni un jurista de relieve. Fue un diplomático, un hombre refinado que en su carácter y en su vida mezcló el temperamento vasco con el espíritu inglés…”. Más allá de tal definición, me asiste el convencimiento de que don Mamerto fue un hombre de firmes convicciones, que las sostuvo en el terreno que fuese.
Y más allá de su espíritu refinado, algo de temperamento debió tener para reemplazar al titular Enrique Hertzog, enfrentar la acción revolucionaria de los seguidores de Villarroel, rendirlos a sangre y fuego, encerrarlos en la isla de Coati y otras cárceles políticas, reducir a los mineros en la llamada masacre de Catavi de 1949 luego del secuestro y asesinato de gerentes americanos de Patiño, resistir luego el alzamiento nacional que degeneró en guerra civil que con miles de bajas y que concluyó con el ingreso triunfal del presidente Urriolagoita a Cochabamba en la torreta de un carro de asalto llevando un casco militar.
Finalmente, debió tener los arrestos suficientes como para negarse a reconocer la victoria electoral de Paz Estenssoro y Siles Zuazo en las elecciones de 1951, entregando el poder a los militares, saliendo a Madrid en calidad de embajador, aunque sólo por un año, pues el llamado “mamertazo” fue el episodio final previo a la revolución del 9 de abril de 1952 que cambió definitivamente la historia nacional, para bien y para mal.
El destino puso a don Mamerto en el escenario de tales sucesos. Los rasgos humanos a los que apelé para suavizar aquella trama de violencia, el fútbol por ejemplo, existieron y en ausencia de otros testimonios personales, aceptamos relatos de gente mayor que vivió en ese tiempo, pero que no restan mérito a lo verdaderamente trascendente.
El aristocrático y enérgico don Mamerto fue un hombre de carácter aunque no tuvo perro y no usaba un sombrerito tirolés, sino uno de fieltro inglés.
// Historias de Bolivia.
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