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SIGLO Y MEDIO DEL CARNAVAL DE COCHABAMBA

Cochabamba y su carnaval


Por Gustavo Rodríguez Ostria (+)

Jueves 11 de febrero de 2021.- El carnaval es la fiesta más esperada y apetecida en Cochabamba y en Bolivia. Muchas veces se lo quiso prohibir, pero otras tantas ha renacido con más fuerza y colorido. Son 166 años (serían 175 en 2021) de una rica y multifacética trayectoria del carnaval cochabambino, trayectoria que ha estado llena de simbolismo, danza, música, placer y transgresiones.

El Carnaval no tiene un libreto fijo ni una modalidad inmutable; no se puede tejer una sola línea de continuidad histórica. Por el contrario, cambió, se lo recreó y reinventó constantemente. El carnaval tampoco es necesariamente único. Cada grupo social se lo apropia y participa en la festividad de un modo diferente, al calor de aquellas imágenes y deseos contradictorios de distintos grupos sociales y de los poderes institucionales por hacer de él su lugar de expresión y pertenencia a su imagen y semejanza.

Sus orígenes se remontan muy atrás, quizá hasta las fiestas griegas a Dionisio o las festividades romanas de Saturnalia, en honor al dios Saturno. Fue, sin embargo, durante la Edad Media europea que alcanzó su esplendor. En América Latina fue introducido por los españoles tras su conquista, aunque sufrió transformaciones al mezclarse con las tradiciones indígenas.

El carnaval, que se celebra justo antes de iniciarse la cuaresma, es decir, 40 días antes de la Pascua, no es en efecto entendible sin reparar en la tradición religiosa cristiana que supone la cuaresma. El carnaval constituye, en suma, el tiempo permitido y pagano para el desenfreno, antes de ingresar a los rezos, el ayuno, la mortificación y la penitencia de la festividad religiosa.

Los españoles introdujeron en América dos manifestaciones del carnaval: el de las clases llamadas altas, celebradas en salones a la manera española, y el popular, en las calles. Ambos se distinguían por el tipo de música,
baile y comida.

En febrero de 1847 el periódico local denominado “Correo del Interior” describe vívidamente aquel jolgorio que llama “el carnaval de aldea”. Durante la festividad, los cochabambinos, principalmente los del sector popular, se lanzan a ganar las calles con inusitada alegría “ostentando toda la gala de vestidos rústicos, trayendo flores y frutas en la cabeza y danzando al son de un tamboril y una flauta de pastores”; ambos instrumentos imprescindibles precisamente para ejecutar los candentes ritmos negros. La guitarra y el pinkillo eran también convocados para expresarse en los bailecitos andinos.

En las calles, las máscaras y los disfrazados eran de uso frecuente, como lo fueron en aquel carnaval medieval europeo. La máscara y el disfraz sirven para ocultar, evadir y estar a salvo de miradas indiscretas y acusadoras.
Los “señoritos” de clase podían así cometer desmanes y desenfrenos –típicos de las celebraciones del carnaval– gozando del anonimato. A su vez, los plebeyos cochabambinos en este caso los sastres, se (re)presentaban
como si fuesen otros y adquirían un nivel social que normalmente no era el suyo, logrando aproximarse a poderosos, ricos hacendados y comerciantes, sin ser reconocidos.

Era la plebe indígena o mestiza la que ocupaba y tomaba las calles durante el carnaval, imponiendo su música, bailes y vestimentas. Mientas tanto, ¿a qué jugaban los sectores más ricos y poderos de la ciudad? No participaban de las fiestas callejas y no establecían nexos con la plebe, bailaban y se divertían encerrados en la seguridad de sus amplias mansiones. Sólo el martes tomaba el carnaval carácter de “dominio público”, aunque seguía siendo muy discreto.

EN POS DE UN CARNAVAL SEÑORIAL

Se estaban dibujando claramente en la ciudad dos carnavales. El nuevo carnaval cochabambino segregaba y excluía socialmente cada vez más. Las calles también estaban ganadas por los sectores dominantes que bailaban en ellas, a la par que ofrecían sus casas de tres patios como territorios
abiertos mientras duraban las Carnestolendas. Era costumbre bien aceptada ingresar en ellas libremente y recibir una grata acogida, que se iniciaba con un bautizo de agua.

Luego los anfitriones invitaban bebidas como el guarapo e incluso fina chicha, especialmente elaborada para la ocasión con maíz seleccionado. No faltaban tampoco abundante comida, principalmente el tradicional puchero de cordero aderezado con frutas de la temporada.


Mientras tanto, el antiguo carnaval de raíz plebeya y de origen colonial quedaba paulatinamente confinado a la periferia más pobre y alejada de la ciudad. En los barrios populares como Las Cuadras, Kara Kota, Jaihuayco o
Cala Cala, artesanos, comerciantes y campesinos continuaban bailando cuecas y bailecitos con el mismo gusto y desenfreno de antes. Challaban la festividad regándola con la áurea chicha, sólo que ésta no procedía de las haciendas de los encumbrados patrones, sino de las aka huasis de la afamada localidad del Valle Alto, como Cliza y Punata.

EL CORSO DE FLORES Y LA IMAGINACIÓN EUROPEA

La transformación del carnaval en la ciudad continuó en las décadas siguientes. En los años 80 del siglo XIX, quizás por la experiencia traumática de la derrota en la guerra con Chile (1879-1884), la élite cochabambina se tornó más “ilustrada” y extranjerizante.

Todo pasado plebeyo y toda manifestación popular –fuese festiva, culinaria o musical– le pesaba, pues le atribuía la derrota bélica y la frustración por no ser Bolivia una nación y un estado moderno. Buscaban, por consiguiente, ensayar nuevas fórmulas de vida y pensamiento que abarcara todos los órdenes públicos y privados. Se aferraban a la idea de construir la nación boliviana como una “comunidad imaginada” anclada en el trabajo,
la tecnología y la honra de los símbolos patrios, en la cual no cabían las expresiones plebeyas ni indígenas.

En ese modelo de sociedad, el carnaval, con su derecho a la alegría y sus largos feriados, simplemente no ingresaba bien, era necesario regularlo y cohibirlo aún más. En ese espíritu, El Heraldo, matutino cochabambino, sugirió en 1887 trasladar el carnaval al 6 de agosto. El planteamiento no encontró acogida, demostrando que el carnaval tenía muchos devotos y devotas. Sin embargo, otras mentes quizás más prácticas y realistas, decidieron introducir cambios que conservaran la fiesta pero que, al mismo tiempo, la modernizaran y regularan, es decir, que continuarán aproximándola al modelo cultural más valorado e imitado en aquellos tiempos: el europeo.

Se resolvió por tanto mantener la vigencia del carnaval, pero se lo oficializó, lo que significaba que se lo debía transformar en una festividad más aceptable a los (pre)requisitos de la rutina y la cultura de la modernidad. En otras palabras, la ciudad podía divertirse en Carnestolendas, pero con ciertos límites y ornamentos aceptados.

Fue precisamente en ese mismo año de 1887 que un ciudadano alemán, Adolfo Schultze, avecindado en la ciudad de Cochabamba, introdujo por primera vez una entrada carnavalera a la usanza germana, “la que tiene
que hacer época”, vaticinó correctamente la prensa local. El modelo que se tomó fue el del carnaval de Venecia (Italia) y el que se realizaba en Colonia, Mainz y Dusseldorf (Alemania).

Disfrazados con “lujo y gracia” los jóvenes de la élite que han ganado las calles, por primera vez en muchos años, festejaron la ocurrencia. En 1898 participaron en el Corso por primera vez los carros alegóricos, lo que le otorgó un tono majestuoso muy distinto al anterior desorden de la plebe o al aburrido encierro en los salones de baile de los sectores adinerados. En 1898 se dio un paso más tras consolidarse, con auspicio municipal, el “Corso de Flores”.

Los protagonistas de la nueva fiesta fueron nuevamente los sectores de la élite, eran ellos los que vivían y se regocijaban celebrando con el dios Momo. El “bajo pueblo”, en cambio, simplemente observaba las rondas carnavalescas en la Plaza 14 de Septiembre; de protagonista y actor fue
transformado en espectador. La entrada del carnaval se había convertido en una fiesta familiar, desactivada de toda peligrosidad lúdica o subversión plebeya.

LA RECLUSIÓN DE LA FESTIVIDAD POPULAR

A fines del siglo XIX, el carnaval cochabambino se había afirmado como una “fiesta de la aristocracia”. Los minoritarios sectores dominantes que lo monopolizaban impusieron su ritmo, su tiempo y sus expresiones culturales. Los mayoritarios sectores plebeyos, entre tanto, quedaron excluidos porque no contaban con los recursos económicos necesarios para solventar el elevado costo del nuevo carnaval: elaborados trajes, serpentinas o sofisticadas bebidas sólo estaban al alcance de los bolsillos.
Paralelamente, arreciaba en el país una alocución cargada de disciplina, moralismo y orden, que al condenar el goce de la fiesta y exaltar el trabajo, buscaba que el carnaval tuviera una menor extensión y abarcara menos
días.

Estas transformaciones en las costumbres parecían totalmente necesarias para acompañar la esperada modernización de la ciudad de Cochabamba que, con su nuevo rostro, se sentía próxima al progreso y la “civilización”, por lo que ya no podía empeñarse por las manifestaciones “irrespetuosas” del Carnaval, según se proclamaba en la prensa local.

El pueblo, advertía un periódico local, no se exhibe ya en esas bulliciosas y abigarradas ruedas (comparsas) entonando esos picantes carnavalitos al son de bien tocadas guitarras, charangos, acordeones y quenas. Ausentes
las rondas también fue desapareciendo la costumbre de pedir guarapo y unas chicurrias (chicha) en las casas “en la hora reglamentaria del yantar (comer)”.

Varios recuentos tomados de la prensa local revelan la amplitud del fin de estas expresiones, lo que entrañaba el triunfo del carnaval al estilo europeo sobre las manifestaciones culturales de corte popular:

(1901) “Van modificándose las costumbres (…) A las estruendosas algazaras de otros tiempos van sucediéndose más tranquilas manifestaciones de regocijo y entusiasmo”.

(1902) “El pueblo, la clase artesana, no ha dado ni una sola nota de alegría. Los cantares populares no se dejaron escuchar, mucho menos las ruedas animadas de otros tiempos”.

Sin embargo, la verdad era que los artesanos, los pequeños comerciantes y, en fin, quienes eran llamados del “bajo pueblo” no habían olvidado el carnaval, solamente que no hallaban cómo manifestarlo a su tradicional modo en el centro citadino o en los locales encopetados. Debieron, por tanto, refugiarse en las campiñas aledañas. Allí, cuando en la ciudad ya se apagaban los ruidos del carnaval, la fiesta recién comenzaba.

El Miércoles de Ceniza era el inicio de una fiesta que duraba una larga y bulliciosa semana. En tal ocasión, emergían las tradicionales manifestaciones culturales “plebeyas”. Sin complejos el pueblo danzaba
y bebía “al son de su (…) música y su picaresca rima, celebrando a sus dioses”.

En suma, los espacios festivos urbanos habían terminado por dividirse en
Cochabamba en dos escenarios desiguales: uno en el centro urbano en torno a la Plaza de Armas, para los sectores tradicionales y dominantes, otro en las afueras, para las masas plebeyas de mestizos e indígenas. En
consecuencia, la festividad carnavalera no ofrecía –por lo menos en el centro de la ciudad– más espacios compartidos donde pudieran interactuar y compartir plebeyos y “encumbrados”.

FIESTA EN LA POSTGUERRA

Durante las tres primeras décadas del siglo XX se observaban muy pocas modificaciones a la representación carnavalera creada a fines del siglo precedente, cuando perdió su expresión lúdica, transgresora y revoltosa que lo caracterizaba antaño. El Corso de las Flores, los juegos con agua y cascarones, y las fiestas de máscaras animadas con música europea continuarán dominando la festividad, que incluso se tornará más pacata que antes. En 1922 se limitó el consumo de bebidas alcohólicas, lo que permitió que el “Príncipe del carnaval César Augusto I” pudiera encabezar
el baile de máscaras en el Club Social, “en un ambiente en extremo culto” al que asistió “una selecta y numerosa concurrencia”, indicaba la prensa local.

La mayor novedad de aquellos años fue la introducción de automóviles, que sustituyeron paulatinamente a las carrozas jaladas por alazanes. También la cerveza, “la rubia que nunca engaña”, considerada otro símbolo de la modernidad europea, fue imponiéndose, desplazando en los sectores acomodados a la chicha y el guarapo.

El desgarrador conflicto bélico entre Bolivia y Paraguay (1932-1935) condujo a la emergencia de nuevas sensibilidades y ñeques sobres la situación del país, que transformaron la política, pero que tardarían en expresarse en la cultura y la vida cotidiana. En otras palabras, el carnaval en la ciudad de Cochabamba no afrontaría grandes cambios en los próximos años y siguió moviéndose bajo los mismos moldes modernistas que se habían establecido al concluir el siglo XIX.

La fuerza de la festividad fue decayendo, a la par que la economía de la región enfrentaba una recesión. Además, otra guerra, esta vez en Europa (1939-1945), introdujo deudas y crisis económica que afectaron los bolsillos y redujeron las explosiones de alegría.

En los años 40, el carnaval fue politizándose lentamente, recuperando
en algo la función satírica e irreverente que tuvo en sus orígenes. Aparecían presentaciones que se burlaban de los partidos gobernantes, se lamentaban de la crisis económica o aludían a la condición mediterránea de Bolivia.

En el Corso, como desde la primera vez que se organizó, continuaban como protagonistas el “núcleo de selectos jóvenes y señoritas de la sociedad”. Gran parte del baile y la alegría mundana se habían desplazado a locales cerrados, tanto públicos como privados. Allí también existían matices sociales y clasistas. El sábado por la noche en el Club Social se reunían de etiqueta. Por su parte, el Teatro Achá, el Cortijo, la confitería Adán y otras similares, se llenaban de danzantes de clase media.

Los tonos populares, en cambio, se escuchaban profusamente solamente en zonas periurbanas o en los mercados. Eran verdaderamente imperdibles para acompañar el jueves de comadres o la Challa del martes, celebrada con derroche de alegría, serpentinas, cohetillos y puchero.

NACIONALISMO Y CARNAVAL

La insurrección del 9 de abril de 1952 rompió antiguas convenciones e introdujo una nueva concepción de la nación, basada en el reconocimiento de los valores culturales mestizos y populares. De inmediato, su influjo no
llegó al carnaval de Cochabamba, que siguió desenvolviéndose como una fiesta ajustada a las manifestaciones culturales de las élites.

Éstas, sin embargo, acusaron el impacto de la supresión de sus privilegios de clase terrateniente, arrastrando consigo la fastuosidad del carnaval. La fiesta del Rey Momo ya estaba desgastada, por lo que el nuevo contexto postrevolucionario pudo acelerar que la festividad se desenvolviera en escenarios mucho más modestos que en años precedentes.

Un primer cambio fue que desde 1953 el Corso de las Flores dejó su ritual de vueltas en la Plaza Principal y se trasladó al Prado. Se dice que la permuta obedeció al temor del partido de gobierno, el MNR, a que la rancia
juventud opositora utilizara la oportunidad para atacar la prefectura. Los adornados carruajes, por su parte, fueron reemplazados por el baile de comparsas, las más importantes de ellas fundadas en los años 40.

Lentamente la festividad iba apagándose. En 1965, para darle un empujón, la Cámara Junior promovió la elección de la Reina del Carnaval. La advocación a la imagen femenina era nueva.

Un quinquenio más tarde, en 1970, la Radio San Rafael y la Alcaldía del Cercado organizaron el primer festival de Taquipayanakus –contrapunteo de coplas picantes entre comparsas– en quechua y castellano, efectuado en el estadium Félix Capriles el Sábado de Tentación. La celebración trasladaba la picardía campesina y venía a establecerse como una suerte de cierre y despedida del carnaval.

CORSO DE CORSOS: LA RENOVACIÓN DEL CARNAVAL

La crisis del carnaval parecía imparable, tanto, que fue necesario intentar salvarlo. En 1974, en ese ánimo, se creó el Corso de Corsos gracias a la iniciativa de la tradicional y (re)conocida Radio Centro. Al año siguiente se
plegaron los soldados de las distintas guarniciones militares del departamento, lo que proporcionó al nuevo Corso una masa segura
de entusiastas participantes. En 1975, el carnaval enfrentó un golpe que lo hizo tambalear. La dictadura militar del Coronel Hugo Banzer estaba convencida de que el placer y la alegría eran contrarios al “orden y el progreso”, y suprimió desde ese año los feriados del lunes y el martes.

En 1978, cuando el ciclo militar concluía, se restituyó el feriado del Martes de Challa y desde 1979 se recuperó también el lunes para la fiesta. El lúdico carnaval había vencido a las fuerzas autoritarias, sin embargo,
la victoria era pírrica. El carnaval cochabambino, en contraste con lo que ocurría en esos mismos momentos en Oruro, con su mezcla de religiosidad y fiesta ancestral, o en Santa Cruz, con su colorido y ritmo moderno,
carecía de alma e identidad. Por muchas décadas, sin mucha originalidad y menos recursos, había intentado el equivocado camino de pretender ser un duplicado de Europa o Brasil.

Para fines de los años 70, la juventud de clase media, de ambos sexos, que acudía masivamente a las universidades, empezó a buscar una nueva plataforma cultural que le permitiera participar en la construcción de
una nación mestiza.

Eran tiempos de exaltación del discurso político nacionalista revolucionario, de la música folclórica y del retorno a las calles, no para luchar contra la dictadura, sino para darle un nuevo contenido
a las fiestas del carnaval. Seguramente muchos y muchas de quienes protagonizaron este vuelco eran nietos o nietas de quienes, a fines del siglo XIX, bregaron por expulsar de la ciudad la música, danza y vestimenta plebeya e indígena. Como señala Beatriz Rosells, las élites, en lugar de continuar recriminando el crecimiento de los desfiles y festejos populares, decidieron participar en ellos, reelaborando el mundo simbólico de la fiesta y tomando para sí una larga tradición de festividad popular.

Fue en Cochabamba donde esta danza de los caporales ganó presencia y patentó su actual identidad ligada a la clase media universitaria y, por
qué no, a los nuevos ricos.

El fenómeno del carnaval, con su nueva estética del cuerpo y del movimiento, rompió las anteriores distancias entre el público y el danzante, entre la gradería y la calle. Supuso además la definitiva irrupción carnavalera de las mujeres, quienes sensuales, a la par que los varones, pudieron expresar en la danza la libertad de sus cuerpos.

La danza del caporal fue la punta de lanza de la folclorización del carnaval cochabambino. Para principios de los años 80, la policromía y la música nacional, plebeya e indígena, habían ganado presencia activa, reconocimiento, participación social y protagonismo callejero, como nunca antes había alcanzado. Desde entonces, cientos de alegres danzarines y danzarinas tomaron sin tregua el ritmo de la fiesta. A ellos y a ellas se
sumaron sin tregua conscriptos de las guarniciones militares, grupos campesinos de las localidades vecinas y comparsas.

La consolidación de las Carnestolendas –palabra que ya entró en desuso- en los años 90 implicó varias otras modificaciones. La primera fue que las rebautizaron como “Carnaval de la Concordia” para expresar el anhelo y la voluntad de unidad nacional y regional. Por otra parte, sus límites temporales se extendieron, se iniciaba más temprano y terminaba más tarde que antaño.

Aunque oficialmente no se movieron los feriados del lunes y martes, la sociedad civil fue ocupando y recuperando más y más tiempo para el ocio y la parranda carnavalera. Nacieron las precarnavaleras y los convites, que se realizan dos o tres semanas antes del Corso. El Jueves de Compadres y Comadres se hizo una tradición que se celebra sin falta en todas las clases sociales. Y cuando el Corso de Corsos se trasladó al Sábado de Tentación, el ambiente de fiesta y jarana también se prorrogó, de modo que el festejo terminó durando casi una semana.

Otras actividades llenan el calendario carnavalero: la Fiesta de la Ambrosía en la zona La Maica, las ferias del Puchero, del Acordeón, de la Concertina y del Confite. Acompañan igualmente el ciclo festivo el prestigiado Festival de Takipayanakus. Por su parte, el imperdible Martes de Challa convoca a las deidades de la buena suerte al son de cohetillos.

La geografía del carnaval tampoco se reduce a la Plaza de Armas o El Prado, como ocurría hace varios años. La extensión de la mancha urbana ha obligado a desconcentrar la festividad hacia las zonas Sur y Norte. Ellas celebran su propia entrada y carnaval, pero con bailes y música similares a los que se oyen por toda la ciudad, lo que contagia y comunica identidad en todos los sectores sociales.

En suma, el nuevo carnaval cochabambino es inclusivo y abigarrado. Pese a las diferencias y jerarquías sociales que existen en su seno, funciona como una suerte de comunidad inter y multicultural que acoge, conjuga y tolera, como nunca antes, en un mismo espacio, lo diverso lo transgresor, lo tradicional y lo moderno.

(Tomado de Resquicios, N°16, febrero de 2012)

*El autor de este ensayo es Gustavo Rodríguez Ostria falleció en noviembre de 2020 en Lima (Perú). Nació en Cochabamba. Estudió Economía en la Universidad Mayor de San Simón. Fue catedrático y decano de la Facultad de Ciencias Económicas de esa universidad. También fue viceministro de Educación Superior  y diplomático. Intelectuales destacaron, después de su muerte, cuánto conocía este profesional a Cochabamba. 

// Fuente: https://guardiana.com.bo/culturas/siglo-y-medio-del-carnaval-de-cochabamba/

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