Tropas bolivianas en la Guerra del Chaco. |
Por: Freddy Zárate.
Hace 54 años, el médico Abelardo Ibáñez Benavente publicó el
libro Sed y sangre en el Chaco (La Paz: Editora en Marcha, 1967), que según
indica su autor fue trazado de manera fragmentaria.
“Me ha impulsado a escribir este reducido trabajo, el
ineludible deber que tiene todo ciudadano amante de su patria y de su
profesión, de contribuir con los resultados de su labor y de su experiencia al
progreso del medio en el que ha desarrollado sus actividades específicas”,
escribía.
Pero las notas de Ibáñez difieren del título del libro, ya
que gran parte de su contenido se ocupa en evocar pasajes de su época
universitaria en la Escuela de Medicina de Chile, la elaboración de su tesis de
licenciatura, su retorno a la patria, sus primeros años como cirujano militar, su
paso por el Ministerio de Salud, su candidatura a la Vicepresidencia bajo las
banderas del Partido de la Izquierda Revolucionaria (PIR), entre otros pasajes
de su vida.
Por las sendas del Chaco
En lo que respecta a su participación en la Guerra del Chaco
(1932-1935), el médico Ibáñez recuerda que “en esos primeros días, después de
la ruptura de hostilidades bélicas, se produjo una enorme efervescencia
patriótica en todo el pueblo boliviano. En todas las poblaciones se pedía
castigo inmediato de la agresión contra la pequeña guarnición boliviana de la
laguna Chuquisaca”. En ese interregno, “desde el primer día se comenzó a tomar
providencias necesarias para movilizar los recursos sanitarios para
constituirse en el teatro de operaciones”.
Curiosamente –señala Ibáñez–, “los médicos no le dieron la
importancia que tenía la situación bélica, sea por animadversiones personales,
casi ningún médico se presentó al llamado de la Sanidad Militar”.
Después de tres días de la declaratoria de guerra, se formó
rápidamente la primera brigada sanitaria que debía salir a la zona de
operaciones. Únicamente se presentaron cinco médicos –rememora Ibáñez–,
suficientes para llenar un automóvil. En esas circunstancias, emprendieron el
viaje de la ciudad de La Paz a las llanuras del Chaco, que describen como “un
camino recién construido que presentaba innumerables dificultades para un
tránsito rápido. Con camiones lentos, fangos, irregularidades explicables en un
camino tan largo y fragoso”.
Ya en territorio del Chaco, Ibáñez relata el encuentro que
tuvo con el general Carlos Quintanilla, que había sido designado por el
presidente Daniel Salamanca para comandar el Primer Cuerpo del Ejército, con
sede en Muñoz: “Me presenté ante él, explicando la odisea que habíamos sufrido
los componentes de la primera brigada sanitaria que llevaba material
médico-quirúrgico para cumplir su deber en caso de conflicto guerrero. Quizás
no valoró el esfuerzo realizado. Se limitó a lanzarme sus miradas prepotentes
propias de un junker prusiano y a anunciarme que dos días después se iba a
iniciar la toma de Boquerón y de otros fortines del Chaco (…). Me dejó
desamparado a mis propios medios”.
Ibáñez también logró entrevistarse con el jefe de la plaza
de Villamontes, coronel Óscar Mariaca Pando, a quien expuso la gravedad de la
situación sanitaria del Ejército: “Le hice ver la tremenda responsabilidad mía,
en caso de no llegar con los auxilios necesarios en el momento oportuno. Aún
más, le manifesté que si no me daban los medios para llegar rápidamente a la zona
de operaciones, preferiría suicidarme ahí mismo. Ante esta decidida actitud,
dio las órdenes necesarias para que pusieran a mi disposición los dos
aviones del Lloyd Aéreo Boliviano que se encontraban de paso en la localidad”.
Según el relato de Ibáñez, transitó por las zonas de
operaciones de Camacho, Corrales, Toledo, Arce, Yujra y Boquerón. Sobre la
batalla de Boquerón dice: “Hubo posiblemente un momento en el que toda la
guarnición o la mayor parte de ella pudo abandonar el fortín. Parece, aunque no
me consta, que tenían órdenes del comando superior y hasta el mismo Presidente
de la República, para mantenerse allí hasta el último hombre, prometiéndoles
suministros de más tropas, provisiones y municiones. El aprovisionamiento aéreo
falló por completo, porque la mayor parte de los suministros caían fuera del
fortín y las municiones se deformaban por el violento impacto de la caída”. El
trágico desenlace fue que a pocos días cayó Boquerón, lo cual produjo una
“desmoralización” en el Ejército.
Una noche solicitaron los servicios de Ibáñez para atender a
un herido que presentaba la mano izquierda completamente destrozada mientras
servía como centinela en uno de los puestos avanzados: “Pensábamos que era una
rara herida mientras procedíamos a hacerle la primera curación; al día
siguiente, revisando la herida nos llamó la atención la presencia de tatuajes
de pólvora en algunos de sus bordes y sospechamos que el mismo soldado se
hubiera disparado el balazo, pero decidimos dejar de pasar el hecho y evacuarlo
a retaguardia. Después se repitieron innumerables casos de la misma índole,
hasta que los comandantes se vieron forzados a fusilar a varios de ellos”.
A estos soldados los llamaron “izquierdistas”, y, según
Ibáñez, al finalizar la contienda bélica recibieron pensiones del Estado, al
haberse hecho declarar como mutilados de guerra: “El primer izquierdista, aquel
que atendimos cerca de Arce, un muchacho apellidado Laguna, según leímos en la
prensa de Sucre, fue objeto de un acto patriótico en el Teatro de Sucre,
habiendo recibido los honores reservados a los
héroes”.
El fracaso de la guerra bacteriológica
El punto más controvertido del texto de Ibáñez es el
referido a la “guerra bacteriológica fracasada”. Antes de ingresar a esta
ofensiva bacteriológica, el autor muestra un paisaje oscuro rodeado de noticias
alarmantes y llenas de pánico, como la retirada de las tropas derrotadas de
Yujra y Arce: “Reinaban la confusión y el derrotismo en las unidades militares,
las tropas no obedecían a sus superiores y se retiraban en medio del mayor
caos. Eran días de deshonor y de vergüenza”.
Frente a esta situación: “Resolví jugar una carta decisiva
para el desarrollo de la guerra –escribe Abelardo Ibáñez–, sin pensar que hasta
en eso la mala suerte que nos perseguía iba a hacer fracasar planes
cuidadosamente trazados. Convoqué a una reunión de los jefes del Estado Mayor
del Primer Cuerpo del Ejército, para proponer una medida extrema en la cual
había pensado mucho y que la había preparado concienzudamente por si alguna vez
se pudiera necesitarla. Toda nuestra tropa, a su paso por Villamontes, había
recibido la vacunación anticolérica, junto con la antitífica, así que era
inmune al cólera asiático. Tenía en mi poder dos frascos de cultivos del
vibrión del cólera, preparados pocos días antes por el doctor Luis Prado
Barrientos, jefe de nuestro laboratorio bacteriológico. Expuse ante la reunión
de jefes la posibilidad de acudir, como recurso supremo a la guerra
bacteriológica para contener el avance del enemigo”.
La guerra bacteriológica consistía en contaminar los pozos
de los fortines antes de abandonarlos. “La guerra podía terminar de inmediato
(…). Una epidemia de cólera acabaría con el Ejército enemigo y se propagaría
muy atrás, ayudada por el clima tórrido y por el uso obligatorio de las aguas
contaminadas. El proyecto fue aprobado por unanimidad por los jefes presentes”,
describió el médico.
Para este cometido, Ibáñez indica que se encomendó a dos
cirujanos militares que se constituyeran en los fortines que se iban a evacuar
y procedieran a contaminar el agua. El resultado fue que, después de su
regreso, “no hubo el menor aviso de que la extrema medida hubiera tenido algún
resultado. Muchos informaron que los comisionados no se habían animado a
cumplir con la orden impartida y los dos cirujanos fueron dados de baja por
ignominia en una de las órdenes generales que dicté. Ellos afirmaban que habían
cumplido la orden. Después reflexioné, pensando que quizás el cultivo se había
esterilizado por la falta de precauciones en su conservación. Pero, hasta el
día de hoy, jamás me he arrepentido de haber ideado un recurso tan supremo, que
de haber dado resultado habría sido la salvación de la patria amenazada”.
La mirada contrapuesta
La polémica revelación de Abelardo Ibáñez fue
cuestionada años más tarde por el médico Gabriel Arze Quiroga en el libro
Instantáneas de ayer (1984), un texto que recoge recuerdos del Chaco,
documentos políticos e históricos, artículos de prensa y temas diversos. En el
capítulo primero manifiesta que el libro Sed y sangre en el Chaco “hace
apreciaciones caprichosas en varios aspectos y en el capítulo XII expone el
proyecto diabólico respecto a la intención de contaminar las aguas de la Cañada
Fortín Arce con cultivos de vibrión de cólera”.
Según indica Arze, una vez anoticiado de la publicación de
Ibáñez, “me dirigí a la opinión pública mediante una relación completa de los
hechos, con carta al director de Prensa Libre en la que le incluí el artículo
titulado: ‘La retirada de Fortín Arce’. A consecuencia de ello, la redacción
del periódico manifestó: ‘Como médico consciente de sus responsabilidades el
doctor Arze Quiroga prefirió mantener silencio sobre esa desatinada orden
impartida por el doctor Ibáñez Benavente, que 35 años después de aquella guerra
escribió lo que tal vez debía callar, si además no tenía conocimiento del
resultado de la orden que dispuso; sin embargo, el libro del exdirector de
Sanidad Militar y también exministro de Salud Pública le obligó a la aclaración
para conocimiento de la historia’”.
Arze Quiroga expresa que la memoria traiciona al doctor
Ibáñez: “lanza a los cuatro vientos su libro (…) en el que pregona una
intención y preparación propias del genocidio, que debía haber sido piadosamente
relegado al olvido. Me hallo en la obligación de aclarar cómo fracasó aquella
idea y mi participación”.
De acuerdo con el relato de Gabriel Arze, llegó al fortín
Saavedra el director de Sanidad en Campaña, coronel Ibáñez; su ayudante y seis
estudiantes de medicina incorporados con el grado de suboficiales. Dejaron el
vehículo frente al casino, donde además de comer, departieron con los oficiales
contando novedades de retaguardia.
Terminada la cena, el médico Ibáñez se sorprendió al ver el
furgón vacío. “Alarmado, a gritos llamó al chofer y a los suboficiales
sanitarios y les preguntó dónde habían dejado los bultos y con qué autorización
habían descargado (…). El ya enfurecido doctor Ibáñez amenazaba a los
suboficiales de sanidad con hacerlos fusilar si no aparecían los cajones”. Esta
situación llamó la atención: “En eso escuché al aterrorizado y colérico
director de sanidad lamentar ‘¡Esto no puede ser!, ¡Esto es más peligroso que
la guerra misma!’”.
Luego de requisar el campamento, fueron encontrados los
cajones y dos frascos tirados en el suelo: “Puedo decir que por intuición y sin
necesidad de microscopio reconocía que ese cultivo era de
vibrión de cólera (…) confieso que transpiré de espanto. Ante el cuadro
dantesco que significaría una epidemia opté por los fueros del derecho y de la
cultura frente a la guerra”.
La acción de Arze consistió en destruir los cultivos de
cólera; y como segundo paso, esterilizó los frascos para sustituirlos con
sustancias inocuas y estériles.
Éste fue el secreto mejor guardado por Gabriel Arze hasta el
día que apareció el libro de Abelardo Ibáñez, en el que recién daba a conocer a
la prensa lo que realmente sucedió en la denominada “guerra bacteriológica”.
Este curioso episodio de la Guerra del Chaco provocó una
agitada discusión a nivel nacional e internacional, en la que se defendía la
ética médica en tiempos de guerra. Hasta el día de hoy seguimos gravitando
sobre la contienda bélica más larga que enfrentó Bolivia en el siglo XX y en la
que, en este caso, los protagonistas no fueron militares, sino dos
médicos.
Este artículo fue publicado en Pagina Siete, hoy 18 de
septiembre de 2021.
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