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LA INVASIÓN ARGENTINA DE 1838 A TARIJA

 

Santa Cruz.

Este artículo fue publicado originalmente en el periódico tarijeño, El País, el 30 de agosto de 2019.

Así, Timoteo Raña comandó la vanguardia de las fuerzas del general Braum, ya que con doscientos hombres avanzó hacia Jujuy e Iruya, el 11 de junio de 1838, derrotando a 800 soldados de Heredia; fecha que, según Bazán, sería la del 24. Sea como hubiese sido, la Guardia Nacional, al mando del general Bernardo Trigo, y los efectivos de Sebastián Estenssoro, Eustaquio Méndez y Fernando Campero vencen y obligan a replegarse a las tropas argentinas del general Gregorio Paz, que habían avanzado a Caraparí, San Diego y Narváez, y que estaban ya en las vecindades de Tarija. En seguida, el destacamento del general Agreda, con Méndez, Estenssoro, Raña y Ruíz, cumpliendo los planes de Braum, terminan por aniquilar al ejército de Alejandro Heredia, en Montenegro, esta vez sí el 24 de junio de 1838.
A Santa Cruz le deben de haber complacido mucho estas victorias. Por ello recompensó a Braum con el mariscalato; y con otras distinciones menores, pero de relevancia, a Timoteo Raña, Tomás Ruíz y Sebastián Estenssoro, así como al Moto Méndez, Bernardo Trigo y al ya definitivamente tarijeño general O’Connor: el cual a nuestro parecer, también se merecía el grado de Mariscal. Como también merecía más de lo que obtuvo el general Sebastián Agreda, por su actuación en Montenegro. De acuerdo al parte de esa batalla: “en una meseta frente al río Candado, formada en la subida de “Espinillos”, a media cuesta para llegar a las alturas de Montenegro, distinguieron (las tropas bolivianas) que los soldados argentinos estaban en el río; los que tomaron la altura y en la ceja se abrieron en cinco divisiones, con un fuego vivo y sostenido que duró dos horas, dejamos cubierta la falda de cadáveres y pertrechos”. El Jefe del Estado Mayor de Braum afirmó, en un boletín de guerra enviado a Santa Cruz, que las tropas argentinas sufrieron un verdadero descalabro, siendo poco menos que aniquiladas, con la pérdida “de diez muertos y 15 heridos” por las bolivianas. Destaca, además, el valor del enfermo general Burdett O’Connor, así como del Moto Méndez y el arrojo del sargento mayor Bernardino Rojas y el teniente
Pedro Tarifa. Para terminar con estas frases: “El departamento de Tarija que ha acreditado en todas ocasiones tanto patriotismo como lealtad, ha desplegado en ésta los nobles sentimientos de su ardiente amor a la nacionalidad, mostrándose capaz de cuanto es posible en defensa de su suelo y de la dignidad de Bolivia”.
(Nota: Como algo que corresponde a la anécdota histórica, la que prefigura otras connotaciones a sucesos posteriores, digamos que en Montenegro e Iruya participó Narciso Campero, antes de ingresar en forma al ejército. Y en esa campaña él conoció a otro personaje con el que se hizo amistad: el entonces sargento Mariano Melgarejo. Es posible que en esas acciones estuviera también Isidoro Belzu; aunque no conocemos datos que convaliden nuestra suposición).
Lamentamos, una vez más, la falta de documentos que atestigüen qué ocurrió después de Montenegro. En los libros de historia publicados en Chuquisaca o La Paz no se dice nada al respecto. Hasta encontrar algún informe, ya sea de Tarija o de la Argentina, no nos queda sino suponer que los contingentes al mando del general Braum retornaron a Tarija, seguramente quedándose algunos regimientos en las zonas de Toldos, Santa Victoria e Iruya, y a lo largo del río Bermejo. El resto del ejército debió dirigirse hacia el sur peruano a engrosar las filas del Mariscal Santa Cruz.
Antes que se cubrieran de negras nubes los cielos de Bolivia, y trajeran consigo un período de incertidumbre y oprobio, en Tarija recrudecieron los problemas que, desde principios del siglo XIX no habían sido ni debidamente considerados ni buscadas sus soluciones efectivas: la virtual guerra contra las etnias del Chaco, concretamente contra los chiriguanos. Este es un luctuoso episodio de nuestra historia que no ha sido examinado por nuestros investigadores o que simplemente se lo silenció. Ahora se sabe, porque así se lo hace constar en ciertos informes, que las etnias del Chaco Boreal, ya bastante reducidas, vivían en un casi total ignorante aislamiento con respecto a los cambios ocurridos, no digamos en el Departamento, sino en toda la República; y lo mismo se hacía notorio en las regiones colindantes del Chaco argentino. Esa situación sólo se paliaba en las misiones franciscanas; en las que continuaba siendo extendida la asistencia social humanitaria y los cuidados espirituales, como, por ejemplo, la preservación de algunos valores culturales de las etnias que se acogían al amparo de las misiones.
Más adelante veremos cuáles eran los caracteres de esta tarea misional, y cómo es que se fue desarrollando a lo largo del siglo. Pero conviene anotar algo no explicitado en páginas anteriores cuando opinábamos sobre el gobierno del Mariscal Sucre. Este y sus colaboradores que trataron de imponer una verdadera revolución ideológica con los postulados del llamado “Siglo de las luces”, con el liberalismo, en suma, ejecutaron una política de enfrentamiento contra la Iglesia, o contra la Curia boliviana, confiscando sus bienes y rentas y despojándola de sus funciones educativas, ciertamente cansinas e inoperantes en las nuevas realidades sobrevenidas. Sin embargo, Sucre hizo una excepción: no se inmiscuyó en las labores de la orden franciscana, seguramente porque tuvo el acierto de informarse de los detalles precisos sobre su enorme significación precisamente para redimir a dichas etnias -no tan sólo a las del Chaco, sino a las del resto de Bolivia-, de su estático apego a una existencia paleolítica, tal como lo hemos dicho varias veces.

Así que, en Tarija, el Convento de San Francisco, esto es, los pocos frailes que continuaban su misión religiosa en la ciudad, no desmayaron en asistir con sacrificios materiales a sus misiones del Chaco. La etapa de desconcierto y desconfianza y de indecisión por parte de la Curia, y de las autoridades franciscanas nacionales, ante lo que venía sucediendo en la nueva República, de 1825 a 1834, se fue serenando en una cauta espera de las decisiones que tomaría el general Santa Cruz. El Presidente, ferviente creyente, por más que no hizo mucho para devolver lo incautado a la Iglesia, sí le dio amplia libertad para ejercer sus funciones.
Sin embargo, las labores de los misioneros del Colegio Apostólico Misionero de Propaganda Fide de Tarija, continuaron con grandes penalidades en el Chaco; y se vieron ante la imposibilidad de contener los actos de rebeldía de algunas etnias que, como la bastante diezmada de los chiriguanos -por enfermedades de desgracias naturales y por la pérdida de sus territorios ancestrales-, se estaban alejando de las misiones. En marzo de 1839, cuando algunos de los regimientos de Tarija, que concurrieron a la última campaña de Santa Cruz en el Perú, se encontraban en La Paz, los chiriguanos se alzaron en las regiones de Ipaguazo, y también en Sanconqui, Itiroro, Pumbasi, Manduyuti, Chimeo y Palos Blancos. El general Bernardo Trigo se vio en dificultades para organizar una expedición que contuviera a la revuelta. En un amplio informe, enviado en abril al Ministerio de la Guerra (Nota: Ref. Página 203 del Corpus Documental V), le da cuenta de la campaña que el dirigió. En ese documento Trigo enumera los contratiempos vencidos, más producidos por los impedimentos de la naturaleza misma: monte espeso, escarpadas serranías y escasez de provisiones. En dicha expedición se destacaron los comandantes Faustino Flores, Diego Baca y Sánchez; los que, con sus tropas, retornaron en un estado calamitoso, sin ropas y aquejados de fiebre terciana. Bernardo Trigo tuvo que auxiliarlos con su propio dinero. Dos chiriguanos ya habían cometido varios asaltos y robos a las haciendas, aprovechando la invasión del ejército de Heredia el año anterior. En aquéllas poblaciones el general Trigo dejó un contingente de 400 soldados y decía que “las hordas salvajes” utilizaban con éxito las tácticas y recursos aprendidos de los regimientos que, desde comienzos del siglo, no cejaban en arrojarlos a zonas más aisladas de esas fincas; y aconsejaba proseguir con un plan de “ensanche de nuestros límites hasta el Paraguay”, para “reabrir los caminos y el comercio interior por los departamentos de Santa Cruz, Potosí, Chuquisaca y Cochabamba”. Esto último prueba que en aquellos años se buscaba volver al activo comercio con aquellas regiones de las épocas anteriores a la guerra de Emancipación; relaciones comerciales quizá tan florecientes como las que Tarija mantenía con Salta y Jujuy. Y termina afirmando que los chiriguanos derrotados en Ipaguazo se estaban uniendo a los que merodeaban por el Palmar, en la frontera de Cinti, y que habían robado abundante ganado, por lo cual envió unos 50 soldados al mando del comandante de San Lorenzo, Pedro José Cabero.
El 30 de enero de 1839, el Mariscal Andrés de Santa Cruz, ante las defecciones y movimientos en su contra habidos en el Perú y Bolivia; la deserción del antiguo aliado Orbegoso fue el más fuerte contraste; no tuvo más remedio que enfrentarse solo con su ejército de bolivianos y unos pocos peruanos a la invasión chilena comandada por el general Bulnes, y apoyada, no podía ser de otra manera, por su archienemigo Agustín Gamarra. En Yungay sufrió -y los bolivianos sufrimos con sus lamentables consecuencias-, una derrota que lo obligó a exiliarse, desde Arequipa al Ecuador. En Bolivia, el vicepresidente José María Velasco, el de pocas luces y a veces bonachón, hábil para las minúsculas componendas, fue el primero en traicionar descaradamente al Mariscal de Zepita.
La serie de desdichadas y desvergonzadas maniobras de baja política que sobrevinieron poco antes de Yungay e inmediatamente, también fueron diligentemente instrumentadas por Casimiro Olañeta. A la hoguera de ruindades encendida por él, arrimaron su fuegos José Ballivián, emparentado con Santa Cruz, dicho sea de paso, en La Paz, y el susodicho Velasco, en Tupiza Cabe recordar que, ya como presidente, Velasco en febrero de 1839 dio orden al Prefecto de Tarija de apresar a don Francisco Burdett O’Connor, y enviarlo engrillado a Tupiza, nada más que por seguir siendo fiel crucista. En tal circunstancia, don Felipe Echazú hizo volver su prestigio y se opuso tenazmente a tal medida, ofreciendo una fianza para evitarla.
Velasco logró una cierta adhesión de los estamentos que habían soportado los rigores de las guerras crucistas: algunos comerciantes y doctores. Convocó a una Asamblea Constituyente que comenzó a deliberar en junio de 1839. Los representantes que allí concurrieron ratificaron la decisión de quienes, mediante pronunciamientos, habían declarado presidente provisorio al general Velasco. Y esto no fue nada grato para José Ballivián, quien también logró parecidas adhesiones; con un rasgo muy característico en él, el 16 de julio se proclamó presidente. La Asamblea, mediante ley del 16, lo condenó como “rebelde, insigne traidor y fuera de la ley”. Pasó luego a reformar la Constitución, sancionado otra -la cuarta de la República- que tuvo el acierto de restringir las facultades de ejecutivo, como las señalaba la del año 1831, a más de abolir la pena de muerte, reconociendo el derecho de petición, además de restaurar las funciones de los municipios, un poco a semejanza de los viejos virreinales. Y, cómo no, declaró “traidor a la Patria” al Mariscal Santa Cruz, “indigno del nombre boliviano”, poniéndolo “fuera de la ley”. Así se enlodó al más grande republicano.
El presidente Velasco dirigió entonces una campaña para combatir al rebelde Ballivián; por lo que el presidente de la Asamblea, Mariano Serrano -el mismo de la Asamblea que dio origen a Bolivia-, asumió la presidencia provisoria por un brevísimo tiempo. Ballivián perdió el apoyo de sus amigos y corrió a exiliarse al Perú, donde gobernaba nada menos que Agustín Gamarra.
En tales instancias, Velasco se vio obligado a firmar dos tratados con el Perú, para satisfacción de Gamarra; los que, a más de onerosos, eran deshonrosos para el país. Los tratados se acordaron en 1839 y 1840. Y tales medidas les dieron a los crucistas la ocasión de reunificarse y hacer valer su acusación a Velasco y a la misma Asamblea de haber violado descaradamente la Constitución. El 1o de junio de 1841 Velasco viajó al interior del país, y en Cochabamba fue tomado preso por el general Sebastián Agreda; el héroe de Montenegro. Este se proclamó presidente interino, mientras se esperaba el retorno del Mariscal Santa Cruz y acto seguido desterró a Velasco a la Argentina.
Desde luego que estas disposiciones alarmaron a Gamarra. Valiéndose del ambicioso Ballivián, le procuró los medios para que regresara a su patria y tomara su ciudad natal La Paz. Allí algunos oficiales de sus tropas le proclamaron presidente y “Salvador”. Pero a ello se opuso Isidoro Belzu, y en un breve combate venció a Ballivián, dando al traste con sus pretensiones. Y así Bolivia vivió esos días una estrafalaria comedia protagonizada por antiguos centuriones. Entretanto Agreda había entregado la presidencia al ex vicepresidente de Santa Cruz, don Mariano Enrique Calvo. Gamarra volvió entonces a adoptar una decisión que, con igual impunidad, lo hiciera el dueño de Bolivia en 1828. Invadió al país. Y en esa dramática instancia renació desde lo más profundo de la dignidad cívica de Ballivián y Velasco, la conciencia patriótica. El segundo, reunió un ejército de 1.300 jinetes sureños, de Tarija, Sucre y Tupiza; Corrió al norte y los puso a la orden de Ballivián, a la vez que él mismo se subordinaba al general paceño. ¡Uno de sus más grandes gestos, sin duda alguna! José Ballivián apenas contaba con más o menos la mitad de soldados que los que tenía Gamarra. Pero esos 3.000 y tantos soldados y oficiales de Ballivián estaban decididos a todo.
Al dirigirse de la zona de Viacha, donde se avistaron ambos ejércitos, Ballivián dijo a los suyos: “El general Gamarra encontrará su tumba en el suelo boliviano”. Su patriotismo se despertó en tal forma que hasta se convirtió en profeta. Gamarra maniobró a su ejército desde Sica-Sica, y finalmente, el 18 de noviembre de 1841, se trabó en un desesperado combate con los bolivianos. A los 50 minutos, el ejército peruano se dio a la fuga una vez que Agustín Gamarra fue muerto en las estremecidas pampas de Ingavi.
Para los tarijeños esa batalla significó refrendar con inaudito valor sus antiguas victorias de Iruya y Montenegro, y reiterar con la sangre de los que en Ingavi cayeron su ya definitiva adhesión a Bolivia. Allí combatieron el comandante Celedonio Ávila, Camilo Moreno de Peralta, y el coronel Víctor Navajas, y otros más.

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