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(Parte III) PLÁCIDO MOLINA MOSTAJO REFUTA A ENRIQUE DE GANDÍA (Sobre migraciones y discusiones lingüísticas)

Foto-postal: Área rural de Santa Cruz

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Entradas publicadas: 

PLACIDO MOLINA REFUTA A ENRIQUE DE GANDÍA (PARTE I) 

PLÁCIDO MOLINA MOSTAJO REFUTA A ENRIQUE DE GANDÍA Y SUSTENDENCIOSOS POSTULADOS (Parte II)

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El libro escrito por Enrique de Gandía, tuvo objetivos claros, entre ellos, y creo que el principal, el de minar la moral de la nación boliviana durante y después de la Guerra. Creando un sentimiento separatista de la región de Santa Cruz.

En esta primera parte Placido Molina sostiene que las demarcaciones echas en la colonia no obedecían a fronteras entre pueblos (Ejemplo: Collas y guaraníes), a la corona española no le interesaba de donde a donde eran los dominios de cada uno de los pueblos habitantes de América, Ellos implemente trazaban las divisiones políticas de acuerdo a la facilidad de su control, o la cercanía de cierto poblado.

Sobre las significaciones o no de algunas palabras que designan lugares, pueblos o gentilicios, Molina sostiene que es irrelevante porque al final nunca podremos saber si realmente ese fue significado inicial, o como también pudo tener otra significación. Además, que no aportan nada real y concreto a la discusión real.

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«LAS MIGRACIONES GUARANIS A LOS CONTRAFUERTES ANDINOS EN LOS TIEMPOS PREHISTORICOS”

(AL CAPITULO I DE "LA HISTORIA DE SANTA CRUZ DE LA SIERRA”)

La historia de Santa Cruz como Gobernación, es distinta de la de Santa Cruz como Ciudad. La primera es compleja por la enormidad del territorio y lo diverso de las razas: aquella es una inmensa zona de las hoyas amazónica y platense, y comprende Chiquitos y Zamucos con su gran variedad de familias, Mojos (con ocho o más familias diferentes por sus lenguas) Yuracarés, Guaranís (Chiriguanos y Guarayos), etc. La segunda, sin ser enteramente unitaria, es mucho más sintética: es la historia monográfica de las ciudades de La Barranca, Santa Cruz de la Sierra, San Lorenzo el Real o de la Frontera y San Francisco Javier de Alfaro, con las fundaciones, traslaciones y refundiciones de cada una de ellas, hasta constituir todas una sola, con sus evoluciones, decadencias y avances hasta el día.

La primera sería lo que ciertos autores llaman una Historia Municipal y para caracterizarla y distinguirla de la otra, ésta podría llamarse Historia de los Crúcenos, concretándose a demostrar lo que fueron éstos y narrar las luchas para la dominación y civilización de la zona y sus diferentes razas. Esta distinción sería semejante a la que hay entre la Historia de los Romanos y la de Italia.

No es que quiera servir a la pretendida pureza absoluta de la raza, ajena al mestizaje, que han sostenido algunos y que apoya la especial conformación etnológica del «cruceño propiamente tal», y que se distingue, aun ahora, después de debatirse tres siglos en un aislamiento medioeval; sino que esa es la verdad histórica, no desmentida en grande por las mezclas ocasionales que naturalmente se han producido, porque esto como excepción, no destruye la regla, sino que la confirma. La costumbre— humanista, fraternal, cristiana— de poner el apellido del patrón al criado— cariño o gratitud al fiel sirviente— ha contribuido a confundir las razas o a adscribir a las dominadas en la dominante, perjudicando la limpieza de las genealogías; pero quitando el problema de las anarquías raciales y dando al cruceño un concepto de igualdad que le hace aspirar a nivelarse con los superiores: en Santa Cruz las sirvientes visten, viven y bailan como sus patronas, al menos si sus ganancias se lo permiten.

En este sentido la «Historia dé los Chiriguanos» (que en parte ha iniciado el Sr. Gandía), sería durante 300 años, paralela a la de sus dominadores los Crúcenos-, y la «Guerra Chiriguanos, que en parte tiene ya escrita el autor de estas disquisiciones, es la de una lucha en la que los cruceños y los chiriguanos estuvieron siempre al frente.

Esta Historia de la Guerra Chiriguana no se funda en leyendas mal comprendidas, ni en creencias interesadas como las de Garcilaso de la Vega y los que le siguen y copian, ni en noticias toma[1]das de indígenas analfabetos y de extrañas lenguas, que servían prejuicios raciales, como las que han servido para forjar e improvisar historia a las migraciones guaranís; sino a base de documentos auténticos, íntegros y verídicos.

Por tanto, si hemos de hacer la Historia de Santa Cruz de la Sierra, no tendremos que engolfarnos a la ventura en la prehistoria de los autóctonos de la Chiriguanía; sino en tanto que tengamos hechos verídicos que se relacionen con los de nuestra Ciudad objeto y sujeto de esa Historia.

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De esas migraciones guaranís verdaderas o supuestas, pocas o muchas, mal comprobadas en todo caso, y que en su mayoría resultan arrastradas por caudillos exóticos al servicio de propias y personales miras, nada se deduce para la cuestión boliviano— paraguaya, que no es un pleito de razas, sino de derechos territoriales.

En efecto, el estudio de esas migraciones, o de las que hicieron otras tribus que después de vagar vinieron a radicarse en el oriente boliviano, como los guarayos, chañes, yuracarés, etc., no tienen importancia o pertinencia en esta cuestión, por el muy sencillo y capital motivo de que las Gobernaciones de América Española se formaron y delimitaron por mandatos del Soberano, leyes supremas de entonces, de aplicación sin réplica, que al crear o modificar las jurisdicciones, no contemplaron la coincidencia de las razas y los territorios, sino las facilidades de la comunicación, las distancias o cercanías, los linderos arcifinios, los grados geográficos, las exigencias de los solicitantes de granjerias, etc.

Se trata de un derecho sui géneris como el de cualquiera de esas instituciones humanas que pue[1]den no tener cabal justificación, ahora que todo se discute; pero sí su razón de ser y su valor en el tiempo; así fué el derecho feudal, el de la soberanía de los reyes y otras reglas por las que se ha regido la humanidad civilizada.

De modo que, hablando en verdad y en derecho, poco o nada tiene que ver para la definición del litigio— diciendo que esta o aquella parte de lo disputado pertenece a tal o cual de los países con[1]tendientes— el que sean guaranís, por ejemplo, los guarayos, los chiriguanos y los itatines, cuando el criterio para las delimitaciones fijadas en el período real y que ahora se han de considerar firmes a fecha cierta, conforme al uti posidetis, no contempló en forma apreciable las cuestiones raciales.

En este sentido jamás hubo un título legal— y mucho menos hacia 1810— por el que el territorio llamado ahora el Oriente de Bolivia o la Baja Planicie, haya correspondido al Paraguay: el hecho de cruzarlo los conquistadores españoles que vinieron por vía del Paraguay-—éste tan provincia de España entonces como el Río de la Plata, Charcas o el Perú— no es título valedero en el derecho hispanoamericano. Sostener lo contrario, como pretenden “los doctores en límites» del Paraguay es, o cegarse voluntariamente o protestar contra las leyes del pasado, reglas a que el Mundo estuvo sujeto, es decir, desconocer todo criterio histórico y jurídico.

Por eso no damos mayor importancia, para esta cuestión, a los estudios faltos de conclusiones cabales y científicas ensayadas hasta aquí sobre los parentescos de las tribus del Chaco, ni a tradiciones oscuras o contradictorias sobre los antecedentes, ubicación y cronologías de tales migraciones y parentescos raciales, que si son «prehistóricos» salen del período de una seria comprobación.

Esta cuestión, pues, debe circunscribirse al período rigurosamente histórico, y esas disquisiciones con sus bases deleznables—y para afirmarlo basta ver el apoyo inicial en Garcilaso, el más fantaseador de los cronistas españoles— remitirlas a la revisión serena que ha de hacer la historia definitiva de América, sin traerlas a fortiori a servir a tesis tendenciosas en una litis jurídica de antecedentes rigurosamente históricos, es decir ampliamente comprobados.

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A conclusión análoga llegamos en las discusiones lingüísticas a que nos pretenden arrastrar. Sin duda que tiene cierta importancia para la Historia, esclarecer la etimología de un lugar, río, serranía, etc., cuando evoca hechos reales y de significación: v. g.: Samaipata, Incahuasi, Parapití, cuyas traducciones recuerdan importantes acontecimientos históricos; pero carece de valor cuando la interpretación, por no bien conocida, degenera en discusiones de palabras, y los nombres discutidos sólo suscitan ideas subalternas como la de que al des[1]cubrir un lugar se encontró en él un animal, o que abunda por ahí cierta clase de ellos o de vegetales, etc. Por ejemplo, discutir sobre si Paraguay significa «Río coronado de plumas», como creen algunos, o simplemente «Río de la parabas» (guacamayos), como sostienen otros; que si Araguay quiere decir «Río del Zorro» y por otro nombre Pilcomayo, en otro idioma «Río de Pilcos» (ciertos pájaros), es perder tiempo; puesto que de ahí no se sigue ningún esclarecimiento.

A esta última clase pertenecen las palabras Chaco, Chiriguano, y otras por el estilo; pues, sea que chiriguano signifique «guano (boñiga) frío», «muerto por el frío», «gente sucia» o «parieutes de la región fría»— conceptos más o menos prendidos en simples tradiciones— o que Chaco signifique «lugar de cacerías», «reducto para la caza» o más verosímilmente «campo rozado para las siembras», de allí no se arranca una brizna de razón a favor de los derechos contendidos.

En efecto, de allí no se deduce nada para fijar los límites de la Gobernación, Intendencia y Obispado de Santa Cruz, que en esta cuestión son los mejores por concretos y cabales: sobre los chiriguanos, que retrocedían en el hecho, se estableció el derecho de que la Cordillera que les servía de refugio, quedaba bajo el dominio inmediato de la Gobernación, el mediato de la Audiencia y el eminente del Rey ejercido por intermedio de los Gobernadores. Todo lo demás es sofisticar a ojos vista: pues siendo esta «una cuestión jurídica por sus cuatro cantos», la preferencia de uno sobre otro de esos significados (hay muchos ingeniosos y aún más los sustentados por un doctor en lingüística de la Universidad de Dorpat, en Rusia, que los creo más conformes con la fonética y etimología de las lenguas regionales), no conduce sino a alardear una sabiduría barata, inconducente.

Para demostrar a la ligera la inconsistencia de toda esa literatura, bastará considerar que algunas de esas traducciones se las remonta a Mallku Khápajh y su hijo Sinchi Rocca, que son según sugestiones de crítica inteligente, personajes mitológicos, o verdaderas «personificaciones», como los siete reyes de Roma, lucubrados por Tito Livio para servir a una tesis plagiada por Garcilaso.

Por lo demás, el nombre Chaco, el más discutido y que llena páginas enteras en los libros de los «doctores en límites», debió serle puesto a la zona por el primer viajero que desde las alturas que lo dominan y circunscriben por el oeste, lo contempló como un inmenso sembradío. Hoy que se ha hecho más boscoso, por la transformación gradual, y que se le puede contemplar desde los aviones, se le llama «el Mar o el Infierno Verde».

Creemos que esto bastará para que el lector listo y prudente comprenda— una vez por todas— lo inconducente de estas discusiones, en cuestión que, debiendo debatirse con títulos fehacientes, se la entorpece con charlas sobre mal conocidas lenguas indígenas. En el decir de nuestros campesinos orientales, eso es lo que se llama «gastar pólvora en cazar gallinazos».

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