El empleo de colector de caucho era un puesto muy humilde; a
pesar de ello, conocí a un siringuero que, después de recibir seis años de
educación en Inglaterra, se había desprendido de todas sus ropas y hábitos
europeos, volviendo allá por su propia voluntad. Un hombre, por muy culto que
sea, si ha probado una vez una existencia de extrema simplicidad, raramente
regresará a la vida artificiosa de la civilización. Nadie se da cuenta del peso
de ella, hasta que no se la ha dejado de lado. Había un hombre, que encontré en
el río Madeira, que pertenecía a la tripulación de un batelón, vida, como las
hay, terriblemente dura. Hablaba inglés y francés a la perfección; pero
prefería esta labor agotadora, con su alcohol, charque y arroz mohoso y sus
riberas arenosas por cama, a cualquier otro placer que pudiera ofrecerle una
vida más lujosa.
—Cuídense mucho en el Abuna —era el consejo que todos
parecían alegrarse dándonos—. La fiebre los matará, y, si logran escapar de
eso, se encontrarán con los indios paca-guaras. ¡Salen a las riberas y atacan a
los botes con flechas emponzoñadas!
—El otro día atacaron allí a un ingeniero alemán y mataron a
tres de sus hombres —me contó alguien. Otro confirmó la información y nos
apuntó con su dedo, diciendo:
—No hace mucho tiempo, cuarenta y ocho hombres subieron por
el río Negro, afluente del Abuna, buscando caucho. Sólo salieron dieciocho, y
uno de ellos se había vuelto completamente loco después de la terrible
experiencia.
Si hubiésemos escuchado todas estas advertencias pesimistas,
no habríamos ido a ninguna parte. Pero en esa época yo estaba comenzando a
formarme mis propias opiniones y ya no creía en todos los cuentos que me
relataban sobre los salvajes.
Fue uno de los viajes más lóbregos que yo haya efectuado,
porque el río era amenazante en su quietud, y la corriente fácil y las aguas
profundas parecían prometer futuros males. Los demonios de los ríos amazónicos
se habían expatriado, manifestando su presencia en cielos bajos, lluvias
torrenciales y sombrías masas de selva.
Antes de llegar a la confluencia del Rapirrar, nos detuvimos
en la barraca de un indio tumupasa llamado Medina, que había hecho fortuna con
el caucho. En este inmundo lugar, Medina tenía una Hija que era una de las
indias rubias más hermosas que he visto: alta, de rasgos delicados, pequeñas
manos y una masa de cabello rubio y sedoso. Suficientemente hermosa como para
adornar una corte real, esta niña espléndida estaba destinada al harén del
administrador de Santa Rosa y a languidecer como quinto miembro del serrallo de
este francés emprendedor. Le tomé algunas fotografías; pero, junto con todas
las del Abuna, exceptuando unas pocas desarrolladas en Santa Rosa, fueron
destruidas por la constante humedad.
En este río se encuentra un pájaro llamado hornero, que se
construye una residencia disimulada en las ramas, techada don barro, justamente
sobre el nivel de las aguas altas. Otro pájaro, llamado tavachi, trata —como el
cucú— de usurpar este nido cuando puede, y el hornero, al encontrar invadido su
hogar, tapia al intruso con fango, dejándolo perecer miserablemente en una
tumba sellada. La naturaleza tiene razones para todo, pero nunca pude
desentrañar el sentido de este genio destructor, ni tampoco comprendo por qué
el instinto del tavachi no le advierte de esta muerte casi inminente.
Aquí también se ve al bufeo, mamífero de la especie manatí,
casi humano en apariencia, con pechos prominentes. Sigue a los botes y a las
canoas como las marsopas a los buques en el mar, y dicen que tiene excelente
carne; pero nunca tuve éxito en pescar uno y comprobar la verdad de este dicho.
No es desvalido ni inofensivo, pues ataca y mata a un cocodrilo.
— ¿Vende usted algo?
Esa era la pregunta que nos hacían en todos los centros por
donde pasábamos. Cuando los sirios subieron por este río en sus embarcaciones,
sus viajes les deben haber resultado extraordinariamente provechosos.
Nos deslizábamos fácilmente en la lenta corriente, no muy
lejos de la confluencia del río Negro, cuando casi debajo del casco del igarité
apareció una cabeza triangular y varios pies de un cuerpo ondulado. Era una
anaconda gigante. Yo me lancé a buscar mi rifle, mientras el animal empezaba a
reptar por la orilla y, sin apuntar casi, le disparé una bala en la espina
dorsal, a diez pies más abajo de su horrible cabeza. Inmediatamente hubo un
remolino de espuma y se escucharon algunos golpes terribles contra la quilla de
la embarcación, como si hubiésemos tropezado con un tronco sumergido.
Con gran dificultad persuadí a la tripulación india para que
atracase a la orilla. Estaban tan atemorizados, que se les veía el blanco de
sus ojos saltones; en el momento de disparar había escuchado sus voces
aterrorizadas rogándome no hacer fuego, porque el monstruo destruiría la
embarcación matando a todos a bordo, pues estas bestias no sólo embisten contra
las naves cuando están heridas, sino que hay peligro de que ataque también el
compañero.
Bajamos a tierra, aproximándonos al reptil con precaución.
Estaba fuera de combate; pero los estremecimientos recorrían su cuerpo así como
el viento levanta las aguas de un lago montañoso. Por lo que pudimos medir,
tenía alrededor de cuarenta y cinco pies fuera del agua, más diecisiete pies en
el interior de la corriente, lo que hacía un largo total de sesenta y dos pies.
Su cuerpo no era grueso para una longitud tan colosal —no más de doce pulgadas
de diámetro—, pero probablemente había pasado largo tiempo sin alimento. Traté
de cortar un trozo de su piel, pero la alimaña no estaba muerta como creíamos y
nos aterrorizaron sus repentinos sacudimientos. Un olor penetrante y fétido
emanaba de la serpiente; tal vez era su aliento, del cual se cree que tiene un
efecto entorpecedor, que atrae primero y después paraliza a su víctima. Todo es
repulsivo en este reptil.
Posiblemente no sean comunes estos especímenes tan largos;
pero hay rastros en los pantanos que alcanzan una anchura de seis pies y
confirman los relatos de los indios y de los colectores de caucho, que dicen
que la anaconda alcanza, a veces, tamaños increíbles, sobrepasando en mucho al
ejemplar muerto por mí(1). La Comisión-Limítrofe brasileña me contó que ellos
habían dado muerte a una anaconda en el río Paraguay ¡de más de ochenta pies de
largo! En las cuencas del Araguaya y del Tocantíns existe una variedad negra
conocida como dormidera, debido al ruidoso sonido que emite, semejante a un
ronquido. Dicen que alcanza un tamaño gigantesco, pero jamás pude ver una.
Estos reptiles viven principalmente en las marismas, pues, a diferencia de los
ríos, que a menudo se transforman en meras zanjas de barro durante la estación
seca, las marismas permanecen siempre inalterables. Aventurarse penetrando en
los lugares frecuentados por las anacondas es hacer burla de la muerte.
Este río nos tenía reservada gran agitación. Habíamos dado
muerte a algunos marimonos —monos negros—, para tener reservas de alimentos, y
suspendimos sus cuerpos en las altas ramas de un árbol para mantenerlos a
salvo, cuando acampamos. A medianoche me despertó un golpe bajo la hamaca, como
si un cuerpo pesado se hubiese deslizado por debajo; al atisbar hacia fuera, vi
a la luz de la luna la silueta de un enorme jaguar. Había venido atraído por la
carne de mono y no se interesaba en mi persona; pero en todo caso habría sido
temerario disparar en esa luz incierta, pues un jaguar herido se transforma en
algo terrible cuando está en lugar demasiado estrecho. Observé cómo la bestia
se' levantaba en sus patas posteriores y le daba de zarpazos a uno de los cuerpos
colgados. En el momento en que iba a apoderarse de lo que buscaba, lo asustó el
ruido de mi hamaca; se volvió con un gruñido, mostró los dientes, y después se
alejó tan silenciosamente como una sombra.
En grandes extensiones del río no se veía otra cosa que
árboles de palo santo, ante cuya vecindad la selva, por así decirlo, recoge los
bordes de su vestimenta. Es imposible equivocarse, porque allí se levantan como
leprosos, mientras alrededor de ellos el suelo está absolutamente vacío de
vegetación. Una noche Dan estaba tan cansado de buscar campamento, que colgó su
hamaca entre dos de estos árboles y se acostó sin darse cuenta de lo que había
hecho. A medianoche nos sacaron de nuestras hamacas unos gritos que hacían
coagularse la sangre en las venas y que nos hicieron coger los rifles, creyendo
que se trataba de un ataque de los salvajes. Aun medio inconscientes por el
sueño, casi sentíamos las flechas emponzoñadas que penetraban en nuestro cuerpo
sin protección y creíamos ver formas obscuras saliendo de los matorrales, en el
perímetro del campamento. Después nuestros ojos contemplaron a Dan que corría
como demente hacia el río, gritando a medida que avanzaba. ¡Se escuchó una
zambullida y los lamentos disminuyeron! Satisfechos al saber que los indios no
nos atacaban, seguimos a Dan hasta la ribera del río para inquirir el motivo
del bullicio. Legiones de hormigas se habían deslizado por las cuerdas de la
hamaca.
Desde los dos palos santos, cubriéndolo de pies a cabeza y
le enterraron sus mandíbulas venenosas en cada centímetro de su persona.
Chorreando agua, se subió a una canoa y allí pasó el resto de la noche
sacándose los insectos del cuerpo. Al día siguiente tuvimos gran trabajo en
retirar la hamaca y dejarla libre de hormigas.
— ¡Salvajes!
El grito fue proferido por Willis, que estaba en la cubierta
observando la llegada al rápido Tambaqui. Dan y yo salimos de la lona y miramos
en la dirección que el negro señalaba. Algunos indios se encontraban parados en
la ribera, con los cuerpos íntegramente pintados con el jugo rojo del urucu,
semilla común en la selva. Sus orejas tenían lóbulos colgantes y sus narices
estaban atravesadas de parte a parte con plumas de ave, aunque no llevaban
aderezo de plumas en torno a sus cabezas. Era la primera vez que veía a esa
gente y pensé que eran karapunas.
—Nos detendremos y trabaremos amistad con ellos — dije; pero
antes de que pudiese dar la orden de acercarnos a la ribera, nuestra
tripulación india descubrió a los salvajes. Hubo gritos dé alarma y los remos
se movieron frenéticamente.
Se escucharon gritos de los salvajes, y en seguida, alzando
sus grandes arcos, dispararon algunas flechas en nuestra dirección. No pudimos
verlas volar, pero una de ellas se incrustó con ruido terrible en el costado de
la embarcación, que tenía un espesor de una pulgada y media, y su punta
atravesó también el otro costado del bote. Me dejó atónito la fuerza con que
fue disparada esa flecha y si no lo hubiese visto por mis propios ojos, jamás
habría creído en su poder de penetración. ¡Si un rifle apenas es capaz de
superarla!
La costumbre de estos indios era salir a la ribera en número
de doscientos o trescientos y dar una ―calurosa‖ recepción a las embarcaciones
que pasaban. El centro del río estaba a su alcance por ambos lados, de manera
que no había posibilidad de salir ileso. En otro río supe de un barco que fue
atacado en forma similar. Una flecha traspasó a un inglés en ambos brazos y en
el pecho, clavándolo en cubierta con tal fuerza que costó mucho libertarlo.
El igarité se deslizaba por el agua a tal velocidad, que muy
pronto llegamos hasta el rápido Tambaqui, donde nos precipitamos sin
contratiempos; la tripulación aun remaba furiosamente por temor a más flechas.
No era un rápido muy formidable, y en ningún caso tan malo como el siguiente,
el Fortaleza, que tenía una caída de diez pies y cuyo solo sonido inspiraba
temor. El agua azotaba con furia formando una ráfaga de espuma sobre un
afloramiento del mismo granito que se encuentra en el Madeira y en todos los ríos
al oriente de esta corriente, entre los ocho y diez grados latitud sur, y cuyo
significado vine a reconocer más tarde, cuando estudié la geología del antiguo
continente. La embarcación no podía bajar por esta cascada; tuvimos que sacarla
del agua, transportándola por tierra en rodillos fabricados con troncos de
árboles, labor ésta que nos dejó casi exhaustos, ¡tan escasos de mano de obra
estábamos!
En la ribera yacía el cuerpo medio seco de una anaconda
muerta, cuyo cuero tenía cerca de una pulgada de grosor. Posiblemente, cuando
estuviera completamente seco, se reduciría a menos que esto, pero aun así, el
hermoso y duro cuero igualaría en calidad al del tapir.
Referencias:
1 ¡Cuando se habló de esta serpiente en Londres se dijo que
mi padre era un mentiroso a carta cabal!
Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison
Fawcett.
Descripción de la Imagen: Campamento nocturno, Bolivia,
1907. Artista Percy Harrison Fawcett. (Foto de la Royal Geographical Society.
// Getty Images)
No hay comentarios:
Publicar un comentario