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PERCY HARRISON FAWCETT RELATA LA BARBARIE VIVIDA DURANTE AUGE CAUCHERO EN BOLIVIA (Parte XIV)

 


Un abultado correo me esperaba en Riberalta, y dejé de lado todos los otros pensamientos para leer las gratas nuevas de la patria, anheladas desde hacía tanto tiempo. Había periódicos, comunicaciones oficiales y — lo más importante de todo— instrucciones para posponer expediciones ulteriores, a causa de dificultades financieras. Me regocijé con esto, porque fuera de haber tenido martirio suficiente para un buen tiempo, debía completar mapas, redactar informes y dar los toques finales al esquema exigido para el ferrocarril de trocha angosta de Cobija. Riberalta necesitaba un dique flotante; me pidieron que lo planeara y estudiara el presupuesto correspondiente. No tuve objeciones para quedarme aquí, ya que había mucho que hacer y me pagaban por el trabajo. Lo único que no podía soportar era la inactividad.

No era probable que, por un tiempo al menos, hubiera embarcaciones para ir a Rurenabaque, pues la lancha gubernamental, “Tahuamanu”, quedó por fin en un estado imposible de reparar y la habían varado en algún sitio río arriba. Con la perspectiva de una estada indefinida en Riberalta, Daniel se puso su terno de xapury y se fue de parranda. En cuanto a Willis, sus excesos en la bebida ya lo habían fondeado en la cárcel. Su libertad se debió exclusivamente a sobornos de funcionarios venales. Me demostró su gratitud abandonándome, para establecerse por su cuenta como vendedor de licores en una cabaña *de los arrabales de la ciudad, donde su propia debilidad podía ser satisfecha a expensas de otros adeptos. Feo, el penúltimo de mis indios, murió.

A pesar de la fuerza privada de traficantes de esclavos que había en el Madre de Dios, los indios estaban produciendo dificultades, y fué en realidad en ese mismo río donde un indio sometido mató con un hacha al administrador de la barraca Maravillas, destino a que seguramente se había hecho acreedor. Los pacaguaras tenían una reputación más negra que la que realmente merecían; pero, por regla general, no perdían oportunidad para hacer todo el daño que podían. Durante un viaje a la desembocadura del Orton, con el propietario boliviano de una pequeña propiedad cauchera, me encontré con algunos de ellos en la selva, y me parecieron bastante inofensivos cuando, por fin, adquirieron la confianza suficiente para dejarse ver. Fueron localizados por los indios de nuestro grupo, que los olieron, pues los aborígenes tienen un olfato tan aguzado como el de un sabueso. Era obvio que pertenecían a los indígenas más degenerados; eran gente pequeña, muy morena, con enormes discos en sus orejas colgantes y palos atravesados en sus labios inferiores. Nos trajeron regalos de caza, considerando que cualquiera otra actividad que no fuera la cacería estaba por debajo de su dignidad. Degenerados o no, asociaban a todos los indios civilizados con las expediciones para buscar esclavos, tan frecuentemente practicadas en sus poblados, y no querían tratos con ellos.

Hay tres clases de indios. Los primeros son dóciles y miserables, fácilmente domeñados; los segundos, caníbales peligrosos y repulsivos, raramente vistos; los terceros forman un ' pueblo robusto y hermoso, que deben tener un origen civilizado y a los que rara vez se encuentra, porque evitan la cercanía de los ríos navegables. Este es un tópico que pretendo tratar detenidamente en capítulos posteriores, pues se eslabona con la remota historia del continente.

La corrupción y la ineficacia estaban a la orden del día en Riberalta. Se había designado a un nuevo juez, que también era el carnicero oficial, negocio éste altamente productivo pues muy pocos podían evitar de transformarse en sus clientes. El soldado de los dos mil latigazos, a quien habían dejado con los huesos a la vista, para que pereciera, había sanado y se encontraba muy satisfecho de su condena. Estaba enormemente gordo —resultado general, según me dijeron, de tales flagelaciones, siempre que la víctima sobreviva— y no mostraba irregularidades al caminar, pese al hecho de que le habían cortado las nalgas.

—¡Llegó el ganado!

Fué un peón el que gritó estas palabras, mientras estaba en la ribera del río, observando la llegada de los batelones. Miré hacia donde indicaba, esperando ver animales de las planicies de Mojos que iban al matadero de nuestro juez-carnicero; pero en vez de eso percibí un cargamento humano. El propietario de una barraca de Madre de Dios se encontraba en la primera embarcación, y, una vez que llegó a tierra, se dedicó a vigilar a sus mayordomos, armados con látigos formidables, que conducían hacia la playa a un piño de treinta personas de tez más o menos blanca, de Santa Cruz, cuya expresión de miseria abyecta mostraba demasiado claramente que se daban cuenta exacta de la terrible categoría que ocupaban en la escala social. No sólo había hombres en ese extenuado grupo, sino también mujeres.

—¿Qué son? —Pregunté a un funcionario de la aduana boliviana—. ¿Esclavos?

—Por supuesto. —Me miró, sorprendido de mi estúpida pregunta.

—¿Quiere decir que esa desgraciada gente ha llegado hasta aquí para ser vendida?

—¡Oh no, señor! Sólo los indios de la selva se venden públicamente. Este ganado se negocia por el valor de sus deudas; todos son deudores, y el monto de ella es el valor mercantil de sus cuerpos. Es una transacción privada, usted comprenderá; pero el que desea un hombre o una mujer puede obtenerlo si está dispuesto a pagar el precio.

¿Sucedía esto en 1907, o el tiempo había retrocedido en mil años?

“Sólo los indios de la selva se venden en pública subasta.”

La brutalidad revelada por esta actitud enfurecía al gobierno boliviano, tanto más porque era incapaz de hacerla cesar, y enfurecía también a toda la gente de mente recta. Antes de mi regreso a Riberalta ocurrió un caso típico de los “depravados salvajes” esclavizadores, extraídos de la escoria de Europa y América Latina.

Una expedición en busca de esclavos llegó hasta una aldea de los toromonas, gente muy inteligente y nada difícil de tratar. Al jefe no le gustaron sus visitantes; pero, de todas maneras, ordenó a su esposa que trajese chicha en señal de amistad. El cabecilla de los traficantes, temiendo ser envenenado, insistió en que el jefe indio bebiese primero, lo que éste hizo, y mientras estaba parado con la vasija levantada lo abatió una bala, muriendo instantáneamente. Comenzó en el acto la cacería de esclavos y los sobrevivientes fueron llevados al Beni. Una mujer que tenía un niño recién nacido fue herida en el tobillo e imposibilitada para caminar; fue arrastrada hasta el río, para ser remolcada corriente abajo en una balsa, detrás de la lancha. Cuando el grupo de la embarcación se cansó de esto, la dejaron al garete, para que alcanzara la orilla como pudiera. Los perpetradores de esta espeluznante aventura se jactaron abiertamente de sus actos, orgullosos de su “victoria”. ¡Contaron cómo habían cogido a los niños de los pies, azotándolos contra los árboles hasta matarlos! No hay la menor duda de la autenticidad de estas atrocidades, ni existe tampoco la menor exageración de mi parte. ¡Ojalá que así fuese! Llamar "bestias" a estos demonios constituye un insulto a los irracionales, que no están dotados con la maldad humana. Si hubiesen estado avergonzados de sus actos, habrían dado como excusa la muerte de algunos esclavizadores en una apartada aldea, a consecuencia de beber chicha envenenada. Lejos de eso, ellos veían en ese caso motivo para una venganza, ¡y qué venganza!

Muchos de los indios a los cuales se les ha inculcado civilización son inteligentes y de gran habilidad manual. En algunas misiones les han enseñado oficios, y se desenvuelven muy bien; aprenden idiomas rápidamente, pues son de naturaleza imitativa; pero muy pronto degeneran física y moral-mente.

Algunas veces se daba vuelta la rueda de la fortuna. No hace mucho tiempo, una firma envió una expedición desde Riberalta a buscar esclavos a la selva. Encontraron después a los traficantes cortados en pequeños trozos, flotando río aba jo en una gran canoa hueca. De otra expedición al Guaporé regresó sólo un hombre, completamente loco, ¡royendo la carne descompuesta de un fémur humano! Es bueno saber que estos brutos obtienen a veces lo que se merecen. Yo no les tengo la menor simpatía.


Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

Descripción de la imagen: Choza nativa, Bolivia, 1907. Artista Percy Harrison Fawcett. (Foto Royal Geographical Society // Getty Images)

 

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