Un abultado correo me esperaba en Riberalta, y dejé de lado
todos los otros pensamientos para leer las gratas nuevas de la patria,
anheladas desde hacía tanto tiempo. Había periódicos, comunicaciones oficiales
y — lo más importante de todo— instrucciones para posponer expediciones
ulteriores, a causa de dificultades financieras. Me regocijé con esto, porque
fuera de haber tenido martirio suficiente para un buen tiempo, debía completar
mapas, redactar informes y dar los toques finales al esquema exigido para el
ferrocarril de trocha angosta de Cobija. Riberalta necesitaba un dique
flotante; me pidieron que lo planeara y estudiara el presupuesto
correspondiente. No tuve objeciones para quedarme aquí, ya que había mucho que
hacer y me pagaban por el trabajo. Lo único que no podía soportar era la
inactividad.
No era probable que, por un tiempo al menos, hubiera
embarcaciones para ir a Rurenabaque, pues la lancha gubernamental, “Tahuamanu”,
quedó por fin en un estado imposible de reparar y la habían varado en algún
sitio río arriba. Con la perspectiva de una estada indefinida en Riberalta,
Daniel se puso su terno de xapury y se fue de parranda. En cuanto a Willis, sus
excesos en la bebida ya lo habían fondeado en la cárcel. Su libertad se debió
exclusivamente a sobornos de funcionarios venales. Me demostró su gratitud
abandonándome, para establecerse por su cuenta como vendedor de licores en una
cabaña *de los arrabales de la ciudad, donde su propia debilidad podía ser
satisfecha a expensas de otros adeptos. Feo, el penúltimo de mis indios, murió.
A pesar de la fuerza privada de traficantes de esclavos que
había en el Madre de Dios, los indios estaban produciendo dificultades, y fué
en realidad en ese mismo río donde un indio sometido mató con un hacha al
administrador de la barraca Maravillas, destino a que seguramente se había
hecho acreedor. Los pacaguaras tenían una reputación más negra que la que
realmente merecían; pero, por regla general, no perdían oportunidad para hacer
todo el daño que podían. Durante un viaje a la desembocadura del Orton, con el
propietario boliviano de una pequeña propiedad cauchera, me encontré con
algunos de ellos en la selva, y me parecieron bastante inofensivos cuando, por
fin, adquirieron la confianza suficiente para dejarse ver. Fueron localizados
por los indios de nuestro grupo, que los olieron, pues los aborígenes tienen un
olfato tan aguzado como el de un sabueso. Era obvio que pertenecían a los
indígenas más degenerados; eran gente pequeña, muy morena, con enormes discos
en sus orejas colgantes y palos atravesados en sus labios inferiores. Nos
trajeron regalos de caza, considerando que cualquiera otra actividad que no
fuera la cacería estaba por debajo de su dignidad. Degenerados o no, asociaban
a todos los indios civilizados con las expediciones para buscar esclavos, tan
frecuentemente practicadas en sus poblados, y no querían tratos con ellos.
Hay tres clases de indios. Los primeros son dóciles y
miserables, fácilmente domeñados; los segundos, caníbales peligrosos y
repulsivos, raramente vistos; los terceros forman un ' pueblo robusto y
hermoso, que deben tener un origen civilizado y a los que rara vez se
encuentra, porque evitan la cercanía de los ríos navegables. Este es un tópico
que pretendo tratar detenidamente en capítulos posteriores, pues se eslabona
con la remota historia del continente.
La corrupción y la ineficacia estaban a la orden del día en
Riberalta. Se había designado a un nuevo juez, que también era el carnicero
oficial, negocio éste altamente productivo pues muy pocos podían evitar de
transformarse en sus clientes. El soldado de los dos mil latigazos, a quien
habían dejado con los huesos a la vista, para que pereciera, había sanado y se
encontraba muy satisfecho de su condena. Estaba enormemente gordo —resultado
general, según me dijeron, de tales flagelaciones, siempre que la víctima
sobreviva— y no mostraba irregularidades al caminar, pese al hecho de que le
habían cortado las nalgas.
—¡Llegó el ganado!
Fué un peón el que gritó estas palabras, mientras estaba en
la ribera del río, observando la llegada de los batelones. Miré hacia donde
indicaba, esperando ver animales de las planicies de Mojos que iban al matadero
de nuestro juez-carnicero; pero en vez de eso percibí un cargamento humano. El
propietario de una barraca de Madre de Dios se encontraba en la primera
embarcación, y, una vez que llegó a tierra, se dedicó a vigilar a sus
mayordomos, armados con látigos formidables, que conducían hacia la playa a un
piño de treinta personas de tez más o menos blanca, de Santa Cruz, cuya
expresión de miseria abyecta mostraba demasiado claramente que se daban cuenta
exacta de la terrible categoría que ocupaban en la escala social. No sólo había
hombres en ese extenuado grupo, sino también mujeres.
—¿Qué son? —Pregunté a un funcionario de la aduana
boliviana—. ¿Esclavos?
—Por supuesto. —Me miró, sorprendido de mi estúpida
pregunta.
—¿Quiere decir que esa desgraciada gente ha llegado hasta
aquí para ser vendida?
—¡Oh no, señor! Sólo los indios de la selva se venden
públicamente. Este ganado se negocia por el valor de sus deudas; todos son
deudores, y el monto de ella es el valor mercantil de sus cuerpos. Es una
transacción privada, usted comprenderá; pero el que desea un hombre o una mujer
puede obtenerlo si está dispuesto a pagar el precio.
¿Sucedía esto en 1907, o el tiempo había retrocedido en mil
años?
“Sólo los indios de la selva se venden en pública subasta.”
La brutalidad revelada por esta actitud enfurecía al
gobierno boliviano, tanto más porque era incapaz de hacerla cesar, y enfurecía
también a toda la gente de mente recta. Antes de mi regreso a Riberalta ocurrió
un caso típico de los “depravados salvajes” esclavizadores, extraídos de la
escoria de Europa y América Latina.
Una expedición en busca de esclavos llegó hasta una aldea de
los toromonas, gente muy inteligente y nada difícil de tratar. Al jefe no le
gustaron sus visitantes; pero, de todas maneras, ordenó a su esposa que trajese
chicha en señal de amistad. El cabecilla de los traficantes, temiendo ser
envenenado, insistió en que el jefe indio bebiese primero, lo que éste hizo, y
mientras estaba parado con la vasija levantada lo abatió una bala, muriendo
instantáneamente. Comenzó en el acto la cacería de esclavos y los
sobrevivientes fueron llevados al Beni. Una mujer que tenía un niño recién
nacido fue herida en el tobillo e imposibilitada para caminar; fue arrastrada
hasta el río, para ser remolcada corriente abajo en una balsa, detrás de la
lancha. Cuando el grupo de la embarcación se cansó de esto, la dejaron al
garete, para que alcanzara la orilla como pudiera. Los perpetradores de esta
espeluznante aventura se jactaron abiertamente de sus actos, orgullosos de su
“victoria”. ¡Contaron cómo habían cogido a los niños de los pies, azotándolos
contra los árboles hasta matarlos! No hay la menor duda de la autenticidad de
estas atrocidades, ni existe tampoco la menor exageración de mi parte. ¡Ojalá
que así fuese! Llamar "bestias" a estos demonios constituye un insulto
a los irracionales, que no están dotados con la maldad humana. Si hubiesen
estado avergonzados de sus actos, habrían dado como excusa la muerte de algunos
esclavizadores en una apartada aldea, a consecuencia de beber chicha
envenenada. Lejos de eso, ellos veían en ese caso motivo para una venganza, ¡y
qué venganza!
Muchos de los indios a los cuales se les ha inculcado
civilización son inteligentes y de gran habilidad manual. En algunas misiones
les han enseñado oficios, y se desenvuelven muy bien; aprenden idiomas
rápidamente, pues son de naturaleza imitativa; pero muy pronto degeneran física
y moral-mente.
Algunas veces se daba vuelta la rueda de la fortuna. No hace
mucho tiempo, una firma envió una expedición desde Riberalta a buscar esclavos
a la selva. Encontraron después a los traficantes cortados en pequeños trozos,
flotando río aba jo en una gran canoa hueca. De otra expedición al Guaporé
regresó sólo un hombre, completamente loco, ¡royendo la carne descompuesta de
un fémur humano! Es bueno saber que estos brutos obtienen a veces lo que se
merecen. Yo no les tengo la menor simpatía.
Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison
Fawcett.
Descripción de la imagen: Choza nativa, Bolivia, 1907.
Artista Percy Harrison Fawcett. (Foto Royal Geographical Society // Getty
Images)
No hay comentarios:
Publicar un comentario