El batelon se deslizaba por un recodo boscoso del río,
cuando sentí a proa un repentino grito de sorpresa de los hombres. Levanté la
vista. En la orilla, a menos de doscientas yardas frente a nosotros, vi un
vapor transatlántico.
—Salgan ligero —grité a Dan y Chalmers, que conversaban
dentro del refugio del batelón—. Hay algo aquí que ustedes no ven a menudo.
Se arrastraron sobre cubierta y. se pusieron de pie junto a
mí, boqueando de asombro.
Era un pequeño buque —que desplazaba tal vez unas mil
toneladas—, pero en ese momento de encuentro inesperado parecía más poderoso
que el “Mauritania”, mayor que el “Olympic”. Apenas podíamos creer a nuestros
ojos. Parecía increíble que hubiésemos encontrado un verdadero vapor del otro
lado del mundo aquí, en el corazón del continente, encerrado por la selva
exuberante, separada del océano en un costado por la elevadísima cordillera, y
en el otro, por mil seiscientas millas de río. Su casco negro y su obra muerta
de un amarillo sucio estaban rayados con moho; la cubierta sobresalía bien ocho
pies sobre la superficie del agua; su chimenea negra, alta y esbelta no tenía
humo, pero sobre ella la atmósfera' vibraba con los gases de las calderas
encendidas, y la embarcación se ladeaba ligeramente hacia la costa, de manera
que los vertellos de sus mástiles romos se juntaban casi con el espeso follaje
de los árboles marginales de la selva.
Mientras nos deslizábamos vi el nombre "Antonina"
en desvaídas letras en su proa. Un camarero salió a cubierta bajo el puente,
vació un balde de aguas servidas por la borda y enderezó su figura medio
desnuda para contemplarnos; era un hombre pequeño, con un mechón pelirrojo y
hombros estrechos y oprimidos. Nadie más apareció, ni se veía actividad a
bordo; pero era la hora en que los europeos almuerzan. Sucias velas estaban
extendidas sobre los ventiladores del alto cuarto de las calderas, y por los
escotillones abiertos sobresalían los vertederos de aire. En la bovedilla del
barco aparecía otra vez el nombre “Antonina, Hamburg”, y una paleta de su única
hélice se veía debajo.
—Hey —exclamó Dan—. ¿Qué tal si subiéramos a bordo a beber
una cerveza? ¡Deben tener verdadera cerveza alemana, fresca, de barril!
Era demasiado tarde. La corriente ya nos había arrastrado y
resultaba muy difícil retroceder. ¡Debíamos haber pensado eso antes, en vez de
quedarnos como tontos mirando la embarcación ¡
—Me pregunto lo que hará aquí —murmuró Chalmers.
—Caucho —dijo Dan—. Viene a cargar caucho. Probablemente
trajo maquinarias y mercaderías. ¡Imagínense lo que es traer un barco hasta acá
mismo!
Eso era lo que me dejaba atónito. Ocasionalmente se veían
vapores en el Madeira; pero nadie esperaba encontrar alguno en el Acre. Su
presencia allí probaba que el río era navegable, hasta ese punto por lo menos.
Estábamos algunas millas río abajo de Xapury, la aldea
brasileña más austral del Acre. Después de abandonar Cobija, entramos en
territorio brasileño, e inmediatamente se notó un cambio apreciable, pues las
barracas eran florecientes; las casas, bien construidas, y los dueños
demostraban, prosperidad. Después de Cobija, Xapury parecía un sitio de lujo,
porque se jactaba de tener un hotel que cobraba catorce chelines al día, lo que
no era caro, si se consideran los precios que regían en el río.
Tal como en las aldeas bolivianas, en Xapury abundaban el
licor y las enfermedades. Aquí se congregaban los “villanos” del Acre para
alegrarse; de manera que la ciudad estaba frecuentemente “calurosa” en más de
un sentido. Dan era el petimetre de nuestro grupo, y la paga que recibió en
Cobija la gastó en un terno nuevo, una cadena dorada de reloj y un par de
feísimas botas amarillas con tacones altos y con elásticos a los costados. No
sé cómo escapó de las garras de los ―rufianes‖, que formaban un grupo malvado,
capaz de cualquier cosa, y creo que alguna payasada a costa de Dan les hubiera
entretenido una o dos horas. Estas aldeas ribereñas atraen a los peores
aventureros de Brasil. Los rufianes locales irrumpían en los centros, robando
el caucho y arrancando con él antes de que los siringueros notasen su pérdida.
Les era fácil venderlo mandándolo río abajo. Siendo hábiles tiradores y
cuchilleros, listos siempre a usar sus armas sin la menor vacilación, no había
hombre corriente que se atreviera a mezclarse con ellos.
La vista de un barco fue una ojeada refrescante de
civilización; pero nuestros estimulados espíritus pronto volvieron a decaer
cuando arribamos a las barracas, a lo largo del río. En una de éstas había una
mortalidad del veinticinco por ciento del personal anualmente.
En otra, todas las muías murieron a causa de una enfermedad
imprecisa, ¡o quizá fue por una indigestión de periódicos! El alcohol era la
causa de la mayoría de las dolencias humanas.
Empreza, otro poblado brasileño, era aún peor que Xapury;
pero allí sólo nos detuvimos para recoger al coronel Plácido de Castro,
gobernador de Acre, que nos acompañó hasta su barraca Capatara. Gracias a él
pudimos obtener en Catapara muías para el viaje por tierra hasta Abuna. Su
hospitalidad y amena conversación aumentan más nuestra deuda de gratitud. Los
afluentes superiores del Abuna tenían que ser explorados y trazados, pues eran
extremadamente importantes m las disposiciones fronterizas.
Nos detuvimos, en un lugar llamado Campo Central para buscar
las fuentes de ciertos ríos y encontrar su posición. Mientras efectuábamos
nuestro trabajo llegamos hasta enormes claros circulares, de una milla o más de
diámetro, los que eran la antigua ubicación de aldeas de los indios apurinas,
abandonadas hacía pocos años. Unos pocos de estos indios vivían aún en otro
lugar llamado Gavión y otros bastante afortunados, que lograron escapar de las
expediciones negreras, huyeron hacia el norte, introduciéndose algunas leguas
en la selva, donde trabaron amistad con colectores de caucho y rápidamente
decayeron bajo la influencia del alcohol. Eran gente muy miserable,
extremadamente pequeños e inofensivos en apariencia. Enterraban a sus muertos
en posición sentada, y nos encontramos con tumbas por doquiera en los claros.
El pequeño grupo de Gavión se había sometido a la
civilización y parecían muy contentos, exceptuando el temor que sentían por un
mal espíritu llamado Kurampura. La mala suerte en la caza se atribuía a Kurampura,
lo que les hacía buscar el apaciguamiento del dios atando un hombre al tronco
de un palo santo, a manera de sacrificio. El palo santo es una de las pestes
más comunes en las selvas sudamericanas. De madera blanda y liviana, se
encuentra generalmente en las orillas de los ríos, y es el alojamiento favorito
de la hormiga brasileña, un insecto dañino, de una picada extremadamente dolo-
rosa. Toqúese el árbol y ejércitos de estas hormigas saldrán de los agujeros
ansiosos de atacar, aun dejándose caer desde las ramas sobre el transgresor.
Debe ser una agonía indescriptible estar atado al árbol por un par de horas;
sin embargo, ésa es la costumbre de los indios, y he conocido a blancos
depravados en estos lugares que empleaban esta misma forma de tortura. Como
muchos otros insectos venenosos, la hormiga ataca de preferencia el cuello del
hombre; sólo las avispas parecen preferir los ojos. El palo santo no tiene
ramas en la parte inferior del tronco y en un radio de algunas yardas no crecen
en su contorno ni una hoja ni una brizna de pasto.
Tuve una escapada milagrosa cerca de Gavión. Había en el
sendero una serie de profundos canales atravesados por leños toscamente
desbastados. En tiempo húmedo, las muías prefieren caminar por el madero de la
orilla, pues parece menos resbaladizo; por lo tanto, esos maderos son los más
gastados y parecen más peligrosos. Yo estaba francamente nervioso, pero me
consolaba a mí mismo con el pensamiento de que, por instinto o por hábito, la
mula sabría mejor que yo lo que estaba haciendo. Al atravesar por una de estas
corrientes de escarpadas orillas se quebró el leño por donde avanzaba mi mula y
nos caímos, hundiéndonos en el agua con un tremendo chapoteo. Quedé aplastado
debajo del animal, cuyo peso me empujó dentro del fangoso lecho del río. Si el
fondo hubiese sido duro, no habría quedado un solo hueso sano en mi cuerpo,
pues la mula luchaba y pateaba frenéticamente en sus esfuerzos por levantarse;
consiguió hacerlo cuando ya se había escapado todo el aire de mis doloridos pulmones,
y me las arreglé para sacar la cabeza fuera del agua en el momento preciso. La
caída pudo ser mortal; pero, fuera de la zambullida, no recibí daño alguno.
Los accidentes siempre ocurren súbitamente. Uno de nuestros
indios, por pura travesura, dejó a medio cortar un árbol, y esa noche cayó
sobre nuestro dormido campamento con terrorífico estrépito. Nadie resultó
herido; pero los toldos de las hamacas quedaron reducidos a tiras y se cortaron
los tirantes de las cuerdas. Legiones de hormigas negras, pequeñas y muy
agresivas, se arrojaron sobre nosotros desde las ramas caídas y las moscas
katuki se apresuraron a atacar nuestros cuerpos con sus aguijones semejantes a
agujas. Nadie pudo dormir por el resto de la noche a causa de los insectos.
Las lluvias copiosas y las inundaciones en la senda de Abuna
nos obligaron a permanecer algunos días en un centro llamado Esperanza, donde
alguien robó dos de nuestras monturas y huyó con ellas al interior de la selva.
Me compadezco del ladrón si alguna vez fue hallado, pues las sillas pertenecían
a Plácido de Castro.
Tres colectores de caucho murieron por mordedura de reptil
el día que llegamos a Santa Rosa, en el Abuna. Situado en medio de pantanos,
este lugar era el paraíso de serpientes de todas clases, incluyendo las
anacondas, y tan temidas eran en realidad estas últimas, que la barraca se
consideraba como una colonia penal. Los colectores de caucho trabajaban en
parejas, pues habían desaparecido misteriosamente demasiados hombres solos. Era
una de las dependencias de los hermanos Suárez y quedaba en territorio
boliviano, el lugar más deprimente que yo haya conocido, pero también muy rico
en caucho. La única característica atenuante de la construcción era el de
constar de dos pisos; pero, por estar situada a sólo pocos pies sobre el nivel
normal del río, se inundaba a menudo, y en la estación seca quedaba rodeada por
un océano de fango. El administrador era un francés de buena familia, quien,
pese a ser hombre enfermo, se consolaba de la monotonía de su vida manteniendo
un harén de cuatro mujeres indias bastante hermosas. El problema de Santa Rosa
era la escasez constante de trabajo. Vacilo en dar las cifras de la mortalidad,
pues son casi increíbles.
Una de las especies de serpientes que se encuentran allí
tenía la cabeza y la tercera parte de su cuerpo planos como una cinta de papel,
mientras el resto era redondo. Otra especie era completamente roja, con una
cruz blanca en la cabeza. Ambas tenían fama de ser venenosas. Por la noche era
bastante común ver el resplandor de los ojos de las anacondas, que reflejaban
luminosamente la más pequeña luz, como puntos de fuego.
—Hay indios blancos en el Acre —me contó el francés—. Mi
hermano subió por el Tahuamanu en lancha y un día, bastante río arriba, oyó
decir que estaban muy cerca de los indios blancos. No lo creyó, mofándose de
los hombres que se lo con taron; sin embargo, salió en canoa, encontrando
signos inconfundibles de indios. De improviso, él y sus hombres fueron atacados
por salvajes grandes, bien conformados, apuestos, completamente blancos, de
pelo rojo y ojos azules. Luchaban como verdaderos demonios, y cuando mi hermano
mató a uno de un disparo, los otros se reunieron para recobrar el cadáver,
huyendo con él.
“La gente dice que no existen estos indios blancos, y cuando
tienen la evidencia de su existencia, alegan que son mestizos de español e
indio. Eso dice la gente que jamás los vio; pero los que los han visto piensan
de muy distinta manera.
La fiebre y los insectos eran más de lo que Chalmers podía
soportar. Por algún tiempo observé su gradual decaimiento, y, temiendo que si
continuaba conmigo no pudiese sobrevivir a las dificultades, sugerí su regreso
a Riberalta. Casi esperando que rehusara, me asombré cuando aceptó con
presteza, partiendo el 10 de abril con cinco de los indios tumupasas que
también sufrían de fiebre. Me quedé con tres indios, con Willis y con Dan para
ascender el Abuna y determinar su curso en forma exacta. Ya habíamos trazado en
la carta la fuente con nuestros instrumentos inadecuados; para finalizar bien
el trabajo era necesario levantar el plano del resto del río. Nada había
inexplorado —ya se había ascendido alrededor del año 1840 y existían algunas
barracas en las aguas superiores—; pero era un río de pésima fama, que con
frecuencia inundaba sus orillas transformándolas en vastos pantanos y lagunas,
e infestado en sus corrientes medias por los temidos indios pacaguaras, que
siempre se demostraban hostiles. Hacía poco habían dado muerte a un brasileño y
arrancado llevándose muchos prisioneros a la selva. Aquí se encontraban también
las gigantescas anacondas, la más poderosa de las constrictoras, viviendo en
las extensas marismas provocadoras de fiebre.
¡Es una verdadera lástima que los ríos hayan perdido sus
antiguos nombres indios, pues éstos daban una indicación de su naturaleza! El
Acre era el Macarinarra o ―Río de las Flechas‖, pues allí se encontraban los
bambúes floridos de los que se cortaban las flechas. El Rapirrar, afluente fronterizo
del Abuna, era el ―Río de los Sipos‖, enredadera empleada comúnmente en
construcciones de casas. Otro río pequeño, el Capeira, se llamaba ―Río del
Algodón‖, etcétera. Algún día se olvidará la antigua nomenclatura, una pérdida
en las regiones donde pueden ser encontrados minerales estratégicos.
Plácido de Castro nos visitó para despedirnos, antes que
partiéramos de Santa Rosa en un igarité que pude comprar. Como de costumbre, el
coronel venía acompañado de una jauría de perros de distintas razas, que tenían
el hábito de sentarse para rascarse a cada momento. En la selva, los perros se
rascan todo el tiempo, pasan su vida rascándose; ¡lo raro del caso era que su
piel sólo se gastaba en partes aisladas, en lugar de despellejarse totalmente
del cuerpo! Fue la última vez que vi al coronel, pues poco tiempo después fue
herido mortalmente a bala por asesinos desconocidos mientras iba por un
sendero. Su muerte fue una pérdida irreparable para la región brasileña del
caucho, pues era un hombre bueno e ilustrado.
El coronel, que participó en forma importante, junto al
Brasil y contra los bolivianos, en los disturbios de 1903 en el Acre, me contó
que, en un principio, vistió a sus hombres con uniforme caqui; pero se
producían tantas bajas, que lo cambió por color verde. Resultó ser menos
resaltante en la selva, y de inmediato se redujeron las pérdidas a una cifra
insignificante. Según su opinión, la mala administración había precipitado el
conflicto. En cuanto a sus hazañas, se mostraba modestamente reticente, pero su
renombre se había extendido más allá del Acre.
Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison
Fawcett.
Descripción de la Imagen: Bahía mirando al oeste, Bolivia,
1907. Artista Percy Harrison Fawcett. (Foto de la Royal Geographical Society.
// Getty Images)
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