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PERCY FAWCETT EN LA FRONTERA BOLIVIANO BRASILEÑA (Parte XI)

 


El batelon se deslizaba por un recodo boscoso del río, cuando sentí a proa un repentino grito de sorpresa de los hombres. Levanté la vista. En la orilla, a menos de doscientas yardas frente a nosotros, vi un vapor transatlántico.

—Salgan ligero —grité a Dan y Chalmers, que conversaban dentro del refugio del batelón—. Hay algo aquí que ustedes no ven a menudo.

Se arrastraron sobre cubierta y. se pusieron de pie junto a mí, boqueando de asombro.

Era un pequeño buque —que desplazaba tal vez unas mil toneladas—, pero en ese momento de encuentro inesperado parecía más poderoso que el “Mauritania”, mayor que el “Olympic”. Apenas podíamos creer a nuestros ojos. Parecía increíble que hubiésemos encontrado un verdadero vapor del otro lado del mundo aquí, en el corazón del continente, encerrado por la selva exuberante, separada del océano en un costado por la elevadísima cordillera, y en el otro, por mil seiscientas millas de río. Su casco negro y su obra muerta de un amarillo sucio estaban rayados con moho; la cubierta sobresalía bien ocho pies sobre la superficie del agua; su chimenea negra, alta y esbelta no tenía humo, pero sobre ella la atmósfera' vibraba con los gases de las calderas encendidas, y la embarcación se ladeaba ligeramente hacia la costa, de manera que los vertellos de sus mástiles romos se juntaban casi con el espeso follaje de los árboles marginales de la selva.

Mientras nos deslizábamos vi el nombre "Antonina" en desvaídas letras en su proa. Un camarero salió a cubierta bajo el puente, vació un balde de aguas servidas por la borda y enderezó su figura medio desnuda para contemplarnos; era un hombre pequeño, con un mechón pelirrojo y hombros estrechos y oprimidos. Nadie más apareció, ni se veía actividad a bordo; pero era la hora en que los europeos almuerzan. Sucias velas estaban extendidas sobre los ventiladores del alto cuarto de las calderas, y por los escotillones abiertos sobresalían los vertederos de aire. En la bovedilla del barco aparecía otra vez el nombre “Antonina, Hamburg”, y una paleta de su única hélice se veía debajo.

—Hey —exclamó Dan—. ¿Qué tal si subiéramos a bordo a beber una cerveza? ¡Deben tener verdadera cerveza alemana, fresca, de barril!

Era demasiado tarde. La corriente ya nos había arrastrado y resultaba muy difícil retroceder. ¡Debíamos haber pensado eso antes, en vez de quedarnos como tontos mirando la embarcación ¡

—Me pregunto lo que hará aquí —murmuró Chalmers.

—Caucho —dijo Dan—. Viene a cargar caucho. Probablemente trajo maquinarias y mercaderías. ¡Imagínense lo que es traer un barco hasta acá mismo!

Eso era lo que me dejaba atónito. Ocasionalmente se veían vapores en el Madeira; pero nadie esperaba encontrar alguno en el Acre. Su presencia allí probaba que el río era navegable, hasta ese punto por lo menos.

Estábamos algunas millas río abajo de Xapury, la aldea brasileña más austral del Acre. Después de abandonar Cobija, entramos en territorio brasileño, e inmediatamente se notó un cambio apreciable, pues las barracas eran florecientes; las casas, bien construidas, y los dueños demostraban, prosperidad. Después de Cobija, Xapury parecía un sitio de lujo, porque se jactaba de tener un hotel que cobraba catorce chelines al día, lo que no era caro, si se consideran los precios que regían en el río.

Tal como en las aldeas bolivianas, en Xapury abundaban el licor y las enfermedades. Aquí se congregaban los “villanos” del Acre para alegrarse; de manera que la ciudad estaba frecuentemente “calurosa” en más de un sentido. Dan era el petimetre de nuestro grupo, y la paga que recibió en Cobija la gastó en un terno nuevo, una cadena dorada de reloj y un par de feísimas botas amarillas con tacones altos y con elásticos a los costados. No sé cómo escapó de las garras de los ―rufianes‖, que formaban un grupo malvado, capaz de cualquier cosa, y creo que alguna payasada a costa de Dan les hubiera entretenido una o dos horas. Estas aldeas ribereñas atraen a los peores aventureros de Brasil. Los rufianes locales irrumpían en los centros, robando el caucho y arrancando con él antes de que los siringueros notasen su pérdida. Les era fácil venderlo mandándolo río abajo. Siendo hábiles tiradores y cuchilleros, listos siempre a usar sus armas sin la menor vacilación, no había hombre corriente que se atreviera a mezclarse con ellos.

La vista de un barco fue una ojeada refrescante de civilización; pero nuestros estimulados espíritus pronto volvieron a decaer cuando arribamos a las barracas, a lo largo del río. En una de éstas había una mortalidad del veinticinco por ciento del personal anualmente.

En otra, todas las muías murieron a causa de una enfermedad imprecisa, ¡o quizá fue por una indigestión de periódicos! El alcohol era la causa de la mayoría de las dolencias humanas.

Empreza, otro poblado brasileño, era aún peor que Xapury; pero allí sólo nos detuvimos para recoger al coronel Plácido de Castro, gobernador de Acre, que nos acompañó hasta su barraca Capatara. Gracias a él pudimos obtener en Catapara muías para el viaje por tierra hasta Abuna. Su hospitalidad y amena conversación aumentan más nuestra deuda de gratitud. Los afluentes superiores del Abuna tenían que ser explorados y trazados, pues eran extremadamente importantes m las disposiciones fronterizas.

Nos detuvimos, en un lugar llamado Campo Central para buscar las fuentes de ciertos ríos y encontrar su posición. Mientras efectuábamos nuestro trabajo llegamos hasta enormes claros circulares, de una milla o más de diámetro, los que eran la antigua ubicación de aldeas de los indios apurinas, abandonadas hacía pocos años. Unos pocos de estos indios vivían aún en otro lugar llamado Gavión y otros bastante afortunados, que lograron escapar de las expediciones negreras, huyeron hacia el norte, introduciéndose algunas leguas en la selva, donde trabaron amistad con colectores de caucho y rápidamente decayeron bajo la influencia del alcohol. Eran gente muy miserable, extremadamente pequeños e inofensivos en apariencia. Enterraban a sus muertos en posición sentada, y nos encontramos con tumbas por doquiera en los claros.

El pequeño grupo de Gavión se había sometido a la civilización y parecían muy contentos, exceptuando el temor que sentían por un mal espíritu llamado Kurampura. La mala suerte en la caza se atribuía a Kurampura, lo que les hacía buscar el apaciguamiento del dios atando un hombre al tronco de un palo santo, a manera de sacrificio. El palo santo es una de las pestes más comunes en las selvas sudamericanas. De madera blanda y liviana, se encuentra generalmente en las orillas de los ríos, y es el alojamiento favorito de la hormiga brasileña, un insecto dañino, de una picada extremadamente dolo- rosa. Toqúese el árbol y ejércitos de estas hormigas saldrán de los agujeros ansiosos de atacar, aun dejándose caer desde las ramas sobre el transgresor. Debe ser una agonía indescriptible estar atado al árbol por un par de horas; sin embargo, ésa es la costumbre de los indios, y he conocido a blancos depravados en estos lugares que empleaban esta misma forma de tortura. Como muchos otros insectos venenosos, la hormiga ataca de preferencia el cuello del hombre; sólo las avispas parecen preferir los ojos. El palo santo no tiene ramas en la parte inferior del tronco y en un radio de algunas yardas no crecen en su contorno ni una hoja ni una brizna de pasto.

Tuve una escapada milagrosa cerca de Gavión. Había en el sendero una serie de profundos canales atravesados por leños toscamente desbastados. En tiempo húmedo, las muías prefieren caminar por el madero de la orilla, pues parece menos resbaladizo; por lo tanto, esos maderos son los más gastados y parecen más peligrosos. Yo estaba francamente nervioso, pero me consolaba a mí mismo con el pensamiento de que, por instinto o por hábito, la mula sabría mejor que yo lo que estaba haciendo. Al atravesar por una de estas corrientes de escarpadas orillas se quebró el leño por donde avanzaba mi mula y nos caímos, hundiéndonos en el agua con un tremendo chapoteo. Quedé aplastado debajo del animal, cuyo peso me empujó dentro del fangoso lecho del río. Si el fondo hubiese sido duro, no habría quedado un solo hueso sano en mi cuerpo, pues la mula luchaba y pateaba frenéticamente en sus esfuerzos por levantarse; consiguió hacerlo cuando ya se había escapado todo el aire de mis doloridos pulmones, y me las arreglé para sacar la cabeza fuera del agua en el momento preciso. La caída pudo ser mortal; pero, fuera de la zambullida, no recibí daño alguno.

Los accidentes siempre ocurren súbitamente. Uno de nuestros indios, por pura travesura, dejó a medio cortar un árbol, y esa noche cayó sobre nuestro dormido campamento con terrorífico estrépito. Nadie resultó herido; pero los toldos de las hamacas quedaron reducidos a tiras y se cortaron los tirantes de las cuerdas. Legiones de hormigas negras, pequeñas y muy agresivas, se arrojaron sobre nosotros desde las ramas caídas y las moscas katuki se apresuraron a atacar nuestros cuerpos con sus aguijones semejantes a agujas. Nadie pudo dormir por el resto de la noche a causa de los insectos.

Las lluvias copiosas y las inundaciones en la senda de Abuna nos obligaron a permanecer algunos días en un centro llamado Esperanza, donde alguien robó dos de nuestras monturas y huyó con ellas al interior de la selva. Me compadezco del ladrón si alguna vez fue hallado, pues las sillas pertenecían a Plácido de Castro.

Tres colectores de caucho murieron por mordedura de reptil el día que llegamos a Santa Rosa, en el Abuna. Situado en medio de pantanos, este lugar era el paraíso de serpientes de todas clases, incluyendo las anacondas, y tan temidas eran en realidad estas últimas, que la barraca se consideraba como una colonia penal. Los colectores de caucho trabajaban en parejas, pues habían desaparecido misteriosamente demasiados hombres solos. Era una de las dependencias de los hermanos Suárez y quedaba en territorio boliviano, el lugar más deprimente que yo haya conocido, pero también muy rico en caucho. La única característica atenuante de la construcción era el de constar de dos pisos; pero, por estar situada a sólo pocos pies sobre el nivel normal del río, se inundaba a menudo, y en la estación seca quedaba rodeada por un océano de fango. El administrador era un francés de buena familia, quien, pese a ser hombre enfermo, se consolaba de la monotonía de su vida manteniendo un harén de cuatro mujeres indias bastante hermosas. El problema de Santa Rosa era la escasez constante de trabajo. Vacilo en dar las cifras de la mortalidad, pues son casi increíbles.

Una de las especies de serpientes que se encuentran allí tenía la cabeza y la tercera parte de su cuerpo planos como una cinta de papel, mientras el resto era redondo. Otra especie era completamente roja, con una cruz blanca en la cabeza. Ambas tenían fama de ser venenosas. Por la noche era bastante común ver el resplandor de los ojos de las anacondas, que reflejaban luminosamente la más pequeña luz, como puntos de fuego.

—Hay indios blancos en el Acre —me contó el francés—. Mi hermano subió por el Tahuamanu en lancha y un día, bastante río arriba, oyó decir que estaban muy cerca de los indios blancos. No lo creyó, mofándose de los hombres que se lo con taron; sin embargo, salió en canoa, encontrando signos inconfundibles de indios. De improviso, él y sus hombres fueron atacados por salvajes grandes, bien conformados, apuestos, completamente blancos, de pelo rojo y ojos azules. Luchaban como verdaderos demonios, y cuando mi hermano mató a uno de un disparo, los otros se reunieron para recobrar el cadáver, huyendo con él.

“La gente dice que no existen estos indios blancos, y cuando tienen la evidencia de su existencia, alegan que son mestizos de español e indio. Eso dice la gente que jamás los vio; pero los que los han visto piensan de muy distinta manera.

La fiebre y los insectos eran más de lo que Chalmers podía soportar. Por algún tiempo observé su gradual decaimiento, y, temiendo que si continuaba conmigo no pudiese sobrevivir a las dificultades, sugerí su regreso a Riberalta. Casi esperando que rehusara, me asombré cuando aceptó con presteza, partiendo el 10 de abril con cinco de los indios tumupasas que también sufrían de fiebre. Me quedé con tres indios, con Willis y con Dan para ascender el Abuna y determinar su curso en forma exacta. Ya habíamos trazado en la carta la fuente con nuestros instrumentos inadecuados; para finalizar bien el trabajo era necesario levantar el plano del resto del río. Nada había inexplorado —ya se había ascendido alrededor del año 1840 y existían algunas barracas en las aguas superiores—; pero era un río de pésima fama, que con frecuencia inundaba sus orillas transformándolas en vastos pantanos y lagunas, e infestado en sus corrientes medias por los temidos indios pacaguaras, que siempre se demostraban hostiles. Hacía poco habían dado muerte a un brasileño y arrancado llevándose muchos prisioneros a la selva. Aquí se encontraban también las gigantescas anacondas, la más poderosa de las constrictoras, viviendo en las extensas marismas provocadoras de fiebre.

¡Es una verdadera lástima que los ríos hayan perdido sus antiguos nombres indios, pues éstos daban una indicación de su naturaleza! El Acre era el Macarinarra o ―Río de las Flechas‖, pues allí se encontraban los bambúes floridos de los que se cortaban las flechas. El Rapirrar, afluente fronterizo del Abuna, era el ―Río de los Sipos‖, enredadera empleada comúnmente en construcciones de casas. Otro río pequeño, el Capeira, se llamaba ―Río del Algodón‖, etcétera. Algún día se olvidará la antigua nomenclatura, una pérdida en las regiones donde pueden ser encontrados minerales estratégicos.

Plácido de Castro nos visitó para despedirnos, antes que partiéramos de Santa Rosa en un igarité que pude comprar. Como de costumbre, el coronel venía acompañado de una jauría de perros de distintas razas, que tenían el hábito de sentarse para rascarse a cada momento. En la selva, los perros se rascan todo el tiempo, pasan su vida rascándose; ¡lo raro del caso era que su piel sólo se gastaba en partes aisladas, en lugar de despellejarse totalmente del cuerpo! Fue la última vez que vi al coronel, pues poco tiempo después fue herido mortalmente a bala por asesinos desconocidos mientras iba por un sendero. Su muerte fue una pérdida irreparable para la región brasileña del caucho, pues era un hombre bueno e ilustrado.

El coronel, que participó en forma importante, junto al Brasil y contra los bolivianos, en los disturbios de 1903 en el Acre, me contó que, en un principio, vistió a sus hombres con uniforme caqui; pero se producían tantas bajas, que lo cambió por color verde. Resultó ser menos resaltante en la selva, y de inmediato se redujeron las pérdidas a una cifra insignificante. Según su opinión, la mala administración había precipitado el conflicto. En cuanto a sus hazañas, se mostraba modestamente reticente, pero su renombre se había extendido más allá del Acre.

Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

Descripción de la Imagen: Bahía mirando al oeste, Bolivia, 1907. Artista Percy Harrison Fawcett. (Foto de la Royal Geographical Society. // Getty Images)

 

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