Por Edgardo Civallero. // Este artículo fue tomado del blog http://civalleroyplaza.blogspot.com/
Foto: Potosí - Bolivia aprox. 1910. // Para más historias: Historias de Bolivia.
La "Guerra de vicuñas y vascongados" fue un enconado conflicto civil
que se desarrolló en el área de la antigua Villa Imperial de Potosí (Alto Perú,
en el Virreinato del Perú, actual Bolivia) entre junio de 1622 y marzo de 1625.
El choque enfrentó a los colonos vascos ("vascuences",
"vascongados", "vizcaínos") de Potosí con el resto de la
población europea de la ciudad (los "vicuñas"), especialmente con los
demás peninsulares y con ciertos sectores criollos (descendientes de españoles
nacidos en las colonias de América).
Las biografías de los numerosos personajes que participaron en este juego de
intrigas y sangre, así como los actos indecibles que llevaron a cabo, narrados
en el sabroso castellano de la época, son algo verdaderamente digno de leer.
Dejaré aquí, pues, sólo un breve resumen, que haga de "preludio" para
aquellos interesados en recorrer las páginas de la historia completa.
El historiador boliviano Alberto Crespo señala, en su libro "La guerra
entre vicuñas y vascongados", que "de todos los grupos regionales de
España, es seguramente éste [el de los vascos] uno de los más inclinados al
trabajo y perseverante en sus esfuerzos... En Potosí puso las bases de la
industria minera, porque poseía ya una vasta experiencia en ese trabajo".
La Villa Imperial, fundada en 1545 en torno a las riquezas minerales del
llamado Sumaq Orqo o "Cerro Rico" (enorme depósito natural de plata y
estaño), era, para principios del siglo XVII, un verdadero hervidero de gente.
En aquel ambiente efervescente, los colonos vascos formaban un lobby reducido
pero extremadamente poderoso, que manejaba las principales minas e ingenios de
plata y cuyos miembros tenían tantos recursos y contactos en la administración
colonial que, en la práctica, podían actuar como dueños y señores, a su entero
antojo.
Esa relativa impunidad, unido a que eran personas de carácter orgulloso, algo
prepotentes y con escasos escrúpulos (además de ser muy trabajadoras y
emprendedoras y gozar de un elevado nivel económico y social), les ganó pronto
la animadversión del resto de la población, desde los mitayos indígenas y los
esclavos negros hasta sus propios coterráneos ibéricos. Además de codiciosos y
arrogantes, sus convecinos los consideraban "mercachifles", un
término con el que en aquel entonces se expresaba el enorme desprecio que
sentía buena parte de la sociedad colonial hacia personas dedicadas en cuerpo y
alma al comercio, a los negocios y al "vil metal". Poco les importaba
tal opinión a los vascos, gente que, por sobre todas las cosas, era muy
práctica; como explicó uno de ellos con meridiana claridad, "él no había
venido a las Indias a buscar honra, que harta la tenía, sino a buscar dineros,
que era la honra que quería".
Amén de los vascos, el nombre de Potosí (según señala Crespo) había atraído a
"un mundo de aventureros, antiguos soldados sin ocupación ahora que la
tierra estaba sometida y había concluido la etapa de los descubrimientos [hacia
1620]; vagos y buscavidas; hombres que habrían conquistado un reino a la cabeza
de cien soldados, pero que eran incapaces de descubrir una veta [en el Cerro
Rico] y más aún de trabajarla; truhanes y pícaros. Al lado del minero que
pugnaba por convertirse en noble, convivía el fraile azuzador a la revuelta o
el espadachín sin otro afán que probar su destreza para las armas adquirida en
Flandes o en Italia". Estos "espadachines", muy abundantes, eran
los llamados "soldados", individuos que no siempre habían tenido un
pasado militar y que vagabundeaban por las callejas potosinas (como lo hacían
en muchos otros puntos del Viejo y del Nuevo Mundo por aquellos años) con los
naipes en una mano y el acero en la otra, haciendo de tahúres, fulleros,
buscapleitos o proxenetas, según cuadrara. Solían ser peninsulares (sobre todo
andaluces, extremeños y manchegos, aunque también había algunos
castellano-leoneses y gallegos) o mestizos que no gustaban del trabajo duro de
las minas o los de la metalurgia asociada a ellas, pero que sí hubieran gustado
de los buenos beneficios de ese trabajo. Unos beneficios que, evidentemente,
apenas si veían. Vivían, pues, renegando y blasfemando por sentirse
"excluidos" de las riquezas del Cerro; según ellos, tales riquezas
habían sido "expoliadas" por quienes las explotaban... es decir, por
los vascos.
Al parecer, estos buenos "soldados" preferían las ganancias fáciles y
los golpes de suerte, esos que habían favorecido tanto a los españoles en los
primeros años del descubrimiento del Cerro. Por mero contraste, estos
"desposeídos" (o vagos redomados, según se quiera mirar) no tardaron
en ver a los vascos como el prototipo de "rico a envidiar y/o
detestar". A esta tropa de aventureros se sumaron los criollos y los
mestizos, que se sentían menospreciados por los vascos (probablemente con
razón, dada la proverbial arrogancia de los vizcaínos, unida a un carácter duro
y a una por lo general "imponente" presencia física).
En la primavera de 1622, los enojos contra los vascos, que en otras ocasiones
se habían resuelto con despellejes de corrillo callejero, gritos airados y
encendidas soflamas públicas, se convirtieron en una verdadera conjura para
expulsarlos de la Villa. Vivos o muertos. Decía un texto de la época que no
había justicia que osase nada contra los vascongados, "ni castellano que
se atreviese a sacar espada contra vizcaíno sino con muy gran riesgo".
Ante tal panorama, probablemente habría que actuar con nocturnidad y mucha
alevosía. Y sacarlos de la ciudad con los pies por delante.
En la "Relación de los alborotos de Potosí" (una carta fechada el 23
de noviembre de 1623 y enviada por los vascos potosinos a sus provincias
natales del norte de España) se resume la historia del conflicto. "Ya veis
que los vizcaínos tienen usurpada la plata del Cerro, y los más de ellos son
azogueros que a costa de los indios peruanos la han adquirido; quitadles las
piñas [de plata], joyas y haciendas, y repártase todo entre los que ayudaren a
la expulsión". Esa fue la proclama de los que estaban hastiados. Cierto es
que el sector más "popular" (los "soldados") pudieron
recibir el acicate de algunos peninsulares pudientes de Potosí, en franca
competencia económica con los vascos, aunque sin tanto poder e influencias como
ellos. Esos eran los primeros que querían verlos fuera de la ciudad. Fuera del
Alto Perú. Fuera del Virreinato, si era posible.
En fin... Reunidos los enemigos de los vascongados en un único contingente,
"dispuesto lo más necesario, acordaron que todos se llamasen castellanos,
aunque eran de diferentes naciones. Acordaron también de ponerse todos
sombreros de lana de vicuña de la más encendida y cintas nácares por divisa con
flecos de la misma lana delgadamente hilada para conocerse. Por estos sombreros
los llamaron vicuñas".
Probablemente, lo único que confería cierta unidad a los "vicuñas"
era el sombrerito de marras y su grito de "¡Viva el rey, mueran los
vizcaínos!". Pues, a decir de los cronistas, esta buena gente pronto tuvo
que atender numerosas riñas internas (por ejemplo, quién comandaría la conjura)
que los llevaron incluso a matarse entre sí. Mientras tanto, los vascos se
mofaban de ellos, llamándolos "moros blancos" (a los andaluces),
"judíos traidores" (a los extremeños) y "mestizos bárbaros"
(a los criollos), entre otras lindezas de similar cariz.
Finalmente, la contienda empezó. Y lo hizo con la ejecución de un valentón
vasco, Juan de Urbieta, asesino impune que vivía bajo la protección del
poderoso señor de Oyamune. A su puerta precisamente apareció su cadáver,
acribillado a estocadas, la mañana del 8 de junio de 1622. Aquel era un mensaje
claro. Los ánimos se caldearon, una cosa llevó a la otra, y así se desarrolló
una seguidilla de crímenes, ataques y atentados cruzados, cada vez más
brutales, y cada vez menos "disimulados".
En corto número (no superaban el centenar en total), asediados por todas
partes, y ante la muerte natural de su líder, Domingo de Berazategui, muchos
vascongados decidieron desplazarse a la cercana La Plata (actual Sucre),
mientras que los pocos que se quedaron en Potosí se pusieron a las órdenes de
Pedro de Berazategui, hermano de Domingo.
Entre sitios a enormes casas coloniales provistas de arsenales y armerías
propias, batallas campales a base de arcabuzazos, intercepción de correos y de
mensajes cifrados, contraseñas en euskera, encerronas y puñales en alto,
amoríos, traiciones y otras historias ambientadas en las callejas oscuras de la
rica Villa, 1623 vio la llegada de un nuevo corregidor, don Felipe Manrique. El
hombre, un tremendo corrupto por naturaleza, logró que los "vicuñas"
terminaran por abandonar Potosí y que los vascos se reapropiaran de la ciudad.
Sin embargo, a finales de ese año recomenzaron los ataques de los
"vicuñas", cada vez más virulentos, y los vascongados, espantados, se
vieron forzados a huir. El ensañado asesinato del vizcaíno Juan Fernández de
Oquendo, destrozado a cuchilladas a finales de 1623, hizo que toda la comunidad
vasca del virreinato se uniera y enviara un reclamo unánime a sus comunidades
de origen en el norte de España y al propio monarca español, a la sazón Felipe
IV. El entonces virrey del Perú, Diego Fernández de Córdoba, tomó cartas en el
asunto y logró el ajusticiamiento de 40 líderes "vicuñas" entre 1624
y 1625. El conflicto se fue apagando, no solo por los ejemplarizantes castigos,
sino por el propio agotamiento de ambas facciones, de modo que se cerraron las
hostilidades con un tratado y el casamiento de la hija del señor de Oyanume y
el hijo de Castillo, uno de los capitanes "vicuñas" sobrevivientes.
En abril de 1625, un real decreto perdonaba a todos los "vicuñas",
excepto a los que hubieran cometido delitos de sangre. A pesar de tantas paces
y perdones, en los años siguientes algunos "vicuñas" continuaron
cometiendo actos de vandalismo contra los vascos, y el odio entre ambos grupos
duraría un siglo entero.
El 15 de marzo de 1626, los ingenios de plata de Potosí fueron destruidos por
una violenta e inesperada inundación. El evento fue interpretado por muchos
como un castigo divino por toda la violencia derrochada y la sangre derramada
gratuitamente durante los años anteriores.
Libro. "La guerra entre vicuñas y vascongados", por Alberto
Crespo.
Libro. "Potosí: Andanzas de un navarro en la guerra de las naciones",
por José Mari Esparza Zabalegi.
Libro. "El espíritu emprendedor de los vascos", por Alfonso de Otazu
y José Ramón Díaz de Durana. Artículo. "La 'nación vascongada' y sus
luchas en el Potosí del siglo XVII.
Fuentes de estudio y estado de la cuestión", por Jurgi Kintana Goiriena.
En Anuario de Estudios Americanos, tomo LIX, 1, 2002 (pp. 287-310)
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