Las ideas de nación e indianidad en Bolivia no sólo fueron
proyectadas desde y por la elite, sino que otros actores entraron en juego, disputando
dichas construcciones culturales y sus sentidos. En este capítulo analizaremos
las nociones de nación e indianidad construidas por Eduardo Nina Quispe,
indígena apoderado protagonista de la lucha legal durante las primeras décadas
del siglo XX, como modo de abordar la manera en que el proyecto de la elite se
articuló, en oposición o confluencia, con algunos sectores del movimiento
indígena del período. Si bien su propuesta no agota las construcciones
alternativas que se dieron por parte del mundo indígena en general, posibilita
el acercamiento a una de ellas. Además, permite evaluar el grado de hegemonía
del proyecto de la elite así como también el modo en que esta última recibió la
propuesta del movimiento indígena.
En función de estos objetivos reconstruiremos, en primer
lugar, el contexto en el cual se despliega el proyecto de Nina Quispe y su
inserción en el movimiento de caciques apoderados. En los siguientes apartados
analizaremos su propuesta educativa y su práctica legal en pos de la recuperación
de tierras y de la configuración de una idea alternativa de nación. Finalmente,
abordaremos los discursos elaborados por la elite en torno a su propuesta a lo
largo de las décadas de 1920 y 1930.
El movimiento de caciques apoderados a comienzos del siglo
XX
El proceso de desposesión de tierras abierto con la ley de
exvinculación en 1874 trajo aparejado un intenso movimiento indígena en pos de
su restitución. Amparado por esa misma legislación, que permitía a las
comunidades delegar en “apoderados” la gestión de sus reclamos de tierras,
surgió esta figura como líder del movimiento (Choque Canqui y Quisbert, 2010:
27). Ante las nuevas expropiaciones que se gestaron a comienzos del siglo XX
apareció una nueva generación de líderes indígenas, conocidos como “caciques
apoderados”, que se desarrollaron en base a las redes de apoderados de fines
del siglo XIX, aunque conformando una red mucho más amplia, sustentada en
extensos lazos transregionales y multilingües. Estos apoderados de segunda
generación no sólo buscaron evitar las invasiones a tierras comunales que
librara el partido liberal, sino recuperar territorios que estaban ocupados por
haciendas desde tiempos previos. Por otra parte, revivieron el título de
cacique de la época colonial imbricando su liderazgo en una genealogía que se
remontaba a las luchas jurídicas coloniales al mismo tiempo que investían a
dicho título de una nueva significación (Gotkowitz, 2011: 88). Los caciques
apoderados en Bolivia durante la República eran representantes de una, dos o
tres comunidades, nombrados a través de los jilaqatas (autoridad originaria)
para gestionar sus demandas ante las autoridades de los poderes del Estado. No
todos eran caciques apoderados, algunos ejercieron su liderazgo simplemente
como caciques o como apoderados generales. Nina Quispe tomó solamente este
último título (Choque Canqui y Quisbert, 2010: 29).
Las redes del movimiento de caciques apoderados adquirieron
una dimensión nacional, logrando un grado de coordinación inédito para el
movimiento indígena andino de principios del siglo XX. “Aunque algunos de los
caciques apoderados estuvieron implicados en grandes rebeliones, su práctica
política se centró, sobre todo, en la ley”; concretamente en la presentación de
memoriales a las autoridades estatales en pos de la defensa de tierras,
educación y derechos. En sí tal presentación era una práctica común que se
remontaba a la época colonial; lo particular del movimiento a comienzos de
siglo fue su alto grado de coordinación y colaboración. En efecto, desde la
sede de La Paz, los caciques apoderados de muchas regiones implementaron una
difusión de querellas a todos los niveles de gobierno por medio de periódicos y
boletines (Gotkowitz, 2011: 81-82).
El desenvolvimiento de las prácticas de los caciques apoderados
también estuvo ligado a los conflictos existentes al interior de la elite,
cuyas fracturas permitieron una mayor visibilización de los sectores
subalternos en la medida en que los partidos políticos emergentes rivalizaban
por lograr adeptos. Los integrantes del Partido Republicano demostrarían ser
activos interlocutores, aunque aliados transitorios, del movimiento indígena.
Los caciques apoderados también obtendrían el apoyo de los miembros de la
naciente izquierda de Bolivia. Las organizaciones laborales, los partidos
políticos de izquierda y los movimientos estudiantiles radicales, surgidos
durante la década de 1920, no sólo defendían los derechos de los obreros sino
que también proponían agendas pro indígenas. Particularmente el Partido
Socialista reclamaba la abolición del pongueaje, el reconocimiento legal de las
comunidades indígenas y la revolución armada por parte de obreros, soldados y
campesinos (ibíd.: 95-96).
La experiencia política de Nina Quispe se remonta a la
rebelión acontecida en 1920 en su lugar de origen, Taraqu. Los ayllus de la
península de Taraqu habían sido embestidos en distintos momentos desde la
realización de la revisita de 1882, pero la ofensiva culminó en 1907 de la mano
del presidente Ismael Montes. Al comenzar la segunda década del siglo XX, la
fractura que provocó el golpe de Bautista Saavedra y el ascenso al poder del
Partido Republicano creó las condiciones para una radicalización de las
propuestas comunarias en pos de la recuperación de los territorios usurpados.
Los colonos indígenas impusieron su resistencia ante las “obligaciones de
costumbre” y en varias comunidades procedieron a una recuperación de facto de
sus tierras, reestructurando los ayllus. En 1921 los hacendados hicieron un
primer intento de recuperar sus fincas con la utilización de un destacamento
del regimiento Abaroa pero no lograron su objetivo. Esto dio lugar a la
utilización de toda clase de violencias y amenazas contra los comunarios. La
contraofensiva latifundista fue respondida, a su vez, por la presentación de
varias solicitudes de amparo y denuncias a la Prefectura. Finalmente, en 1922
los hacendados de Taraqu lograron la reconquista de las fincas. La
participación que Nina Quispe había tenido en estos sucesos lo obligó, una vez
consolidada la hacienda, a migrar a La Paz (Mamani Condori, 1991: 73-81). “En
la ciudad la vida de los indígenas era de continuas humillaciones: los que se
habían dedicado al comercio no se libraban de su estigma de indios; peor aún
les iba a los que vagaban en busca de ocupación para sobrevivir” (ibíd.: 127).
Es en este contexto donde los expulsados (o “lanzados”) de sus ayllus debieron
establecerse. Es importante destacar de todos modos que, aun desposeídos, los
“lanzados” continuaban considerándose comunarios y miembros de sus ayllus
(ibíd.: 128). Basado en esta experiencia es que, una vez en La Paz, Nina Quispe
inició la práctica educativa y legislativa que analizaremos en este capítulo.
El proyecto educativo de Eduardo Nina Quispe
Para comprender mejor el proyecto educativo de Eduardo Nina
Quispe es necesario reconstruir el programa que las elites liberal y
republicana desarrollaron en torno a este ámbito, y observar cómo se inserta en
este contexto. En el transcurso de las dos primeras décadas del siglo XX, las
políticas educativas atravesaron un importante proceso de experimentación,
debate y cambio. “En los años inmediatamente posteriores a la guerra de 1899,
los funcionarios del Ministerio de Educación apoyaron las políticas de
asimilación civilizatoria, promoviendo la alfabetización e hispanización”
(Gotkowitz, 2011: 103). En tanto la alfabetización era una condición que
habilitaba el derecho al voto, su universalización a través de la educación
pasó a formar parte de la política clientelar del partido liberal. La población
indígena comenzó así a adquirir mayor prominencia dentro del juego político.
Asimismo, la alfabetización permitió la expansión de las prácticas litigantes
de los comunarios en pos de la restitución de sus tierras. Frente a esto, en
las décadas de 1910 y 1920 un grupo de liberales disidentes comenzó a ver un
peligro en esa concepción de la educación y a idear un proyecto alternativo. El
indio letrado fue reinventado, entonces, como el “cholo advenedizo” y
politizado, frente al que se oponía la figura del indio “auténtico” y telúrico,
al cual la nación le reservaba el rol de soldado, minero y agricultor. Acorde a
esta nueva concepción, los proyectos educativos no apuntaron más a la
alfabetización universal sino que planificaron un modelo segregado de escolaridad
rural que predicaba la educación del indio en su propio medio y contenía un
currículo industrial cuyo objetivo central era el de entrenar la fuerza laboral
rural. Específicamente el decreto ministerial de 1919 demandaba la conversión
de las escuelas rurales en escuelas de trabajo agrícola y su reubicación en
áreas rurales pobladas por “indios puros”. Estas escuelas-trabajo serían
apéndices de las escuelas rurales y ambos establecimientos coordinarían sus
currículos en torno al entrenamiento en el trabajo manual (Larson, 2008:
122-140). La expansión de las escuelas a las áreas rurales no fue una tarea
simple. Las elites provinciales se opusieron a la idea porque implicaba una
afrenta a su autonomía y planteaba evidentes riesgos políticos. De modo que los
mandatos del Estado nacional no pudieron enfrentar la oposición local que
obstruyó la expansión de las escuelas más allá de las capitales de provincia
(Gotkowitz, 2011: 104). Aun así, la nueva pedagogía rural ganó legitimidad por
su capacidad de articular dos necesidades contradictorias de la elite letrada:
por un lado, integraba a las masas indias al Estado nación modernizador como
una fuerza laboral subalterna y, por otro, a través de la reproducción de las
jerarquías raciales, espaciales y de clase, les negaba el poder de escribir,
sufragar y, por tanto, la ciudadanía (Larson, 2008: 141-142).
En este marco es que Nina Quispe desarrolló su labor
educativa en la ciudad de La Paz. Comenzó alfabetizando en su domicilio a los
hijos de los matarifes y a medida que su obra fue extendiéndose acudió a la
Municipalidad para solicitar un espacio más adecuado, consiguiendo que le
cedieran un aula en una escuela nocturna de la ciudad. En 1928 se convirtió en
director y preceptor de dicha escuela con sus primeros veintiún alumnos
regulares. Al año siguiente tenía dos mil inscriptos. A principios de 1930
obtuvo la autorización para fundar escuelas en Surata, Quruyku y Pukarani
(Choque Canqui, 2012: 98-101; Mamani Condori, 1991: 130). El Inspector de las
Escuelas Municipales, que asistía a las pruebas finales de los niños instruidos
por Nina Quispe, manifestaba en la prensa que “el éxito obtenido por este es
rotundo, habiendo ya rendido examen dos comunidades con éxito halagador” (El
Norte, 16-10-1929).
La experiencia de la escuela nocturna de indígenas impulsó a
Nina Quispe a fundar en agosto de 1930, en el local de inspección Técnica de
Instrucción Municipal, la Sociedad Centro Educativo “Kollasuyo” (Mamani
Condori, 1991: 132). El centro desarrollaba una labor educativa desde las
comunidades con una proyección a nivel cantonal, departamental y nacional
(Choque Canqui y Quisbert, 2010: 63). En este sentido, a la par que obtenía
autorizaciones para fundar escuelas en las distintas comunidades y haciendas,
procedía a crear una filial de la Sociedad. “Inmediatamente después pasaba a
reclamar por las tierras usurpadas o se constituía en defensor de comunidades
que estaban siendo agredidas por los latifundistas” (Mamani Condori, 1991:
132). En cuanto al personal docente, trató de resolver su carencia con “el
nombramiento de preceptores a los reservistas de la raza indígena” y con “la
organización de escuelas normales para los indígenas”. Esto significaba que los
preceptores de la enseñanza “en las numerosas escuelas” del qullasuyu debían
ser “todos indígenas” (Solicitud del establecimiento de escuelas, 1933, citado
en Choque Canqui, 2012: 100).
La propuesta de Quispe giraba principalmente en torno a la
alfabetización como medio para la obtención de los objetivos del movimiento
indígena. En una entrevista que le realizaron en 1928 relataba:
[…] visité varias casas, de mis compañeros, haciéndoles
comprender el beneficio que nos aportaría salir del camino áspero de la
esclavitud. Pasó el tiempo, y mi humilde rancho era el sitio de reunión del
gremio de carniceros; estos acordaron enviarme sus hijos para que les enseñara
a leer […]. Pienso en formar un centro cultural de indios y pedir a los
intelectuales que semanalmente nos ilustren con su palabra. Quisiera también
hacer una jira (sic) de propaganda por el altiplano y reunir a todos los
analfabetos. A principios del año entrante lanzaré un manifiesto por la prensa
para que vengan a mí todos los indios que deseen aprender a leer, así tendré la
satisfacción de transmitirles mis pequeños conocimientos (El Norte, 28-10-1928,
citado en Choque Canqui, 2012, Anexo 1).
Por otra parte, su proyecto se desprendía de su propia
condición de alfabetizado, a la cual Nina Quispe le asignaba gran importancia.
Ante la pregunta sobre la escuela donde había aprendido a leer respondió:
Desde pequeño me llamaba la atención cuando veía a los
caballeros comprar diarios y darse cuenta por ellos, de todo lo que sucedía;
entonces pensé en aprender a leer y mediante un abecedario que me obsequiaron,
noche tras noche comencé a conocer las primeras letras; mi tenacidad hizo que
pronto pudiera tener entre mis manos un libro y saber lo que él encerraba […].
Considero que toda obra es a manera de una señora que relata con paciencia el
por qué (sic) de las cosas, haciéndonos viajar a otros pueblos y enseñándonos
el camino de la justicia y de la verdad. Yo quiero a mis libros como a mis
propios hijos (ibíd.).
Una última actividad relacionada al ámbito educativo fue el
Congreso de Indígenas organizado por Nina Quispe en 1930. En esta instancia,
Quispe esperaba “buenos resultados para el futuro desenvolvimiento de las
labores educacionales de la raza”. Asimismo, en ocasión del Congreso habría una
gran concentración de niños indígenas en La Paz con el fin de que pudieran concurrir
a los desfiles cívicos del 16 de julio, coincidentes con la fecha de aquel.
Para Quispe la concurrencia de los alumnos de las escuelas indigenales a la
ciudad de La Paz era de gran importancia debido a que “las nuevas generaciones
deben darse cuenta de todo lo que existe en nuestro territorio, y que es
indispensable que los niños conozcan las ciudades para que despierten al
conocimiento de la vida en sociedades organizadas” (El Diario, 6-6-1930).
“Darse cuenta”, “conocer”, “viajar a otros pueblos”, lo que Quispe buscaba
obtener y brindar a través de los libros debía también materializarse en la
experiencia concreta de sus alumnos en el ámbito urbano. En este sentido, si
bien la actividad educativa de Nina Quispe anclaba y se encontraba habilitada por
la maquinaria institucional del gobierno republicano, su labor y sus supuestos
a la hora de pensar la educación indígena distaban enormemente de las
propuestas contemporáneas de la elite letrada. Ante la idea de una educación
rural que buscaba formar indios trabajadores en su “propio medio”, Nina Quispe
formaba indígenas alfabetizados que pertenecían tanto al ámbito rural como
urbano, y a los cuales, por tanto, no se establecía un lugar predeterminado
dentro de la nación. ¿Constituía entonces su proyecto educativo una propuesta
asimilacionista que retomaba las ideas del liberalismo de comienzos de siglo?
¿O se constituyó como un proyecto alternativo tanto a estas últimas como a las
de las elites republicanas? Para analizar en más profundidad las especificidades
del proyecto de Nina Quispe es necesario ver cómo se articula su práctica
educativa con su política en torno a la restitución de tierras comunales y a
los derechos políticos y civiles, lo cual lo conduce, como veremos en el
siguiente apartado, a elaborar también una propuesta de nación y de indianidad.
Tierra, autonomía y nación: Nina Quispe y la Sociedad
República del Collasuyo
La práctica educativa de Nina Quispe estuvo acompañada de
una intensa actividad dentro del ámbito legislativo. En esta, al igual que en
la primera, se vislumbra un objetivo que es la mejora de las condiciones de
vida de la población indígena al interior de la nación boliviana. En una
solicitud enviada a la Cámara de Diputados, la misma en la que celebraba la
iniciativa de la Semana Indianista, comunicaba que: “Anhelamos que desaparezca
por completo el trato brutal, el abuso y el atropello al indio, tanto de parte
de algunos mestizos, de algunos afincados, de las pequeñas autoridades
administrativas y de todos los que están acostumbrados a amasar fortunas con el
sudor del indio. Queremos que haya más humanidad, más comprensión, más piedad
para nuestra clase, si quiera por un sentimiento de egoísmo nacional” (BAH
ALP/Solicitud de indígenas con informes. Caja 93. Informe 28). El acto de
anclar su reclamo en un “sentimiento de egoísmo nacional” marca el modo en que
Quispe fijaba al movimiento indígena no en oposición sino dentro y como parte
del Estado nación. Su adhesión a la nación boliviana la manifestó cabalmente a
raíz de la Guerra del Chaco cuando proclamó: “inculcaremos en las escuelas
indígenas el deber de sacrificarnos por nuestra hermosa bandera nacional y por
nuestra amada patria” (ALP/EP. Caja 136, “De los títulos…”: 11). Asimismo, como
hemos visto, participó de los desfiles cívicos del 16 de julio con sus alumnos
y también, en ocasión del congreso indigenal, envió una carta de “aliento y
felicitación a los generales [y] a los cadetes del colegio militar” (Mamani
Condori, 1991: 132). Esta integración también implicaba el abandono de ciertas
prácticas indígenas como la vestimenta típica. Al respecto opinaba que “sería
mejor que desterráramos el poncho. Nuestro traje hace que los extranjeros nos
miren con recelos y nos coloquen de inmediato la máquina fotográfica; además la
diferencia de nuestro vestuario da lugar a que nos cataloguen en el plano de
las bestias humanas” (El Norte, 28-10-1928, citado en Choque Canqui, 2012,
Anexo 1). Quipe no sólo enmarcó su práctica educativa y legislativa dentro de
la República, sino que también identificó el progreso del indio con el de la
nación. En una nota, que tenía en el centro una foto de Nina Quispe junto a un
avión (imagen 7), este ponía a conocimiento de la sociedad la fundación de una
nueva asociación presidida por él: la Sociedad República del Collasuyo.
Planteaba “que habiendo nosotros proclamado la República Collasuyo dentro de la
constitucionalidad del país para velar por el progreso de la clase indígena,
tanto del Altiplano, como de los valles y de los Yungas de nuestro territorio,
nos hemos empeñado en la tarea de efectuar trabajos agrícolas y ganaderas (sic)
para reconstruir nuestras fuerzas como valor positivo para la marcha progresiva
de nuestra raza y de nuestra patria”. Asimismo, sus reclamos por las tierras
comunitarias se encontraban acompañados por una preocupación por los límites
del territorio nacional: “Otro de los fines que perseguimos esencialmente es la
integridad territorial por la que siempre reclamaremos esperando tener dentro
de poco autonomía sobre Calama, Tocopilla, Mejillones y el pueblo de
Antofagasta, así como hacer respetar siempre nuestra autoridad sobre los
territorios del Chaco boliviano” (El Diario, 9-8-1930).
Este fervor patriótico pareciera alimentar la idea de que el
proyecto de Nina Quispe contenía un componente asimilacionista conducente a
disolver la indianidad en el ser nacional. Pero al mismo tiempo que predicaba
una indiscutida integración del indio a la nación, es posible ver en la
práctica de Nina Quispe algunos aspectos que entran en conflicto con la idea de
nación promovida por las elites y que encarnan una reivindicación de autonomía.
Observar la labor y los supuestos de la Sociedad República de Collasuyo puede
contribuir a analizar este aspecto. Para ello abordaremos el escrito de Nina
Quispe denominado “De los títulos de composición de la corona de España”. Este
documento constituye una fuente fundamental para reconstruir el pensamiento de
Nina Quispe, por lo cual ha sido analizado en profundidad en diversos estudios.En
este apartado haremos eco de lo postulado por ellos, pero focalizaremos
especialmente en la articulación del discurso de Nina Quispe con el forjado por
las elites, en particular con su visión folklorizada de la indianidad. En dicho
documento se encuentran reunidos solicitudes de indígenas, proyectos de ley,
debates parlamentarios, correspondencia y escritos de Nina Quispe en tanto
presidente de la Sociedad República de Collasuyo, encabezados por una primera
hoja que de un lado contenía el escudo de Bolivia y del otro una fotografía de
Quispe vestido de traje . En conjunto estos documentos abarcan un extenso
período que se remonta a la época colonial y recorre lo acontecido en cuanto a
la legislación indígena durante todo el período republicano. A lo largo del año
1932, este escrito acompañó diversos pedidos de alinderamientos y avivamiento
de mojones con el fin de evitar usurpaciones de hacendados y también conflictos
intracomunitarios enviados a los subprefectos de las respectivas provincias
(ALP/EP. Caja 346, 1932). La asociación entre estos pedidos y la legislación
colonial se desprendía de los efectos de la ley del 23 de noviembre de 1883,
que establecía que las “cédulas de composición conferidas por los visitadores
de tierras” durante el coloniaje constituían las bases de probanza para evitar
las continuas revisitas dispuestas por las leyes del 5 de octubre de 1874 y del
1° de octubre de 1880 (Choque Canqui, 2012: 72). De este modo, Nina Quispe
anclaba la legitimidad de sus reclamos actuales en el arsenal de leyes
coloniales y republicanas, y en sus propios escritos.
Más allá de la utilización de “De los títulos de composición
de la corona de España” en la lucha legal, un análisis interno de este escrito
permite profundizar en las ideas contenidas en la Sociedad República del
Collasuyo. En uno de sus fragmentos Nina Quispe escribe: “La República de
Bolivia está dividida en nueve departamentos que son: Chuquisaca, La Paz,
Cochabamba, Potosí, Oruro, Santa Cruz, Tarija, El Beni y El Litoral. En las
comunidades de la república, linderos o mojones se encuentra el Centro
Educativo ‘Collasuyo’ de la América”. La existencia de la Sociedad es puesta
como parte integrante, pero diferenciada, al mismo nivel que las divisiones
republicanas. Todas son parte de “nuestra patria Bolivia”, la cual de todos
modos es historizada: “antes se llamaba Alto Perú, tan solo desde el año 1825
tomó el nombre actual en homenaje al gran libertador de la América del Sud
General Simón Bolivar” (ALP/EP. Caja 346, “De los títulos…”: 1). Esta
historización puede remontarse (y a la vez proyectarse) aún más si consideramos
otro fragmento del escrito en el que se resalta “la admirable labor de Nina
Quispe que silenciosamente está trabajando por la grandeza del Collasuyo,
dedicándole todas sus atenciones y energías para su resurgimiento” (ALP/EP.
Caja 346, “De los títulos…”: 4). La referencia a Bolivia en tanto Collasuyo
(denominación que la zona andina de Bolivia recibió dentro del Estado incaico)
y Alto Perú (durante la colonia), produce una desnaturalización e historización
de los límites del Estado nación dentro de los cuales se sitúa la Sociedad
República del Collasuyo. Esta inserción, de todos modos, implica una
circunscripción de la población indígena, ya vista en el ámbito legislativo,
ahora en términos geográficos. Es posible, incluso, pensar en esta
circunscripción también como un espacio de autonomía política. Gotkowitz ha
mostrado cómo los caciques apoderados designaron autoridades cantonales y
departamentales, fundaron escuelas imitando la estructura, sellos y órdenes del
Ministerio de Instrucción, y promulgaron leyes, configurando incluso sus
propios códigos legales (Gotkowitz, 2011: 142). También se constituyeron como
interlocutores del poder central salteando a las autoridades estatales locales.
Tal fue el caso de Pacajes, donde ante la malversación de la contribución
territorial de los indígenas por parte del subprefecto, que había impedido que
llegaran esos fondos al tesoro nacional “en estos momentos en que la Patria
necesita más que nunca dinero para mantener a sus soldados y demás usos”, los
indígenas de la provincia encabezados por Nina Quispe resolvieron que “el
segundo semestre de contribución será depositado por el Ilacata Tomás Surco,
miembro de esta sociedad en el Tesoro de la administración” (ALP/P-TD. Caja 37,
1932). Estas características que tomó el movimiento de caciques apoderados han
conducido a Gotkowitz (2011: 142) a plantear que este instituyó “su propio
Estado dentro del Estado”. En este mismo sentido, Mamani Condori (1991: 151)
plantea que Nina Quispe buscaba avanzar hacia la fundación de una “república
india” teniendo como instrumento fundamental a la Sociedad Centro Educativo
Collasuyo que se había insertado en los linderos y mojones del país.
Si bien podemos pensar como una paradoja la convivencia del
anhelo de integración a la nación y la búsqueda de autodeterminación política,
esta deja de serlo si observamos cuál es la propuesta de nación acuñada por
Nina Quispe. Un fragmento de “De los títulos de composición de la Corona de
España” se manifiesta en este sentido: “La República de Bolivia está dividida
en nueve departamentos que son: Chuquisaca, La Paz, Cochabamba, Potosí, Oruro,
Santa Cruz, Tarija, El Beni y El Litoral. Todos los bolivianos obedecemos para
conservar la libertad. Los idiomas aimará y quechua, habla la raza indígena, el
castellano, lo hablan las razas blancas y mestiza. Todos son nuestros hermanos”
(ALP/EP. Caja 346, “De los títulos…”: 5). Esta concepción de una Bolivia
considerada como un todo pero donde claramente existe una diferenciación de
diversos sectores, siendo el indígena, identificado con el habla aimara y
quechua, uno fundamental,[4]
nos permite volver sobre el interrogante acerca de si su propuesta de
integración a la nación resulta un proyecto asimilacionista. En contraposición
a esto último, en el planteo de Nina Quispe existe una clara delimitación de la
indianidad, pero a diferencia de la noción construida por la elite, esta no es
folklorizada. El rechazo del poncho que convierte al indio en una postal ante
los extranjeros y en “bestias humanas” ante los bolivianos, se oponía al
énfasis que los bailes organizados por el Estado y las elites letradas ponían
en la necesidad de que las tropas de bailarines indígenas concurran con sus
trajes típicos. La fotografía de Nina Quispe con la vestimenta habitualmente
asociada a las elites mestizo criollas, así como la que lo presenta posando
junto a un avión, contrastan con las fotografías folklorizantes de indígenas
junto a Tiwanaku que, como hemos visto en los capítulos anteriores, circulaban
en el período. El sentido del progreso y la incursión al mundo urbano iban a
contrapelo del estereotipo del indio rural y anclado en el pasado. Y el acceso
a la alfabetización disputaba el destino prefigurado del indígena como
trabajador manual y potenciaba su agencia política. Como ha planteado Gotkowitz
(2011: 134), la incorporación a la nación boliviana no era una preocupación
abstracta, no ser considerados bolivianos conllevaba consecuencias tangibles.
La incorporación significaba el acceso a las instituciones públicas y el
idéntico amparo ante la ley. Significaba, también, el derecho a cruzar las
fronteras y participar del comercio a larga distancia. En este contexto, la
propuesta de Nina Quispe logró postular la integración a la nación sin caer en
un proyecto asimilacionista. Lejos de resultar disolvente de la indianidad
forjó una noción de esta que se opuso a su folklorización, abriendo a la
población indígena, como tal, la posibilidad de reclamar por derechos civiles,
tierras y autonomía política.[5]
Esta noción implicaba un cuestionamiento a las bases de la estratificación
social colonial vigente en Bolivia que convertía la diferencia en jerarquía,
así como a los preceptos del liberalismo para los cuales la eliminación de esta
última requería una negación de la diferencia cultural. Subyacía, así, un
contenido ideológico que postulaba la igualdad de derechos en la diferencia
cultural, y que aun cuando no resultaba del todo explícito se traducía en las
prácticas educativas y legislativas. En este sentido, su participación en la
maquinaria legal, educativa, e incluso ritual de la elite gobernante gestaba un
profundo cuestionamiento de su sistema de dominación.
Espejismos de la folklorización. El discurso de la élite en
torno a la Sociedad República del Collasuyo
En este apartado nos proponemos analizar los modos en que la
élite liberal recibió las propuestas y actividades de Nina Quispe. Como hemos
visto en los apartados anteriores, las actividades de Quispe se encontraban en
constante articulación con la élite letrada y con diversos mecanismos
institucionales. De hecho, estaban absolutamente imbricadas en la maquinaria
legal y educativa liberal, de modo que eran bien conocidas por aquella.
Las primeras repercusiones de sus actividades que
encontramos en la prensa son muy positivas. En 1929 el periódico El Norte
presentaba a Nina Quispe como “un indio que ha sabido querer a los de su raza,
un indio comprensivo, que concibe que la independencia de sus compañeros
solamente podrá conseguirse a base de estudio y civilización”. Y frente al
éxito de los niños de la escuela indigenal en los exámenes rendidos ante el
inspector de Instrucción de las Escuelas Municipales, planteaba que “Eduardo
Nina Quispe ha obtenido un resultado que muchos que decían preocuparse del
‘problema del indio’ no han podido conseguir hasta hoy”. El propio inspector
proponía organizar un desfile con los alumnos indígenas “como una demostración
del civismo de esta raza que ingresa a la civilización” (El Norte, 16-10-1929).
En esta misma línea La República publicaba en 1930 que “con maestros como Nina
se puede esperar la patria nueva” (La República, 7-12-1930). No sólo Nina
Quispe era elogiado, sino que incluso la Sociedad República del Collasuyo era
bien admitida. Al respecto, la prensa planteaba que “los componentes de la
República indígena Collasuyo […] son en su totalidad indígenas que con un noble
entusiasmo se preocupan por el adelanto de la instrucción indigenal en Bolivia”
(La Razón, 27-12-1931). Todo esto conducía a afirmar que “son los indígenas
quienes mayormente se interesan por la resolución en forma práctica del viejo
problema indigenal” (El Diario, 18-5-1932).
Sin embargo, a partir de octubre de 1932, en un brevísimo
lapso, las referencias a Nina Quispe cambiaron por completo. El 31 de octubre
el diario Última Hora anunciaba que la Prefectura había hecho abortar una
sublevación indigenal que tenía como objetivos inmediatos “Guaqui, Tiahuanacu,
Viacha, Jesús y San Andrés de Machaca, Caquiaviri y Puerto Acosta” pero que
incluso planificaba “marchar luego sobre la ciudad de La Paz y pasar a degüello
a los blancos, establecer un gobierno de carácter comunista, cuya primera
medida fuera la reversión de la totalidad de las tierras a los indios, sus
primitivos poseedores” (Última Hora, 31-10-1932). Esta noticia dio inicio a una
serie de publicaciones, informes y denuncias que derivarían en el posterior
enjuiciamiento de Nina Quispe. Reconstruyamos el recorrido que condujo a aquel
desenlace. La misma nota a continuación, en un apartado llamado “Acción
comunista”, planteaba que “no pueden atribuirse estas actividades de la
población indígena del Altiplano a otra cosa que a la labor subversiva que
vienen efectuando entre los indios ciertos elementos extremistas y agitadores”.
Y argumentaba que “no cabe, frente a la amenaza de una sublevación que tendría
funestas consecuencias en este momento, otra cosa que obrar con rapidez y
decisión. No basta que el movimiento subversivo haya abortado. Es necesario
además verificar sus causas y orígenes y sancionar ejemplarmente a los
agitadores” (Última Hora, 31-10-1932). Cinco días más tarde, en una publicación
de La Razón, Nina Quispe aparece como uno de esos agitadores:
[…] el subprefecto de Pacajes recibió denuncia escrita y
fundada en declaraciones juradas de tres testigos, que los indígenas Paulino Bonifacio,
Rufino Vargas, Jenaro Bonifacio y otros muchos agentes de un indígena
apellidado Nina Quispe, se habían reunido en una estancia en la región de
Calacoto de Pacajes, y allí habían acordado la sublevación con tendencias
comunistas, haciendo su propaganda mediante volantes impresos y en los cuales,
se hacía saber que toda la clase indígena se encontraba lista para la
sublevación general, que ellos poseían gran cantidad de armas, y que en cuanto
se diera el grito de alarma todos estaban en la obligación de organizarse y
pasar a degüello a los blancos, para así apoderarse de todas las tierras que
constituían fincas que en esa forma había ordenado su presidente Nina Quispe (La
Razón, 5-11-1932).
A comienzos del año siguiente la acusación se agudiza, y ya
no sólo Quispe es denunciado como agitador sino que toda su labor, antes
celebrada, es convertida en blanco de ataque. Es la Legión Cívica la que
identifica a la “República de Collasuyo” como una “sociedad indigenal que,
conservando las formas legales en apariencia, se hallaba entregada a una
intensa difusión de doctrinas disolventes comunistas”. Es por esto que la
Legión Cívica, “creada como una institución puesta al servicio […] de la paz
pública interna del país y con el fin de levantar el espíritu cívico ciudadano
alrededor de […] la defensa del sudeste ante el invasor guaraní”, considerando
a la República de Collasuyo peligrosa para la nacionalidad, decidió denunciarla
ante las autoridades. En función de ello comisionó al legionario Nicolás Montes
de Oca para “recoger los pormenores necesarios y vigilar de cerca las
actividades de la indicada sociedad presidida por Nina Quispe”. Como resultado
de sus pesquisas el legionario habría obtenido “datos que son enteramente
comprometedores para las sospechosas actividades de Nina Quispe y sus
secuaces”, los cuales se elevaron al Fiscal del Distrito para “iniciar un
sumario respectivo y determinar el grado de culpabilidad de los acusados” (El
Diario, 16-3-1933).
Confluían, en estas publicaciones, dos acusaciones que no
eran nuevas sino que retomaban motivos ya utilizados por la elite a la hora de
deslegitimar las movilizaciones indígenas: la guerra racial y el comunismo. La
orden supuestamente dada por Nina Quispe de “pasar a degüello a los blancos” tenía
dos implicancias. Por un lado, desdibujaba al enemigo concreto que podía tener
una movilización indígena en reclamo de sus tierras: ya no era el hacendado
sino la población blanca en su totalidad. Frente a esta se colocaba al indígena
al cual, a través de una circunscripción racializada, se lo presentaba
claramente diferenciado de la “raza blanca” y a la vez indiferenciado a su
interior. Esta racialización, que proponía al color como diacrítico, albergaba
el salvajismo de la raza indígena, condensado en su propósito de practicar el
degüello. Lejos de las concepciones de racismo culturalista que comenzaban a
ser hegemónicas a principios del siglo XX, se retomaba un motivo típico del
pensamiento decimonónico cuyo mayor exponente había sido el proceso Mohoza tras
la rebelión de 1899.
Por otra parte, la asociación entre comunismo y
sublevaciones indigenales tampoco era nueva. La rebelión de Chayanta acontecida
en 1927 “fue la primera mención de una tentativa de revolución específicamente
comunista en la historia boliviana, e indica una preocupación creciente entre
la clase alta por un potencial ascenso de un radicalismo a ultranza de la
extrema izquierda” (Klein, 1969: 91, citado en Hylton, 2011: 132). De hecho,
como lo ha demostrado Hylton, en este caso la temida alianza entre caciques,
artesanos urbanos e intelectuales del Partido Socialista no fue mera proyección
ni paranoia de la elite criolla, sino que la rebelión de Chayanta articuló
efectivamente a dichos sectores (Hylton, 2011: 133). Asimismo, esa acusación
fue repetida en sucesos menores luego de aquella rebelión. En la
correspondencia mantenida entre el prefecto de La Paz y los subprefectos e
intendentes, encontramos alertas sobre la necesidad de tomar “medidas sagaces
[para] descubrir propagandistas [del] comunismo” así como de ejercer “estricta
vigilancia para evitar [el] ingreso al territorio de elementos comunistas”,
especialmente “procedentes [de la] República [del] Perú, sean prófugos o
deportados” (ALP/P-TD. Caja 36, 1931). Esta correspondencia pone en evidencia,
también, que el comunismo podía servir de etiqueta en situaciones en que los
acusados no estaban vinculados con actividades comunistas. Tal es el caso del
presidente municipal de Coripata, quien exigía al prefecto de La Paz una
sanción correspondiente por calumnia contra José María Gamarra por haber
denunciado actividades comunistas en su pueblo (ALP/P-TD. Caja 36, 1931).
¿Ahora bien, qué nos dicen los expedientes de la Prefectura
sobre lo que pasaba en los alrededores de La Paz en el momento en que la prensa
describe el intento de aquella gran sublevación y el despliegue de actividades
comunistas por parte de las organizaciones indígenas? 1932 era, en efecto, un
año de conflictividad social. Un intenso intercambio de correspondencia a lo largo
del mes de marzo informa sobre una sublevación indígena en las fincas de Caluyo
y Capiri (ALP/P-TD. Caja 37, 1932). En los telegramas, los subprefectos y
corregidores pedían mayor asistencia militar en sus zonas. El corregidor Pedro
Sanagua argumentaba que convendría “tener una fuerza permanente en este cantón
para lo cual estamos preparando alojamiento”. Comunicaba que los “colonos de
Capiri se han declarado comunistas” y alertaba que a raíz de la proximidad de
la celebración de la invención de la cruz “existen rumores muy acentuados y
públicamente propalados que esperan esta fecha para una sublevación general”
(ALP/P-TD. Caja 37, 1932). Es en ese contexto que aparecen las comunicaciones
acerca de los intentos de la sublevación indigenal a la cual nos referimos
anteriormente. El subprefecto de Viacha envió el 29 de octubre de 1932 un
telegrama al Prefecto de La Paz donde planteaba:
Ayer informé ampliamente a Mingobierno asuntos preparativos
sublevación indigenal. Caso serio, merece atención poderes públicos para
conjurar cualesquier conato subversivo mediante armas con expresa autorización
escrita hacer uso caso necesario determinado acción civil o militar para
deslindar responsabilidades. Amago de ataque no solo tiende a pueblos Jesús y
San Andrés Machaca, Guaqui, Tiahuanacu y Viacha, tiene proyecciones para atacar
La Paz. Una palabra arrastra pueblos altiplano asegurándose constante cambio
comunicaciones de extremo a extremo y cabildos celebrados sin que pueda
encontrarse prueba evidente, por reserva y solidaridad que guardan (ALP/P-TD.
Caja 37, 1932).
El subprefecto también reproducía alertas de sublevación
enviadas por el corregidor de Jesús de Machaca y el intendente de Guaqui junto
a sus solicitudes de armamentos para prevenir el conflicto, y expresaba que se
encontraba “en activas pesquisas [para] precisar cabecillas, sitios, cabildo[s]
y otros detalles” (ALP/P-TD. Caja 37, 1932). Dos días después, el intendente de
Guaqui habiendo recibido el armamento y carabineros solicitados, viaja a Jesús
de Machaca para corroborar las versiones sobre el levantamiento (ALP/P-TD. Caja
37, 1932) y declara que el “vecindario hallase completamente tranquilo”
(ALP/P-TD. Caja 37, 1932). Por otra parte, el subprefecto Sosa envía a requisar
casas indígenas en busca de armamentos descubriendo “solo dos cacerinas mausser
en cambio, contrabando de 56 pieles vicuña, lana madejas” (ALP/P-TD. Caja 37,
1932). El descrédito de una efectiva existencia de planes de sublevación
indigenal que provocan estos informes, se profundiza con una publicación del
periódico Última Hora que exponía que si bien “informaciones recogidas en la
Prefectura del Departamento y en el Ministerio de Gobierno nos permitieron dar
noticia al público de un vasto movimiento indigenal que estaría preparándose en
el altiplano […] para aprovechar la oportunidad favorable de encontrarse en La
Paz sin su guarnición regular y sin fuerzas de policía lo mismo que los pueblos
de la altiplanicie”, sin embargo “personas llegadas de diversos puntos del
altiplano, a las cuales hemos interrogado a este respecto, se muestran
sorprendidas de la noticia y nos aseguran que en esa región agrícola no han
advertido ningún motivo ni actividades de los indígenas que pudieran ser motivo
de alarma, reinando por el contrario una tranquilidad que nada induce a suponer
pueda alterarse” (Última Hora, 8-11-32).
Aun así, el proceso en contra de los cabecillas de la
supuesta sublevación continuó. El primer documento de la Prefectura que
establece una relación entre los intentos de sublevación y Eduardo Nina Quispe
es un telegrama enviado por el intendente de Guaqui el 14 de noviembre de 1932.
Este no se basa en la atestiguación de hechos probatorios de dicha vinculación
sino en la “carta publicada en el diario La Razón por Francisco Mendoza C. cuyo
recorte me permito enviar a Ud. [y que] expresa que varios indígenas agentes de
otro igual apellidado Nina Quispe, se habían reunido en una estancia de la
región de Calacoto provincia Pacajes, para acordar la sublevación con
tendencias comunistas” (ALP/P-TD. Caja 37, 1932). Curiosamente el artículo al
que se refiere el intendente es, también, la primera mención que hemos
encontrado en la prensa al respecto. En función de ello es que este comienza a
realizar averiguaciones y envía la siguiente información: “el indígena Eduardo
Nina Quispe reúne constantemente a los principales mandones de varias
provincias del Departamento. El indígena Eduardo Nina Quispe vive actualmente
en la región de Caja del Agua, Calle Laja, casa que fue del Cura Rosilló. Con
estos datos posiblemente puede la policía de seguridad investigar y capturar al
indígena Quispe en el momento mismo que tenga su reunión” (ALP/P-TD. Caja 37,
1932). La segunda referencia a Nina Quispe se encuentra en un escrito del
subprefecto de la provincia de Omasuyus en la cual expresaba: “paréceme
indispensable establecer una estricta vigilancia sobre Santos Marca Tola y
también un Nina Quispe, Profesor de Escuelas Indigenales, los cuales ejercen
una poderosa influencia sobre los comunarios del Departamento, por lo que yo he
podido apreciar” (ALP/P-TD. Caja 108, 1932).
Nina Quispe continuó con su práctica legal y desmintió
dichas acusaciones. En un memorial en el cual denunciaba los abusos cometidos
por el corregidor del cantón de Ayo Ayo, Nicacio Herrera, declaraba que “en mi
calidad de representante legal por los indígenas comunarios de este
departamento, tengo mandato especial para reclamar por los abusos que sufran
mis mandantes de parte de autoridades cantonales […] atentados que cuando son
denunciados y reclamados dan lugar a que se nos llame comunistas, no siendo
sino más que la impotencia de estas autoridades abusivas al no poder justificar
su conducta” (ALP/EP. Caja 346, 1933). Asimismo, en El Diario publicó una nota
en respuesta a las acusaciones vertidas en ese periódico arguyendo que “una
sociedad como cualquiera otra, que se desenvuelve dentro de las leyes
existentes con fines altamente educativos de la raza indígena no puede ser
materia de afán sensacionalista”. Utilizaba la ocasión “para hacer pública
profesión de la fe patriótica, inspirado por un alto y elevado ideal
nacionalista de la Sociedad que me honro en presidir”, y acusaba a “algunos
señores que han amasado fortuna con las lágrimas y el sudor de los indígenas,
[que] hacen frecuente uso de la sindicación de comunistas a todos los que
reclamamos dentro de las leyes vigentes a las autoridades constituidas de los
mil atropellos que a diario cometen en los lugares alejados de la acción de las
autoridades superiores” de haber “sugerido y sorprendido la buena fe de algún
cronista para mover a la policía contra pacíficos ciudadanos” (El Diario,
24-3-1933).
Aun así, a pesar de las incertidumbres en cuanto a la
sublevación y a la participación de Quispe dentro de ella, se inició un juicio
en su contra. El 20 de abril de 1933 fue capturado bajo la sindicación de
“explotar a los indígenas del altiplano” (El Diario, 21-4-1933 y 7-5-1933). Se
argumentaba que si bien “el fiscal del distrito, en su reciente viaje […] tuvo
oportunidad de comprobar que no existe conato de sublevación indigenal como
equivocadamente informó un diario local […] empero pudo comprobar que el
indígena Eduardo Nina Quispe, aprovechando de su relativa instrucción explotaba
a los indígenas haciéndoles creer que pronto serían dueños de las haciendas.
Para decirles esto les cobraba dinero para gastos de propaganda”. El acusado
habría manifestado que “era en efecto Eduardo Nina Quispe […] y aun le entregó
al señor Nogales dos de los folletos que ha mandado editar con el dinero que
exacciona a sus compañeros” (El Diario, 21-4-1933). Como muestra este
fragmento, ante la detención, Nina Quispe (en consonancia con los efectos que
su práctica había tenido hasta ese momento) mostró su documentación como
probatoria de la constitucionalidad de sus acciones. Pero una vez detenido, son
esas mismas actividades las que resultan suficientemente peligrosas y, de
hecho, ya no parece ser necesario vincularlas a los espectros del comunismo o
de la guerra racial para ello.
Ante la falta de pruebas Nina Quispe fue liberado por orden
del juez Carpio, pero rápidamente fue detenido y puesto esta vez a disposición
de autoridades militares. Se inició así una nueva etapa que se prolongaría por
un largo tiempo. Las acusaciones vertidas en la prensa sumaban a la sindicación
de “explotación de los indígenas” nuevamente la tentativa de sublevación (El
Diario, 5-6-1933 y 10-10-1933). El juicio se prolongó por más de seis meses.
Los defensores de Quispe reclamaron la falta de indicios y la necesidad de
resoluciones, ante lo cual fueron enviados pedidos de averiguaciones, informes
y documentos a las provincias (ALP/P-TD. Caja 116, 1933). Ya en noviembre de
1932 los documentos del archivo de la Sociedad Collasuyo habían sido
requisados, incluyendo su correspondencia oficial, sin haber conseguido papeles
comprometedores que demostraran algo en su contra (Choque Canqui y Quisbert,
2010: 83-84). Fue nuevamente la Legión Cívica quien remitió “algunos documentos
al fiscal del distrito sobre las actividades delictivas que ejerce el indígena
Eduardo Nina Quispe” (El Diario, 26-4-1933). Finalmente, en mayo de 1934
terminó el proceso declarándose insuficientes los indicios de culpabilidad por
lo cual el fiscal militar requirió la absolución. Según él, la sentencia debía
dictarse dentro del plazo de una semana, pero Nina Quispe recién pudo abandonar
la cárcel en 1936 (Mamani Condori, 1991: 136-137).
Si al comienzo las actividades de Nina Quispe habían sido
bien recibidas, en consonancia con la incorporación simbólica de la población
indígena que se desplegaba en estos años, a partir de 1932 las mismas
actividades son percibidas de otra manera; se convierten en peligrosas, y se
relacionan con el comunismo y con la organización de sublevaciones sumamente
amenazantes para La Paz. ¿Cómo explicar tal viraje? En primer lugar, es
necesario tener en cuenta que este viraje coincide con el ingreso de Bolivia a
la Guerra del Chaco. Como desarrolló Mamani Condori, retomando el trabajo de
René Arce, al interior de ella se desató una “guerra interna” que opuso no sólo
a terratenientes y campesinos, sino que además se encontraba atravesada por la
estructuración colonial de la sociedad boliviana (Mamani Condori, 1991: 97). El
Estado y el Ejército se volvieron “guardianes del interés nacional”,
recrudeciendo las presiones sobre la población indígena a través del
reclutamiento forzado, las colectas igualmente forzadas que tuvieron que sufrir
mujeres, ancianos y niños comunarios, la intensificación de la usurpación de
tierras y el establecimiento de una fuerza represora llamada Legión Cívica
(ibíd.: 100-102). La Legión Cívica fue creada en julio de 1932 por un decreto
supremo del gobierno de Salamanca “con el fin de hacer frente a la emergencia
nacional y velar por el orden interno”. Según su reglamento tenía “autonomía en
sus funciones e iniciativas […] dentro de sus actividades tendientes al
mantenimiento de la tranquilidad y el orden público en momentos de guerra”
(informe del tcnl. Zegarrudo, 26-2-1934, citado en Mamani Condori, 1991: 113).
“En palabras de su comandante, durante la guerra la Legión se ocuparía de
reprimir a ‘comunistas’ y ‘derrotistas’ que buscaban ‘fines inconfesables
precisamente en un caso de guerra internacional’.” De este modo, ante la
situación de guerra externa que había comprometido a casi la totalidad de su
fuerza militar, la Legión adquiría las funciones asociadas normalmente a las
guarniciones y regimientos militares, y su estrecho vínculo con los
terratenientes y vecinos la convirtió en un “instrumento de opresión colonial
sobre los indios” (Mamani Condori, 1991: 113 y 114).
Como hemos visto, fue justamente la Legión Cívica la que
cristalizó la identificación de la Sociedad República de Collasuyo y el
comunismo, y quien brindó el material probatorio para culpabilizar a Nina
Quispe como instigador de la sublevación. Por otra parte, Nina Quispe fue
liberado recién al terminar la guerra, en una coyuntura política distinta, el
socialismo militar de Toro y Busch (Mamani Condori, 1991: 139). Esto conduce a
argumentar (junto con Mamani Condori) en favor de que la necesidad de control
interno recrudeció y convirtió en peligrosas actividades que antes el Estado
podía aceptar e incluso incentivar. Pero es necesario tener en cuenta, también,
que los modos de integración del indio dentro de la nación boliviana albergaban
la posibilidad de este cambio. La representación folklorizada, que hemos visto
forjada detalladamente en los capítulos anteriores, admitía al indígena en su
condición de “indio autóctono” y excluía los reclamos que se desarrollaran por
fuera de los límites impuestos por aquella. Esta dimensión es la que permitió
que, ante el creciente control interno provocado por la situación de la guerra
y la concomitante agudización de los conflictos sociales, aparecieran las
imágenes del indio “comunista”, “explotador” y “salvaje” protagonista de una
“guerra racial”. Estos estereotipos no son excepciones ni desviaciones del
proceso de folklorización del indio; funcionan como la contracara del “indio
autóctono”, y son constitutivas de la noción de indianidad que determina la
incorporación del indígena a la nación boliviana a comienzos del siglo XX.
Conclusiones
Más allá de las múltiples implicancias de la folklorización
tanto del indio como de determinadas expresiones culturales que hemos visto a
lo largo de los diferentes capítulos, el análisis de la Sociedad República del
Collasuyo pone en evidencia un tema subyacente pero protagonista del proceso de
construcción de la nación y la indianidad en Bolivia que es la disputa por la
agencia política indígena. El proyecto de nación de Eduardo Nina Quispe,
desglosado en su práctica educativa y legislativa, expresa los límites del
proyecto de las élites de volver hegemónica una noción folklorizada del
indígena como único medio de ser incorporado a la nación. Manteniendo un
discurso integracionista Quispe logró, sin embargo, plantear una noción
alternativa de indianidad y, por tanto, de nación, en la cual la población
indígena, como tal, adquiría derechos civiles a la vez que se convertía en un
sujeto político dentro del Estado boliviano. Si bien las elites en un comienzo
interpretaron la actividad de Nina Quispe como reproductora de la
representación folklorizada del indio, ante la agudización del control social
que provocó el inicio de la Guerra del Chaco, estas adquirieron un halo
de peligrosidad. Este vuelco revela la contradicción latente entre la
complejidad de la práctica de Nina Quispe y la dualidad que contenía la imagen
de indianidad folklorizada elaborada por las elites. Si la práctica de Quispe
tenía una arista de integración que, por tanto, podía ser vista como funcional
al proyecto de nación de las elites, al mismo tiempo albergaba consecuencias
que, además de constituirse en un reclamo de autonomía, colocaban a la
población indígena como interlocutor con el mismo status que las elites a la
hora de definir el Estado nación. Por otra parte, la imagen de “indio salvaje”
que funcionaba como contracara de la de “indio autóctono” (y que antes tan sólo
aparecía soslayada en expresiones tales como el discurso de Salmón en la Semana
Indianista y en el argumento de Supay Marca) se desvela ante las tensiones
provocadas por la guerra. Es esta imagen la que, a la hora de deslegitimar la
práctica de Nina Quispe frente al peligro que representa en el nuevo contexto de
conflictividad social, reaparece, a la par de la acusación de comunismo. Estos
elementos, aun cuando se presentan como opuestos a la imagen del “indio
autóctono”, resultaban constitutivos del discurso folklorizante de la élite, en
tanto permitían remarcar los límites dentro de los cuales se admitía la
participación indígena dentro de la nación, albergando, de este modo, los
elementos para neutralizar las prácticas que los desafiaran.
1 Algunos ejemplos representativos de ella son: Bajtin
(2003), Burke (1992 y 2008), Freire (1992), Ginzburg (2001).
2 Principalmente
Mamani Condori (1991), Choque Canqui (2012), Choque Canqui y Quisbert (2006 y
2010) y Gotkowitz (2011).
3 Nos referimos al
traje asociado a las elites mestizo criollas compuesto por pantalón y saco de
pana y camisa.
4 Esta visión ha llevado a Mamani Condori (1991: 152) a
hablar de un pachakuti que implicaba el retorno del Qullasuyo, y a Gotkowitz
(2011: 87) de “una visión de armonía intercultural”.
5 Esta interpretación
nos conduce a revisar algunas proposiciones acerca del rol de la población
indígena en el proceso de conformación de la nación. En sus estudios sobre esta
problemática, Irurozqui (2000) plantea que los objetivos indígenas no eran de
resistencia sino de contribución activa al proyecto nacional. Para la autora,
su reclamo no aspiraba a transformar los diseños nacionales de la elite y los
criterios de delimitación de la ciudadanía, sino ser admitidos dentro de esta,
tal como estaba definida. Por otra parte, plantea que los conflictos frente al
Estado se desprendían de su defensa de las tierras más que de su reconocimiento
como indígenas, por lo cual “si la mantenían no se negarían a integrarse a la
nación” (ibíd.: 360). Todo esto la conduce a afirmar que “los indios no querían
ser tales, sino ciudadanos bolivianos” (ibíd.: 379). Y efectivamente, para
Irurozqui, las prácticas electorales funcionaron como un elemento de
politización y democratización de la sociedad boliviana entre 1880 y 1925,
dando participación política a sectores que formalmente estaban excluidos por
el voto censitario y forjando sentimientos de pertenencia nacional. La
reconstrucción de la práctica política de Nina Quispe, sin embargo, demuestra
que indianidad y ciudadanía no sólo no son categorías excluyentes sino que, en
este caso, la búsqueda de la obtención de la ciudadanía está estrechamente
ligada a la reproducción, material y subjetiva, de la indianidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario