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BOLIVIA, LA ESPERANZA DERROTADA DE AMÉRICA


Este artículo apareció en la edición impresa del periódico español El Pais de España el Domingo, 3 de agosto de 1980.

El golpe de Estado protagonizado por los militares bolivianos el día 17 de julio no ha sido simplemente una intentona más, la enésima, que agregar a las sufridas por el país andino. Las características de su ejecución y los métodos aplicados después de su consumación han llevado por vez primera el terror colectivo al ánimo del pueblo de Bolivia. Cuidadosamente planeado, mucho más "científico" de lo que permiten las posibilidades de unas fuerzas armadas rudimentarias, el asalto al poder de los hombres dirigidos por el general Luis García Meza está encaminado a arrancar de raíz la posibilidad de que Bolivia pueda decidir por sí misma un sistema de convivencia democrático. Angel Santa Cruz, enviado especial de EL PAÍS, ha escrito los entresijos del golpe a su regreso de La Paz.

Los veinte carros de combate austríacos último modelo estaban en sus acuartelamientos, pero los militares bolivianos habían decidido no utilizarlos esta vez, salvo que fuera imprescindible. El golpe de noviembre anterior había enseñado a Luis García Meza, que ya se perfilaba entonces como el próximo ocupante del sillón presidencial, que las matanzas callejeras a golpe de tanque se hacen rápidamente impopulares y pueden desencadenar fuerzas contrarias de difícil control.A comienzos de junio pasado, cuando se vivía la fiebre electoral un militar extranjero había preguntado en un alto despacho del cuartel general de Miraflores, centro neurálgico de las FFAA de Bolivia: «¿Para cuándo es el golpe?» La respuesta del general que estaba detrás de la mesa fue cauta: «No podemos ahora, los periódicos publican constantemente detalles sobre una inminente sublevación, en la calle hay casi tanta información sobre los planes militares como en las jefaturas de algunas unidades».
Además, Luis García Meza había dicho en público pocas semanas antes, en un acto castrense: «Camaradas, nadie debe olvidar que las fuerzas armadas y, dentro de ellas, el Ejército han dado ejemplos aleccionadores de su gran espíritu cívico y su acendrada vocación democrática». Por añadidura, el 13 de junio, el general Armando Reyes, jefe nominal de los tres ejércitos, se había presentado por la mañana en el palacio de Gobierno, para asegurar a la presidenta constitucional, Lidia Gueiler, que los militares «son disciplinados y acatan todas las disposiciones y órdenes de su capitana general».
Fin de la indulgencia
Pero dos factores insuficientemente calibrados vinieron a poner un brusco punto Final a la indulgente espera de las FFAA. Hernán Siles Zuazo, el líder centroizquierdista, había obtenido un indiscutible triunfo electoral, más que duplicando los votos de la gran esperanza castrense, el ex dictador y general Hugo Banzer. Más grave: el alto mando tuvo pronta noticia de que el gran derrotado, Víctor Paz Estenssoro, jefe de la derecha civilizada, se disponía a reconocer la legitimidad del triunfo de Siles Zuazo y a otorgarle sus votos para la investidura presidencial del 6 de agosto.
La maquinaria cuidadosamente engrasada se puso en movimiento casi sola. Estaban preparadas las «listas» de la gente que debía ser puesta fuera de juego en las primeras horas del golpe. Las había puesto a punto el jefe de inteligencia del Ejército, coronel Luis Arze, un aventajado alumno de cursos militares en España, por el procedimiento de entrar a punta de metralleta en el Ministerio del Interior, poner contra la pared a su titular, Jorge Selum, y llevarse al cuartel de Miraflores los archivos del Departamento II.
Estaban listos también los que habían de ser protagonistas de la parte más sucia del nuevo golpe (¿el 180, el 200?): los paramilitares. Una mezcla de militantes de extrema derecha nutridos en la Falange Socialista Boliviana y de delincuentes comunes vinculados a la mafia de la cocaína, la primera fuente de ingresos extraoficiales del país. Su ensayo general había sido la sublevación de Santa Cruz de la Sierra, el 17 de junio. Su animador de entonces, el capitán Rudy Zaldívar, jefe de una invencion banzerista denominada Pacto militar campesino, con muchos militares y pocos campesinos.
Aunque frustrados en Santa Cruz por la enérgica reacción popular, los paramilitares desplegaron en esa ocasión, con excepción de las famosas ambulancias, lo que había de constituir su arsenal fundamental un mes después: fusiles automáticos M-1, explosivos plásticos, granadas de fragmentación, botes lacrimógenos... Era un calco del material y los procedimientos utilizados sobretodo en Argentina y Uruguay.
Faltaba por elegir el escenario de la chispa y un pretexto de última hora con visos de validez. Para lo primero, el general Luis García Meza decidió dar una nueva oportunidad a Trinidad, una guarnición tropical a orillas del río Mamoré, dependiente del VI Cuerpo de Ejército, mandada por el coronel Francisco Monroy, y de la que el propio Meza había sido jefe en 1978. En octubre de 1979, los regimientos de Trinidad habían preparado también el camino al golpe de Estado del coronel Alberto Natusch, que derrocó entonces al presidente interino Walter Guevara. El pretexto político lo encontró el comandante en jefe del Ejército boliviano en el fraude electoral: «El Servicio de Inteligencia Militar (sic)había detectado un fraude favorable a la extremista Unidad Democrática y Popular, que solamente en La Paz superaba los 200.000 votos». El comunicado iba firmado por el Departamento II.
Aprender del pasado
En noviembre, Natusch había sacado a la calle todos los carros de combate del regimiento paceño Tarapacá, comprados por el general Padilla durante su Gobierno de transición a los civiles. El golpe, aunque esperado, fue un modelo de torpeza. La huida o impunidad de los líderes políticos, la resistencía popular y sindical y el aislamiento internacional acabaron con él en quince días. García Meza, su cerebro, Luis Arze, y las tres docenas largas de asesores que habían incrementado la representación argentina en La Paz durante los últimos meses, habían puesto a punto un esquema mucho más viable. Los días siguientes mostraron que el plan funcionó. La euforia que reinaba en la embajada del general Videla el día 22 de julio no era triunfalismo. Todos cayeron en la trampa de Trinidad. El Comité Nacional de Defensa de la Democracia (Conade), una agrupación sectorial de todas las fuerzas democráticas del país, se reunió urgentemente en los locales de la Central Obrera Boliviana (COB), en La Paz. La presidenta Gueiler, después de ser visitada por un Siles Zuazo visiblemente alarmado, convocó una reunión extraordinaria de su Gabinete. Las noticias que daba la radio hablaban todavía de un «movimiento militar en Trinidad y en otras poblaciones del departamento del Beni».
Lo que siguió dice mucho de los procedimientos aprendidos por la nueva generación de golpistas. Individuos vestidos de paisano y transportados en ambulancias, jóvenes y bien armados, tomaron por asalto la COB. Allí cayeron Juan Lechín, dirigente máximo de los trabajadores de Bolivia, y Quiroga Santa Cruz, éste para siempre. De un golpe, los militares que estaban tras los paramilitares habían hecho dos presas decisivas. El jefe de los pistoleros que dirigió la operación, Francisco Mosca Monroy, un delincuente famoso en Santa Cruz y condenado el año anterior por asesinato, fue felicitado por el coronel Arze.
Monroy y sus hombres, muchos de ellos sacados de la cárcel en las semanas anteriores al golpe, habían cumplido dos misiones fundamentales: asesinar al líder socialista Quiroga Santa Cruz y preservar la imagen de los militares bolivianos, que reservaban su actuación para la caída de la tarde de ese 17 de julio. Habían sido también los precursores del uso de ambulancias para fines represivos. Durante los días siguientes se disparó desde ambulancias, se secuestró en albulancias, se golpeó dentro de ambulancias. En el patio principal del gran cuartel de Miraflores llegaron a contarse 37, muchas de ellas sin matrícula y todavía flamantes.
En el Palacio de Gobierno de la plaza de Murillo, Lidia Gueiler y su Gobierno corrieron mejor suerte que los ocupantes de la COB. Los paramilitares ocuparon el palacio y detuvieron a la presidenta y al Consejo de Ministros en pleno, pero no asesinaron. Para entoncel, las emisoras bolivianas ya transmitían que en Santa Cruz el II Cuerpo de Ejército y la fuerza aérea habían tomado la segunda ciudad del país. Poco después sucedía lo mismo en Cochabamba, y las primeras tropas aparecían ya en las calles de La Paz y ocupaban, edificios y lugares de valor estratégico. Todo se había consumado.
Antes de que el nuncio apostólico llegara a la plaza de Murillo y tomara bajo su protección a la presidenta, Lidia Gueiler había sufrido la última humillación de su mandato. La prima del general García Meza rodó un tramo de escalera del palacio a consecuencia de los golpes que le propinó el jefe de los asaltantes. Algunos de sus ministros pudieron escuchar los insultos dirigidos a voces a la Gueiler, que sólo semanas antes, y en el mismo lugar, había padecido ya la intimidación física del general García Meza. Entonces, Lidia Gueiler todavía pudo amenazar con quitarse la vida. En está ocasión, los hechos consumados condujeron a la presidenta a leer al día siguiente, por radio y entre lágrimas, una patética carta al país en la que renunciaba a la jefatura del Estado: « He intentado llegar hasta el final del camino con el deseo de cumplir con mi pueblo, pero ante los hechos que se hallan más allá de mi capacidad creo mi deber evitar días dolorosos y luctuosos para el pueblo ... ».
Proclamación con pistolas
Proclamado entre sus leales, armados de pistola y canana al cinto, el nuevo presidente de Bolivia presentó así a la nación el golpe: «Pueblo de Bolivia: en vista de la renuncia a su mandato y resignación de su Gobierno ante la institución tutelar de la patria por parte de la presidenta de la república, y
en uso de atribuciones legales conferidas por la Constitución vigente, así como el derecho de libre determinación, las fuerzas armadas de la nación han asumido la responsabilidad directa de administrar y transformar positivamente el país... El electorado boliviano no concurrió a las urnas ni avaló con su presencia el fraude organizado y la violación de la confianza pública. Por eso sus intérpretes, las fuerzas armadas, con la voz libre y Ia conciencia tranquila, con la fuerza colectiva y la fuerza moral, denunciamos ante el mundo, ante los tribunales de la historia y ante los cinco millones de habitantes del pueblo boliviano, que las elecciones son nulas de pleno derecho, razón por la que los poderes del Estado no podían caer bajo el control de usurpadores de la voluntad soberana y falsificadores de la democracia».
Con la misma firmeza con que pronunciaba su retórico epitafio del sistema democrático, García Meza ha comenzado a mostrar a los bolivianos su concepto de la administración Positiva, Ejecutados, desaparecidos, apresados. Según la Comisión de Derechos Humanos de Bolivia, que preside el sacerdote detenido Julio Tumiri, fosas comunes pueden albergar más de un millar de muertos. Pero no hay datos oficiales. Los bolivianos se hacen una idea del alcance de la represión, secreta, selectiva, controlada cuidadosamente desde los despachos de Miraflores, contándose unos a otros el número de desaparecidos o detenidos en su círculo familiar, de amistades o laboral. Por si acaso, la policía fue desarmada.
Sin mártires continuos
En ningún lugar del mundo se producen héroes o mártires cada seis meses. El pueblo de Bolivia, el más pobre de Latinoamérica, uno de los más analfabetos, no se echó esta vez debajo de los tanques. La resistencia al golpe, centrada en una huelga general decretada por la Central Obrera, fue languideciendo a medida que aumentaba la brutalidad de la represión y las amenazas de despido fulgurante a todos aquellos que no colaborasen con el nuevo régimen. Radio y televisión llevan todavía claramente a las casas bolivianas un mensaje: los familiares de los subversivos sufrirán las consecuencias de las acciones de éstos. El propio ministro del Interior, coronel Arce, lo precisó urbi et orbe: «Son los padres, los hijos y las esposas de esos delincuentes subversivos los que tienen que sufrir las consecuencias de su irresponsabilidad».
Quedaba un reducto: los mineros. Pero un minero boliviano es un hombre que trabaja en unas zonas a las que sólo llegan vehículos todo terreno. García Meza cercó con sus tropas de élite los valles de las cuencas más importantes (Catavi, Colquiri, Huanuni). Aunque no pudo silenciar sus emisoras, ni con la ayuda de la aviación, sí que pudo esperar a que se vaciaran sus almacenes. Los primeros días del golpe las radios mineras llamaban a la resistencia armada, a la dinamita. Hombres, mujeres y hasta niños se aprestaban, una vez más, banderas bolivianas por delante, a defenderse de la matanza. Los últimos días de la resistencia, Radio Pío XII ya no convocaba a las armas, sino a que cada uno aportara al fondo común la comida que le quedase. El hambre rendía a quienes no rendían los fusiles.
El régimen boliviano, iniciados los reconocimientos internacionales, comienza a consolidarse. Las fuerzas armadas están bien abastecidas de carros de combate austriacos, tanquetas de asalto brasileñas y fusiles automáticos norteamericanos. Cajones de estos últimos ocupan salas enteras del cuartel de Miraflores. El presidente García Meza se ha trasladado al Palacio de Gobierno y ha hecho regresar a La Paz a su familia. Meza se pasea por las calles leyendo el periódico o viaja a provincias para hacer proselitismo.
Los denominados militares «institucionalistas», democráticos, han sido asimilados, de grado o por fuerza, en las estructuras castrenses. Los hombres de Padilla, Gary Prado, López Leytón, Hermes FelIman, que hace sólo un año parecían destinados a salvaguardar la posibilidad de un sistema democrático en Bolivia, han sido rehabilitados y ocupan puestos de relativa confianza. Un oficial buen conocedor de García Meza cuenta que el nuevo hombre fuerte del altiplano prefiere dar cargos a sus enemigos de uniforme en vez de deportarlos.
En realidad, el ensayo democrático boliviano nunca llegó a traspasar los muros de Miraflores. En una antesala de García Meza, hasta donde este enviado especial llegó a comienzos de julio para solicitar una entrevista con quien entonces sólo era jefe del Ejército, cuelga un retrato del último presidente de Bolivia. No es Lidia Gueiler, ni Walter Guevara. Ni siquiera el general Padilla. Detrás de aquellas paredes, el último presidente de Bolivia era Hugo Bánzer.

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