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LOS AIMARAS Y LOS QUECHUAS SEGÚN TRISTAN MAROF

 

Mujeres indígenas de Villazón, Potosí (Principios de siglo XX)

Tomado de: La tragedia del Altiplano, de: Tristan Marof.

Antes de la conquista española, lo que hoy se llama Bolivia tuvo otros nombres. Constituía una de las cuatro ramas en las que se dividía el Tahuantinsuyo, o sea el imperio de los Inkas. Estaba poblada casi por entero de quichuas y aimarás, que se diferenciaban por ciertos rasgos étnicos y por su lengua. Los aimarás, que luego fueron sometidos por el ejército del Inka, habitaban el norte del país, junto a sus monumentos históricos de Tiahuanacu, a la orilla del Titikaka, su lago sagrado, de donde emergieron, según la leyenda, los grandes reformadores del Kollasuyo.

Los quichuas se esparcieron hacia el sud y, para evitar las insurrecciones de los aimarás, siempre rebeldes e insumisos, el Inka previsor ordenó formar un círculo de ―mitamaes‖ a su alrededor, vastas pobladas de súbditos que se entremezclaban con los reacios. De esa manera, en el propio riñón aimará, cuyo foco de población actual es La Paz, encontramos hoy día algunas provincias como las de Muñecas, Apolo y otras, habitadas por quichuas.

El calificativo que los conquistadores dieron a los pobladores de América, como es sabido, fué una equivocación. Todos los naturales desde las Antillas hasta el cabo de Hornos, para los españoles, eran indios. El término se hizo general y no se diferenciaba a los caribes salvajes, por ejemplo, de los civilizados peruanos, entre los cuales había una enorme diferencia de mentalidad, de costumbres, exactamente la misma que hubo entre los negros del Africa y los egipcios. En verdad, si reflexionamos seriamente, no hubo en América otra civilización que la de los Inkas en el sur, la de los mayas en el centro y la de los toltecas y aztecas en el norte. Los pobladores de otras regiones se encontraban en un estado muy primitivo. Es importante saber esto, si se quiere estudiar la sociología americana, y no caer en el error muy difundido por propios y extraños, de confundir el indio guaraní [con el] araucano, o caribe con el quichua o el aimará, mentalmente superiores, organizados en pueblos, con sus leyes, sus filósofos, sus poetas y sus funcionarios responsables, mucho antes de la conquista.

Los quichuas y los aztecas formaban imperios enormes, tenían leyes, conocían el arte, y su afán civilizador se extendía hasta las tribus atrasadas y bárbaras que vivían nómadas en los bosques de América.

Sería inútil en este estudio, agregar el testimonio de los cronistas españoles para fortalecer nuestro juicio. Quien desee penetrar en la historia admirable de estos pueblos, puede acudir a Prescott, a Cieza de León, a Herrera, a Garcilaso de la Vega y, por último, buscar en el archivo de Indias los documentos de Ondegardo y Sarmiento. Pero lo que nos interesa, hoy día, es considerar la situación social de los pobladores indígenas que habitan Bolivia y Perú.

Aimarás y quichuas constituyen dos ramas étnicas diferenciadas. El aimará es bajo de estatura por lo general, ancho de espaldas y de pecho; miembros cortos y pómulos del Asia; nariz aplastada y ojos japoneses. Su contextura física fuerte y su temperamento igualmente.

Raza guerrera y batalladora, más tenaz que el quichua, pero tal vez menos sensible y menos artista. Le gustan al aimará las artes mecánicas y siente un gran atractivo por las armas de fuego, con las cuales, sabe, le domina el blanco. Le interesan los inventos modernos y siente verdadero interés por la electricidad, la química y los cálculos. Excelente comerciante, recorre distancias enormes vendiendo sus artículos y haciendo permutas. Solamente él sabe lo que vende. Baja y sube sus montañas, y no se confía a nadie si no es de su propia raza. Hosco, huraño, poco sociable: he aquí sus defectos. Misántropo, la soledad es su mundo. Sus mejores amigos, los cóndores y los huanacus. Menos sumiso y, no obstante, más explotado que el quichua, vive en el altiplano trabajosamente. Ninguna raza podría vivir a tanta altura y soportar como él las durezas del clima. Su alimento frugal consiste en un poco de maíz, unas patatas heladas y quinua. La tierra inclemente y fría no tiene verdor, y su entraña miserable apenas le proporciona míseros alimentos. Algunas ocasiones, en las largas caminatas, se alimenta de tierra salitrosa y durante meses y aún años no prueba carne, a pesar de que posee rebaños de ovejas y llamas. Se contenta con trasquilarles la lana, con la cual se fabrica vestidos. Es indudable que la coca significa para él un elemento importante en su vida. Mascando las hojas de este vegetal puede trabajar sin fatiga, caminar distancias increíbles y aniquilar su apetito. Es posible que su pasividad se deba en parte a este alcaloide.

Su vivienda es miserable y consiste ella en un rancho pequeño, las paredes de barro y el techo de paja. No conoce absolutamente el más elemental confort ni se ven en su casa sillas, mesas ni camas. Duerme él y su familia en promiscuidad, sobre pellejos de oveja o de cabra, cubierto con mantas de gruesa lana, policromadas. Sus rebaños, si es ―rico‖, consisten en unas cuantas docenas de ovejas o de llamas. Otros no poseen nada, y viven de lo que les produce el pedazo de tierra que cultivan. Regularmente pasan hambre y la mortandad de las criaturas acusa uno de los más altos porcentajes entre los países de América.

El quichua es de facciones finas y atildadas; nariz aguileña y ojos negros, cabello lacio y, por lo general, ojos ligeramente oblicuos. Su contextura física difiere de la del aimará, así como su carácter. El quichua es delgado, espigado y de maneras amables y pacíficas. Excelente diplomático, confía la resolución de los asuntos más difíciles a su palabra y a sus razonamientos, y, cuando éstos no bastan, recurre a otros más sutiles y complicados. Sabe simular y sonreír, disculpa los errores, contemporiza con los males irremediables y es menos levantisco y alzado que el aimará. Se acomoda con mayor facilidad al blanco y llega a captarlo con su dulzura y bondad. En cuatro siglos de dominación, el indio se ha rehusado a aprender el castellano; el blanco ha aprendido el quichua.

En las dos razas indígenas, no obstante, hay un sentimiento de clase bien definido que se exterioriza cuando estallan las insurrecciones del campo. Basta la más mínima chispa para encender la campaña y convertir a los pacíficos labradores en rebeldes intransigentes. El sueño que alimentan ambas razas es la reivindicación de sus tierras, y, cualquiera que les hable con autoridad en este sentido y les haga ver posibilidades inmediatas de lucha, logra sublevarlos. La burguesía boliviana comprende perfectamente cuál es el punto neurálgico de su sistema social, basado en la más completa sumisión, y evita por todos los medios preservar la agitación entre los campesinos. Las sublevaciones indigenales no son de ayer ni aparecieron con el comunismo actual. Son tan viejas como su misma esclavitud. Todas

terminaron ahogadas en sangre, reprimidas bárbaramente, fusilando a los caciques, ametrallando pobladas enteras. Quien desee enterarse de estos crímenes colectivos del gobierno boliviano no tiene que tomarse otro trabajo que leer las crónicas de los mismos diarios de Bolivia. La última insurrección indigenal en el departamento de Potosí, durante el gobierno de Siles, costó más de doscientas vidas. El ejército boliviano ejercitó la puntería de sus armas modernas en los cuerpos de hombres, mujeres y niños. ¡Los lanceros hicieron magníficas proezas y derrotaron completamente a los pobres indios armados de palos!

El error de los indios, indudablemente, ha sido levantarse contra la autoridad o simplemente reclamar sus elementales derechos, sin estar provistos de armas suficientes y de una buena organización. Supliendo estas fallas, uniendo sus reivindicaciones a las de los mineros y formando un frente común, es posible el éxito.

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