En este período las estrellas deben haber ejercido
influencia nefasta en las relaciones internacionales, pues una o dos noches más
tarde tuvo lugar una batalla en regla. Bumpus, un inglés, atendía en su casa a
un peruano, celebrando con cerveza, la más cara de todas las bebidas locales,
el 28 de julio, aniversario de la independencia del Perú. Había varios
invitados, entre ellos un joven oficial boliviano llamado Zamudio.
En lo mejor de la parranda, un escribiente de la delegación
pidió que lo dejasen entrar, y como era un mentecato inútil, prontamente se le
dijo que no. Cosa sorprendente, rehusó irse, y se puso tan belicoso que comenzó
una pelea en la que fue derribado. Sus gritos atrajeron a un mayor, a un
capitán y a cerca de treinta soldados del vecino salón de refrescos de Willis,
los que se echaron sobre Bumpus y sobre el peruano, que defendió a su
anfitrión. El mayor ordenó a sus soldados que cogiesen a Bumpus, quien reaccionó
inmediatamente pegándole en la nariz al mayor. Llegó la policía, vio que la
refriega aumentaba y se puso a contemplar la lucha con interés. Botellas,
sillas, suciedades de todas clases volaron por el aire. Los juramentos y los
gritos atrajeron más espectadores, que comenzaron a cruzar apuestas. Ni Bumpus
ni nadie sabía boxear, por lo que casi toda la pelea consistió en dar palmadas,
retorcer brazos y especialmente propinar puntapiés. El desorden terminó
solamente cuando apareció un rollizo coronel que arrestó al mayor y al capitán.
Supe que al día siguiente un sargento y siete hombres recibieron doscientos
latigazos, lo que me pareció una gran injusticia, pues ellos sólo habían
obedecido órdenes superiores.
El notable aumento de consumo de licores era tal vez
preparándose para celebrar el 4 de agosto, fiesta nacional boliviana. Cinco
días de borrachera ininterrumpida finalizaban con exhibiciones deportivas
militares en la plaza, donde se juntaban todos los ciudadanos, equipados con
botellas, vasos y hasta con latas de querosene llenas de licor.
La exhibición no era muy entretenida, excepto un juego
llamado rompecabezas. Difícil de ejecutar, aun para hombres sobrios, resultaba
de una comicidad increíble cuando los competidores estaban semi-ebrios con
kachasa. El rompecabezas consistía en una caja de sección triangular, de dos
yardas de largo, que rotaba libremente alrededor de una barra de hierro
colocada sobre dos postes a una distancia de cerca de siete pies uno del otro.
En lo alto de uno de estos postes había un pequeño asiento; en el otro, una
pequeña bandera. El juego consistía en coger la bandera cruzando sobre la tapa
de la caja. A menos que se mantuviese un equilibrio perfecto, la caja se daba
vueltas y el competidor caía al suelo.
En estos días, desesperado por la tardanza en salir de
Riberalta, hice presión sobre el delegado, o gobernador, hablándole de
“representaciones oficiales” y cosas por el estilo. Esto lo asustó tanto, que
se obtuvo un batelón, que se puso a mi disposición, así como a la de un
empleado de la aduana y del rollizo coronel, ya que todos íbamos a La Paz. Dan
debió haber viajado conmigo; pero estaba en la cárcel a pedido de Willis —¡de
él!—, por deudas de bebidas alcohólicas. Los ingleses fueron a despedirme y también
la guarnición al coronel, de manera que dejamos la costa en medio de la
humareda azul de sus descargas. Podíamos aún escuchar sus gritos de despedida
cuando ya no alcanzábamos a percibirlos.
El coronel no era en absoluto el compañero ideal de viaje.
Mestizo de indio, su parte española parece que se había confinado
exclusivamente al nombre. Su único equipaje consistía en una bacinica(1) vieja
y en una maleta usada, de imitación cuero. Se nos olvidó esta última en la
playa y sólo descubrimos su pérdida cuando ya estábamos en una barraca a
veinticinco millas río arriba, y allí tuvimos que esperar mientras una canoa
iba a buscarla. Después, el coronel se instaló en la “cabina” de popa y allí se
quedó por el resto del viaje: ¡cuarenta y cinco días ¡
El aduanero era un buen compañero; pero ni él ni el coronel
habían llevado alimentos, y, naturalmente, contaban con mis provisiones, que
consistían en avena machacada, unos sacos de pan duro y latas de sardinas. La
avena machacada no les interesaba, pero lo demás sólo alcanzó para diez días,
después de los cuales anduvieron dando vueltas alrededor de las ollas de la
tripulación, sin mucho éxito. No vi lavarse al coronel durante todo el viaje, y
empleaba la bacinica, fuera de otros usos, para guardar alimentos. Era
insolente, desagradable, enfermizo, y como muy pronto todo su cuerpo se llenó
de pústulas, su presencia en el refugio, que estábamos obligados a compartir
con él, se nos hizo repugnante. Se quejaba de que se le había obligado a
embarcarse con excesiva prisa; protestaba por la falta de variedad de mis
provisiones, y tanto él como el aduanero expectoraban constantemente fuera y
dentro de la embarcación. En el barco viajaba una mujer mestiza, que se
divertía cazando moscas y mariguis, que después se comía, costumbre propia de
indios, sean civilizados o salvajes. No quisiera volver a repetir ese viaje.
Al segundo día nos encontramos con un batelón que iba a
Riberalta. Su dueño, un alemán llamado Hesse, reconoció inmediatamente entre
nuestra tripulación a sus propios peones, requisados por la delegación. Se puso
furioso y nos acusó de haberlos robado; pero no podía hacer nada contra
nosotros y nuestro piloto se rió de él extraordinariamente.
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Referencias:
1) Posesion omnipresente. Esto y el reloj despertador son
los compañeros inseparables del mestizo.
Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison
Fawcett.
Foto: Plaza de Armas y Catedral de Riberalta 1928 (Créditos:
Riberalta el edén de la Amazonia)
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