En el capítulo X “Infierno Emponzoñado” de libro exploración
Fawcett, su autor nos relata su regreso a América vía Buenos Aires, Argentina,
su llegada a Paraguay y su ingreso a la frontera con el Brasil hasta llegar a
Bolivia. En este post solamente transcribimos la narración que tenga que ver
con Bolivia.
En la frontera brasileño-paraguaya crece una planta conocida
con el nombre guaraní de Caah-he-he. Tiene cerca de 18 pulgadas de alto, con
pequeñas hojas aromáticas, que son mucho más dulces que el azúcar común, y que
valdría la pena investigar. Hay también otra pequeña planta llamada lbyea- hjuk
ych, de hojas saladas. Se puede imaginar el servicio que prestan éstas a los
moradores de esa región.
Un rasgo curioso del río Paraguay son las columnas de
mosquitos perfectamente contorneadas. Una masa densa y remolineante de
insectos, entre treinta y sesenta pies de altura, se levanta sobre cada ribera.
A la caída del sol se desbandan estas columnas y durante una hora hacen
desgraciada la vida de todos los que están en su vecindad. A esta hora los
mosquitos se tornan insoportables; en el interior del país es lo mismo, pero
durante la noche, aun cuando uno no se encuentra libre de sus atenciones, sus ataques
son más moderados.
Islas de colinas emergiendo de los pantanos nos indica- ron
la proximidad de Corumbá, el puerto brasileño del río, que era nuestro punto de
destino. Durante seis meses en el año la región entera es un inmenso lago,
exceptuando los escasos lugares donde las riberas estén a una yarda o dos más
altas que el nivel del agua. Mil quinientas millas más arriba del estuario del
Plata, la superficie del río en la estación húmeda está a menos de
cuatrocientos pies sobre el nivel del mar. ¡Esto dará una idea de lo plano que
es este país!
La comisión brasileña de límites nos recibió a bordo con
gran ceremonia. Estaba con ellos el comandante de la guarnición, y se sirvió
champaña en el salón del barco. La ciudad tenía cerca de mil doscientos
soldados y un pequeño arsenal naval. Algunos oficiales de marina asistieron a
la fiesta, todos gentes sumamente agradable; en realidad, la flor y nata del
Brasil. La ciudad misma era atractiva; había buenos hoteles, tiendas y calles
pavimentadas. Una característica del lugar era su intensa vida social. Lamentamos
muy pronto nuestra carencia de ropas presentables, porque con nuestro equipo de
trabajo, que era todo lo que teníamos, nos sentimos totalmente fuera de lugar.
La culpa la tuvo nuestro secretario boliviano, pues con celo patriótico nos
había descrito la ciudad como un retrógrado poblado fronterizo. Yo esperaba
algo así como Rurrenabaque o Riberalta, pero, en cambio, me encontraba con una
ciudad tan bien desarrollada y con gente correctamente vestida. El terreno bajo
y pantanoso en que está situado Corumbá es un paraíso para los reptiles. Son
comunes las anacondas. Las grandes por fortuna, escasas llegaban hasta cazar
ganado y aún, durante la noche, posesionarse de hombres en las canoas. La
longitud habitual de estas serpientes era de quince a treinta pies, pero las
realmente grandes doblan esta longitud y aún la superan. Sus horripilantes
aullidos podían oírse por la noche, que es la hora en que acostumbran
alimentarse. Los brasileños sostienen que aquí, incluso las serpientes
venenosas, imitan el canto de los pájaros y el grito de pequeños animales para
atraer a su presa. La gente del distrito, por lo general, lleva consigo un
pequeño saquito de bicloruro de mercurio, en la creencia que mantiene a
distancia a los reptiles, y cada aldea tiene una provisión de suero de
serpiente e inyecciones listas para ser usadas instantáneamente.
De nuevo oí hablar de los indios blancos.
—Conozco un hombre acá, que se encontró con uno — me dijo el
cónsul británica. Son muy salvajes y tienen la reputación de que salen sólo de
noche. Por esta razón les dan el nombre de “murciélagos”.
¿Dónde viven? pregunté.
Oh, en alguna parte más arriba de la región de los
Martirios, minas de oro perdidas al norte o al noroeste de Diamantino. Nadie
sabe exactamente dónde habitan. Matto Grosso es casi totalmente desconocido
aún. Las extensiones montañosas del norte todavía están inexploradas, aunque
sólo Dios sabe cuántas expediciones se han perdi‹1o allí. Es un país malo de
veras. Preste atención a mis palabras: nunca podrá ser explorado a pie, por
grande y bien equipada que sea la expedición. Posiblemente, en cien años más, los
aeroplanos podrán hacerlo, ¿quién puede predecirlo?
Sus palabras tuvieron tal significado para mí, que jamás las
olvidé.
No es necesario describir una agrimensura de frontera. Una
es semejante a la otra, y lo que las hace interesantes son los sucesos
ocasionales, no la rutina tediosa del trabajo mismo. Mi predecesor no era
experto, y cuando la comisión lo contrató el año anterior, fue incapaz de
llevar a calvo la labor, pese a su gran charla sobre lo que había efectuado en
África. Los brasileños eran compañeros agradables, pero no estaban ansiosos de
facilitar la tarea; en realidad, miraban con marcado disgusto toda clase de actividad.
Yo debía completar mi trabajo y me propuse hacerlo evitando toda demora.
Bolivia tenía una línea de costa y un faro de navegación en
el límite fronterizo del lago Cáceres. Ni los soldados ni los peones querían
acampar cerca de este monumento, por temor a un fantasma que los molestaba
todas las noches, vagabundeando cerca del campamento y sembrando la alarma.
Fuimos incapaces de encontrar una explicación para estas apariciones, pero la
evidencia resultaba en verdad abrumadora.
Puerto Suárez, la aldea boliviana más cercana, con su
población siempre ebria, era un conjunto miserable de cabañas de techo de
palmera, a siete millas de Corumbá, en el extremo occidental del lago Cáceres.
Durante seis meses del año estaba aislada a consecuencia de las inundaciones y
debía su existencia al tráfico de contrabando nocturno con la ciudad. Los
bolivianos se resentían por las comparaciones entre su pobreza y la riqueza de
Corumbá, rehusando reconocer las diferencias que había entre ambos lugares.
Puerto Suárez estaba infestado de serpientes; las más malignas eran la
cascabela y la surucucu. No puedo afirmar con certeza que estas variedades
venenosas emitan cualquier clase de sonido, pues nunca los oí; pero todos
aseguraban que así lo hacían, imitando con más o menos éxito los llamados de
los pájaros para atraerlos, como ya he dicho anteriormente.
La cascabela se encuentra en grupos, generalmente, de media
docena de serpientes. Su mordedura es mortal y la muerte se produce con
hemorragias por nariz, oídos y ojos. La surucucu también es muy peligrosa, y se
ha dicho que atrapa hombres. Una sola mordedura ocasiona una muerte rápida,
pero el bicho no se contenta con esto, y continúa mordiendo hasta que expulsa
todo su veneno.
Primera parte: SAN MATÍAS, SANTACRUZ SEGÚN PERCY FAWCETT (Parte II)
Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison
Fawcett.
Foto: Puerto Suarez, Bahía de Caceres. (imagen referencial)
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