Iglesia de San Matías, Santa Cruz - Bolivia |
Primera parte: PERCIVAL H. FAWCETT, RELATA SU VIAJE DE PARAGUAY A PUERTOSUAREZ. (parte I)
A comienzos de julio habíamos terminado con el trabajo que
se podía efectuar en las proximidades de Corumbá, y sólo faltaba rectificar la
frontera norte del río Guaporé. Una comisión, en 1873, había tomado
erróneamente como fuente del río Verde a una corriente totalmente distinta. La
frontera acordada seguía el curso del río Verde, pero —aquí estaba el pero
nadie había ascendido este río, y su curso, según se mostraba en los mapas, era
puro trabajo adivinatorio. Se había propuesto cambiar este límite por otro que
resultaba per- judicial a Bolivia, y siendo como yo era esencialmente un
explorador —atraído por cualquier clase de peligro—, decidí esclarecer las molestas
dudas sobre el curso del río. ¡Decisión fatal! Si hubiese sabido lo que iba a
ocurrirme, probablemente el Verde estaría inexplorado aún.
— ¿Qué le parece? —Dije a Fisher—. ¿Está listo para partir?
—Oh, iré. Resulta extraño en esta clase de trabajos sentar
un precedente tan peligroso, (no es cierto? Seguramente los contratos no
estipulan estas empresas.
—Si no se ejecuta, la frontera será siempre en este sitio un
motivo de disputa. Estoy de acuerdo en que, según los términos del contrato, no
hay obligación de explorar el río; pero tengo el natural deseo de completar mi
trabajo lo mejor que se pueda, y también cuenta la satisfacción personal de ser
el primero en penetrar en un sitio donde los otros no se han atrevido a
hacerlo.
Se hicieron los preparativos necesarios. Se nos unió un
residente escocés del lado boliviano, llamado Urquhart, y con Seis peones
partimos río arriba, en la lancha de la comisión. Los brasileños estaban
encantados. Si se trazaba definitiva- mente el curso del río, se abolirían las
dificultades y aun quizás acaloradas discusiones sobre una nueva línea
fronteriza.
A ciento ochenta millas río arriba estaba el rancho ganadero
de Descalvados, donde arrendamos carretas para que llevaran nuestras
provisiones por tierra, hasta la aldea boliviana de San Matías, en la que
esperábamos obtener animales para continuar el viaje. La travesía no tuvo
contingencias, a excepción de la alarma producida por una pantera negra, en un
sitio llamado Bahía de Piedra. El temor a esta bestia había despoblado la
región a varias millas a la redonda, pues su ferocidad y su enorme fuerza la
hacían más temida aún que el jaguar. Incluso el valor de su piel — veinte veces
superior al del jaguar— no lograba tentar a los cazadores locales.
La compra de animales se facilitó grandemente, porque el
prefecto de Santa Cruz, siguiendo instrucciones de la presidencia, ordenó a las
autoridades de San Matías que ayudaran a la comisión en todo sentido. El
corregidor era un hombre capaz y enérgico, secundado por un teniente y doce
soldados.
¡Pero qué sitio era San Matías! La población. en su mayor
parte india, subsistía con alcohol y ganado robado en las tierras de
Descalvados, y entre ellos y los gauchos de Descalvados existía, por esta
razón, un perenne estado de guerra. Un belga loco, empleado en Descalvados,
acostumbraba matar a tiros a los indios desde su galería, por darse el gusto de
mirar sus contorsiones. El administrador belga según decían— maltrataba tanto a
los indios, que éstos huyeron hacia Bolivia. Ciertamente, había mucho
derramamiento de sangre, y todos aquí se vanagloriaban de haber dado muerte a
alguien. Una celebridad local se distinguió por asesinar con un hacha a dos
hombres dormidos.
Todos los habitantes masculinos llevaban un revólver al
cinto y un cuchillo escondido en alguna parte de su persona; pero se portaron
amables y hospitalarios con nosotros, aunque generalmente estaban borrachos.
Aparte de su población de bandidos, la principal característica, de San Matías
eran las cavernas de piedra caliza de Cerro Boturema. Se han contado toda clase
de historias increíbles relacionadas con ellas, la mayoría contintes
fantasmales, pues la supersti[1]ción
es más marcada en las regiones donde no se respeta la vida humana. Había
algunas lagunas de agua insípida dentro de las cavernas, que a veces estaban
llenas de peces, y otras no se encontraba ninguno, aunque no existía una salida
visible.
La plaza llena de malezas de la aldea estaba cubierta de
botellas viejas, latas vacías y plátanos podridos. Indios displicentes, llenos
de abatimiento, estaban en cuclillas a la sombra de una iglesia de adobe, cuya
torre inclinada estaba separada cerca de diez yardas del resto del edificio.
Blancos bolivianos, que aparentemente no tenían nada que hacer, descansaban en
sillas decrépitas, colocadas mitad adentro y mitad afuera de sus casas, bajo la
sombra de los umbrales. Del “cuartel” —una cabaña donde se alojaban los doce
soldados— llegaban toques de corneta sin significado alguno, como para mantener
un simulacro de eficiencia militar, que no engañaba a nadie. Por lo que pude
observar, no se ejecutaba aquí ninguna clase de trabajo. El lugar era tan
deprimente que me sentí dispuesto a perdonar el enorme consumo de alcohol.
Nuestro deseo más vehemente era abandonar este sitio lo más pronto posible.
Los alrededores parecían abrasados, con excepción de las
pampas de pasto, donde se podía obtener un excelente pastoreo. La inseguridad
de la vida y la costumbre local de robarse el ganado impedían su desarrollo.
Más lejos, hacia el norte y noroeste, estaba la Serra do Aguapé, donde, según
la tradición, se había establecido una colonia de esclavos negros fugitivos,
conocidos con el nombre de Quilombo. Posiblemente aún existe, pues nadie se
aventura por las colinas para encontrarla. Había dos pequeñas estancias,
Asunción y San José, cerca de la frontera boliviana, y en la primera existía
una colina bastante elevada, desde la que podían verse los abruptos precipicios
del “Mundo Perdido”, las colinas de Ricardo Franco, al frente de la vieja
ciudad -Matto Grosso, a setenta millas de distancia. Eran comunes el venado y
el avestruz, y los pantanos estaban llenos de patos. Un día o dos más hacia el
norte podían verse los rastros de indios salvajes. En la época del imperio,
toda esta región formaba un solo gran rancho ganadero, perteneciente al barón
Bastos, pero estaba abandonada hacía ya mucho tiempo.
Llegamos a Casal Vasco, en un tiempo residencia del barón,
después de cruzar el río Barbados, una extensión de agua de setenta yardas de
ancho, que afortunadamente se encontraba ahora en su nivel más bajo y apenas
tenía seis pies de profundidad. Por sus ruinas se podía juzgar fácilmente la
magnificencia que tuvo antes este lugar; una fortaleza feudal, en la que se
veían las armazones de varias casas grandes, de cuyos techos estropeados salían
miles de murciélagos a la hora del crepúsculo. Era horripilante, amedrentador,
ver a esos maléficos seres destacarse contra un cielo dorado, antes de
dispersarse en la obscuridad. Algunos de los enormes murciélagos o zorros
voladores eran tan grandes que semejaban pterodáctilos. Media docena de
familias negras vivían en cabañas cercanas, en constante terror de los
salvajes.
En Casal Vasco acampamos solamente una noche y después
continuamos en una liviana marcha diaria, de veintidós millas por los campos,
hasta Puerto Bastos. Era la primavera en el hemisferio sur, y, exceptuando el
verde perenne de las palmeras, las zonas e islas de bosques diseminadas en los
planos eran una masa de hermoso color. Nunca había visto tal magnificencia de
flores, tal belleza en los vividos amarillos, rojos y púrpuras. Mariposas
brillantes, más vistosas que cualquiera flor, aumentaban esta maravilla. Ningún
pintor podría haberles hecho justicia. ¡Ninguna imaginación sería capaz de
inventar una visión igual a la realidad!
Las carretas y los animales regresaron a San Matías desde
Puerto Bastos, y en una pequeña montería bajamos por el río Barbados, hasta
Villa Bella de Matto Grosso. Esta ciudad, abandonada hace ya tiempo, ahora sólo
un conjunto de casas e iglesias antiguas pero firmes, queda en la ribera este
del Guaporé, y apenas se recuerda hoy día que fué una vez capital del Matto
Grosso. Algunos negros habitaban casas semi en ruinas, en las calles
silenciosas, manteniéndose aparentemente con casi nada. Durante el día trabajaban
en pequeñas y pobres plantaciones de caña y mandioca; por la noche se
atrincheraban en sus moradas, por temor de los indios que merodeaban por las
calles. En las vecindades se habían explotado ricos yacimientos de oro, que
ahora estaban agotados. Una enfermedad horrible, conocida como corup'qao, había
arrasado la ciudad, haciendo tantas víctimas, que los sobrevivientes huyeron
poseídos del terror. En una de las iglesias ruinosas existía una maravillosa
colección de plata antigua, guardada en dos enormes cofres de madera:
candelabros, modelos de carabelas y galeones, cajas, figurillas y chucherías de
toda clase.
Hay algo inefablemente triste en una ciudad fantasma. La
imaginación se representa la vida cotidiana de esa gente desaparecida, sus
penas y alegrías, sus aspiraciones y pasatiempos. Cuando los seres humanos
abandonan su residencia, dejan inevitablemente en pos de sí algunos jirones de
su propia personalidad, y una ciudad desierta tiene una melancolía tan
poderosa, que impresiona incluso al menos sensitivo de los visitantes. Antiguas
ciudades en ruinas han perdido mucho de esto, y no impresionan de la misma
manera. Son los lugares abandonados en un pasado reciente los que oprimen más
el corazón. La Ciudad de Matto Grosso es un ejemplo notable. Me recordó Cobija,
en un tiempo próspero puerto marino boliviano, entre Tocopilla y Antofagasta,
situado en la región que ahora forma el norte de Chile. La salida de Bolivia al
mar fué perdida en la guerra de 1879, y la activa ciudad de Cobija está
completamente muerta, devastada por terribles terremotos y despedazada por las
mareas. La misma melancolía se cierne sobre las ciudades fantasmas
californianas de los días de la Bonanza, emoción expresada a la perfección por
Debussy en su estudio para piano “La Cathédrale Engloutie”.
Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison
Fawcett.
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