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FAWCETT DE VUELTA EN RIBERALTA (parte XV)

 


No lejos de Riberalta un trabajador indio mató al mayordomo en venganza de ciertas brutalidades. Lo cogieron, manteniéndolo atado toda la noche, cara a cara con el cadáver, y al día siguiente le dieron mil latigazos. A duras penas transcurría un día sin que hubiese flagelaciones, y desde el sitio donde yo estaba alojado podía escuchar la ejecución de los castigos en la oficina del jefe de policía. Generalmente, las víctimas se conducían con serenidad, a menos que —como ocurría en casos más graves— se empleara el Sapo Chino. Este instrumento era una armazón basada en la estructura de un potro de tormento, en el que se podía estirar a la víctima boca abajo, de tal manera que el cuerpo estuviera suspendido en el aire mientras se administraban los latigazos.

En una barraca situada más arriba de Riberalta le propinaron a un peón cuatrocientos latigazos, ¡y después el hombre agradeció a su amo, diciéndole que los había necesitado y que en adelante trabajaría bien! En la aldea vivía un anciano quien, cuando se emborrachaba, se dirigía a la comisaría a rogar que lo flagelasen para aprender a conducirse. Quizá, físicamente, los indios tengan menos sensibilidad que un blanco; lo que sienten mentalmente nadie lo puede adivinar. En Riberalta jamás recibían dinero, ni sabían lo que era un trato decente; pero en cambio les propinaban latigazos a la menor falta. Siempre los entusiasmaban para que bebiesen alcohol.

Desde que existe memoria, se usó el látigo en una forma bastante más' seria en las islas británicas; en realidad, aún se emplea en el código penal y constantemente se recomienda su uso en forma más extensa. Si la víctima pudiese elegir entre el látigo de los distritos caucheros y el de nuestras prisiones, no hay duda alguna sobre cuál sería su preferencia. No estamos en situación de lanzar la primera piedra, ya que somos responsables de la sumisión de las colonias de Africa Occidental. Denunciar las atrocidades del auge del caucho, silenciando las muchas crueldades aun legalmente establecidas en nuestro propio país, lejos de la vista del público, significaría tener un criterio demasiado estrecho. Debo hacer hincapié en que lo que sucedía en Bolivia y Perú no estaba autorizado por sus gobiernos, sino que eran actos de individuos, al margen de la ley y del orden. Por crueles que hayan sido estos actos, jamás sucedió nada comparable a las atrocidades del Congo Belga. La lejanía de un sitio como Riberalta es difícil de imaginar. No había telégrafo ni otro medio de comunicación con La Paz u otra ciudad, y, bajo las más favorables condiciones, se llegaba a la capital después de dos meses y medio de viaje.

La llegada de un nuevo gobernador al Beni me dió la oportunidad de asegurar algo del dinero que se me debía, al obtener órdenes oficiales de pago en algunas casas comerciales. El gobernador era afeminado, susceptible a la adulación y extraordinariamente estúpido. La mayor parte del tiempo la pasaba adornándose. Resultaba ridículo contemplarlo ocupado, en una habitación abierta a la vista del público, decorando su lecho y otros muebles con pequeños lazos de cintas rosadas, para complacer a una india poco atractiva de la cual se había enamorado al llegar. Como “escoba nueva”, estaba ansioso de causar buena impresión, y sabiendo que sus gastos pronto serían reducidos drásticamente, saqué ventaja de ello mientras era tiempo. Su pomposidad era prepotente, porque una vez había sido cónsul, y estaba siempre ansioso de indicar que su presente condición significaba un descenso de categoría para él, fruto del resentimiento que su habilidad había despertado en círculos superiores.

Cuando soplaban los surazos, Riberalta se ponía intensamente fría, y una mañana apareció una delgada película de hielo en los charcos de lo que llamaban caminos. En estas ocasiones llovía durante tres o cuatro días ininterrumpidamente y nadie poseía la ropa suficiente para aislar el frío. El repentino descenso de la temperatura mataba rápidamente a los peones vestidos de algodón. ¡Entre las hordas de enfermos la muerte cobraba un tributo espeluznante; uno tras otro desaparecían los “comedores de tierra” o geófagos!

Los trabajadores y sus familias eran víctimas a menudo de una extraña enfermedad que inducía a un irresistible deseo de comer tierra. Posiblemente la causa era un parásito intestinal y la tierra serviría para aplacar la irritación interna. En todo caso, el resultado era un abultamiento del cuerpo, al que seguía la muerte. Los indios conocían un solo remedio: el excremento de perro; pero nunca supe que alguien mejorara con esta medicina. Algunos europeos también sufrían de esta enfermedad; pero las víctimas más comunes eran los niños, cuyas enflaquecidas extremidades y estómagos horriblemente distendidos presagiaban su horrible suerte. Un austríaco que sufría de esta extraña enfermedad bajó por el Beni desde Reyes. Excepto por su estómago terriblemente hinchado, parecía un esqueleto viviente, y producía una impresión espantosa. Murió al corto tiempo.

A excepción de las escasas oficinas, nadie tenía idea del tiempo en Riberalta, porque los relojes no eran de uso general. Un comité de ciudadanos se acercó a mí pidiéndome que erigiese un cuadrante solar, y tanto para cambiar de ocupación, como para retribuir la hospitalidad, estuve de acuerdo en construirlo si se me suministraban los materiales necesarios. Cuando finalmente el reloj de sol estuvo listo y colocado en medio de la plaza, fue inaugurado con gran pompa y proporcionó un buen motivo para hacer discursos y beber sin tasa. ¡Hubo hasta sugerencias de que se erigiera un techo para protegerlo de las inclemencias del tiempo!

Esa misma noche vi a un grupo alrededor del reloj de sol y me acerqué a ver lo que ocurría.

—Es un fraude —balbuceó una voz. Se encendió una cerilla—. ¡Vean! No indica la hora. Que alguien me preste otra cerilla y probemos de nuevo; o más vale que traigamos una vela.

—Explotación extranjera —gruñó otro—. Esto es lo que se llama. . . imperialismo británico.

—No —replicó una tercera voz—. Funciona bien, porque esta tarde vi la hora en él.

Hubo argumentos en favor y en contra y las discusiones se acaloraron. Metieron tanta bulla, que un oficial de policía fue a investigar la causa del problema.

—¡Idiotas! —gritó cuando le interrogaron—. ¿No saben que tienen que esperar que salga la luna antes de poder ver la hora en él?

Tres días después el reloj de sol fue encontrado completamente destruido. Los pro cuadrante solar acusaron a los anti de sabotaje; pero mis sospechas recayeron en un disoluto empleado francés de una firma local, a quien antes que a mí se le habían ofrecido 50 libras para construir un cuadrante y no supo hacerlo.

Ese mismo día realicé mi primer intento de irme de Riberalta, tomando pasaje para Rurenabaque en una pequeña embarcación conocida como una montería. Pese a mis protestas, el propietario insistió en recargarla horriblemente, y media milla río arriba tocó un banco de arena, se volcó, y por poco nos ahogamos todos. El propietario salvó su embarcación; pero rehusó continuar, y tuvimos que regresar a Riberalta, donde volví a mis viejos cuarteles por otras tres semanas, desesperando de poder abandonar este detestable lugar. Parecía que Riberalta estaba jugando al gato y al ratón conmigo, haciéndome creer que estaba libre, sólo para capturarme una vez más. Una y otra vez se me presentaba la oportunidad de escapar, sólo para desvanecerse y dejarme más deprimido que nunca. Era una prisión sin rejas, pero no menos prisión por esa circunstancia. Imaginaba la voz del lugar murmurando: “¡Has venido: aquí permanecerás... para siempre! ¡Puedes escapar por corto trecho; pero mi hechizo te atrae y regresarás siempre, para vivir toda tu vida aquí, hasta que mueras!”

Algunos acusaban ya abiertamente al - francés de haber destruido el cuadrante solar del pueblo, y el asunto casi se transformó en un problema internacional. Se formaron partidos; se efectuaron violentas demostraciones anti francesas y antibritánicas. La prensa local —una hoja semanal de basuras semipolíticas— se metió en la refriega y publicó editoriales sobre el tópico en un lenguaje extraordinariamente pomposo. El vicecónsul francés ofreció un banquete, excluyendo ostentosamente a todos los ingleses y sus simpatizantes. A mí me molestó poco esta actitud; pero los otros ingleses residentes se sintieron ofendidos, desquitándose con otro banquete de carácter altamente patriótico a la noche siguiente.

Recuerdo que la fiesta duró hasta pasada la medianoche, y ya se había puesto musical y achispada cuando las lámparas de aceite, rodeadas de nubes de insectos, comenzaron a mostrar signos de extinción. Mientras oscilaban y se oscurecían, llegó el súbito grito de “¡Cobra!”. Inmediatamente se formó un pandemónium, y, justo antes de que las lámparas se apagaran del todo, se vio en un rincón la silueta del reptil. Algunos se subieron a las sillas; otros, a las mesas. Unos cuantos espíritus audaces cogieron palos y atacaron fieramente a la serpiente, que se agitó y retorció bajo los golpes, y de pronto todo quedó sumido en tinieblas.

De afuera llegaron gritos de advertencia, pues media ciudad estaba reunida allí. Desde el interior se pedían luces, más luces..., ¡rápido! La serpiente debía estar en alguna parte. Ya uno o dos alborotadores estaban declarando que los había mordido. Por fin llegaron luces, se disiparon las tinieblas, y el reptil resultó ser — ustedes ya habrán adivinado— ¡una cuerda!

A la claridad del día siguiente, los rostros del pérfido francés y de sus partidarios brillaban jubilosos; pero Albión aún no estaba derrotada, porque cuando, al otro día, el francés y sus secuaces se reunieron a bordo de la lancha “Campa”, que iba río abajo hasta Esperanza, apareció en el puente principal una serpiente negra y roja. ¡Y ésta era verdadera, no el extremo de una cuerda!

No tengo idea qué clase de reptil era. Posiblemente fuese una inofensiva serpiente coral; pero, en todo caso, hubo una conmoción inmediata, huida por los pasillos, que eran destartalados tablones, y en medio de la lucha el francés fue empujado dentro del río. Cuando salió a la superficie hubo un grito de alerta: “¡Cuidado con las pirañas!” El galo aulló de terror, mientras nadaba hacia la orilla moviendo los brazos como paletas. Un agrupo de mirones lo trató de sacar; pero una y otra vez se caía dentro del agua, asegurando que las pirañas se estaban comiendo la carne de sus piernas. Medio - ahogado y cubierto de barro de pies a cabeza fue extraído finalmente y llevado sollozante a su cabaña.


Tomado de: EXPLORACIÓN FAWCETT, de Percyval Harrison Fawcett.

Foto: Plaza principal de Riberalta 1928. (Créditos: Riberalta el edén de la Amazonia)


 

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