Después de la guerra del pacifico )1879) el palacio quemado adquirido
decoro con el advenimiento de regímenes conservadores y liberales, así como de
presidentes civiles y civilizados. Aniceto Arce, Gregorio Pacheco, Mariano
Baptista, Severo Fernández Alonzo, Ismael Montes, Eliodoro Villazón, José Gutiérrez
Guerra, Bautista Saavedra, Hernando Siles y Daniel Salamanca, civiles a los que
debe agregarse Narciso Campero y José Manuel Pando, militares, fueron
mandatarios consecuentes de la dignidad del cargo y del respeto debido a la
residencia presidencial. Paralelamente, sus respectivas esposas guardaron
impecable dignidad y discreción. Todas ellas se abstuvieron de inmiscuirse en
problemas políticos prefiriendo consagrar su atención a sus hogares y, varios
casos, a obras humanitarias y sociales. Numerosas fueron aquellas que
prefirieron seguir morando en sus respectivos domicilios particulares
desdeñando ese Palacio. Si lo visitaban era para presidir alguna ceremonia
social, en la que no fuese preciso pronunciar discursos. Tampoco se les habría ocurrido
lucirse en el balcón para arengar multitudes. Se concentraron con ser “la
esposa del presidente”, ajenas a cualquier vanagloria o ambición personal. La mayoría
de ellas transitaron por esos escenarios silenciosamente, como sombras
fugitivas y sin dejar huellas de su paso. Entre las excepciones, cabria nombrar
a doña Bethsabé de Montes y a doña Julia Bustillos de Saavedra. La primera, de
gran personalidad, fue una consejera valiosa del general Ismael Montes. Mas
modesta, doña Julia, pese a vivir opacada por la abso0rbente presencia de su
marido, procuro atemperar las intemperancias de este, al igual que, años después,
doña Matilde Carmona de Busch, a cuya oportuna intercesión se debe el que
muchos atropellos no fuesen perpetrados. Por ejemplo, fue gracias a ella que la
guardia del Palacio no disparara contra una manifestación de estudiantes que
protestaba por la agresión de Busch al escritor Alcides Arguedas.
La mayoría de ellas están escondidas en el anonimato histórico,
por ejemplo: ¿Qué cronista recuerda algo de Nieves Frías de Linares, Gertrudis
Antezana de Achá, Rosa Rojas de Melgarejo, Petrona López de Morales, Carmen
Greenwood de Ballivián (esposa de Adolfo Ballivián), Benita Gutiérrez de Daza,
Carmen Guarachi de Pando, Enriqueta Torrico de Villazón o Graciela Serrano de
Peñaranda?
Sin embargo, todas compartieron recatadas en la penumbra la
suerte de sus maridos.
Nada se sabe, por ejemplo, de las angustias y penurias de
Nieves Frías de Linares, cuyo esposo conspiraba permanentemente desde la
frontera argentina o peruana, tramando revoluciones, empeño que inevitablemente
le alejaban de su hogar. (Situación similar a la de María Teresa Ormachea de
Siles, un siglo después). Y luego, en los años de miseria que sufrió Linares en
Chile, ¿estuvo con él?
Penurias de otro tipo
fueron las de Rosa Rojas de Melgarejo, que apenas si figura en la escabrosa biografía
de éste. Mujer de pueblo, probablemente de escasa cultura, tuvo que soportar la
escandalosa presencia de Juana Sánchez, que la desplazó del Palacio. Tampoco se
conoce cual fue su final.
No se sabe mucho de Carmen Guarachi de Pando. Aunque éste
fue esposo leal, según toda la referencia, su profesión debió alejarlos a
menudo el uno del otro. Cualquiera que fuera el caso, la misteriosa muerte del
general Pando, en las cercanías de La Paz, tuvo que ser un inmenso “shock” para
ella. Tampoco se cuenta con pormenores al respecto.
Ninguna de ellas habría osado inmiscuirse en las actividades
políticas de sus respectivos maridos.
Para algunas el destino reservaba transes dolorosos. Elena López
de Villaroel hubo de enfrentar el trágico episodio del asesinato y colgamiento
de su esposo, en un farol de la Plaza Murillo. Ella se hallaba en Cochabamba,
pero el impacto fue atroz, como era inevitable. El resto de su vida honró la
memoria de su esposo con fiel adhesión a los principios por los cuales este
murió.
Matilde Carmona de Busch fue impotente para impedir el
suicidio de su marido, primero, y algunos años después, de uno de sus hijos, en
los Estados Unidos.
Recuérdese, además de los casos citados, el espanto en que
una noche de junio de 1930 vivo la esposa del presidente Hernando Siles cuando
su Domicio fue atacado a bala, una de las cuales victimo a una monjita de las Siervas
de María, que cuidaba a su hija teresa Siles.
O el sentimiento de dolor que debió experimentar Emma Obleas
de Torres, cuando el cadáver del ex Presidente fue hallado en un suburbio de
Buenos Aires. Había sido asesinado por la Asociación Anticomunista Argentina.
Incompletas y lacónicas, estas referencias podrían demostrar
que la presidencia como el Palacio Quemado no fueron ninguna panacea para
muchas de las Primeras Damas.
Tomado del libro: Lydia: una mujer en la historia, escrito por
Alfonso Crespo.
Imagen: La chilena, María del Carmen Ciriaca Grimwood
Allende, esposa de Adolfo Ballivián Coll.
EL MARTIRIO DE SER LAS ESPOSAS DE LOS PRESIDENTES BOLIVIANOS Después de la guerra del pacifico )1879) el palacio...
Publicada por Historias de Bolivia en Viernes, 12 de febrero de 2021
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